sábado, 21 de mayo de 2016

Tres cadáveres de Carlos Fuentes

21/Mayo/2016
El Cultural
Geney Beltrán Félix

El primer cadáver es víctima de un dios indígena. El cuento inicial de Los días enmascarados (1954), libro de debut de Carlos Fuentes a los 26 años, narra la alteración en la vida de un burócrata cuarentón aficionado al arte prehispánico. Filiberto pierde su empleo, su casa y su vida luego de comprar lo que él cree una simple imitación de la escultura del dios maya del agua. Pero no sólo eso. El escrito juvenil de Fuentes inaugura, sí, una obra prolífica y dispareja que se expandió a los géneros de la novela, el ensayo y el teatro, y también abre la interpretación mitológica e histórica de la ficción que se volverá un signo muy visible en sus páginas.

UN MEXICANO
VÍCTIMA DEL PASADO

De “Chac Mool” quiero llamar la atención sobre un elemento que parecería menor. La historia la conocemos en sus líneas centrales por el diario que el mismo Filiberto escribía; pero es un amigo suyo, el mismo que se encarga de ir a Acapulco y desde ahí transportar su cadáver a la capital del país, quien durante ese trayecto lee el cuaderno del fallecido.
La muerte de Filiberto es sintomática no sólo por la lectura que da sobre el México del medio siglo, sino por el papel que el narrador asume, sin cuestionarse ni cuestionarlo: ser el depositario de la palabra y el cadáver del mexicano; en ese papel entrega la primera a los lectores y el segundo al mismo enemigo Chac Mool.
“Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco”, reporta el narrador en la primera línea. Intermediario a través del cual nos llega la versión de Filiberto, hacia el final, luego de leer el diario, el hombre consigna su interpretación: “pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico”. Hasta ese punto llega su curiosidad por dilucidar los hechos, pues, al llegar a casa de Filiberto, el narrador dice encontrar ahí a “un indio amarillo, en bata, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas...”.
El cuento termina cuando ese extraño ordena al narrador: “Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano”. Al no consignarse otra acción más, es fácil asumir que el amigo de Filiberto obedece. Al lado de su curiosa pasividad, insisto en un detalle: no se desarrollan las interpretaciones del narrador en torno a la veracidad del diario de Filiberto; el encuentro final con el Chac Mool las cancela, y coloca la relación de su amigo en el plano de una realidad maravillosa.
No está de más volver a la descripción que da el narrador: el Chac Mool es un indio de aspecto “repulsivo” por querer alcanzar una apariencia humanizada (en este contexto eso significa europeizada) que esconda su naturaleza pétrea y antigua. El narrador es el portador de prejuicios racistas que el propio texto no coloca en una posición irónica ni crítica; “Chac Mool” traduciría la visión derogatoria del indígena, usual en el mestizo y el criollo, no sólo por creérsele un peligro para la modernidad sino por verlo ambicionar los atributos occidentales.
En el Libro III de la Historia general de las cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún recuenta las creencias religiosas de los antiguos mexicanos. Como es bien sabido, no se limita a consignarlas, sino que las califica como idolatrías; Quetzalcóatl es llamado un “nigromántico”. Para Sahagún, como es lo habitual en su época, no se trata de supersticiones; los dioses antiguos existen, son manifestaciones del demonio. El hecho de que estas prácticas estén recuperadas con ánimo antropológico pero descalificadas desde el mirador católico ratifica una cosa: en la segunda mitad del siglo XVI, el pasado indígena sí estaba vivo, y era visto como un enemigo de la nueva fe.
En 1954, usar un motivo religioso del México antiguo para crear literatura fantástica sólo puede ser visto como una declaración de lo contrario: se trata de un ayer ya muerto, arrasado por cuatro siglos de opresión. Es decir, no funciona como un recurso de la narrativa de terror la idea de que los dioses milenarios estén vivos. La mejor prueba de que el giro maravilloso del texto es un divertimento inofensivo —ingenioso, acaso—, está en que, si bien mantiene los atributos destructores que Sahagún identificaba en los dioses pretéritos, Chac Mool es una experiencia leída, no vivida. No sólo el joven Fuentes habría abrevado de un orbe culto para dar con la idea del cuento, sino que el narrador lee la historia en un diario; la experiencia nos llega mediada. El narrador representa sólo la incredulidad del lector coetáneo ante el fenómeno, y la fábula deviene una simple curiosidad, una observación superficial de la sociedad mexicana del medio siglo XX.
Fuentes se muestra demasiado respetuoso —casi diría: epigonal— de la fórmula del cuento fantástico europeo del XIX, al elegir la solución predecible: cerrar el texto con el encuentro del narrador y Chac Mool, que disuelve la incertidumbre: Filiberto no enloqueció, su testimonio es verídico. Esto vuelve el texto susceptible de una lectura muy adversa: si el verdugo es el indígena y la víctima es el mexicano moderno, el joven Fuentes se vería insensible a la realidad que se hallaba no en los libros de Historia sino en el México real, donde la explotación de la población indígena era, como ha seguido siendo, la norma.

