lunes, 25 de octubre de 2010

Recuento de la crítica literaria en México

14/Marzo/2009
Milenio

Evodio Escalante

La crítica ha de ser levantisca. Lo afirmo en el doble sentido de que debe contribuir a elevar el nivel general de una literatura, y en el de que está llamada a levantarse o sublevarse contra los lugares comunes y los prestigios establecidos. Si lo primero se antoja un ideal metafísico o una hipótesis difícil de comprobar, lo segundo era la realidad voluntariosa entre los críticos más señalados de los años setenta y ochenta. Aguerridos, militantes, contestatarios, los críticos de esa generación con la que de algún modo me identifico no conocieron cotos sagrados ni figuras que resultaran intocables pese a su pedestal. De esa época son los memorables ataques de José Joaquín Blanco contra la logomanía mitologizante de Carlos Fuentes en Terra Nostra, y contra las presuntas metáforas tercermundistas que Octavio Paz habría desplegado en El mono gramático. El progresivo declive de Fuentes entre los lectores mexicanos tiene en este texto de Blanco un decisivo punto de partida. No es un detalle menor señalar que Fuentes ni siquiera se molestó en acusar recibo de la crítica. Todavía lejos del Nobel, aunque cada vez más cerca de él, Octavio Paz también fue pasto de los jóvenes zorros. No le tembló la mano a José Joaquín Blanco para indicar su distancia frente a uno de los libros de prosa más felices de Paz. La imagen en la que el poeta narra cómo durante algunos de sus paseos por las praderas de la India tuvo que servirse de una vara para ahuyentar a una manada de monos que trataba de acercársele, la interpretó Blanco como una metáfora que hablaba del poeta exquisito y su afán por mantener a raya a las hordas empobrecidas del tercer mundo, que, por supuesto, le disgustaban. Aunque estimo que el libro de Paz no se merecía esa interpretación pendenciera, lo interesante del asunto era justamente la franca irreverencia ante uno de nuestros monstruos, en plena carrera internacional que ya le redituaba toda suerte de premios y distinciones. Había resultado chocante, y creo que esto explica en parte la virulencia de Blanco, el hecho de que la versión francesa de este libro había aparecido… ¡dos años antes que la española de Seix Barral! ¿No significaba esto una suerte de menosprecio hacia los lectores de nuestra lengua, que nos convertíamos así en lectores de segunda clase? Blanco le cobraba caro al poeta este desdén a sus interlocutores más inmediatos.

No se quedó atrás Jorge Aguilar Mora. Con instinto dinamitero publicó un libro que los reflejos autoritarios del México de entonces habían considerado como de aparición imposible: La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. El autor, que se decía había sido alumno de Roland Barthes en Francia y que se acababa de doctorar en El Colegio de México, intentó mostrar en este libro que la obra literaria de Paz no era sino un gigante con los pies de barro. Aunque fue silenciado en su momento, y al parecer no hubo repercusiones del mismo en las secciones de reseñas, que “enmudecieron” de modo unánime y sospechoso, este libro marcó un precedente de gran importancia: más allá de sus fallas argumentativas, y hasta de sus excesos, que por supuesto los tenía (Aguilar Mora cometió el gafe de acusar a Paz de “cobardía”… ¡basándose para ello en una lectura sesgada de unos versos de Piedra de sol!), la sola existencia de este título demostró que era posible sentar incluso a los dómines más célebres en la silla de los acusados.

No sólo monolitos como Fuentes y Paz, también escritores de nuevo cuño como José Agustín podían ocupar el sitial de una bête noire. Paloma Villegas y Adolfo Castañón, cada quien por su lado (pero no fueron los únicos, ni los primeros), arremetieron con distintos argumentos contra uno de los inventores de lo que se llamó “literatura de la onda”. La velocidad de la prosa de Agustín, lo mismo que su eficaz registro de los giros coloquiales de la chaviza, parecieron un mero artilugio taquigráfico que no merecía mayor atención, y que quedaba fuera de lo que en sano juicio se consideraba “obra literaria”.

Castañón incluso se metió con Pacheco. Estimó que la mayoría de los relatos fantásticos contenidos en El principio del placer… “no resisten una valoración literaria rigurosa”. Con estas palabras, Castañón ponía en duda, ni más ni menos, a una de las inteligencias literarias más impresionantes que ha habido en nuestro país. (Y a uno de sus mejores volúmenes, habría que agregar, pues ahí se encuentran esos relatos magistrales llamados “La fiesta brava” y “Tenga para que se entretenga”.)

