lunes, 24 de junio de 2013

Notas sobre El extranjero

Junio/2013
Nexos
Juan Manuel Gómez

El epílogo que Mario Vargas Llosa escribió en 1988 (46 años después de publicada la novela) a la edición de Galaxia Gutenberg del mejor libro de Albert Camus termina con estas palabras: “El extranjero, como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral y culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él”.

¿Me pregunto cuántas lágrimas  se han derramado por Meursault? Espero que ninguna, aunque espero también que las razones de que nadie llore por un asesino pusilánime como él no sean, como las de Vargas Llosa, de orden moral —tan efímeras como la belleza del cuerpo. Si sopesamos la enorme figura de Albert Camus, aunque Sartre (quien fuera su amigo antes del sonado y definitivo pleito ventilado en Les Temps Modernes) acusaba de llevar siempre consigo un pedestal portátil, por la riqueza de sus escritos y su firme connotación social y filosófica tengo que pensar en él como un emblema de la dignidad intelectual. Me sorprendió la dureza con que lo trata Susan Sontag en un ensayo del New York Review of Books a propósito de la publicación póstuma de sus Carnets, que, para ser francos, son libretas de apuntes con tanto interés anecdótico como las notas de tintorería. Sontag habla de Camus como un escritor al que se le ama; su muerte fue sentida en el mundo de la literatura como la de un ser querido, dice. “Uno querría —continúa Sontag— que Camus fuera un verdadero gran escritor, no solamente uno muy bueno. Pero no lo es”. Ella se refiere al intelectual como un todo, como una “conciencia pública” que requiere, como un boxeador, “nervios de acero e instintos afinados”; dice que acertó en dos de las tres posturas intelectuales que tomó en vida (participar personalmente en la Resistencia francesa, romper con el Partido Comunista y negarse a definir desde París su postura a favor de la rebelión de Argelia, siendo él argelino de nacimiento). Doy la razón a Sontag desde mi situación de lector contemporáneo de sus ensayos filosóficos, al margen de la circunstancia histórica que los animó y la desesperanza social que denunciaban, y debo confesar que no podría decir que entiendo cabalmente al “hombre absurdo” de El mito de Sísifo, ni al “hombre rebelde”. Sin embargo, creo que una novela como El extranjero (que sólo puede ser escrita por un “verdadero gran escritor”) expresa la “rebelión metafísica” de El hombre rebelde no con largos e intrincados silogismos filosóficos sino con pocas y precisas acciones contundentes concentradas en frases perfectas. “El hombre —dice Camus— se levanta contra su condición y contra la creación entera”. Su rebelión es metafísica porque se libera del resguardo de sus propios prejuicios, de la Historia, de Dios y de la aspiración del futuro, y se lanza sin más armas que la conciencia de su situación a vivir solo el presente.

Creo que El extranjero es un gran título, a pesar de que en las obras completas se traduce como El extraño, lo que es más literal de acuerdo con el original (L’Étranger) y quizá más concordante con la trama; ya que el personaje principal es condenado precisamente por esa razón: por ser “extraño”. Me parece más poético, sin embargo, decir que Meursault es un “extranjero” de la sociedad. No es capaz de comunicarse cabalmente, en la misma sintonía, con los seres humanos de su entorno, bajo las mismas reglas implícitas que regulan la convivencia y las maneras apropiadas y correctas de sentir: no llora en el funeral de su madre ni finge aflicción, no se arrepiente de haber matado (sin razón) a un desconocido en la playa, no se enamora de su amante sino disfruta las pulsiones instintivas que ella le provoca en un nivel bastante básico y superficial. Es, en suma, un monstruo que amenaza la estabilidad social, y debe morir.

Para los lectores de su generación Meursault, sin embargo, es un héroe que representa el papel de ser libre en extremo. Camus mismo lo justifica en el prólogo de una edición norteamericana: “es un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad”. Siguiendo esta premisa, Vargas Llosa concluye que para algunos “Meursault va a la cárcel, es sentenciado y presumiblemente guillotinado por su incapacidad ontológica para decir sus sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar [...] Su individualismo feroz, irreprimible, hace que nos conmueva y despierte nuestra oscura solidaridad: en el fondo de todos nosotros hay un esclavo nostálgico, un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, franco y antisocial como es él”. Muy bien pudiéramos adjudicar a este “hombre rebelde” la etiqueta de paladín del existencialismo, si no fuera porque Sartre lo consideró demasiado reaccionario para el bien común del comunismo, y lo desterró.

Camus dedicó gran parte de su vida al teatro, desde la fundación de su Théâtre de Travail, y definitivamente Meursault es un personaje teatral cuya libertad absoluta representa las pulsiones secretas de ese hombre de la Europa devastada de entreguerras enfrentado a desfiladeros absurdos creados por las convenciones sociales, cuya sensibilidad lo lleva a conmoverse más que del funeral de su madre, de la desgracia de su vecino Salamano, que ha perdido al perro sarnoso al que se la pasa golpeando, arrastrando e insultando: “Sin mirarme, me preguntó: ‘No van a quitármelo, diga, señor Meursault. Me lo van a devolver. Si no, ¿qué va a ser de mí?’. Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de sus propietarios y que después hacían lo que mejor les pareciera. Me miró en silencio. Después dijo: ‘Buenas tardes’. Cerró su puerta y lo oí ir y venir. Crujió su cama. Y por el extraño ruido que atravesó el tabique, comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá”.

En su celda, el tiempo para Meursault parece haberse detenido: “Cuando un día el guardián me dijo que llevaba cinco meses ahí lo creí, pero sin comprenderlo [...] Puedo decir que, en el fondo, el verano, con mucha rapidez, reemplazó al verano”. Tras el ataque de ira que le provoca la insistencia del capellán, que sale derrotado, “con los ojos llenos de lágrimas”, en su intento por solicitar el arrepentimiento del pecador, Meursault recupera la calma. “La paz maravillosa del verano dormido entraba en mí como una marea [...] Como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo”. Nadie tiene por qué llorar por el alma de Meursault, libre y rebelde como las almas son. Tal vez en cambio habría que odiarlo por tener una.

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