jueves, 5 de agosto de 2010

Onetti

Agosto/2010 Nexos
Carlos Fuentes

Hago una pausa biográfica para recordar a Juan Carlos Onetti en Montevideo. Vestía pijama y bata de baño. Vivía con su esposa. Tenía una mirada dormida, ausente, y un verbo despierto, presente. La esposa se enfadaba con él.
—Dejá el vaso de whisky. Trabajá.
Onetti, sin soltar el vaso, me indicaba que saliéramos. Lo acompañé. Con bata, pijama y vaso, llegamos a otra casa situada a cuadra y media de la primera. Allí vivía la amante de Onetti.

Él contaba su biografía. Había sido portero, mesero, billetero de eventos deportivos. Luego vendió falsos Picassos. Muchos creían que era irlandés y se llamaba “O’Netty”. Él se dejaba querer...
—Dejá el vaso de whisky— dijo ahora la amante y juntos regresamos al hogar de Onetti, a cuadra y media de distancia.

Volví a encontrarlo en Nueva York. Durante una famosa reunión del P.E.N. Club convocada por Arthur Miller. La estrella era Pablo Neruda, admitido en los EE.UU. gracias a las gestiones de Miller en contra de las “listas negras” que el gobierno de Washington había fabricado y que incluía a partidarios de un “segundo frente” contra Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Algunos escritores latinoamericanos resentían el estrellato nerudiano. Onetti no: iba a todas partes, se fotografiaba con Neruda, el mundo se le resbalaba, iba a conferencias y desconcentraba al conferenciante omiso o equivocado con un grito súbito.
—Y Shakespeare, ¿qué?

Cuento lo anterior para situar a Onetti en un reino muy particular del humor, que es el del Río de la Plata. Hablo aquí de Borges y de Bioy, de Blanco y de Cortázar. Siendo de esta familia, Onetti lo es más de la casa de Roberto Arlt, en la medida en que ambos son, declaradamente, escritores porteños, y Buenos Aires es una ciudad única: no se parece a nada porque es de todas partes. Buenos Aires es ciudad española pero también italiana. Es ciudad judía, rusa y polaca. Es ciudad de putas francesas y padrotes que las acompañan. Es la ciudad del tango y el tango sólo se parece a sí mismo. No sólo es “un pensamiento triste que se baila” (Borges). También es un melodrama arrabalero, en el que la alegría no muestra la cara y a lo sumo “Uno busca lleno de esperanza...”. Sólo que la esperanza muere “triste, fané y descangallada” en madrugadas de cabaret. Admirable esfuerzo el de la gran Tita Merello para darle humor al tango. Sólo le da más extrañeza.

Onetti trasciende estas “influencias” porque ni influye ni es influyente. Crea, y al hacerlo continúa y lleva más allá a una tradición. El escritor pertenece a una tradición y la enriquece con una nueva creación. Se debe a la tradición tanto como la tradición se debe al creador. La cuestión de las “influencias” pasa a ser, de este modo, parte de la facilidad anecdótica.

Entonces Céline se hace presente: la prosa del peligro inminente, la amenaza aplazada, el crimen y la transfiguración. La truculencia. Lo que no hay en Onetti es el antisemitismo de Céline: Onetti tiene demasiado humor para ser ideólogo racista. En cambio, admite la ya citada tradición porteña de Arlt. Sólo que amplía de manera magistral el escaso registro anterior y despliega una verdadera sinfonía del Río de la Plata en sus dos orillas, Buenos Aires y Montevideo. Sólo que la música casi no se escucha porque la metrópoli de Onetti es un pueblo del río, la modesta Santa María, tan modesta como el Yoknapatawpha de Faulkner o la Aracataca de García Márquez. Y es que la ubicación en lo mínimo permite la expansión a lo máximo y Onetti crea una “saga de Santa María” que incluye novelas como La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1965).

