Confabulario
Jorge Fernández Granados
Ya desde mediados del siglo XX José Emilio Pacheco 
fue considerado una figura central de su generación. Su vasta obra, que 
abarca casi todos los géneros literarios, vio crecer en torno suyo un 
cuerpo crítico y de traducciones, pero sobre todo un público lector como
 pocas veces ha sucedido en autor alguno. Es en la poesía donde esta 
obra encontró probablemente sus mayores alcances y dejó publicados 
catorce libros.
Los dos primeros títulos que abrieron dicha obra poética, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego
 (1966) son impecables y finos ejercicios de un virtuoso. Poemas 
tempranamente maduros, dispuestos en series o meditaciones. Se podría 
decir que son elegías de un lúcido pesimismo. Ya desde estos libros 
aparecían ciertas constantes que serán reconocibles a lo largo de toda 
su obra: los ejemplos de la naturaleza (plantas y animales) como fuente 
de alegorías y lecciones, el tiempo y la destrucción, el drama 
testimonial de la conciencia: asuntos centrales de una temática cuya 
universalidad y pulcritud la situaron inmediatamente en muy alta estima.
No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) fue
 un autoexamen, giro de 180 grados que declaró al poeta y a su obra como
 subproductos de una fuerza mayor: la historia. Responder a la pregunta 
acerca del verdadero lugar de la poesía, con la franqueza necesaria y, 
al mismo tiempo, renovarla en ese replanteamiento, parece el derrotero 
que toma su obra poética a partir de entonces. Libro que parece formado 
de retazos y aforismos, de apuntes e instantáneas, No me preguntes cómo pasa el tiempo inaugura también un amplio ciclo, decisivo, que se prolongará en Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980) y Los trabajos del mar (1983).
El título de Irás y no volverás alude al lugar
 o país de los cuentos infantiles a donde se iba y de donde no se 
regresaba nunca. Poner en evidencia el reverso, la imperfección, lo 
perecible del ejercicio poético no es aquí un mero desplante. Con la 
brevedad del apunte y la austeridad del testimonio, los poemas de este 
ciclo asumen una desnudez que, paradójicamente, los fortalece. Se trata 
de todo un examen ético del lenguaje literario. La declaración de 
principios está anunciada en un poema escrito hacia 1970 (“A quien pueda
 interesar”):
                    Otros hagan aún el gran poema,
                    los libros unitarios, las rotundas
                    obras que sean espejo de armonía.
                    A mí sólo me importa el testimonio
                    del momento inasible, las palabras
                    que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
                    La poesía anhelada es como un diario
                    en donde no hay proyecto ni medida.
El tono conversacional de algunos poetas norteamericanos, la antipoesía
 de Nicanor Parra, el coloquialismo de Jaime Sabines y la crónica 
colectiva de Ernesto Cardenal o Enrique Lihn están más cerca de esta 
nueva voz de Pacheco, entre cuyos indudables méritos se cuentan la 
transparencia comunicativa, la exactitud, la ironía y la erudición 
revertida a la cotidianidad que hace de todas las venas literarias que 
lo alimentan una sola voz con capacidad a veces narrativa, a veces 
alegórica, a veces aforística; lenguaje extremamente cultivado que, sin 
embargo, produce la impresión de un habla llana.
Un tercer y último ciclo se abre con Miro la tierra (1986). Este ciclo incluye los libros Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1996), La arena errante (1999), Siglo pasado (desenlace) (2000), La edad de las tinieblas (2009) y Como la lluvia (2009).
 En él la tematización sobre el mal de la historia, el recurrente drama 
humano y la nostalgia de lo perdido ocupan el centro de su atención. La 
crónica se funde con la poesía y la poesía se sincroniza con la 
historia. La idea del devenir como desintegración cede su sitio a la del
 devenir como gran teatro de alegorías que se reiteran o se multiplican 
de manera a veces grotesca.
Tanto en esta etapa como en la anterior el autor 
acude no pocas veces a un catálogo de asuntos y personajes —de pretextos
 podría decirse— en los que el género de la fábula se actualiza bajo un 
nuevo muestrario. Tal vez José Emilio Pacheco en esencia fue un gran 
fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y sobre 
todo los animales operan con frecuencia como ejemplos de reflexión ante 
la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja. Así, asuntos
 del entorno doméstico o de la historia lejana son pie de una meditación
 moral. La utilización de máscaras o personajes que toman la palabra 
para emitir un juicio que remite a la sociedad humana en su conjunto fue
 un recurso empleado por él en varias ocasiones y particularmente en los
 poemas de la serie Circo de noche. En estos poemas logró, con un
 duro humor negro que algo recuerda a las “Pinturas Negras” de Francisco
 de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de 
la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula 
negra.
