viernes, 3 de abril de 2015

Mi querella con Paz

Abril/2015
Nexos
Héctor Aguilar Camín

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En 1972 escribí con Enrique Krauze un breve texto deplorando que los escritores conocidos de México abusaran de su personaje y opinaran de todo. Krauze tenía veinticinco años y yo veintiséis, escribíamos nuestras tesis de historia para un doctorado en El Colegio de México. Nuestro texto fue publicado en el suplemento La cultura en México el 9 de agosto de 1972. La portada del suplemento llevaba como título “En torno al liberalismo de los setentas”. Incluía escritos del director del suplemento, Carlos Monsiváis, del filósofo Carlos Pereyra y del escritor Héctor Manjarrez, además del de Krauze y el mío. Por el resto de sus días Paz y sus repetidores se referirían a esta publicación como el lugar donde habían sido “expulsados” del “discurso político”. He vuelto a leer aquellos textos. Primera sorpresa: el único personaje del México liberal de la época al que se menciona por su nombre es Jesús Reyes Heroles, célebre historiador del liberalismo, entonces presidente del PRI. Lo menciona Carlos Monsiváis en el texto introductorio. Dice que la polémica sobre el liberalismo del momento tiene sentido para
contribuir a la distinción entre antiintelectualismo y crítica política y cultural. [...] Por antiintelectualismo entendemos [...] las declaraciones del licenciado Reyes Heroles, alto ejecutivo del PRI, quien advirtió en el “engreimiento” de los intelectuales una de las causas básicas de los problemas de México. Se ha querido ungir a los intelectuales con la responsabilidad de la presente crisis. [...] El antiintelectualismo puede ser una forma aguda de represión y confusión profesionalizada.1
Este era el blanco explícito del texto de Monsiváis: Jesús Reyes Heroles, el mayor representante del liberalismo oficial, quien según Monsiváis culpaba a los intelectuales de los problemas de México. El otro frente de la polémica eran los “representantes del liberalismo ideológico”, vistos por él como una extensión del liberalismo oficialista de Reyes Heroles. Eran los intelectuales y los escritores, decía Monsiváis, que “al apoyar finalmente al Sistema, participan de su acción enajenadora”. Esta última línea era el eje del artículo de Pereyra. Los liberales mexicanos de los setenta, escribió Pereyra, no ejercían la crítica contra la ideología dominante sino por excepción, como si la “irracionalidad del régimen capitalista sólo se manifestase en esas circunstancias excepcionales”. La conclusión de Pereyra era:
En la medida en que se va configurando un auténtico discurso político en oposición a la ideología dominante, esos intelectuales liberales quedan cada vez más aislados y no expresan sino su propia ausencia de la realidad nacional. Lo totalizador de sus sentencias no les da ya presencia alguna.2
Esto es lo más cercano que hay en todo el número de aquel suplemento de 1972 a la idea de una “expulsión” del “discurso público”.
El texto de Manjarrez está dedicado a las contradicciones morales y los límites prácticos del “intelectual humanista”. Cuando el “intelectual humanista” salta a la acción política, dice Manjarrez, traiciona el espacio de su independencia y se vuelve un político más. “Su prestigio esencialmente moral se mediatiza y diluye al aplicarse a la práctica”. En el texto de Krauze y mío no aparece la palabra liberal, de modo que mal pudimos dedicarnos él y yo a expulsar a los liberales de ninguna parte.3
Los textos que gloso han pasado a la pequeña historia de la vida intelectual mexicana como referentes del intento dogmático de la izquierda de “expulsar” a los liberales del “discurso público”. La verdad es que nadie expulsa a nadie. Ni Monsiváis ni Pereyra ni Manjarrez son en sus textos la izquierda dogmática, ni Paz es entonces el liberal herético que sugiere la idea de expulsión. Los liberales de que hablan Monsiváis y Pereyra en sus textos son los herederos de una peculiar tradición mexicana, según la cual se puede ser liberal y convivir sin mayores tensiones con regímenes políticos ostensiblemente antiliberales, como el porfirismo de principios del siglo XX o el priismo de los setenta.
Nadie era liberal en 1972 a la manera de Flores Magón o de Francisco I. Madero. No había liberales dispuestos a levantarse en armas si era necesario para restaurar las libertades. Los liberales de los años setenta lo eran a la manera de Justo Sierra frente a Porfirio Díaz y de Jesús Reyes Heroles frente al PRI. Creo que lo que Monsiváis y Pereyra reprochaban en el fondo era la falta de compromiso del liberalismo de la época para defender y exigir las libertades básicas, administradas a su gusto por un régimen presidencial autoritario “emanado” de la Revolución mexicana. Hacían la crítica del posibilismo liberal en un orden antiliberal.
Paz se dio por aludido y publicó una respuesta sin firma desde la revista Plural que editaba el diario Excélsior y él dirigía. De mi texto con Krauze dijo que era la ocurrencia de una “pareja de siameses intelectuales” dueños de “medio cerebro en dos cuerpos”. Recuerdo haberle dicho a Monsiváis: “Al menos medio cerebro”. “No”, se carcajeó Monsiváis: “Un cuarto. Medio cerebro en dos cuerpos: un cuarto para cada uno”. Años después, Krauze se dijo feliz de que en Plural lo hubieran “deletreado” con esa ocurrencia.4 No es eso lo que yo recuerdo que le pasó en aquellos días. A mí la respuesta de Paz me dejó ver un rasgo de autoridad que odiaba. Un insulto anónimo desde las alturas del olimpo. Yo no lo había insultado a él, había intentado una crítica a los escritores que abusaban de su personaje. Él había respondido lo que respondió.
2
Era agosto de 1972.
Los textos de aquel suplemento tenían mucho que ver con los pronunciamientos de Paz y de Fuentes un año antes a favor de la decisión de Luis Echeverría de investigar la represión del Jueves de Corpus de 1971. La manifestación de aquel 10 de junio celebraba el regreso del exilio de varios líderes estudiantiles del 68. Fue agredida a tiros y palos por una fuerza paramilitar del gobierno de la ciudad conocida como Los Halcones. Echeverría decretó el cese inmediato del regente, Alfonso Martínez Domínguez, y prometió una investigación a fondo de la matanza. Su gesto atrajo la simpatía de intelectuales y universitarios. Paz llegó a decir que Echeverría le había “devuelto la transparencia a las palabras”. A Fuentes le fue atribuida una declaración que en realidad es de Fernando Benítez, gran demiurgo del periodismo cultural de la época: “Echeverría o el fascismo”. Ninguna de las dos declaraciones cayó bien en el mundillo de La cultura en México, cercano a la izquierda universitaria y al agravio del 68. En junio de 72, Paz asistió a una reunión que Fuentes organizó en Nueva York para que Echeverría se reuniera con intelectuales estadunidenses.5 Paz percibió la suspicacia que provocaban aquellas cercanías y abrió un debate en las páginas de Plural sobre las relaciones de los escritores y el poder. De aquellos días y aquellas prevenciones, en muchos sentidos ridículas, sobre la pureza o la impureza política de la república de las letras, salió uno de los más tóxicos y desencaminados debates de la vida pública mexicana de las décadas siguientes, el de la pureza de los escritores y el diabolismo del poder.
Desde el punto de vista intelectual, Paz cargaba ya cierto desencuentro con su medio. En Postdata (1970) había ofrecido una explicación psicoanalítica y mitológica del 2 de octubre del 68, marca fúnebre de  mi generación. Escribió:
Como esos neuróticos que al enfrentarse a situaciones nuevas y difíciles retroceden, pasan del miedo a la cólera, cometen acciones insensatas y así regresan a conductas instintivas, infantiles o animales, el gobierno regresó a periodos anteriores de la historia de México: agresión es sinónimo de regresión. Fue una repetición instintiva que asumió la forma de un ritual de expiación; las correspondencias con el pasado mexicano, especialmente con el mundo azteca, son fascinantes, sobrecogedoras y repelentes. La matanza de Tlatelolco nos revela que un pasado que creíamos enterrado está vivo e irrumpe entre nosotros. Cada vez que aparece en público, se presenta enmascarado y armado; no sabemos quién es, excepto que es destrucción y venganza. Es un pasado que no hemos podido reconocer, nombrar, desenmascarar.6
Lo que nosotros queríamos, como deudos asumidos de la matanza de Tlatelolco, no era explorar la neurosis del gobierno, culpar al pasado azteca o explorar la vena sacrificial de nuestro origen. Queríamos una crónica de los hechos y unos responsables políticos. Dejé constancia de mi propio desencuentro con esa versión sacrificial de Paz en un texto de 1977. Escribí:
Postdata fue a la vez un llamado congregador y un punto de llegada, el límite de la credibilidad de una versión de la historia y la política de México. Lo primero, por su fuerza moral, porque hizo pública de nuevo —luego de dos años sombríos de fin de sexenio— la enormidad del hecho que le daba origen. [...] Lo segundo porque esa desesperación y esa asfixia estaban demasiado cerca de la densidad física, moral y diazordacista del hecho como para compartir con Paz una explicación mítica de la matanza. La explicación requerida exigía a la vez una historia y una reivindicación política. Era preciso saber quiénes, cómo, por qué, los diálogos, las reacciones, la puesta en escena exacta, la reconstrucción fiel. E inmediatamente después, era preciso el castigo de los culpables, la revancha jurídica y política de una ciudadanía expuesta y masacrada en aras de los delirios de autoridad de un paranoico.7
Esta sensibilidad divergente, más los acercamientos de Paz, Fuentes y otros escritores al presidente Echeverría, habían creado una distancia cenacular entre el grupo de La cultura en México y los personajes mayores de la vida intelectual mexicana. La incomodidad de Monsiváis con las actitudes de Paz y Fuentes alimentaba la intensidad de la querella. En Monsiváis convivían la vocación de marginalidad y la necesidad de protagonismo. Reconocía a sus intelectuales mayores pero no acababa de rendirse a ellos. Mantenía hacia Paz y hacia Fuentes una admiración cabal pero mediada por una distancia crítica y una satírica, a la vez lúcida y resentida, distancia social.8
Lo que regía el momento cultural no era lo que discutíamos en nuestros cenáculos o publicábamos en nuestras páginas, sino lo que pasaba en el más amplio paisaje de la vida pública. Dominaba ese paisaje la contagiosa efervescencia del nuevo presidente, Luis Echeverría, con su llamada “apertura democrática”. Parecía haber en la presidencia un nuevo toque de sensibilidad, que acabó en demagogia, y un estimulante activismo, que acabó en desmesura, Pero el arranque fue eléctrico, abrió puertas y ventanas, ofreció un discurso presidencial autocrítico, abrió los brazos a las universidades y los intelectuales. Echeverría dio el Premio Nacional de las Letras en 1971 a Daniel Cosío Villegas, uno de los intelectuales de la cepa liberal que honraban su estirpe aunque pareciera desleído o poco radical a la opinión pública herida y galvanizada por el 68. Los activistas y los intelectuales de la sensibilidad sesentayochera no soñaban con la democracia liberal sino con la revolución socialista.