Me limito a La vida breve porque es no sólo el inicio de la saga, sino porque aquí Onetti libera toda su imaginación narrativa en una obra, que si no es la fuente bautismal de la narrativa urbana de Hispanoamérica (Lizardi, Machado de Assis, La sombra del caudillo, otros rioplatenses como Mallea y Marechal, chilenos como Manuel Rojas), sí la re-orienta lejos de la agri-cultura campesina a una agria-cultura urbana donde la temática tradicional, viva aun en Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa, ha sido des-terrada, no por el naturalismo, no por el realismo, sino por la realidad. Y en Onetti, la realidad es algo más que sí misma. No es sólo la realidad visible, sino la in-visible. Y no sólo la invisibilidad de lo subjetivo inexpresado, sino la visión otra del mundo onírico.

El sueño es protagonista de La vida breve gracias a que también lo son la vida cotidiana y la imaginación. El sueño en Onetti es soñado porque hay vida de todos los días y hay vigilia de la imaginación. Los personajes van y vienen, trabajan, viajan, aman, odian, hablan. También imaginan: son ellos y son, más que ellos, lo que pudieran o quisieran ser de acuerdo con su imaginación. Luego duermen y sueñan. ¿Dónde se encuentra la frontera entre la vida diaria, la imaginación, el sueño? Ésta es la pregunta de Onetti y para contestarla apela a la vida diaria, a la imaginación y al sueño en un grado, si no superior, sí distinto al de los otros escritores rioplatenses aquí citados.

Es menos naturalista que Arlt. Es más realista que Borges. Le da sueños y pesadillas el mundo de Arlt. Le da calles, bares, apartamentos al de Borges.

El lumpenproletariado políglota es la carne de la prosa de Arlt-Onetti. La clase letrada de ascendencia franco-británica, su espíritu. Onetti condensa carne y espíritu del Río de la Plata para escribir una prosa en la que el habla de la calle le sirve al lenguaje de los sueños y, éste, al vocabulario de la imaginación.

La “saga” de Santa María cuenta las historias de tres personajes.

Uno, Brausen, pertenece a una modestísima clase de trabajadores ancilares.

El segundo, Arce, aspira a una suerte de pureza a través del crimen.

El tercero, Díaz Grey, es un médico que practica su profesión en Santa María.

Díaz Grey se ve perturbado por la intromisión de una mujer, Elena, que lo visita con pretextos médicos pero con insinuantes ofrecimientos carnales.

Arce se inmiscuye poco a poco en la vida de su vecina, la Queca, una atarantada mujer, bisexual y dipsómana.

Brausen está casado con una mujer que fue joven y bella y que ahora ha perdido un pecho.

Díaz Grey debe soportar la aparición del marido de Elena, cuya permisividad sexual respecto a su esposa tiene que serle ocultada ambiguamente al doctor a fin de que su apetito y su curiosidad sexuales, tan bien dominados, empiecen a agrietarse y acaben por ceder.

Arce se compromete cada vez más con el mundo fatídico de la Queca, donde la tentación debe imponerse a la promiscuidad, la curiosidad a las evidencias y el ansia romántica a la vulgaridad sin reparos.
Brausen trabaja a ratos, a veces para un productor de cine, Stein, cuyas fantasías artísticas nada pueden contra sus intereses mercantiles. Brausen sigue a Stein a restoranes y cabarets mientras la mujer del productor, La Mami, evoca una vida imaginaria en París, canta chansons d’amour, juega a las cartas y cuenta con la desidia nostálgica de Stein, que la conoció y la quiso cuando no era vieja y gorda, sino joven y esbelta como las canciones.

Díaz Grey es llevado fuera de horarios y obligaciones a un mundo donde la casualidad y el sinsentido se unen en el enorme bostezo de la nada: ni el rigor profesional ni el placer sexual se le dan ya a Díaz Grey, vigilado, como por dos fantasmas, por la pareja de Elena y su marido.

Arce no sabe si entrar al mundo fugitivo y sin sentido de la Queca. La disponibilidad física, y moral de la mujer lo incita por su facilidad pero también por su inaccesibilidad. ¿Hay un misterio en la transparencia lúbrica de la Queca?

