sábado, 1 de febrero de 2014

Un libro de amor

1/Febrero2014
Laberinto
Juan Vicente Melo

En la colección “Poesía y Ensayo” que dirige Jaime García Terrés para la Imprenta Universitaria, José Emilio Pacheco reúne, con el título de Los elementos de la noche, poemas escritos entre 1958 y 1962, la mayor parte de los cuales se hallaban dispersos en varias publicaciones y sujetos, por tanto, a la suerte imprevisible que corren nuestras revistas y suplementos literarios. (Con criterio antológico que no olvidaba las condiciones tipográficas, la revista Nivel recogió —número 28, 25 de abril de 1961— algunos excelentes poemas de Pacheco acompañados de unas estimulantes frases de Rosario Castellanos. En esta ocasión, la muestra era suficiente para conocer a Pacheco, para seguir sus pasos y poder adivinar o suponer el sitio que ya ocupa en el panorama actual de nuestra literatura. Sin embargo, Los elementos de la noche tendrá que ser, obligadamente, la publicación que señale el paso primero, la piedra inicial de la trayectoria poética de este muy joven escritor, cuya precocidad no ha dejado nunca de provocar envidia).


El nombre de José Emilio Pacheco no es, desde luego, extraño al público y a la crítica que frecuentan la literatura mexicana. Por el contrario: se le tiene por un escritor de prestigio. Dueño de una riqueza verbal y de un oficio sorprendentes, Pacheco incursiona, desde hace mucho tiempo y con una asiduidad digna de imitación, por la poesía, la crónica literaria, el cuento. Una sección en la Revista de la Universidad de México (“Simpatías y Diferencias”), notas ocasionales sobre textos y autores, lo califican como infatigable lector, poseedor de una cultura literaria vasta y sólida, herencia adquirida del repetido trato con la obra de Alfonso Reyes, autor a quien admira casi tanto como a Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Cierto es que en esas páginas sueltas impera la información y el riesgo crítico se halla subordinado a la reconstrucción de hechos y fechas, al recuerdo o a la cita textual de numerosas lecturas. Pareja a esta actividad, Pacheco ha cultivado el cuento, la prosa poética, esa abstracción que se ha dado en llamar, por definición, el “texto”: en 1958, y bajo el amparo de los Cuadernos del Unicornio que una vez animó Juan José Arreola, apareció La sangre de Medusa, título de ficción que agrupaba dos “textos” clara e irremediablemente influidos por la fascinación de Jorge Luis Borges, quien no ha dejado de señalar su presencia en los siguientes ensayos de Pacheco. Recibidos siempre con más simpatías que diferencias, estos trabajos (crónica, cuento) dominaron en algún tiempo toda la atención de su autor y hasta postergaron su experiencia poética, renglón vital y, a mi juicio, terreno propicio que siempre le ha permitido expresarse plenamente por representar un acceso al encuentro consigo mismo, a su propio descubrimiento. Estimo que, ante todo y sobre todo, José Emilio Pacheco es un poeta. Un excelente poeta. Lo prueba repetidamente el libro que hoy publica con extremo rigor y autocrítica severa: la selección de poemas traduce exactamente su intención y nos revela algo (o mucho) más de lo que esos mismos (y otros) poemas ofrecían aisladamente. En ellos se encuentran, desde luego, el espléndido dominio del lenguaje, la sorprendente facilidad con que se domina a las palabras, la sumisión que éstas muestran al unirse entre sí, al acompañarse, al convertirse en ritmo fluido, musical, muy puro, en todo momento justo. Pero esta condición de la poesía de José Emilio Pacheco, siempre a un paso de la retórica y siempre libre de ella, al igual que la luminosa perfección formal, mantenía ocultos un romanticismo y una pasión que la lectura fragmentaria no dejaba suponer. Ahora, reunidos, esos poemas son ya otra cosa: se complementan al mismo tiempo que se constituyen en sistema cerrado, en un todo, en intercambio de señales, en preguntas y respuestas. Se desvanece el hielo que presidía la habilidad de su construcción; aparece, con pudor, una pasión secreta que es sinónimo de nostalgia, conciencia del desastre, silencio.

Los elementos de la noche es un libro de amor, el recuento de los actos, las sensaciones, las consecuencias de un amor que se ha convertido en la terminación del mundo. Por una parte, la conciencia, la certidumbre del desastre (Mientras avanza, el día se devora/ y sus ruinas se esparcen sobre un reino asolado... Pero tu nombre llega lacio y gastado como una promisión que no se cumple... El sol se desvincula y ya no late y es un clamor desértico... Los mundos atraviesan la sorpresiva fecha,/ y dejan como estela, como ruinosa huella,/ los instintos del polvo). Por otra, la añoranza del tiempo primero, del origen de todas las cosas, la búsqueda del linaje (Todo lo que has perdido, concluyeron, es tuyo/ Es tu sola heredad, tu recuerdo, tu nombre... En lo alto del día/ eres aquel que vuelve/ a borrar de la tierra la oquedad de su paso... La edad de piedra petrifica el misterio. Y la ceniza, oh tierra, siente nostalgia del incendio...) El amor —o sea el tiempo, el paraíso también perdido— buscará refugio y consuelo en el “silencioso estruendo del olvido”, en el “acre sabor de lo que muere y lo que comienza”, en el símbolo de una infancia demolida como el castillo de arena edificado en la playa cuando el poeta tenía nueve años, pero también en el rostro nocturno de las cosas (Se apaga el ruido: áspera la noche/ ya vulnera mi voz, arrasando sus símbolos), en la fidelidad última al desastre (Porque hoy el día amaneció de cobre/ y era su advenimiento/ la multitud del término.) Sin embargo, y pese a que repetidas veces se afirme que es “inútil el lamento, inútil la esperanza, el desterrado adjetivo del viento”, la causa —objeto del amor, o sea de la pérdida del paraíso, del fin del mundo, de la abolición del tiempo— se mantiene viva, cierta, soledad que desea ser compartida (Más tú, señora, creces sobre ese largo acotamiento,/ sobre el filo desnudo de ese acontecer que nos llega de lejos... Alguien que no eres tú/ vive esa vida/ para que tú la vivas).
Los elementos de la noche es un libro definitivo para su autor y para la literatura mexicana. El libro más hermoso que ha dado nuestra joven poesía. Uno de los más importantes que se han escrito en los últimos años. No nos preocupamos por relatar exhaustivamente las influencias, las voces que en él se encuentran: a esa ingrata e inútil tarea preferimos la de ocupar nuestra oreja con la voz con que el autor nos habla. No nos preocupemos amenazando, exigiendo a José Emilio Pacheco la superación en libros futuros: a ese afán inquisidor preferimos la decisión de acompañar al poeta en su peregrinaje sobre la tierra, a participar de la resurrección de las cosas y del nombre que otorga a lo que había muerto.
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* “José Emilio Pacheco: un libro de amor” en Revista Mexicana de Literatura, núms. 3-4, marzo-abril, 1963, pp. 65-67.
 

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