La apertura de Echeverría sacudió también el establecimiento político, dio espacio a nuevos movimientos sindicales, como la Tendencia Democrática de los electricistas, y al activismo de nuevas organizaciones urbanas y campesinas. El discurso que bajaba de Los Pinos volvió a tener el tono populista del líder que lo puede y lo quiere todo, aunque acabe normalmente arruinándolo todo. El presidente aparecía por todas partes, oyendo, agitando, regañando, prometiendo. Y dejando hablar a otros. Este es el “clima de libertad política” que Cosío Villegas reconoció en el país al recibir el Premio Nacional de las Letras del año 71.9 Es en esa atmósfera donde surgen las palabras aquiescentes del alto mundo intelectual hacia el nuevo presidente y su promesa de renovación. Todo lo que parece ilusión y pacotilla hoy, es en aquel momento una promesa creíble, un llamado a creer. También una invitación a moverse hacia las propias metas. En ese ambiente público es que el director de Excélsior, Julio Scherer, ofrece a Octavio Paz la revista Plural y se dispara él mismo hacia un periodismo crítico que al final ha de costarle el diario, y la esperanza.
La “apertura democrática” echeverrista es la mezcla confusa pero intensa de lo que baja de la presidencia y lo que sube de la sociedad en forma de lideratos contenidos y agravios sin retorno. Entre los primeros hay que citar los sacudimientos en las relaciones del gobierno con sus clientelas tradicionales, en particular con los empresarios, que resienten la crítica política y el intervencionismo económico presidencial. Entre los segundos, la aparición de movimientos guerrilleros en el campo y la ciudad. La apertura democrática convive con la represión, los atisbos del cambio democrático van de la mano con los disparos del asalto al cielo revolucionario.
3
Las historias intelectuales al uso de aquellos años reparan demasiado en lo que los escritores escriben y discuten entre ellos. Pero la república de las letras es sólo una región de la república en general, y una región particularmente sensible. No marca el pulso de la nación, pero vive inmersa en sus vaivenes, atenta a sus señales. De hecho, habla más de política que de letras.
Durante el sexenio echeverrista la república letrada sufre un cambio mayúsculo, que a la vez la fortalece y la diluye, la hace más visible, pero la subordina a los rápidos del río más ancho que llamamos opinión pública. El mundo cultural se ve particularmente marcado por los cambios de la prensa de los setenta. Tal como sugerí en un texto de finales de aquel periodo presidencial:
No fue un grupo de intelectuales sino un periódico, el Excélsior, quien llevó a la práctica las reglas de la Apertura democrática, el diálogo y la autocrítica. [...] Día con día, la primera plana de Excélsior registró la obsesiva descomposición política y moral de un país que se había fingido la Jerusalén Libertada y era sólo el apogeo de Sodoma y Gomorra. Excélsior buscó, encontró, inventó las noticias, los personajes, las situaciones requeridas para cumplir su vasta empresa de los setenta: denunciar, recordar, polemizar, ser el centro de una opinión pública que fueron creando sus arbitrariedades y sus riesgos, sus muchos aciertos y su solidaridad con las mejores causas liberalizantes. [Durante esos años] Excélsior fue, como quisieron sus fundadores y quiere su lema explícito, el “periódico de la vida nacional”, de todo lo que pudo y quiso moverse, de todo lo que no fue ni quiso ser el cata­falco, el saldo, la anatomía de la tumba de la vida nacional. [...] El 8 de julio de 1976, una larga ingeniería de presiones internas y externas determinó la expulsión de siete cooperativistas de Excélsior, entre ellos el director Julio Scherer García, el subdirector Manuel Becerra Acosta y el gerente Hero Rodríguez Toro. Con ellos salió prácticamente toda la planta de redactores y editorialistas que habían hecho del periódico el instrumento polémico, informativo y crítico que era. En la edición del 9 de julio, una cabeza de la plana internacional resumió la caída profesional del diario: al informar sobre una junta plenaria de partidos comunistas orientales en Rumania, el cabeceador afirmó: Rusia clama victoria en la junta roja.10
El llamado “golpe” a Excélsior de 1976 reunió a la comunidad intelectual en un mismo impulso de crítica al poder y fundación de nuevos espacios. El entorno de vida pública que reconoció ese agravio y lo dejó prosperar, fue el creado por la reforma política de 1978, emprendida por el nuevo presidente José López Portillo y por su secretario de Gobernación, aquel liberal posibilista a quien Monsiváis había criticado por su nombre en el suplemento de La cultura en México sobre “el liberalismo de los setentas”: Jesús Reyes Heroles.
La reforma política de Reyes Heroles y López Portillo fue diseñada para abrir espacios políticos a la izquierda. Querían sacarla de las tentaciones guerrilleras y de las universidades públicas, convertidas durante los setenta en verdaderos campamentos de izquierdismo radical. La reforma política de aquellos años legalizó la existencia del Partido Comunista y garantizó una representación proporcional a las oposiciones en la Cámara de Diputados. Acompañó su debate de los cambios políticos con un nuevo clima de libertades públicas, tolerancia a la crítica y estímulo a la pluralidad.
En el ámbito periodístico y cultural, la reforma política fue de fundaciones y refundaciones. En 1976 se crea la revista Proceso, hija de los periodistas desplazados de Excélsior bajo la figura, ya legendaria entonces, de Julio Scherer. En 1977 el mayor de los intelectuales mexicanos, Octavio Paz, funda Vuelta, sucedánea de la revista Plural que había publicado bajo los auspicios de la cooperativa de Excélsior. En noviembre de 1978 se funda el diario unomásuno, bajo la dirección de Manuel Becerra Acosta Jr., expulsado con Scherer del diario Excélsior. En 1978 se funda la revista nexos, vecina cultural del grupo de La cultura en México, una primera salida al mundo del ánimo de conocimiento y debate publico de una comunidad académica que vivía en tensión crítica e ideológica con la cultura literaria dominante. En particular, con Paz y Vuelta.
Como un filamento de aquella tensión, en octubre de 1978 publiqué en nexos un artículo sobre las reflexiones que Paz acababa de hacer en Proceso: “1978: entre las convulsiones y la inmovilidad”. Me había parecido una visión desoladora. Recuerdo que mientras la recorría, pensaba en mi hermano Luis Miguel, 10 años menor que yo, que leía a Paz con fervor de poeta adolescente. Me rebeló la idea de que un autor deslumbrante, casi profético para el joven poeta que era Luis Miguel, pudiera ofrecerle ahora, ofrecernos, este “plato de sangre”: una mirada brutal, impostadamente lúgubre, del mundo en que vivíamos. Quizá por este desvío freudiano de mi propio rechazo generacional a la desesperanza de Paz, usé el siempre mal argumento de la edad para rechazar su descripción. Escribí una glosa de su visión apocalíptica diciendo que Paz había envejecido mal y rechacé circunstanciadamente su diagnóstico, oscuro hasta el conservadurismo, sobre la condición del mundo. Recordé la línea de Quevedo, que había servido de epígrafe a uno de los libros de Paz, Calamidades y milagros: “Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado”. Aquel libro reunía poemas escritos entre 1937 y 1948. “Los años del hechizo del poeta”, seguía mi texto,
eran para el mundo los de la guerra mundial y el exterminio judío, los de la barbarie nazi y la contrabarbarie aliada soviética, la iniquidad neocolonial de la postguerra, la debacle europea, la expansión imperial norteamericana. [...] Pero la mirada joven, intensa y eufórica del poeta de entonces sabía reconocer, a contracorriente de la Muerte, la Nada y las Calamidades, el milagro y el agua límpida, la plenitud del cuerpo y el poder fundador de la palabra. Treinta años después, la mirada vidriosa del poeta, consumida en la desolación, no sabe ni quiere ver en el mundo otra cosa que una [...] noche de espanto. Con la juventud de quien miraba, se marcharon del mundo los milagros, sólo quedaron las calamidades.
Procedí entonces a repetir, irónicamente, la colección de males que el poeta veía en el mundo de 1978: “Las revoluciones se han petrificado en tiranías desalmadas; los alzamientos libertarios han degenerado en terror homicida. Occidente vive en la abundancia, pero corroído por el hedonismo, la duda, la dimisión”. La “gran novedad del siglo XX, no había sido la aparición del socialismo”, sino la del “Estado totalitario, dirigido por un comité de inquisidores”.
¿Europa?: “Todos sabemos que vive un ‘fin de época’”. ¿El mundo socialista?: “Por más grandes que hayan sido los cambios después de la muerte de Stalin, la URSS y sus satélites son esencialmente lo que fueron desde su origen: ideocracias totalitarias”. ¿El Tercer Mundo?: “Dictaduras, luchas intestinas y guerras exteriores, unas con otras con la intervención de las grandes potencias, zarabanda grotesca de disfraces ideológicos, matanzas que dejarían boquiabiertos a los asirios, los tártaros y los aztecas”. ¿La América Latina?: Todos sus “sacudimientos”, “sin excepción alguna, han terminado en dictaduras militares”. ¿Los políticos de Occidente?: “Mezcla propia de miopía y cinismo”. ¿Los intelectuales de Occidente?: “Han revelado durante los últimos años una frivolidad moral y política no menos escandalosa que la de los gobernantes”.
¿Y “el movimiento de rebelión juvenil de la década pasada que tantos entusiasmos despertó”, los hippies con su “eco de los antiguos gnósticos”?: “Se han evaporado”. ¿La revuelta estudiantil que “recogió la gran herencia libertaria?”: Terminó engendrando “bandas terroristas”. ¿El movimiento de liberación femenina?: “También ha sufrido el contagio de la ideología”. ¿El reciente acercamiento de cristianismo y marxismo?: “Una depravación moral”. ¿Nuestro tiempo, en suma?: “El de la guerra universal, permanente y transmigrante”. ¿Resumen?:
Si la historia es una pieza de teatro, hay que confesar que no tiene pies ni cabeza. El texto, corrompido por autores infieles ha sido escrito por un loco cuyo perverso método de composición se reduce a esmaltar las improvisaciones con crímenes e incoherencias.
De la comparación con el poeta adánico de los años treinta y el apocalíptico relator de la miseria del mundo de los años setenta concluí: “Paz es sustancialmente inferior a su pasado y está, políticamente, a la derecha de Octavio Paz”.11
Recibí la calificación de gatillero por parte de alguno de los escritores cercanos a Paz y no mucho más.
4
En 1979, a propósito de la publicación de El ogro filantrópico, escribí una larga reseña crítica. La reseña incurría en algunos de los reproches ideológicos al uso de la izquierda de entonces, pero apuntaba también al mecanismo ensayístico de Paz. El mecanismo había sido descubierto por Jorge Aguilar Mora en La divina pareja: historia y mito en Octavio Paz. La huella de Aguilar Mora está presente en mi reseña desde el título: “Metáforas de la tercera vía”. Traté en esa reseña de mostrar la forma en que el mecanismo discursivo de Paz, explorado por Aguilar Mora, acudía a las metáforas como atajos de la reflexión. Atajos brillantes, al final de los cuales la historia de carne y hueso desaparecía para resolverse en… radiantes metáforas. Uno de los pasajes de mi crítica se refiere a la sobreposición metafórica del Edén y el Ejido, peculiar de la visión histórica de Paz sobre el zapatismo (el de Emiliano Zapata, 1910). Mi convicción entonces y ahora, es que no hubo nunca Edén en el Ejido ni hay mucho que entender en el ejido como un cumplimiento del mito del regreso a los orígenes. Edén es mucha metáfora para Ejido, salvo por el argumento contrario: el ejido ha resultado ser un edén al revés.
