sábado, 18 de abril de 2015

Francisco Tario: Historia de un libro

18/Abril/2015
Laberinto
José Luis Martínez

A mediados de 1949, alguien que conocía bien la originalidad y la extraña emoción de los relatos de Francisco Tario y la atracción que él sentía por Acapulco, le sugirió que escribiese un libro que diera a conocer al mundo la magia de aquel lugar excepcional del trópico mexicano. No era por cierto una tarea fácil la de espiar, en un libro que pudiese ser leído por todos, aquel encanto, y expresar con un acento auténtico y una emoción noble aquella belleza demasiado evidente, demasiado al alcance de todas las sensibilidades, aquella naturaleza pródiga y desbordada. Pero comenzó entonces Francisco Tario a hacer tentativas en uno o en otro sentido, siempre desechadas, hasta que al fin acertó con el tono que le parecía más propio: un poema en prosa que recogiera, en una afluencia invisible, la historia y la tradición, la realidad y el sueño, el deleite de los sentidos y la experiencia trascendente: un poema que se atreviese valientemente a rescatar la emoción original del hombre y su entrega o su conquista ante la caricia eterna de la tierra y del mar y ante el despertar jubiloso de sus sentidos, un poema que prescindiese del terror ante la emoción que enferma la literatura de nuestros días y que supiese entregar su testimonio con pureza y confianza, libre por una vez de todas las exigencias de sutilezas y complicaciones, y dispuesto a recibir, si era necesario, toda la engreída incomprensión de los que están dispuestos a ensañarse con todo aquello que no sea sibilino o brutal, únicos polos de lo humano que, desde hace ya muchos años, parece que solo pueden interesarnos.

Aquellas páginas se escribieron de nuevo muchas veces. Luego, pasaron al juicio de muchos lectores, desde los que pasan por más exigentes e inconformes, como Octavio Barreda, hasta aquellos otros, mucho más exigentes e inconformes a su manera, que son las mujeres. Y cuando el texto tuvo su primera forma, se pensó en las fotografías que debían acompañarlo. La selección pronto recayó en Lola Álvarez Bravo, una de las fotógrafas mexicanas de mayor calidad y sensibilidad. Para Lola, las páginas de Francisco Tario fueron desde el primer momento una guía por la cual conducir su disciplinada emoción plástica. Y juntos, escritor y fotógrafa, pasaron largos meses en busca de la figura femenina, del matiz del cielo y del mar o de la prodigiosa fauna marina que permitieran apresar en luces y sombras el propósito buscado por Francisco Tario. Hubo necesidad de encargar laboriosas pescas de mantarrayas, tiburones y tortugas; tuvieron que vencerse pueblerinas y comprensibles resistencias de padres y de pretendientes de muchachas hermosas; hubo que acechar, con paciencia infinita, el momento justo en que un oleaje coincidiera con la luz, el momento en que una flor o un árbol fueran captables para la lente, y hubo que afinar hasta la adivinación los ojos para que supiesen descubrir, entre el aluvión de lo cotidiano y lo vulgar, aquel gesto, aquella sonrisa, aquel trémulo follaje, aquella enloquecida vegetación y aquel rincón de la tierra que pudiesen mostrar lo que era el sueño y la realidad de Acapulco.

Y así como Francisco Tario había desechado uno tras otro sus manuscritos y había escuchado los juicios que pudiesen auxiliarlo en su difícil empresa, así también Lola Álvarez Bravo, tras de una primera serie de fotografías, tuvo que emprender otra segunda de la que volvió con un cargamento impresionante: varios miles de fotografías a cual más admirable. Vino entonces la selección para elegir entre ellas solo las ochenta y tantas que debía llevar el libro y, sobre todo, las que eran más adecuadas para componer, junto con el texto, una unidad. Conjugáronse así estos dos criterios —el de la belleza de las fotos y el de la unidad de la obra— hasta lograr encontrar, no sin múltiples renuncias, el ritmo y el acento buscados.

La obra realizada por Lola Álvarez Bravo —que ha conquistado ya un lugar de primera línea en la fotografía mexicana de arte— ha sido excepcional por todos conceptos, y sus fotografías de Acapulco quedarán como su obra más madura y ambiciosa. Con una maestría admirable, supo esquivar todo lo fácil y superficial para descubrir la verdad recóndita de aquella cálida belleza. Al proponérsele los textos de Francisco Tario, que debería acompañar con sus fotos, encontró que la interpretación que ellos le proponían de Acapulco coincidía e iluminaba la suya propia y eran el panorama preciso que podía orientar sus ojos. Y al fin, escritor y fotógrafa, tuvieron el raro don de ajustar su sensibilidad y poder entregar, a las manos del realizador, una obra emocionante y viva.

Pero, ¿cuál debería ser la vestidura, o la “camisa” de un libro de esta naturaleza? He allí otro problema por resolver y que, como los anteriores, pudo solucionarse con fortuna excepcional. Se pidió al pintor Carlos Mérida que proyectara el forro del libro y, con una elegancia y una belleza que afirman una vez más su prestigio, realizó una de las portadas más luminosas y sugestivas que puedan recordarse en la historia de nuestras artes del libro.

Todo este material fue entregado al fin y tras de largos meses de labor, a una de las manos más aptas y experimentadas de la tipografía mexicana, a Joaquín Díez–Canedo que tiene en su haber la calidad tipográfica de los libros del Fondo de Cultura Económica y muchos otros volúmenes, dignos herederos de la ilustre tradición de la tipografía mexicana. Y se llegó entonces a la parte más ardua y comprometida de esta larga empresa, aquella que consiste en convertir en un libro hermoso unas cuartillas de texto, unas fotografías y un proyecto de portada. Se buscó entonces el papel más adecuado, Ivory North Star Dull Coasted Book de 90 kilos; se encargaron los grabados a uno de los talleristas más cuidadosos —Martínez y Cruzado— y se confió la impresión, parte fundamental de la tarea, a la Editorial Nuevo Mundo. En cuestión de grabados, como lo saben todos los que han hecho libros en México, nuestros talleres están aún en pañales, pero, en la medida de nuestras limitaciones, pueden emprenderse ya monografías de arte decorosas. Tal era pues uno de los principales obstáculos. Sin embargo, gracias a la supervisión infatigable de Díez–Canedo y al sentido de responsabilidad de la Editorial Nuevo Mundo y del taller de grabados, pudieron imprimirse, con un mínimo de fallas técnicas, siete mil ejemplares de Acapulco en el sueño, con una perfección en todos los órdenes, pocas veces alcanzada.

Y cuando, después de años y meses de labor, surge en México un libro como Acapulco en el sueño, podemos celebrar que un libro hermoso en todos sus aspectos pueda mostrar al mundo la gala de nuestro país y el lugar más hermoso de nuestro trópico, y celebramos también uno de los mayores triunfos de los artistas y de la industria editorial de México: el poema vigoroso y trémulo que ha escrito y proyectado Francisco Tario, las fotografías magistrales y emocionantes de Lola Álvarez Bravo, la portada luminosa de Carlos Mérida, la ejecución tipográfica intachable de Joaquín Díez–Canedo, y junto a sus méritos, los de todos aquellos operarios mexicanos que, juntos, entregan ahora este libro en el que vive la promesa de libertad, de magia y de poesía que hay en Acapulco.

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