sábado, 4 de enero de 2014

La escuela del resentimiento cultural

3/Enero/2014
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

El antagonismo entre lectores de ficción y lectores académicos, la universidad deshumanizada, la frialdad intelectual, el pragmatismo y el libro como mero instrumento de evaluación, son algunos de los fenómenos que explora el siguiente texto, para enunciar los prejuicios recurrentes en torno de la lectura

Se puede ser lector instrumental y, al mismo tiempo, analfabeto cultural y funcional. La razón es muy simple: hay quienes tienen un especial resentimiento (algo más que disgusto) hacia la lectura literaria, sea porque no la disfrutan, sea porque no la comprenden, pero, sobre todo, porque la consideran un lujo inocuo, un pasatiempo inútil, una pérdida de tiempo. No son pocos los que piensan así.

No solo esto. Incluso personas con buena formación intelectual se irritan contra la literatura, es decir contra la creación literaria ficcional cuando, por ejemplo, alguien recomienda este medio como el inmejorable vehículo para la educación sentimental y la formación cultural de las personas. En un arranque de “pragmatismo” consideran banal o frívolo todo aquello que tiene que ver con imaginación y fantasía. Lo desdeñan por falto de rigor académico o sociológico.

Por todo ello, no es fácil que admitan que no hay nada mejor que la ficción y la fantasía para iniciar a la gente en la cultura escrita y, en general, en la cultura. El pensamiento sociológico lleva a pensar a algunos que la ficción o lo ficcional es del todo prescindible. Y, con frecuencia, éste es el drama de la educación universitaria: que enseña que solo es importante lo curricular y aquello que tiene una utilidad inmediata dentro de una instrumentalización práctica.

Michèle Petit refiere que incluso en Francia, ¡en la Universidad de París!, no son pocos los profesores e investigadores que esconden la novela o el libro de poesía que están leyendo para que ningún colega los sorprenda en el campus “leyendo cosas sin importancia”, es decir, cosas que les restan “seriedad académica”. ¡Y esto ocurre en Francia! ¡Y en la Sorbona!

Lo curioso del caso es que las investigaciones sobre las prácticas lectoras y los hábitos culturales han demostrado que los lectores literarios suelen estar más abiertos a otras materias o campos (psicología, sociología, historia, filosofía, política, etcétera) que los lectores sociológicos, muchos de los cuales incluso únicamente leen sobre su especialidad y, más restringidamente, sobre los productos internos de su especialidad: tesis, artículos en revistas e investigaciones de su departamento, facultad o escuela. No se les ocurriría traspasar esa frontera.

Ciertos lectores académicos desdeñan con mucha facilidad todo lo ficcional porque lo consideran un “lujo burgués”, una inactividad, un ocio improductivo. Esta conclusión es uno de los mayores daños que ha causado la escuela y, en particular, una escolarización carente de placer, que ha privilegiado el pragmatismo frígido.

El gran escritor húngaro de lengua inglesa Stephen Vizinczey refiere lo siguiente en su libro ya clásico Verdad y mentiras en la literatura (Seix Barral, 2001): “Hace unos años vino una estudiante a verme a Londres: estaba licenciándose en Literatura Inglesa en Oxford. Mencionó un libro y yo le pregunté si le había gustado. Poniéndose muy derecha, dijo con orgullo: ‘¡No leo para sacar gusto, leo para evaluar!’ Me temo que es típica de la educación universitaria y del género de expertos literarios que ésta produce: aman a los libros como los niños mimados aman a los criados: porque pueden sentirse superiores a ellos. Extraen su disfrute no de la de la literatura, sino de la emisión de su juicio, del poder”.

Con esta mentalidad, leer solo es importante si es instrumental, si arroja una utilidad inmediata. “Leer por leer”que es el futuro de la lectura, según ha dicho Armando Petruccino convence a estos lectores. Para ellos, la lectura debe tener un “para qué” de utilidad inmediata o, al menos, evidente, tangible. Leer para un examen, leer para una tesis, leer para el escalafón, leer para una promoción, etcétera. Pero, con esta lógica, leer es perder una buena parte del imaginario, del mismo modo que leer, exclusivamente literatura ficcional, es perder de vista la realidad y mucho de lo mejor del pensamiento escrito.

La verdad es que la escolarización deshumanizada (sin humanidad y sin humanidades), que es a la vez una educación instrumentalizada, tiene mucho que explicar a este respecto. Escolarizar y preparar a la gente nada más para la “carrera” y para el “trabajo” es una forma de cortarle las alas de la imaginación, una manera de inhibir la creatividad del ser humano.

En la actualidad, se llega al extremo de privilegiar y recomendar, en las mismas universidades, solo aquella lectura que tenga un “propósito social”. A esto se refiere, por ejemplo, Harold Bloom en El canon occidental (Anagrama, 1995); a eso que con buen apelativo denomina “la escuela del resentimiento”, la cual predica que solo es ético leer con un propósito social. ¡Vaya locura! (Las supersticiones ilustradas existen, y tienen, por cierto, muy buena prensa y no pocos partidarios.)