La reseña estaba orientada a sustentar la aseveración previa sobre la inferioridad de la visión política del Paz de los setenta respecto de su pasado. Terminaba describiéndolo como el “intelectual orgánico” del Estado creado por la Revolución mexicana:
A semejanza de ese mismo Estado —en cuyo horizonte histórico creció y se formó— Paz ha terminado inclinándose por su vena histórica conservadora. [...] Paz abandona la Revolución Mexicana en la misma medida en que la Revolución ha abandonado sus raíces populares para entregarse a las fuerzas del capitalismo. Por eso puede decirse que Paz —como el Estado o la Revolución Mexicana— es inferior a su pasado y está, políticamente, a la derecha de Octavio Paz.12
No recuerdo que esta larga reseña produjera una reacción de Paz, aunque acendró, desde luego, el ánimo de querella cultural entre la revista Vuelta y el binomio de la revista nexos/suplemento La cultura en México que dirigían, respectivamente, Enrique Florescano y Carlos Monsiváis. Yo era entonces secretario de redacción de nexos.
Sobre lo que el fuego de las querellas culturales podía llevar a la cabeza de Paz, hay una pequeña historia, referida por Antonio Alatorre precisamente a propósito del libro de Aguilar Mora, La divina pareja. Alatorre escribió:
Confieso que me costó trabajo leer este libro y que me hubiera sido imposible hacer de él una crítica precisa, pero había jóvenes exigentes e “inquietos” que no sólo lo leían sino que lo estudiaban, y una vez, varios meses después de su publicación, les oí decir que La divina pareja no había tenido reseñas en revistas ni suplementos culturales porque este era un mundo “controlado por la mafia de Octavio Paz” y había consigna de aplicarle la ley del hielo. La cosa me pareció cuento, fantasía de muchachos muy amigos de Jorge, pero me quedé con ganas de saber qué había. Justamente, por entonces (noviembre de 78) me topé en El Ágora con Huberto Batis, que a la sazón hacía en sábado una especie de crónica literaria de la semana, y le dije: “Tú que te mueves en el mundo de hoy —porque yo me muevo en el de ayer—, tendrás que saber si existe tal mafia; sería triste que a Octavio le sucediera lo que a don Alfonso (Reyes), a quien durante mucho tiempo le estuvo negado el beneficio de la crítica”. Batis, tras un breve silencio, me contestó lo que yo me esperaba: “No creo que haya tal cosa: José de la Colina, por ejemplo, me pidió que reseñara el libro de Aguilar; lo que pasa es que cuesta trabajo leerlo”. Y en su crónica de sábado siguiente incluyó un resumen de nuestra charla. Inmediatamente me llegó una carta de Octavio que dice, en esencia: ”Yo te había tenido por amigo (de segunda clase, pero amigo), y ahora veo que te has pasado al bando de mis enemigos”. Al final de esta carta violenta me arroja como insulto supremo la palabra défroqué, o sea “seminarista destripado” (porque en efecto, yo fui seminarista). Mi carta de respuesta dice, en esencia: “Eso que cuenta Batis sucedió en efecto, pero te ruego que leas de nuevo su crónica, porque tu lectura es torcida. Yo no le hice saber a Batis que existía una mafia Octavio Paz. Lo que le dije fue: “Sería triste que la hubiera (y me alegra saber que un buen conocedor como tú no cree que la haya)”. La respuesta de Octavio tardó unas semanas. No me llegó por carta sino por teléfono, y fue muy breve (pues, según me explicó, estaba en esos justos momentos a punto de irse a Cuernavaca). Lo que me dijo fue: “Olvidemos el enojoso asunto y sigamos tan amigos como antes”.13
5
En 1984 Paz recibió el Premio de la Paz que otorgan los libreros alemanes. Las críticas que hizo en su discurso de recepción del premio a la revolución sandinista y la revolución salvadoreña desataron en México una ola de protestas contra el poeta que terminaron en la quema de su efigie. Paz mismo dijo más tarde que aquella quema era el acto de una “multitud de frenéticos”, pero el hecho quedó en la reseña de sus malos tratos con la izquierda como un clímax de intolerancia contra el pensamiento y la obra de Paz. Aquella quema de su efigie, hecha frente a la embajada estadunidense, ha sido pieza obligada en la descripción de Paz como un escritor asediado, en cierto modo perseguido, por la intolerancia de la izquierda mexicana. Creo que la realidad estaba lejos de esto.
Paz era el intelectual mayor y el más reconocido de México. Actuó siempre como cabeza del grupo cultural más influyente y compacto que había en el país, del que Paz era jefe indiscutido y oficiante mayor. “Jefe espiritual”, lo llama su biógrafo y testigo Christopher Domínguez.14 Yo diría que era, fue, es el último mandarín de la cultura mexicana. Ejerció su mandarinato con pasión y minuciosidad. Se sentía incomprendido, rodeado de afrentas, rechazos y ninguneos. Actuaba en consecuencia: regañando la ignorancia de sus críticos y arremetiendo contra lo que no titubeaba en llamar sus “enemigos”. Llegó a crear y a creerse la ilusión de que era un intelectual perseguido, solitario, que alzaba su voz contra el mundo. Era en realidad la gran figura de la vida intelectual mexicana y latinoamericana. Se le temía y admiraba por igual. Y su poder era real. Cuando protestó en 1992 porque el Conaculta participó en la organización del Coloquio de Invierno, el gobierno le entregó sin chistar la cabeza del entonces presidente de Conaculta, Víctor Flores Olea.
Su desencuentro con la izquierda mexicana, desde luego, fue real. Creo que se debió en gran parte a que nadie entendió aquí, dentro de la izquierda ni fuera de ella, que Paz hablaba contra la Revolución y contra el socialismo real con celo de antiguo creyente. Paz no tuvo el cuidado, la destreza o la humildad de ejercer su crítica contra la izquierda y contra el socialismo recordando su fervor de muchos años por la Revolución de Octubre (con mayúsculas). No habló de eso con claridad sino en sus últimos años, particularmente en su texto Itinerario, de 1992. Ahí, y en Primeras letras, la recolección de sus escritos de juventud, publicada en 1988, nos enteramos muchos de cuánto había creído Paz en la Revolución de Octubre y de las etapas de su desengaño. Sólo ahí dejó ver hasta qué punto aquella utopía lo había marcado. Todavía en 1968 creía ver en el movimiento estudiantil francés un cumplimiento tardío de la profecía revolucionaria de Marx.15
Creo que una pedagogía pública más explícita de su camino de Damasco hacia el desengaño de la Revolución, habría facilitado el diálogo con la izquierda o, al menos, lo hubiera puesto en su verdadera lógica histórica. Paz habría podido decir: yo padecí ese sueño y les cuento que termina en pesadilla, la pesadilla del socialismo real del siglo XX. Una discusión más abierta de su propia fe desencantada, lo habría ayudado quizá a ser más tolerante, desde luego más convincente, frente a la ceguera que combatía. Quizá eso hubiera abierto el espacio a un diálogo, incluso a un combate, no a la gritería que dominó aquella divergencia.
Por lo que hace a la efigie quemada, no diría que fue el clímax de una persecución de la izquierda contra Paz por su pensamiento. Fue la ocurrencia de un grupo ultra que probablemente no había leído un libro de Paz. Una ocurrencia estúpida, como todo lo que viene de la ultra. La ultraizquierda no persiguió en México a intelectuales de renombre. Tuvo amenazados de muerte y mató a maestros y activistas universitarios dentro de la misma izquierda, como a Carlos Guevara, asesinado en los pasillos de la universidad de Sinaloa, y al trotskista Adolfo Peralta, tiroteado en un estacionamiento de la Universidad Autónoma de México. Amenazados por los enfermos de Sinaloa y otras formaciones ultras estuvieron durante mucho tiempo personajes reformistas de la izquierda, como Rolando Cordera, José Woldenberg, Gilberto Guevara Niebla, primo del Carlos Guevara asesinado en Culiacán. La comunidad intelectual tuvo que lamentar la muerte del talentoso y prometedor filósofo Hugo Margáin, amigo y colaborador de la revista Vuelta, pero su trágica muerte no fue resultado de un atentado contra una revista porque sus reflexiones irritaran a la izquierda terrorista. Fue un desenlace mortal en el curso de un secuestro, hecho efectivamente por bandas armadas de la izquierda para cobrar un rescate, no para ejercer por las armas un ajuste de cuentas ideológico. Margáin recibió en la femoral uno de los disparos que sus secuestradores hacían al piso para amedrentarlo, y se desangró en manos de sus captores. Fue un atentado que ensombreció el mundo cultural y político de México, porque Hugo Margáin era un personaje de la vida intelectual por sus propios méritos, pero era también hijo de un prominente personaje de la vida pública, del mismo nombre, en su momento secretario de Hacienda y embajador en Washington.
Sobre el discurso de Fráncfort de 1984 escribí un texto con algunos exabruptos tercermundistas, que hoy sería incapaz de suscribir. Paz dijo en su discurso: “las grandes naciones democráticas de Occidente han dejado de ser el modelo y la inspiración de las elites y las minorías de otros pueblos”. Yo encontré en esto un deplorable “eurocentrismo colonizado”. Mi nota daba cuenta, sin embargo, de un aspecto central de aquella gritería. Lo que disparó la protesta de 1984 contra Paz, la agitación que terminó en la quema de su efigie, no fue tanto el discurso mismo como su difusión beligerante, restringida al pasaje centroamericano, hecha por la televisión privada. “El diálogo y el ruido” no fue conocido completo en México sino varias semanas después, cuando lo que entonces se llamó el “linchamiento” de Paz había pasado. En mi opinión, Paz pagó entonces una factura que no era suya, pues incluía el rechazo de diversos círculos a las posiciones políticas de Televisa, empresa a la que Paz se había acercado. La empresa, que había sido clave en la demolición de Excélsior sólo ocho años antes, pregonaba, en su propio servicio, aquel acercamiento. Para el mundo de la izquierda y para los deudos culturales y periodísticos del Excélsior de Scherer el acercamiento de Paz a la televisora era en el mejor de los casos inexplicable; en el peor, escandaloso.16
6
En 1986 las discutidas elecciones de Chihuahua unieron a las revistas nexos y Vuelta, y a un buen grupo de personajes culturales, en un manifiesto de protesta contra el fraude y a favor de la democracia. El PRI había ganado 98% de los puestos en contienda, pero Chihuahua estaba en rebelión cívica. El manifiesto apareció el 24 de julio de aquel año. Externaba una “duda razonable” sobre el proceso y sostenía que “las autoridades, procediendo de buena fe, deben restablecer la concordia y anular los comicios en Chihuahua”. El manifiesto venía firmado por nombres de la vida cultural de México que probablemente no habían aparecido nunca juntos, entre ellos Octavio Paz.17 La consecuencia de aquel desplegado fue que una comisión de los abajofirmantes nos reunimos con el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, para discutir nuestra demanda. El secretario dijo que el expediente de la elección era contundente y limpio. Le pedimos que nos diera el expediente completo y nos dejara revisarlo para ofrecer un veredicto académico. El estudio lo hizo Juan Molinar, entonces frecuente colaborador de nexos en materias electorales. Su análisis se publicó al año siguiente en nexos, con el título “Regreso a Chihuahua”. Molinar tardó meses en descubrir una parte del secreto de aquellas elecciones: en varios pueblos perdidos en los que nadie reparaba, la alquimia oficial había hecho aparecer más votantes que habitantes. Aquello no probaba el fraude general, pero mostraba una conducta inaceptable en un gobierno que tenía entonces pleno control del proceso electoral, su organización y su cómputo.18
7
Luego de las elecciones de 1988, en las páginas de La Jornada, que hervían con el tema, compartí con Paz dudas paralelas sobre el triunfo electoral de la izquierda que se daba por descontado en aquel entorno, junto con la acusación general de fraude.
