lunes, 23 de agosto de 2010

Escarnio público

23/Agosto/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cultivar y continuar de manera consciente una tradición posee, como se sabe, ventajas y desventuras. Necesitamos de las tradiciones para inventarnos un pasado (religiones, mitos, historia) y continuar la marcha hacia adelante. Sin embargo, la sumisión absoluta a esas costumbres limita seriamente la libertad y también el poder de la imaginación. Limitados a rendir cuentas a las normas de la tradición el horizonte abierto se desvanece. Es por ello que las religiones, cuando pierden su esencia espiritual, su efecto ético en el ánimo de los feligreses, mutan en tradiciones muertas y rituales que, como las estrellas, van perdiendo energía hasta que terminan siendo oscuridad y vacío. No creo que haya mucho misterio en esto. Es nada menos que la dictadura de la entropía.

Uno de los fines de las democracias liberales es impedir que las iglesias castiguen a sus fieles violando sus derechos elementales (evitar que los encarcelen, azoten o sometan al escarnio público). Este es un enorme privilegio para los individuos, las comunidades tolerantes y para las sociedades abiertas e inclusivas. Si los representantes de una iglesia en caída (como parece ser el caso de la iglesia católica) toman posiciones extremas y se oponen al cultivo de las libertades elementales en nombre de una tradición que sólo a ellos y a sus seguidores concierne, lo que hacen es llevar a cabo una revolución en contra los estados liberales.

Yo prefiero pensar que el otro es distinto a mí pues de esa manera me esfuerzo por comprenderlo. La democracia es finalmente un vivir entre extraños que se han puesto de acuerdo y si bien la misma doctrina ética que sostiene la existencia de derechos universales resulta también una especie de imposición moral, su virtud reside en que estimula la tolerancia hacia quienes no son como nosotros.

Las ofensas verbales del cardenal Sandoval Iñiguez, desde mi punto de vista, dejan ver no sólo una ausencia de juicio, tolerancia y humanismo, sino sobre todo muestran la desesperación de una iglesia que se ve incapaz de imponer sus dogmas a absolutamente todas las personas. Tratándose, además, de una comunidad cristiana y bondadosa uno se pregunta por qué razón sostienen una oposición tan radical a las adopciones de menores por parte de homosexuales y a los matrimonios entre personas de un mismo género y no levantan un dedo para señalar las enormes diferencias económicas que existen entre sus feligreses: no les duele la pobreza, pero sí el sexo. Las adopciones de menores por homosexuales debería ser para el Estado una pura y mera cuestión técnica. Un niño tiene derecho a crecer cobijado por una buena educación y preservado en sus derechos civiles. Y para ello no tendría que importar si los padres son o no homosexuales: si sólo bastara que los padres fueran heterosexuales para dar a los menores una buena educación, la sociedad mexicana no estaría en el estado lamentable en el que se encuentra.

Un detalle trágico es el encono, rabia y desprecio con que el cardenal se refiere a los homosexuales. Tomando en cuenta los numerosos casos de pederastia en que han incurrido los sacerdotes, no me sería extraño que un encono de tales dimensiones encubriera aspectos personales un tanto ambiguos. Una iglesia representada por estos hombres no ayuda en nada a la democracia y al respeto de las libertades individuales. Es paradójico que en este momento de la historia se deba pedir a los religiosos que no estorben en la construcción de una sociedad menos rencorosa y violenta. Argumentación, diálogo entre razón y creencia, conciencia de que el mundo no nos pertenece, reconocimiento de los otros como seres distintos, cultivo de un lenguaje más profundo e inteligente, puesta en duda de las tradiciones, rectificación, reflexión, cultivo del pensamiento, todo ello se me antoja aún más deseable cuando escucho a los cardenales.

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