Brausen deja que su mujer se vaya a visitar a su familia de provincia, toma taxis, ve a Stein y siente que la vida se le escapa de las manos.
¿Cómo recuperar la existencia?
¿Cómo salvarse de la rutina, del hastío, del self-pity, de la autocompasión que lo acecha?
Una pared lo separa de la Queca.
Un río lo separa de Díaz Grey.
Una ciudad, Buenos Aires, lo separa de sí mismo.
Brausen es un puritano sin alcohol, tabaco o sexo.
Brausen es el hombre-negación.
En cambio, Arce es pura afirmación física. Quiere pegarle a la Queca hasta matarla.
En cambio, Díaz Grey empieza a sentir que ya no es dueño de su propia voluntad.
Arce y Díaz Grey se sienten creados, sin autonomía. ¿Quién es, entonces, el creador? ¿Quién les comunica la energía contagiosa que les permite existir, hablar, moverse en La vida breve?

Díaz Grey empieza a sustituir al desconocido creador. Entra a través de Elena y su marido a un territorio que no es el de ellos a fin de liberarse de ellos.

Arce decide matar a la Queca para probar su propia autonomía. Se le adelanta Ernesto, joven y torvo amante de la Queca, quien le da muerte a la mujer y exime de la obligación a Arce, para quien matar a la Queca era un auto de pureza.

Cuando Ernesto se le adelanta, Arce es despojado de su acción. Se revela como un hombre al cabo pasivo, tan pasivo como Brausen, abandonados ambos —Brausen y Arce— a una suerte de ficticia camaradería. Uno se reconoce en el otro. Reconocen un territorio compartido y se dan cuenta de que viven vidas paralelas, existencias simultáneas. Brausen ha inventado un doble llamado Arce y juntos Brausen y Arce ingresan a un mundo que es y no es de ellos. Un orbe donde les espera Díaz Grey, revelado al fin, cuando camina al encuentro de Brausen y Arce, como el tercer rostro de la misma persona: Brausen, inventor de Arce y Díaz Grey, en la medida en que cada uno siente que despierta de un sueño que incluía al sueño soñado y en el que Brausen-Arce-Díaz Grey había soñado que soñaba el sueño de la novela llamada La vida breve escrita por un autor que firma “Onetti” pero que podría ser “O’Netty”. Como Cervantes también es Saavedra y ambos son Cide Hamete y el autor del Quijote es un desconocido que abandonó el manuscrito en un basurero...

Como Onetti puede ser O’Netty.

Onetti-O’Netty pertenece también, de esta manera, a la tradición cervantina del autor indeterminado, múltiple o desconocido y del género de géneros: picaresca y épica, urbana y ya no pastoral, migrante y no sólo morisca, bizantina siempre. La novela que se sabe novela porque se lee a sí misma y se sabe leída por lectores.

Novela, en suma, soñada. No dejo de lado, en el capítulo de las ascendencias de Onetti, dos de las grandes obras oníricas de la literatura, La vida es sueño de Calderón de la Barca, donde Segismundo es condenado a soñar. Pero, ¿es el sueño el equivalente de la vida? ¿Desde cuando sueña Segismundo? ¿Desde siempre? ¿Desde hace unos minutos? ¿Y hasta cuándo soñará? Segismundo, condenado a soñar, no puede poseer nada, salvo el sueño en el que vive.

La otra es El príncipe de Homburgo de Heinrich von Kleist, donde la acción dramática conduce al sueño final que la redime y renueva. Como explica Marcel Brion, el “sonambulismo” del príncipe de Homburgo autoriza un “despertar” lúcido y activo. Porque, ¿es el despertar otra forma, inesperada, del sueño? ¿Nos movemos, hablamos, como sonámbulos en “la vida cotidiana”? ¿Y cuánta parte de la vida la vivimos durmiendo?

Son estas cuestiones, el lector lo entiende, de la pregunta universal de la literatura. ¿Cuáles son los límites entre lo real y lo ficticio? ¿Cuáles, entre lo ficticio y lo soñado? ¿Cuáles, entre lo soñado y lo imaginado?

Las obras de Juan Carlos Onetti reviven estas interrogantes de la creación para todos nosotros, los escritores y lectores latinoamericanos de hoy y de mañana.

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