En las elecciones del 6 de julio de 1988 explotó el control gubernamental de las elecciones. La escisión del PRI encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas fracturó en su centro la hegemonía priista y dio paso a una avalancha electoral de oposición cuyas cifras oficiales al final fueron de 50.4% para el candidato del PRI y 31.1% para el candidato de la escisión priista y de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas. Todos supimos desde el mismo 6 de julio que la elección había sido más competida que lo que decían los resultados oficiales y que un conteo limpio de los votos habría dado cifras muy distintas. Nadie sensato o informado dijo entonces, ni dice hoy, que las elecciones de 1988 fueron limpias. La certidumbre general es que fueron manipuladas. Las aguas se dividían en el siguiente paso: quitando esa manipulación, ¿había ganado Cárdenas o seguía ganando Salinas?
Yo fui de la segunda creencia, entre otras cosas porque tuve acceso informal en aquellos días al entorno de los estadísticos del PMS (Partido Mexicano Socialista), únicos que hacían cuentas electorales en la coalición de partidos de Cárdenas. Tenían la información completa sólo de las casillas que los cardenistas habían vigilado (la ciudad de México y algunos estados). Pero si extrapolaban estadísticamente esos resultados al resto del país, les daba una derrota de la candidatura de Cárdenas.19 Pocos días después de la elección, yo arriesgué mi propia opinión sobre el tema. Dije que la elección estaba llena de irregularidades, que debía ser limpiada, pero que la misma avalancha de votos cardenistas que inducían la ilusión del fraude, desmentía la afirmación de que la elección había sido totalmente controlada. El hecho histórico era que las elecciones se habían salido de las manos del gobierno. En ese sentido, eran las elecciones más competidas, menos inventadas, que yo podía recordar.20
El 10 de agosto de 1988, un mes después de la elección, Paz publicó una serie de tres artículos en La Jornada. En el último, “Entreluz: ¿alba o crepúsculo?”, rehusó la certidumbre vigente en la izquierda, artículo de fe en La Jornada, de que la elección presidencial de ese año había sido un fraude total y que el triunfador había sido Cuauhtémoc Cárdenas. Paz escribió:
No voy a detenerme en el análisis de las cifras que presentan unos y otros. Son del dominio público y la prensa no hace todos los días sino hablar de estadísticas electorales. Creo que todo aquel que examine con imparcialidad y sin pasión este asunto llegará a conclusiones parecidas a las mías. Sin duda hubo irregularidades, además torpezas y errores. [...] Todos exigimos que el Colegio Electoral examine cada caso con el mayor rigor. [...] No es imposible que la oposición haya ganado en más distritos de los que hasta ahora se le han reconocido. Pero una cosa es formular esas legítimas reservas y reclamaciones, otra exigir la anulación de las elecciones (como hacía Clouthier, el candidato del Pan) o autoproclamarse presidente electo (como Cárdenas o sus seguidores)… La pretensión de Cárdenas es insensata: ¿cómo puede probar que ganó la elección?21 [El texto en cursivas, mío, HAC.]
Paz tenía la duda, planteada en el título de su artículo, de si el cuerpo político mexicano, más que nunca una pluralidad no concertada, optaría por dar el paso siguiente “hacia la constitución de un auténtico régimen de partidos” o regresaría a la tradición histórica del “todo o nada” en que el ganador negaba al vencido y el vencido se rebelaba contra el ganador.
Confieso que leí con alivio sus artículos porque introducían una voz potente pero ecuánime en un debate de callejón, donde no cabían los matices. Preguntó en su último artículo: “¿Alba o crepúsculo?”. ¿Nos acercábamos a una nueva época o íbamos de regreso a épocas oscuras del pasado en que los pleitos electorales escindían y sangraban a la nación? Yo respondí a su interrogante cuatro días después, el 16 de agosto de 1988, en las mismas páginas de La Jornada: “Alba, con nubes”. Agradecí en ese texto que Paz hubiera traído al “griterío y el inmediatismo” del debate, “un don inapreciable en estos momentos: el equilibrio. Y a sus hermanas gemelas: claridad, naturalidad”. Dije que dado el comportamiento de los líderes de la oposición y las advertencias amenazantes del gobierno, había perdido “el optimismo sin reservas sobre una transición pacífica, concertada, inteligente, a la democracia”, pero dije también que “pese a la ceguera y la insensibilidad de las cúpulas”, en mi opinión terminaría “imponiéndose el mandato colectivo de julio por una transición pacífica”. Mi texto terminaba: “¿Alba o crepúsculo?, se pregunta Paz. Alba, pienso yo, pero con nubes y algunos temblores”.22
8
Días después de aquel artículo, el 29 de agosto, Paz me mandó firmado un ejemplar de Primeras letras. La dedicatoria decía: “A Héctor Aguilar Camín, con antigua estimación intelectual y nueva amistad”.
Alguien tuvo la ocurrencia de que, dos días después, en el último informe de gobierno de Miguel de la Madrid, Paz y yo quedáramos sentados en butacas contiguas. No nos conocíamos personalmente. Me presenté y me dijo:
—Ah, es usted. No sé si decirle que mucho gusto.
—Pues mucho gusto —le dije yo.
Cambiamos comentarios sobre lo absurda que era por momentos la ceremonia del informe presidencial. Recibí después, a través de Enrique Krauze, una invitación de Paz a comer. Comimos los tres en el restaurante Passy. No recuerdo con precisión de qué hablamos, supongo que de los tiempos que venían para México.
Creo que, aparte de nuestras dudas sobre el triunfo de Cárdenas, en esos momentos compartía con Paz, aunque nunca lo hubiéramos hablado, algunas expectativas sobre la modernización deseable de México que asomaba en la propuesta de Salinas de Gortari, el candidato del PRI. En uno de sus tres artículos publicados en La Jornada, Paz había externado su esperanza en este sentido. En medio de la crisis heredada de los años ochenta, decía Paz, el gobierno del presidente De la Madrid había hecho un primer esfuerzo de realismo consistente en “desmantelar de una vez por todas el patrimonialismo del gobierno y convertir a México en una sociedad y en un Estado realmente modernos”. La modernización, escribió Paz, podía definirse “sumaria y esencialmente, como una tentativa de devolver a la sociedad la iniciativa que le fue arrebatada”. Era la reforma que habían emprendido Felipe González y Miterrand en Europa, Gorbachov en la Unión Soviética y hasta Den Xiao Ping en China. “La modernización de nuestra economía”, seguía Paz, “es inseparable de la reforma política, social y cultural. Todas ellas pueden resumirse en la palabra: democracia. Una fracción del grupo dirigente —la más joven, inteligente y dinámica— se decidió por la modernización”.
Nada de esto podía ver Paz en el movimiento cardenista, más bien todo lo contrario:
Algunos periodistas han dicho que se trata de un movimiento de centro-izquierda, semejante a los socialismos de España y Francia. Nada más falso. El neocardenismo no es un movimiento político moderno aunque sea otras cosas, unas valiosas, otras deleznables y nocivas: descontento popular, aspiración a la democracia, desatada ambición de varios líderes, demagogia y populismo; adoración del padre terrible: el Estado y, en fin, nostalgia por una tradición histórica respetable pero que treinta años de incienso del PRI y de los gobiernos han embalsamado en una leyenda piadosa: Lázaro Cárdenas.23
No podía sino coincidir con Paz, a la letra, en esta visión, porque era en muchos sentidos la que yo había ido construyendo durante los años del gobierno de Miguel de la Madrid, en medio de la larga crisis heredada de José López Portillo, autonombrado, creo que con lucidez, el “último presidente de la Revolución mexicana”. Había visto en la campaña de De la Madrid del año 81, que cubrí como cronista para el diario unomásuno, cómo se movía en el interior del PRI el impulso de esa “fracción del grupo dirigente” comprometida con la modernización, con la reforma del establecimiento priista, pero también, y ahí la paradoja, con su uso. Había arriesgado la descripción de ese nuevo animal político en una crónica del año 82:
 El sistema mexicano sueña febrilmente su monstruo de relevo: una nueva clase política capaz de mezclar tradiciones arcaicas y modernidades anticipatorias, de tener por igual arraigo en Harvard que en Teziutlán, doctorados en Nanterre con votos en Ecatepec, la capacidad de descifrar con precisión equivalente los cambios en Wall Street que anuncian turbulencias financieras y los discursos sobre la unidad revolucionaria en la sierra de Guerrero que anuncian inminentes asesinatos de rivales políticos. [...] Este es el nuevo monstruo que sueña la razón histórica del sistema político mexicano. No sabemos lo que sueñen sus instintos. Hablamos solamente de un embrión, y no tiene el futuro comprado.24
Del establecimiento priista, de la sombra de la Revolución mexicana, venía huyendo yo, al igual que una parte de mi generación. Aquella sombra se resumía para nosotros en el 2 de octubre de 1968. Para mí, el uso y abuso de lo que Paz llamaba el “patrimonialismo del gobierno” había llegado a un límite en la constatación de los efectos catastróficos de la nacionalización de la banca de 1982. En su momento, yo había celebrado esa nacionalización como un triunfo del Estado y de la sociedad sobre los desaforados intereses privados. Pero en el túnel de los años de crisis que siguieron, a la vista de la herencia de deuda, inflación y crisis económica, empecé a ver aquel supuesto triunfo del Estado y de la sociedad como una derrota: un extremo inaceptable de discrecionalidad del gobierno, el fin de los instrumentos históricos de una época y la necesidad de pensar la siguiente. Mis cavilaciones sobre el nuevo camino, el nuevo equilibrio de Estado y mercado, corporativismo y democracia, estabilidad y reforma que necesitaba el país, fue la materia del libro Después del milagro, que publiqué justamente en el año de 88, poco antes de las elecciones de julio.
En un ensayo anticipatorio de ese libro, “El canto del futuro”, publicado en 1986, escribí:
Hay en el bastidor del cierre de milenio mexicano, la euforia y la pesadumbre de un fin de época, un aire de muerte y renovación. [...] En el lado del México que muere está el desvanecimiento de viejas realidades, como el crecimiento económico sostenido [...] y el pacto corporativo como eje de la negociación de clases y elites. Menos obvios, pero igualmente tocados por la historia, parecen otros axiomas de la vida mexicana: el presidencialismo omnímodo con su sistema de partido dominante, el nacionalismo como emanación de la cultura estatal posrevolucionaria, la ciudad de México como ombligo del país. En el lado del México que nace, están los frutos de la septuagenaria paz mexicana, los hijos sociales de la modernización: clases medias y ciudadanías emergentes, una nueva sociedad de masas urbanas y los aparatos de comunicación que la uniforman con el mismo vaho de expectativas y consumos; una insurrección electoral, una beligerante opinión pública. Y las llamadas del futuro: la aparición de un nuevo centro histórico nacional en el Norte de México, la inserción del país en el mercado mundial mediante la integración con Estados Unidos y la economía de maquila. [...] Fin de época. A contracorriente, en medio de la crisis de la economía, emerge una nueva sociedad urbana, desigual, sin destino laboral, irritada, sacudida, dispuesta a cambiar. Su movimiento diluye tradiciones y clausura eficacias, exige reformas y participación. Hija de la modernización económica, reclama una modernización política, un nuevo pacto nacional. Las condiciones de posibilidad de ese pacto pueden resumirse en dos palabras: empleo y democracia. Ninguna propuesta de desarrollo podrá ser efectivamente nacional, si no responde a los dieciocho millones de mexicanos que demandarán empleo en los últimos quince años del siglo XX. Y ninguna convocatoria política será verosímil, sin una definitiva apertura democrática. Empleo y democracia son a los ochentas lo que la tierra y la organización corporativa fueron a los treintas. Y el México urbano reclama su Lázaro Cárdenas.25
La gran paradoja del neocardenismo es que traía la vieja letra del nacionalismo revolucionario en la novísima tonada de la democracia. Salinas traía la letra de la modernidad en los acordes viejos de la manipulación electoral priista. El país tenía los cables cruzados, y la república de las letras, supongo que inevitablemente, también.