“Leer al servicio de...” se ha convertido en la lectura “correcta”. Pero, junto con Bloom, existimos algunos que todavía creemos en los lectores comunes y corrientes, en los lectores autónomos y en la lectura soberana. No es sorprendente que, pese a sus estudios universitarios en Cornell y en Yale, y pese a ser profesor en la Universidad de Nueva York, Bloom haya puesto la siguiente advertencia en el prólogo de El canon occidental“Este libro no se dirige a los académicos, porque solo un escaso número de ellos sigue leyendo por amor a la lectura. Lo que Johnson y Woolf denominaron el ‘lector corriente’ todavía existe, y posiblemente siga siendo receptivo ante las sugerencias de lo que debería leer. Tal lector no lee para obtener un placer fácil o para expiar la culpa social, sino para ensan- char una existencia solitaria. El mundo académico se ha vuelto tan increíble que he oído a un crítico denunciar a este tipo de lector, diciéndome que leer sin un propósito social constructivo no era ético”.

¡Vaya con la concepción “ética” que tienen algunos! Harold Bloom impugna este dislate del modo más lúcido: “Leer al servicio de cualquier ideología es lo mismo que no leer nada. La recepción de la fuerza estética nos permite aprender a hablar de nosotros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de nuestro yo interior”.

Pero a los lectores del dogma social que no se les hable de fuerza estética, emoción, sensibilidad, combate de la soledad o crecimiento del yo interior, lo único que les interesa son las evidencias concretas de la “utilidad” de la lectura. ¿Emociones?, se pueden preguntar, y se responden: “¿Cuáles son las evidencias concretas de las emociones?” Y siguen campantes, a pesar de que Antonio Machado les dijo hace mucho tiempo: “¿Dónde está la utilidad/ de nuestras utilidades?/ Volvamos a la verdad:/ vanidad de vanidades”.

Recientemente, Heriberto Yépez (“Rulfo en 2013”), hizo en Laberinto (5 de octubre de 2013) un diagnóstico devastador en relación con la academia: “En journals o eventos, la mayoría [de los académicos] refritea o sale al paso usando formatos. El 70% de las ponencias no son textos. Son trámites”. Habría que agregar que con el PowerPoint, las “presentaciones” académicas se han vuelto promociones de Microsoft. El público no sabe a qué hacerle mayor caso: si a la presentación o la lectura (casi literal de la presentación) que hace un expositor que sin el PowerPoint sentiría que no ha dicho nada, aunque, de todos modos, no diga nada, porque en esas presentaciones nos enteramos de lo que opinan algunos autores citados, pero no, por cierto, de lo que opina el autor de la presentación: alguien que, en general, o no tiene opinión o bien (debemos suponer) opina exactamente todo lo que opinan sus autores multicitados.

Por lo demás, hay quienes no solo no admiten que su frigidez lectora puede ser una patología, es decir un grave trastorno físico o emocional, sino que incluso lo presumen, lo ostentan, como si de una virtud se tratara, todo ello producto de tantos años de recibir (sin procesar) ideas en una escuela que condena el placer íntimo y únicamente aprueba el fin social y el resultado práctico inmediato. Resulta lógico que este tipo de lectores como la joven londinense que describe Vizinczeytan solo lea para evaluar, pero jamás para sacar gusto alguno. Hoy la chatura emocional suele confundirse con “seriedad”.
Espíritus chatos, sensibilidades aplanadas, juzgan un bien necesario solo en función de la utilidad inmediata y tangible, del pomposamente denominado “impacto social”. Son insensibles al arte y a la cultura, pero están orgullosos de serlo. Muchos de ellos son incultos, pero se muestran muy satisfechos de ello, como un profesionista (era ingeniero, pero hubiera podido ser abogado, economista o lo que fuera) que tuve por compañero de asiento en un viaje en avión a Monterrey, que interrumpió mi sabrosa lectura para “conversar” (más bien para hablar él, para escucharse), pero sobre todo para decirme que él no leía libros porque nunca los había necesitado, y tenía un alto puesto ejecutivo en una empresa.

Este es el tipo de profesionistas que ha formado la escuela deshumanizada del resentimiento cultural. Se sienten con la necesidad de presumir su estatus puesto que no pueden mostrar su formación cultural o intelectual. Y, a pesar de todo, se sienten en la necesidad de acentuar que no leen, para poder convencerse de que, al fin y al cabo, tampoco lo han necesitado para conseguir su estatus. ¿Extraño? No, no es extraño. El caso es uno entre una multitud: una gran abundancia de incultos satisfechos con su incultura; una enorme proporción de frígidos, ufanos de su frigidez.

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