El ajuste, pertinente y riguroso, que José Emilio 
Pacheco hizo de sus poemas escritos desde la juventud fue un proceso 
continuo con el paso de las ediciones. Piezas ya clásicas de la poesía 
mexicana se vieron sometidas a una revisión; e incluso, en algunos 
casos, a una extrema metamorfosis.
En esta continua tarea de relectura y corrección 
parece haber un requerimiento estético y, más aún, uno de tipo ético. No
 se habrían clausurado los poemas de José Emilio Pacheco en su primera 
versión: la fidelidad no es a un original —parece sugerirnos su autor—, 
sino al deber no culminado de la lectura y la escritura (o de la 
relectura y la reescritura). Estos poemas no tienen forma definitiva 
porque fueron un producto del tiempo y en el tiempo. No se concibieron 
pues como fin sino como proceso permanente. Con esta práctica Pacheco 
reafirmaba una convicción que manifestó casi desde los inicios de su 
carrera literaria: la condición ante todo testimonial de su ejercicio 
poético y la inexistencia, por lo tanto, de un orden definitivo en él.
Otro aspecto a resaltar en el conjunto de su obra 
poética es la predilección por ciclos o series que desarrollan algún 
tema. Para esto hay que tener en cuenta que en este autor los recursos 
narrativos y periodísticos, lo mismo que el mito, la fábula y la 
alegoría, fueron estrategias literarias constantes, aun en su poesía. 
Sólo que en esta última se encuentran concentrados en células muy finas 
—por llamarlas así— y entretejidos bajo diversas formas reconocibles de 
la tradición (sonetos, octavas, haikus, poemas en prosa, etc.). No 
obstante, es insoslayable el ascendente narrativo de esta obra poética, 
sobre todo a partir del libro No me preguntes cómo pasa el tiempo.
El conjunto general que nos ofrece su obra poética 
está relacionado con la evolución del concepto mismo de poesía a lo 
largo de toda una vida. Si Fernando Pessoa definió el sentido de sus 
heterónimos como un “drama en gente”, podríamos decir que Pacheco nos 
presentó en la suma de sus libros un “drama en géneros”. De este modo, 
el relato discute con el ensayo y la crónica se alía con la fábula, y 
todas hablan y convencen a la poesía. Por consiguiente, lo que discurre a
 través de esta obra es también un gran cuestionamiento e indagación 
sobre el poeta y su oficio en la época contemporánea, así como sobre el 
pasado y el presente de este género.
Un rasgo ascendente en los últimos libros de José 
Emilio Pacheco es la despersonificación. No es un rasgo nuevo en su 
obra, pero sí un énfasis. Quien habla se reduce progresivamente a un 
testigo con la acuciosa tarea de rendir su testimonio del entorno desde 
su conciencia. Si la sabiduría es quizá la única materia de la que nadie
 se gradúa y la que, cuando se manifiesta, nos deja lecciones oblicuas y
 breves, hondas y sólo aparentemente sencillas, la última poesía del 
autor de Como la lluvia es también, en este sentido, un testimonio de sabiduría.
Pocas obras presentan tal amplitud, tal variedad de 
abordajes del ejercicio poético. Desde el clasicismo y el elegante 
labrado formal de las elegías de Los elementos de la noche y El reposo del fuego hasta el dramatizado dibujo de alegorías y vastos ciclos testimoniales de Miro la tierra, Ciudad de la memoria, El silencio de la luna, o el íntimo repaso y la sabiduría de La arena errante, Siglo pasado, La edad de las tinieblas y Como la lluvia, pasando por el gran momento de examen y reformulación de sus instrumentos poéticos que fue No me preguntes cómo pasa el tiempo y se prolongó en Irás y no volverás, Islas a la deriva, Desde entonces y Los trabajos del mar,
 este complejo itinerario puede ser recorrido como un drama. Un drama 
cifrado en el que se debaten lealtades y traiciones, afinidades y 
distancias, entusiasmos y desengaños, en fin, los distintos momentos de 
un largo amor. En este caso el largo amor por la poesía.
El tiempo, por último, está del lado de un autor como
 José Emilio Pacheco. En el tiempo —su fiel tema de temas— encontró una y
 otra vez la fuente y la expresión, ya decantada, de su propia 
escritura. Los sucesivos capítulos de su obra poética entregan un saldo 
favorable y contundente de hondura a través de un trabajo realizado a lo
 largo de 74 años.

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