9
Paz vio con buenos ojos la iniciativa del nuevo gobierno de crear el Conaculta. Dio algunas ideas al respecto. Recuerdo que compartimos deliberaciones sobre la creación del sistema de becas para creadores y, si no recuerdo mal, la primera ronda sobre el primer otorgamiento de aquellas becas. Pero su acuerdo con la promesa de modernización del salinismo iba más allá, y en eso compartíamos expectativas que la historia subsecuente convirtió, no del todo pero en muchos sentidos, en frustraciones.
Mi convergencia con Paz en aquellos meses fue saludada por él al pasar de una conversación con la revista japonesa Ichiiko Internacional. La entrevista fue una pequeña sinfonía de sus temas y obsesiones. A la pregunta sobre los escritores críticos interesantes que había en México, Paz respondió que Gabriel Zaid y Enrique Krauze de Vuelta, pero que había también “buenos escritores en otros círculos”, como Carlos Monsiváis y yo.26
Paz debió dar esta entrevista a fines de 88. Fue publicada en marzo de 1989. La caída del Muro de Berlín en noviembre de ese año significó el regreso de la esperanza a la visión de Paz sobre el futuro. Dio lugar a uno de sus grandes libros de circunstancias: Pequeña crónica de grandes días. Fui invitado a presentarlo. Escribí un texto celebrando el regreso de Paz “al gran hechizo del mundo”, y aproveché la ocasión para acabar de tender un puente hacia él. Escribí en ese texto, publicado en nexos en septiembre de 1990:
Hay que decir que Paz ha acertado a lo largo de estos años en varias de las cuestiones fundamentales de nuestra vida política e intelectual, y que todos somos, o al menos yo, sus deudores por ello.
En primerísimo lugar, Paz acertó hace mucho tiempo en anticipar la demanda de pluralidad y democracia que hoy es, por fortuna, el centro de la vida pública del país.
En segundo lugar, acertó en su exigencia de no contemporizar con las monstruosidades políticas de los países del socialismo real, ni con sus coartadas intelectuales.
En tercer lugar, acertó en señalar las rigideces teóricas y las complicidades prácticas de las izquierdas latinoamericanas con el paradigma autoritario socialista y con las diversas ilusiones sangrientas de las vías armadas a la revolución.27
Para celebrar y discutir los alcances de la Caída del Muro, la revista Vuelta organizó un encuentro internacional de escritores con el tema “La experiencia de la libertad”. El encuentro, patrocinado por Televisa, fue en septiembre de 1990. Fui invitado, lo mismo que otros miembros de nexos. Pero no fueron invitados ni Carlos Fuentes, distanciado de Paz por un perfil derogatorio del novelista publicado en Vuelta, ni Gabriel García Márquez de quien los organizadores dijeron que no era un hombre de ideas.28
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En 1990 Paz ganó el Premio Nobel. Lo celebré con una declaración que fue publicada en la primera plana del diario Excélsior. Elena Poniatowska consignó en un libro suyo algo de lo que, según ella, yo decía en esos tiempos, en reuniones sociales, sobre Paz. Me reconozco en esas palabras:
Lo asombroso de Paz es la juventud con la que sigue discutiendo sus ideas. Es una inteligencia que se ha rehusado a esa tolerancia que es simple fatiga o desinterés, características de los intelectuales que a partir de cierta edad toman actitudes de patriarcas bonachones, como Alfonso Reyes. Creo que la inteligencia de Paz trabaja siempre y a todas horas pensando algo en contra de alguien o en contra de un punto de vista. [...] “Esto que usted dice es cierto, pero…”. No ha perdido sus reflejos, reacciona siempre de la misma forma; está con el no y el pero en la boca. Continuamente deslinda sus acuerdos y desacuerdos con una pasión que no tienen los jóvenes. Para los jóvenes, escuchar a Paz es una lección de vitalidad intelectual y una lección de civismo en México, donde nos cuesta tanto trabajo definir nuestros pensamientos frente a otros.29
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En febrero de 1992 el Conaculta, la UNAM y la revista nexos, de la que yo era director, organizamos el Coloquio de Invierno. Un intento de pensar la situación del mundo y de México desde una perspectiva yo diría que socialdemócrata.30 Fueron también convocantes Pablo González Casanova, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Jorge Castañeda, ninguno de ellos invitados al encuentro del año anterior de Vuelta: “La experiencia de la libertad”. Fueron invitados al Coloquio de Invierno varios miembros y colaboradores de la revista Vuelta, entre ellos Julieta Campos, Alejandro Rossi, Alberto Ruy Sánchez y el propio Octavio Paz, a quien convocó personalmente el rector de la UNAM, José Sarukhán. Paz pidió una entrevista con el rector y fue a verlo con uno de sus colaboradores. Le dijo al rector que probablemente él, como venía del universo científico, desconocía los intríngulis de la vida literaria y cultural. La convocatoria del Coloquio era muy desbalanceada, pero él podía ayudar a equilibrarla. Empezó entonces a decir quiénes debían ser invitados entre los que faltaban y quiénes desinvitados, entre los propuestos. El entonces rector Sarukhán le explicó que el Coloquio estaba convocado ya, que con gusto podía añadir asistentes, pero no rediseñar el elenco. Paz declinó participar y se declaró después invitado tardíamente al Coloquio. Su furia fue la de Aquiles.
El Coloquio, celebrado en la UNAM y transmitido como primer acontecimiento por el recién creado canal cultural del gobierno, el Canal 22, fue un éxito de prensa y de público. Paz vio en el hecho una “vasta maniobra para apoderarse de los centros vitales e institucionales de la cultura mexicana”.31 Dedicó dos números de la revista Vuelta, con textos de todos sus colaboradores a denunciar lo que llamó “La conjura de los letrados”. No creo que haya en la historia de las revistas culturales de México un ataque del tamaño que Paz lanzó en Vuelta contra nexos. Fue una querella total y triunfó en toda la línea. Cobró la cabeza del presidente del Conaculta, Víctor Flores Olea. Y la conjura de los letrados no siguió adelante, entre otras cosas, sencillamente, porque nunca la hubo: no existía. La noción un tanto paranoica de nexos como una revista de conjurados en busca de poder cultural describe más la cabeza de los acusadores que el comportamiento de los acusados. Hubo siempre en nexos gente a la que le interesaba tener puestos y responsabilidades en el gobierno. Fue una pequeña, aunque visible y talentosa, minoría. Desde sus inicios nexos estaba vacunada contra la hipócrita y pretenciosa noción de que los intelectuales y los académicos no debían tener tratos con el gobierno ni trabajar en él. Para empezar, estaban la historia y las convicciones públicas del creador de la revista, Enrique Florescano, que fue director del INAH, lo mismo que Guillermo Bonfil, uno de sus miembros fundadores. Pablo González Casanova, otro fundador de nexos, había sido rector de la UNAM, que en sus tiempos era como ser el ministro de cultura del país. El economista Carlos Tello Macías fue secretario de Programación y Presupuesto en el gobierno del presidente López Portillo, y Rolando Cordera, su asesor. El periodista José Carreño Carlón había sido funcionario de Coplamar, el programa contra la marginación también del gobierno de López Portilllo. Fue columnista de nexos, subdirector de La Jornada, subdirector de El Universal, director de El Nacional y luego jefe de prensa del presidente Salinas de Gortari. Arturo Warman, uno de los mayores antropólogos de México, fue director del Instituto Nacional Indigenista, y después secretario de Reforma Agraria con el mismo Salinas. José María Pérez Gay, primer director del Canal 22, también con Salinas, fue más tarde embajador con el presidente Fox y al final de sus días asesor, amigo y partidario público de Andrés Manuel López Obrador. El gran líder del 68, muy cercano a la revista, Gilberto Guevara Niebla, fue subsecretario de Educación con el presidente Zedillo. José Woldenberg, joven fundador de nexos, llegaría a ser consejero electoral ciudadano y luego presidente del IFE, del que salió a dirigir nexos en el año 2005. Un asiduo colaborador, Juan Molinar Horcasitas, fue diputado y luego director del IMSS y secretario de Comunicaciones del presidente Felipe Calderón. Julio Frenk, otro de los fundadores jóvenes de nexos, fue secretario de salud con el presidente Fox. Un asiduo colaborador y crítico de nexos, Jorge G. Castañeda, fue secretario de Relaciones Exteriores del mismo Fox. Si uno pone todos estos nombres juntos parecen muchísimos. Pero si los pone en el tiempo y los compara con los muchos otros escritores y personajes de la cultura que han sido miembros del consejo de redacción de nexos, o sus colaboradores frecuentes, verá que los personajes cercanos a nexos que tuvieron altos puestos en el gobierno fueron, efectivamente, una minoría.
Los miembros y colaboradores de nexos que tuvieron puestos públicos los consiguieron por sus propios méritos, no por escribir en la revista o porque la revista funcionara como una bolsa de empleo o un cenáculo de influencia en los pasillos del poder. No había estrategias editoriales acordadas para ganar puestos o apoyar ambiciones políticas. Ése no era el modus operandi de nexos. La revista no se ocupaba de promover a sus miembros ni tenía fuerza ni visibilidad para hacerlo. Por lo que a mí toca, nunca me tentaron los puestos públicos. Rehusé ofertas del secretario de Educación Reyes Heroles y del presidente Salinas, y también el rumor de la prensa de Quintana Roo, que, viéndome una vez de gira con Salinas, decidió que iban a hacerme candidato a la gubernatura de ese estado, mi estado natal. Desmentí el rumor con una declaración formal diciendo que no tenía ni arraigo ni oficio para el puesto.
Fue mi cercanía personal con Salinas, a la que debo una crónica larga, la que hizo verosímil o inventable la idea de que nexos era un espacio de búsqueda y de ejercicio de poder. Nadie pensaba que mi cómplice importante en aquellas supuestas maniobras culturales fuera el responsable del Conaculta, sino el presidente mismo, Carlos Salinas, a quien Paz no mencionó en su diatriba una sola vez aunque era evidentemente a él a quien estaban dirigidas su queja y su querella. La querella adquirió para la prensa un soterrado nivel presidencial, e indujo ataques y defensas de esa intensidad, igual que sucedería meses después con la discusión sobre los libros de texto. La sombra soterrada del presidente en la querella por el Coloquio de Invierno volvió a las revistas materia de columnas de chismes y gacetillas políticas sin fin.