En esta misma vena iconoclasta, a mí me tocó mantener a fines de los años ochenta una discusión periodística con Antonio Alatorre acerca de los nuevos métodos de análisis literario, a los que el filólogo había ridiculizado en sendos ensayos aparecidos en la Revista de la Universidad y en la desaparecida Vuelta. Mi fallecido amigo José Amezcua me comentó por esos días, no sin un dejo admirativo, que se repetía la querella de los antiguos y los modernos.

No cualquier bodrio merece la gloria de la imprenta. Toda idea merece ser discutida. Estas podrían ser dos de las consignas a las que respondía, sabiéndolo o no, esa generación crítica que ya pertenece a la nostalgia.

Los aires contestatarios del post-68 han sido sustituidos por una ola posmoderna y plural, por una tribu letrada menos belicosa. De aquella tolvanera, empero, se desprende una secuencia de nombres entre los que pueden mencionarse desde Jaime Moreno Villarreal (perspicaz en La línea y el círculo, aunque, hasta donde me doy cuenta, dejó la crítica literaria para especializarse en la de artes plásticas) hasta Armando González Torres, quien también ha incidido por cierto en una revisión de los logros discursivos de Paz y sus consiguientes polémicas.

La crítica radical brilla ahora por su ausencia. Quizás no sea exagerado del todo hablar de un declive creciente del género. ¿O es que sólo está cambiando su modalidad? Un dato que me parece significativo: la paulatina desaparición de las reseñas, verdadera escuela de iniciación en los trabajos de la crítica. En otras épocas, toda publicación cultural digna de este nombre, incluía de modo obligado una más o menos nutrida sección de reseñas de libros. El periodismo cultural empieza a prescindir de esta sección. No me resigno a pensar que éste sea un signo de los tiempos. En dado caso, lo califico como una pérdida.

Después de Sergio Pitol y José Emilio Pacheco, que ya rindieron lo que debían, no hay duda de que Juan Villoro y Heriberto Yépez son las inteligencias literarias más poderosas con las que cuenta actualmente nuestro país. Polifacéticos y eficaces en la novela, la crónica y el artículo periodístico (entre otros menesteres y géneros), los dos prefieren por lo visto moverse en el terreno superior del ensayo antes que incurrir en los rijosos terregales de la crítica, donde los jabs y los escupitajos en la cara están a la orden del día. Esto es más válido para Villoro que para Yépez, quien parece peculiarmente dotado para la disidencia y la provocación. Villoro es quizás demasiado astuto y diplomático para condescender a las riñas callejeras; Yépez, a quien se debe la famosa declaración de que después de muerto Paz ya no era posible seguir escribiendo poesía en México, seguramente ve estos asuntos (no siempre enojosos, pueden ser muy divertidos) con una distancia psicodrómica. Aunque Villoro se define a sí mismo como un autor de ficciones, esto no obsta para que tenga en su haber tres enjundiosos libros de ensayos, donde aborda lo mismo a Harold Bloom y Cervantes que a Rulfo, Onetti, Arlt y Borges; lo mismo a Lawrence y Lowry, que a Rulfo, Pitol y Monterroso. Mi preferido, sin embargo, es La voz en el desierto, una superágil disertación en torno a la espeluznante grafomanía de Georg Christoph Lichtenberg, uno de los pocos autores, por cierto, a los que Hegel rinde un reverente tributo en su Fenomenología del espíritu. Yépez, por su parte, autor de una de las novelas más impresionantes de los últimos años (me refiero a A.b.u.r.t.o), tiene en su haber cuatro o cinco relampagueantes libros ensayísticos capaces de poner al mundo una vez más de cabeza. Justamente por esto me parece cautivador en extremo. Entre ellos habría que mencionar Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción, Sobre la impura esencia de la crítica y El imperio de la neomemoria. Si en algo valoramos las mieles del pensamiento, tendremos que estar pendientes de lo que Villoro y Yépez seguirán aportando.


Escalante, escritor, doctor en Letras, investigador del departamento de Filosofía de la UAM Iztapalapa y crítico literario. Su más reciente libro es Breve introducción al pensamiento de Heidegger.

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