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He releído en estos días lo que Paz escribió en Vuelta encabezando aquella zarabanda, como él diría. Me sorprende la melancolía de algunos pasajes, el pozo de maltrato personal donde sentía estar metido el entonces más reconocido intelectual de México y del orbe hispánico. Escribió Paz en abril de 1992:
Durante años y años me rodeó la indiferencia; después, la suspicacia. Fui excluido, “ninguneado”, negado. Tarde ya, logré que me escuchasen; apenas comprendieron lo que decía, me apedrearon. Claro, no todo ha sido sinsabores, reticencias y vejámenes: también he tenido satisfacciones y recompensas. Casi todas, tengo que decirlo, han venido de fuera. Aquí he sido aceptado tarde y de mala gana. En los últimos años alcancé alguna notoriedad. Fue peor: mi nombre, antes rodeado de silencio, ahora provoca denuestos e improperios. Mis amigos me dicen: “No hagas caso, esos gritos son los de una minoría vociferante, siempre resentida y hoy más por su gran derrota histórica en Rusia y en todo el mundo. Tú eres uno de sus chivos expiatorios”. Quizás es cierto. De todos modos es inquietante que parte de la prensa y de la opinión ilustrada de México pertenezca a esa minoría chacarrachaca y que los más sensatos no intenten siquiera callarla.32
 ¿“Callarla”? ¿Lo que Octavio Paz quería era callar a esa minoría? ¿Y que la callaran los más sensatos miembros o vecinos de ella? ¿Eso es realmente lo que quería: callarla? Creo que no, creo que se había excedido en su discurso de desplazado, de maltratado, de ninguneado. (Por cierto chacarrachaca quiere decir ruido de algazara, alboroto o disputa: en lo alto de la furia o la melancolía, quedaba siempre el escritor.)
obre el tamaño de la furia que aquel Coloquio indujo en Paz, y sobre sus tentaciones disciplinarias, he leído, también con incredulidad, el testimonio de Christopher Domínguez Michael, miembro por largos años del caucus de Vuelta. Escribe Domínguez Michael:
Paz era dado a maldecir a quienes admiraba, respetaba o quería. Casi siempre rectificaba, días después, y las aguas volvían a su cauce aun cuando las diferencias, generalmente políticas, prevalecieran. Alguna vez llegué a su departamento urgentemente convocado para tramitar la expulsión, por desleales, de Vuelta, de un par de amigos suyos (Alejandro Rossi y Julieta Campos) que habían decidido integrarse al consejo consultivo del Canal 22, canal de televisión recién creado por el presidente Salinas de Gortari y concesionado al grupo rival, el de la revista nexos. También Paz estaba molesto con Rossi y Campos porque habían asistido, entre el 10 y el 12 de febrero de 1992, al Coloquio de Invierno. [...] No sé cómo pero en dos días todo se arregló y aquella tarde de conjurados, por suerte, quedó olvidada. [...] Para sobrevivir en Vuelta se requería cierta sangre fría y vivir bajo la amenaza de caer en desgracia. Quienes no toleraban ese ambiente, con humor o con malicia, eran quienes solían irse de la revista.33
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El 30 de septiembre de 1993 la revista Proceso publicó una larga entrevista de Julio Scherer a Octavio Paz. En un pasaje de la entrevista, Paz volvió a recordar las críticas y exclusiones de aquellos, sus “más acerbos censores, parapetados en el suplemento cultural de Siempre!”, aquellos que en 1972 le habían dirigido unas críticas . Luego le puso a Scherer un ejemplo del “ninguneo” de que seguía siendo objeto. Dijo:
Nada daña más a la literatura que el silencio. Prefiero las sátiras de Quevedo y Góngora o las de Neruda y Novo —aunque hayan sido escritas con bilis y caca— a la de nuestro “ninguneo”. Te daré un ejemplo. Es nimio y lo recuerdo sin inquina, sólo por mi maldita manía de poner los puntos sobre las íes. En Plural apareció una serie de artículos míos sobre la guerrilla juvenil activa en ese tiempo. Mis artículos eran un análisis y un juicio severo de la teoría y la práctica terroristas; fueron recogidos en El ogro filantrópico. [...] Pues bien, una reciente y muy elogiada novela de Héctor Aguilar Camín (La guerra de Galio) tiene precisamente por tema la guerrilla de esa época; en ella se extiende largamente sobre las polémicas que desataron entre los intelectuales mexicanos las acciones de los terroristas. El libro es un verdadero roman a clef y de ahí que su autor no vacile en llamar a su obra “novela histórica”. Sin embargo, aunque se propuso el retrato de una época, escamotea totalmente la posición de Plural y mis críticas.
Poco después de aparecida la entrevista, el 27 de octubre le escribí una carta a Paz comentando sus palabras. Le dije que no reconocía ni mis intenciones ni mi novela en la descripción que hacía de ellas, que no me había propuesto hacer una novela histórica, ni una novela sobre la guerrilla, sino un fresco de los desgarramientos morales de mi generación. Al final de la carta, escribí:
En relación al ninguneo, creo haber sido, demostradamente, uno de sus más activos y públicos lectores, ya que no uno de los más inspirados o de los más aquiescentes. En todo caso, creo haber reconocido mis cambios y miopías en el curso de mi relación con sus libros y con su presencia en el mundo intelectual y político de México. Es una relación que, por mi parte, no ha dicho su última palabra y no la dirá, creo, mientras la obra de usted siga, como sigue, emitiendo nuevos significados y antiguas verdades.
Paz me respondió el 11 de enero de 1994, ya con la rebelión chiapaneca en curso, sobre la que tuvimos en esos días nuevas convergencias. Me dijo que no le convencían mis razones, que mis omisiones de sus críticas a la guerrilla y a la revolución eran una “falla de la imaginación novelesca, pero también una falla de la imaginación moral”. Y agregó:
Pienso que su omisión es un síntoma colectivo. Su generación, por buenas y malas razones, como siempre, abrazó con pasión las ideologías de izquierda (para seguir usando un término inexacto). La realidad, ayudada por la reflexión ha disipado esas quimeras sangrientas. Algunos han tenido el valor y la inteligencia de aceptar estas enseñanzas de la historia y de rectificar. Usted es un ejemplo mayor de ese gran cambio. Sin embargo, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros países con intelectuales de regreso de esos espejismos (Gide, Camus, Koestler, Semprún y tantos otros) ustedes nunca han explicado las razones políticas, filosóficas y morales que los han llevado a pensar como ahora piensan. ¿Por qué? ¿Orgullo, disimulación? No lo sé. Pero llámese como se quiera a ese silencio, lo cierto es que ha hecho mucho daño. Otro gallo nos cantara si ustedes hubieran explicado públicamente los motivos de su cambio.
A fines de enero respondí a Paz una carta larga. Uno de sus pasajes respondía a su noción de las omisiones de mi novela como “síntoma colectivo” de “las ideologías de izquierda”. Escribí:
Desde luego no me pienso a mí mismo como síntoma colectivo de nada, ni estoy dispuesto a asumir las faltas, aciertos o responsabilidades de ningún colectivo. “Ustedes nunca han explicado las razones políticas, filosóficas y morales que los han llevado a pensar como ahora piensan”, dice usted. ¿Pero quiénes son “ustedes”? ¿Y por qué una falla de mi novela se vuelve un “síntoma colectivo” y no un error mío?
Créame que es un recurso poco conducente a la claridad en el debate, referirse a la izquierda en bloque, como un cajón de sastre en el que caben todos y, al final, bien a bien no se reconoce nadie. [...] No he sido nunca acólito de la Revolución, conspirador leninista, propagandista ni turista de la revolución cubana, monaguillo de partido, negador de los crímenes de Stalin ni “aterrado doctor terrorista”. Bien a bien, no he sido ni siquiera marxista, aunque la lectura de Marx y del Marx historiador fue una de las grandes sacudidas de mi vida.
En otro pasaje de su carta Paz decía:
La ausencia de un examen de conciencia —la expresión es justa, a pesar de sus resabios religiosos— ha favorecido la hipocresía de nuestros letrados. Y ahora su desenfreno. Los sucesos de Chiapas han interrumpido su voluntaria amnesia de estos años. Sus viejas obsesiones ideológicas han despertado y los hacen nuevamente proferir desvaríos. La gritería de nuestros santones y santonas ha sido y es indecente. La prensa está atiborrada de declaraciones, artículos y caricaturas en las que docenas de almas pías, después de condenar ritualmente y de dientes afuera a la violencia, justifican moral y políticamente a la revuelta, presentándola como una acción a un tiempo espontánea, inevitable, justa y aún redentora.
Como digo, la rebelión de Chiapas había vuelto a acercar nuestra mirada sobre el país y también sobre la izquierda. Personalmente, en Proceso, en La Jornada, y en la revista nexos, había hecho la crítica de la violencia y del renacimiento de las tentaciones de la izquierda por el camino de las armas. Había sentido en Paz un cierto fondo de simpatía por esa misma antigua tentación de la revolución, un cierto encantamiento con el subcomandante Marcos, cuyo talento literario elogió, y también cierta culpa, la culpa que envolvía a la sociedad bien pensante de México por los indígenas y los desposeídos cuyo destino solía ignorar.34 Pensaba en esas cosas en este pasaje de mi segunda carta:
Usted, como yo, como muchos otros mexicanos, no es responsable —ni inductor, ni perpetuador, ni beneficiario— de la miseria de los indígenas y los pobres de México. Tampoco de haber olvidado su existencia, mucho menos de haber justificado alguna vez su opresión. He echado de menos en su obra política, y es una de nuestras diferencias de perspectiva, un tratamiento más intenso de los problemas de la desigualdad, la pobreza, y la opresión que ambas cosas implican. Pero en términos de los instrumentos intelectuales y literarios que usted ha elegido, hay en su obra más genuina preocupación por esos problemas, más compromiso íntimo con el mundo indígena y más eficacia en el señalamiento de los agujeros sociales del país, que en las preguntas de buen efecto, pero en el fondo demagógicas, del subcomandante Marcos. Si alguien tiene que pedir perdón a los indígenas son sus explotadores, y también, de otro modo, la secuela interminable de instituciones, activistas y redentores que se han propuesto salvarlos y, al final, no nos han entregado sino nuevos fracasos. Ahora nos entregan algo peor: este alzamiento en forma, dirigido por un nuevo intermediario de la tragedia indígena, celebrado por nuestra legión urbana de súbitos indigenistas, comprometidos desde ayer con la justicia e indignados con la intolerable explotación de la que no habían hablado desde la última fiesta de fin de año en Coyoacán. Sobre todo, deslumbrados con su buena conciencia, los brazos alzados al cielo y los ojos en blanco, en único comentario bien pensante ante la única realidad de La Jornada.
El siguiente pasaje de mi carta respondía a la queja de Paz sobre la falta de un “examen de conciencia” de parte de aquella izquierda de la que mi novela era “síntoma colectivo”. Escribí:
Como se imaginará, la simple expresión “examen de conciencia”, tiene para mí ecos disonantes. Usted mismo reconoce el tufillo religioso de la expresión. Terminé en 1962 mi bachillerato católico, hice los ejercicios espirituales ignacianos que hube de hacer y cerré la puerta de los autoflagelos morales en que era tan severo comandante el buen Loyola. Desde entonces, trato de no rendirme a la culpa, aunque la culpa es nuestra pasión universal desde Caín. No, no pienso expiar culpas colectivas con confesiones personales de pecados que, hasta donde recuerdo, no cometí.
Procedí luego, a querer o no, a una especie de examen de conciencia sobre mi trayecto ideológico y mis convicciones públicas:
Como buen ex alumno de escuelas jesuitas, los temas que me acercaron a la izquierda fueron los de la justicia y la desigualdad, y la creencia de que esos problemas podían arreglarse con voluntad política, poniéndose del lado de los oprimidos y exigiendo del Estado y de la sociedad soluciones efectivas, perentorias, decididas. (“Hay que ponerse siempre del lado de los oprimidos”, dice Cioran, “sin olvidar por un momento que están hechos del mismo barro que sus opresores”.) Mis debilidades, si eso son los puntos de vista, fueron desahogar esas creencias en diarios, revistas y suplementos, exigiendo del Estado contención de los intereses privados y su capitalismo salvaje, mayor intervención y más vocación popular. Exigiendo también, de los intelectuales, un compromiso más explicito y abierto con la dimensión social de nuestra realidad, una sensibilidad mayor a la injusticia. [...] He introducido cambios en mi lenguaje de entonces, me refiero a mis épocas de La cultura en México y unomásuno, 1972-1983, y he perdido toda consideración para decir lo que pienso en relación con los tabúes persistentes de la izquierda. Pero mi cambio mayor de perspectiva no tiene que ver con eso, sino con mi visión de los poderes y deberes del Estado, en particular del Estado mexicano. Celebré la nacionalización de la banca de López Portillo como un triunfo popular. Conforme avanzó la crisis de los ochentas, mi perspectiva sobre ese hecho varió paulatina, pero radicalmente.
Entendí poco a poco que la Crisis del 82 era mucho más profunda que un simple diferendo político entre el gobierno y la sociedad con sus ricos y sus banqueros. Entendí que habíamos asistido a la quiebra de un modelo de crecimiento y que el mundo iba por otro camino. EI cambio mayor de mi punto de vista, aparte del abandono de certezas en torno a la rapidez o la facilidad de las soluciones, fue precisamente en relación con el Estado. Lo había visto como parte de la solución a los problemas de México. Durante los ochentas empecé a verlo también como parte del problema. El resultado de esa reflexión fue Después del milagro, publicado en 1988. Si alguien quiere medir el cambio de mis puntos de vista, no tiene más que comparar ese libro con otro, Saldos de la revolución (1981), que recoge ensayos y artículos de los años setentas.
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Paz no respondió a esta segunda carta. Nos encontramos luego en distintas ocasiones sociales, con cordialidad invariable. Su mujer, Marie Jo, era una fiesta aparte, un encanto. Paz era un conversador extraordinario y un discutidor incesante. Las palabras que acudían sin parar a sus labios eran “pero” y “no”. Rendí tributo a sus dones de conversador en un relato sobre Andrés Iduarte, con cuya historia Paz ilustró su disquisición favorita sobre la patria avara. “Iduarte mató a su cuñado en un incidente confuso”, contó Paz durante una cena en casa de la pintora Josele y el cardiólogo Teodoro Césarman, “un incidente ajeno a su naturaleza, refinada más que pasional, pese a ser oriundo de Tabasco, estado tumultuoso de la República. La pena elegida por Iduarte fue el exilio, elección más dolorosa que la cárcel”, concluyó Paz, ”porque fue una invisible cadena perpetua”.35
Paz murió en la ciudad de México el 19 de abril de 1998. En su última aparición pública dijo estas palabras luminosas: “Seamos dignos de las nubes del Valle de México, seamos dignos del sol del Valle de México”. Gabriel García Márquez, su adversario, dijo quizá las más generosas palabras en seguimiento de aquel día: “Cualquier elogio es superfluo a estas alturas de su gloria. Lamento, tanto como su muerte, la interrupción irreparable de un torrente de belleza, reflexión y análisis que saturó de extremo a extremo el siglo XX y cuya onda expansiva ha de sobrevivirnos mucho tiempo”.36
Ocho días después, el 27 de abril, publiqué mi obituario personal en el semanario Proceso. Le puse como título “Un autor olvidado”. Dice así:
La posteridad de Octavio Paz será más larga que su vida. Esta certidumbre no consuela a sus próximos de la pérdida del ser humano, pero hace justicia a la obra de Paz, una obra más amplia y rica que la imagen del escritor congelada por sus contemporáneos, la imagen en que ha quedado, petrificada y simple, la memoria del poeta.
Los personajes públicos en que acaban convirtiéndose los escritores ayudan y estorban la lectura de su obra. El personaje público que envolvió y, por temporadas, devoró a Paz, inclinó la balanza de la atención y de los lectores mexicanos hacia los ángulos políticos y polémicos de su escritura. El poeta de Libertad bajo palabra fue desplazado durante décadas por el autor de El ogro filantrópico. El autor de Pasado en claro y Los hijos del limo perdió sistemáticamente la batalla ante el autor de El laberinto de la soledad y Postdata. La querella crítica y familiar de Octavio Paz con su medio, con la vida pública y los bordes filosos de la historia cotidiana, atrajo la atención sobre sus reflexiones políticas y sus esgrimas culturales, más que sobre cualquier otra parte de su trabajo.
La crítica del socialismo real y la visión de Paz sobre la historia y el presente de México, están más vivas en la memoria pública de su país que las visiones del poeta o las iluminaciones del crítico literario. En el ámbito de la reflexión histórica los laureles canónicos del personaje —esto es: los lugares comunes sobre su obra— repiten una y otra vez la grandeza de El laberinto de la soledad y sitúan en un segundo plano el libro sobre Sor Juana, infinitamente superior.
La consagración de Paz en vida como un autor clásico —es decir, un autor terminado, que poco o nada podía añadir a su obra, le añadiera o no— sofocó la celebración o encontró apenas natural la escritura de uno de sus grandes libros, La llama doble, aparecido al final de su vida. La reciente publicación de toda la obra de Paz en grandes tomos selló la imagen de un escritor monumental, robándole a sus libros la frescura, rítmica y continua, pero un tanto incidental, con que fueron apareciendo a lo largo de los años, hijos de la acumulación azarosa, cosidos más por la continuidad de las obsesiones del autor que por una previsión de arquitecto dedicado a llenar las cuadrículas de un plan maestro de escritura. La brevedad alada de libros como Cuadrivio se evapora hoy entre las páginas interminables de algún tomo de las obras completas de Paz, del mismo modo que la mayoría de los pequeños grandes libros de Alfonso Reyes se ahogan bajo los lomos de sus tomos.
Los medios internacionales tienden a ver en la desaparición física de Paz la muerte del mandarinato de la cultura mexicana. Su atención se centra otra vez en un aspecto lateral o subsidiario de la obra de Paz: sus empeños como animador y personaje dominante de la cultura mexicana. Esa imagen final de gran maestro indesafiable evitará reconocer con claridad hasta qué punto la conversión de Paz en el mandarín de nuestra cultura, en el hombre público, influyente, próspero y célebre que murió el domingo 19 de abril de 1998, fue una construcción de sus últimos años.
Hasta fechas muy recientes no dejaron de perseguirlo el desacuerdo y la polémica. Tardó muchos años en entrar al olimpo de la unanimidad celebratoria en que murió. La querella familiar de la cultura acompañó su paso hasta muy tarde, lo mismo que el debate con la izquierda y la crítica de sus opciones profesionales, en particular la alianza con la televisión privada que le enajenó las simpatías de muchos sectores intelectuales, acostumbrados simplonamente a mirar esa empresa como la encarnación de todas las desdichas políticas y culturales del país.
Son los premios y castigos de la fama, que suele ser un malentendido, como dice Borges. El torneo de elogios y consagraciones de Paz a resultas de su muerte, basta para mostrar hasta qué punto fue un autor poco o mal leído, un autor de pocos lectores verdaderos (como todo autor quizá). Exhibe también la pobreza o la trivialidad de las imágenes que tienden a adherirse a su memoria. En toda fama literaria hay un autor olvidado y en toda obra consagrada hay una obra secreta. La posteridad tendrá que descubrir otra vez ese autor y esa obra bajo el abundante follaje de las consagraciones automáticas que cubren por lo pronto a Octavio Paz.
Octavio Paz ha muerto. Octavio Paz empieza a vivir.
Febrero, 2015

Una versión corta de esta memoria fue leída en el simposio Aire en libertad. Octavio Paz y la crítica, celebrado en la ciudad de México los días 3 y 4 de diciembre de 2014. Esta crónica formará parte del libro del mismo nombre coordinado por José Antonio Aguilar bajo los auspicios del CIDE.

1 “En torno al liberalismo mexicano de los setentas”, La cultura en México, suplemento de Siempre!, núm. 548, 9 de agosto de 1972. La presentación de Monsiváis lleva por título: “La posibilidad de la polémica”.
2 Carlos Pereyra, “La crisis ideológica”, en La cultura en México, op. cit.
3 Héctor Manjarrez, “Limitaciones y justificaciones”; Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze, “De los personajes”, en La cultura en México, op. cit. Aquel número de La cultura en México es uno de los referentes más citados y peor leídos de la cultura reciente mexicana.
4 Enrique Krauze, “Memorial. Por el camino de Paz”, Reforma, domingo 13 de marzo de 1994.
5 Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Aguilar, 2014. “Cronología”, p. 614.
6 Postdata, Siglo XXI Editores, 1970. Cito de la edición de 1981 del Fondo de Cultura Económica, que incluye El laberinto de la soledad, Postdata y Vuelta a El laberinto de la soledad, pp. 252-53.
7 “Sólo cenizas hallarás/ De todo lo que fue el milagro mexicano. Registros para la historia cultural de un sexenio 1970-76”, La cultura en México, junio de 1976, publicado en Saldos de la revolución. Cultura y política de México, 1910-1980, Nueva Imagen, México, 1982.
8 Krauze escribió años después que todas aquellas diferencias se habían coagulado dentro de las juntas de La cultura en México, en la consigna de “darle en la madre a Paz”. Yo acudía a esas juntas y no recuerdo lo mismo que Krauze. Tampoco puedo desmentir sus recuerdos. Sé que su memoria de aquellos días no es precisa porque en el mismo texto donde afirma eso, afirma también otras cosas que no pudieron ser. Por ejemplo, que en la tarde de la represión del 10 de junio de 1971 él asistió a una lectura de poesía que Octavio Paz iba a dar en el auditorio Justo Sierra de la UNAM, cosa imposible porque la misma tarde de ese día estábamos los dos al otro lado de la ciudad, refugiados, temblando de miedo, en una casa próxima a la Avenida de los Maestros donde era reprimida la manifestación que salía del Politécnico. Hicimos y firmamos juntos la crónica de ese día. Los recuerdos de Krauze en “Memorial. Por el camino de Paz”, Reforma, domingo 13 de marzo de 1994.
9 Luego de recordar en su discurso de aceptación del premio que llevaba muchos años siendo el autor que era, Cosío Villegas dijo: “El hecho de concedérseme en 1971 este Premio de Letras —y no digamos hace dos o tres años—, debo interpretarlo como que en México comienza a haber, o existe ya, un clima de comprensión hacia la actitud pública de todos los ciudadanos, de respeto a sus opiniones y aun a sus gustos; un clima, en suma, de libertad política”. Memoria de El Colegio Nacional, tomo VII, núm. 2, noviembre de 1972.
10 “Sólo cenizas hallarás…”, op. cit.
11 MI texto: “El apocalipsis de Octavio Paz”, en nexos, octubre de 1978. Las reflexiones de Paz en Proceso, núms. 92, 93, 94 y 95, septiembre de 1978. Un año antes de aquellos artículos, en abril de 1977, Paz fue internado y tratado de un tumor maligno en el riñón. Christopher Domínguez Michael, op. cit., p. 616. Se recuperó pronto y bien de la operación, pero es posible que la sombra de la enfermedad tuviera algo que ver en el énfasis sombrío de su mirada.
12 “Metáforas de la tercera vía. Sobre El ogro filantrópico de Octavio Paz”, en La cultura en México, núm. 900, junio de 1979.
13 Antonio Alatorre, “Octavio Paz y yo”, en Estampas, El Colegio de México, 2012. El texto fue publicado originalmente en la revista equis, de marzo de 1999.
14 Christopher Domínguez, Octavio Paz en su siglo, op. cit. El capítulo 11 lleva por título “La jefatura espiritual”, pp. 411-470.
15 El 6 de junio de aquel año, Paz escribió a su amigo José Luis Martínez: “La revuelta juvenil es uno de los signos más seguros de la mutación de nuestra sociedad —a veces me parece que regreso a los treinta”. Días después escribió a su amigo Charles Tomlinson, el poeta inglés: “Se bambolea el mediocre mundo ‘desarrollado’. Me emociona y exalta la reaparición de mis antiguos maestros: Bakunin, Fourier, los anarquistas españoles. Y con ellos el regreso de los videntes poéticos: Blake, Rimbaud, etc. La gran tradición que va del romanticismo alemán al surrealismo. Es mi tradición, Charles: la poesía entra en acción. Creo que estamos a punto de salir del túnel… Cualquiera que sea el resultado inmediato de la crisis francesa, estoy seguro de que en París ha comenzado algo que cambiará decisivamente la historia de Europa y, quizá, la del mundo. La verdadera revolución socialista, en esto Marx tenía razón, sólo puede realizarse en los países desarrollados. Lo que no dijo (aunque al final de su vida, después de la comuna de París, lo aceptó a medias) es que la revolución sería socialista y libertaria. Lo que empieza ahora no es únicamente la crisis del capitalismo y de las caricaturas sombrías de socialismo que son la URSS y sus satélites y rivales —la delirante China de Mao— es la crisis del más viejo y sólido instrumento de opresión que conocen los hombres desde el fin del neolítico: el Estado”. Citado en E. Krauze, “El poeta y la revolución”, en Redentores, Random House, México, 2011, p. 226.
16 Mucho tuvo que ver en su acercamiento a la televisora el persistente sentimiento de Paz de vivir aislado y asediado, en un mundo hostil. A partir de 1980, “sintiéndose acosado y aislado, Paz respondió a las críticas ampliando su presencia en los medios. Ya no sólo publicaría en Vuelta, sino en las páginas de El Universal, diario donde dos amigos suyos —José de la Colina y Eduardo Lizalde— empezaron a dirigir un suplemento literario semanal: La letra y la imagen. Al poco tiempo, Paz comenzó a aparecer también, con comentarios internacionales, en el principal noticiero nocturno de la televisión mexicana: 24 Horas, conducido por Jacobo Zabludowsky. Su decisión era no permitir que lo ‘ningunearan’”. Enrique Krauze, “El poeta y la revolución”, en Redentores, p. 273.
17 Los firmantes eran, por orden alfabético: Héctor Aguilar Camín, Huberto Batis, Fernando Benítez, José Luis Cuevas, Juan García Ponce, Luis González y González, Hugo Hiriart, David Huerta, Enrique Krauze, Teresa Losada, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, Marco Antonio Montes de Oca, Octavio Paz, Elena Poniatowska, Ignacio Solares, Abelardo Villegas, Ramón Xirau, Gabriel Zaid.
18 El estudio se publicó en la edición de marzo de 1987 de nexos, con una nota introductoria mía sobre el espíritu que lo había animado. Definía y refrendaba el espíritu editorial de nexos: “la decisión de ejercer las armas académicas e intelectuales en el análisis de los problemas centrales de México. Creemos en esas armas y en su valor como instrumentos de la sociedad civil, la convicción democrática y la reflexión crítica. ‘Regreso a Chihuahua’ no quiere ser un veredicto final, sino el principio de un diálogo y una argu- mentación complementaria de la urgencia de un cambio en las prácticas electorales de México. A nuestro juicio, sus resultados no prueban que las elecciones chihuahuenses de julio de 1986 hayan sido fraudulentas. Prueban, en cambio, que hay en ellas por los menos dos motivos para abrigar dudas razonables sobre la legalidad y la transpa- rencia del proceso: 1) la parcialidad evidente de la Comisión Estatal Electoral, 2) la manipulación evidente del padrón electoral”.
19 Francisco Báez hizo el ejercicio de “desmaquillar”
la elección con distintos criterios estadísticos: quitando del conteo casillas sospechosas o mal vigiladas o que no tenían actas firmadas por más de un partido. En ningún caso Salinas obtenía más del 50% de los votos, como decía el cómputo oficial, pero en ninguno Cárdenas superaba la votación de Salinas, aunque en el ejercicio más exigente perdía por un margen muy pequeño: 41.7 contra 36.6: Francisco Báez, “Desmaquillaje electoral: un ejercicio”, nexos, núm. 129, septiembre de 1988, y “Las piezas perdidas (Ejercicios de Reconstrucción)”, en Arturo Sánchez Gutiérrez, compilador, Elecciones a debate 1988, Editorial Diana, México, 1989.
20 Sostuve esa idea en un artículo del 16 de julio, publicado en una sección especial de la revista nexos, inaugurada entonces: “Los cuadernos
de nexos”. Ahí escribí: “Las elecciones de julio de 1988 son las únicas competidas y vigiladas de que tenga memoria mi generación —las más competidas y vigiladas de los últimos cuarenta años—. Y las más concurridas, pese a su abstención del 50%; en consecuencia, también las menos inventadas y manipuladas de nuestra historia posrevolucionaria”. “La reforma de los electores”, nexos, núm. 128, agosto de 1988.
En la exigencia de limpiar la elección coincidí con el estratega electoral de Salinas, Manuel Camacho, pues me convencí de que Cárdenas no había ganado pero la manipulación de los resultados, así fuera parcial, era evidente. Añadí que era imperativa una reforma que quitara de una vez por todas las elecciones de manos del gobierno. “Aguilar Camín: Imperativa una reforma electoral”, entrevista con Rubén Álvarez, La Jornada, sábado 30 de julio de 1988.
21 Octavio Paz, “Entreluz: ¿alba o crepúsculo?”, La Jornada, 12 de agosto de 1988. Citado de Obras completas. El peregrino en su patria. Historia y política de México, FCE, Círculo de Lectores, vol.8, pp. 409-412.
22 “Alba, con nubes”, La Jornada, 16 de agosto de 1988.
23 Octavio Paz, “Rompimiento del arca de la alianza”, La Jornada, 11 de agosto de 1988. Citado de Obras completas, op. cit., pp. 405-409.
24 “La transición política”, nexos, 1982. http://www.nexos.com.mx/?p=4032
25 nexos, abril de 1986.
26 “Yo estimo mucho como crítico literario y como
crítico de la sociedad contemporánea mexicana, a Carlos Monsiváis. No sólo es inteligente sino que es divertido… Otro ensayista considerable, que piensa con penetración y escribe con claridad es Héctor Aguilar Camín”. “En el filo del viento: México y Japón”, conversación con Tetsuji Yamamoto y Yumio Awa”, entrevista publicada en el número uno de Ichiiko Internacional, reproducida en el diario Excélsior, marzo de 1989 y en El peregrino en su patria, de las Obras completas, vol. VIII, p. 468.
27Pequeño regreso al gran hechizo del mundo”, en nexos, núm. 153, septiembre de 1990.
28 En noviembre de 1972, el mismo año de la querella con La cultura en México, Fuentes entró a El Colegio Nacional. Le dio el discurso de bienvenida Octavio Paz. Dijo que a Fuentes lo perseguían “la cólera, la irritación y la maledicencia”. Lo describió como un “escritor apasionado y exagerado, ser extremoso y extremista, habitado por muchas contradicciones, exaltado en el país del medio tono y los chingaquedito, paradójico en la república de los lugares comunes, irreverente en una nación que ha convertido su historia trágica y maravillosa en una asamblea de pesadas estatuas de yeso y cemento. Fuentes ha sido y es el plato fuerte de muchos banquetes caníbales”. 15 años después, el año en que Fuentes recibió el Premio Cervantes correspondiente a 1987, la revista Vuelta sirvió a sus lectores uno de esos banquetes de la autoría de su entonces editor responsable, Enrique Krauze: “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, Vuelta, núm. 139, junio de 1988.
29 Elena Poniatowska, Octavio Paz: las palabras del árbol, p. 243. Elena fecha este pasaje como escuchado de mi boca en casa de Jorge Castañeda, en el entorno del tiroteo por el Coloquio de Invierno (1992). Son palabras similares, si recuerdo bien, a las que dije en una entrevista a Miguel Reyes Razo, en ocasión de la entrega a Paz del Premio Nobel de Literatura.
30 El espíritu del Coloquio fue resumido en un editorial institucional de nexos que yo mismo escribí: “Fue una invitación a repensar las cosas, más allá de las recetas heredadas del mundo bipolar de la posguerra. El leit motiv del Coloquio fue, sobre todo, la noción de que la historia no ha terminado. El horizonte de nuestro futuro está abierto a la imaginación, no hay fórmulas triunfadoras que puedan resolver mecánicamente los problemas de nuestras sociedades. Los viejos dilemas Mercado/Estado/Libertad/ Igualdad, pueden y deben pensarse en un marco de matices más amplio que el del neoliberalismo ramplón o el estatismo de viejo cuño. Porque los grandes cambios de nuestro tiempo no han dado una respuesta satisfactoria a los nudos de siempre. Y muchísimo menos al mayor de todos: los abismos sociales del desarrollo. Ese fue el tema central del Coloquio, lo que nos propusimos hacer y lo que, al menos en parte, creemos haber logrado”. “Nexos y el Coloquio de invierno”, en nexos, mayo de 1992.
31 “La conjura de los letrados”, Vuelta, núm. 185, abril de 1992.
32 “La conjura de los letrados”, op. cit.
33 Christopher Domínguez Michael, “Diario, 26 de marzo de 1992”, en Octavio Paz en su siglo, op. cit., p. 56. El Canal 22 no fue “concesionado” a nadie. Fue desde el principio y sigue siendo un canal cultural del gobierno. Cada gobierno, de hecho cada secretario de Educación, nombra al director y le asigna presupuesto.
34 Días después de la rebelión chiapaneca, Paz había escrito en Vuelta (febrero, 1994): “La elocuente carta que el 18 de enero envió el subcomandante Marcos a varios diarios, aunque de una persona que ha elegido un camino que repruebo, me conmovió de verdad: no son ellos, los indios de México, sino nosotros, los que deberíamos pedir perdón”. El subcomandante Marcos había escrito en su carta de respuesta a la amnistía decretada por el presidente Salinas para los insurrectos de Chiapas, en el fondo una manera de otorgarles el perdón por sus delitos de rebelión y sedición: “¿De qué tenemos que pedir perdón? ¿De qué nos van a perdonar? ¿De no morirnos de hambre? ¿De no callarnos en nuestra miseria? ¿De no haber aceptado humildemente la gigantesca carga histórica de desprecio y abandono? ¿De habernos levantado en armas cuando encontramos todos los otros caminos cerrados?…
“¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo?
“¿El presidente de la república? ¿Los secretarios de estado? ¿Los senadores? ¿Los diputados? ¿Los gobernadores? ¿Los presidentes municipales? ¿Los policías? ¿El ejército federal? ¿Los grandes señores de la banca, la industria, el comercio y la tierra? ¿Los partidos políticos? ¿Los intelectuales? ¿Galio y Nexos? ¿Los medios de comunicación? ¿Los estudiantes? ¿Los maestros? ¿Los colonos? ¿Los obreros? ¿Los campesinos? ¿Los indígenas? ¿Los muertos de muerte inútil?
“¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo?”.
http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/1994/1994_01_18.htm
35 La escena está contada en el relato “Expediente del humo”, de la colección de relatos en Pasado pendiente y otras historias conversadas, Planeta, 2011, p. 216.
36 Christopher Domínguez, op. cit., p. 568.








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