UN VARÓN
VÍCTIMA DE LA MUJER

El segundo cadáver también ha de ser transportado del lugar de su muerte, en el extranjero, a la Ciudad de México, en este caso por su hermana Claudia, quien además funge como narradora. Esto sucede en “Un alma pura”, del segundo libro de cuentos de Fuentes, Cantar de ciegos (1964). El relato es una larga carta mental de Claudia en la que deja ver entre líneas un fuerte vínculo incestuoso. Juan Luis, un joven de clase media alta, dejó México para trabajar en una oficina de la ONU en Suiza. Claudia rememora las explicaciones que él dio para sostener su decisión: “Me dijiste que no aguantabas más los prostíbulos, la enseñanza de memoria, la obligación de ser macho, el patriotismo, la religión de labios para fuera, la falta de buenas películas, la falta de verdaderas mujeres, compañeras de tu misma edad que vivieran contigo...”. No deja de ser reveladora la concepción dramática que aquí se desliza: el personaje rige su conducta no con base en sucesos personales, en encuentros o desencuentros con personas de carne y hueso, sino a raíz de situaciones generales, intangibles... entre las que destaca su ambición de encontrar mujeres que quieran un vínculo sexual permanente pero sin las exigencias del matrimonio. Más que un personaje, en Juan Luis vemos un pretexto para señalar de manera genérica una serie de rasgos premodernos de la sociedad mexicana, pues nunca se ve al joven en una circunstancia específica en que padezca alguna de las hostiles condiciones que enumera. Resulta difícil negar que la visión de lo masculino es contradictoria; parece presentar una crítica del machismo (“No quiero seguir de burdel en burdel”, dice Juan Luis), pero encarna sólo una conveniente variación en la que los deseos de satisfacción sexual del varón están por encima del compromiso emocional. Juan Luis huye de México para coger ya no con prostitutas sino con mujeres liberadas de Europa. Así ocurre con la galería de chicas de que a lo largo de los meses en Suiza Juan Luis va hablando en sus cartas; son retratadas desde una perspectiva supeditada al capricho y la voluntad viriles. Una de ellas “habla demasiado pero me entretiene”; otra es “una estatua porque la puedes observar desde todos los ángulos: la hago girar, desnuda, en el cuarto”.
Cuando por fin se establece como pareja con una chica de nombre Claire, Juan Luis se exhibe inmaduro y esquivo en las decisiones del corazón. Por entonces ella queda embarazada. “Ha sido buena y comprensiva conmigo y a veces hasta la he hecho sufrir; ustedes no se avergonzarán de que quiera compensarla”, argumenta Juan Luis en una carta su determinación de casarse, casi como si se tratara de una concesión graciosa.
El retrato de una masculinidad egoísta, inconsciente de sus privilegios, convive con la revelación del maquiavelismo a distancia de la hermana; a través de su correspondencia ella destruye la relación. La atracción incestuosa de Juan Luis y Claudia habría estado en el fondo de la resolución del primero de dejar México y le habría fijado el patrón de relaciones amorosas; incluso no se escapa la similitud fonética de los nombres: Claire y Claudia. Sin embargo, el recurso del incesto como una pasión subrepticia lo que hace es exonerar al varón de la responsabilidad de sus actos, y transferirla a su hermana. El mecanismo es hábil, pero no deja de ser cuestionable: un varón escribe un cuento en que una mujer relata cómo controló desde lejos la vida sentimental de un varón, a quien prefirió llevar a la muerte antes que compartir con alguien más.

VÍCTIMAS
DE UN MÉXICO ABSTRACTO

El expediente resulta similar. En cuentos separados por una década, Fuentes narra las historias de dos cadáveres que son llevados por sus deudos a su último destino. Cada uno ha visto su vida vulnerada por los hechos de otros personajes; en ningún caso se asoma el menor proceso de introspección que permita suponer una escisión de la conciencia o una pauta de responsabilidad moral. Tanto Filiberto como Juan Luis se notan víctimas de fuerzas ajenas. En los dos casos, México es una entidad abstracta, más que una realidad concreta. “Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos”, diserta un amigo de Filiberto explicando las formas del sincretismo religioso en la historia nacional. Juan Luis define a México como un lugar donde, “si sólo quieres vivir, eres un traidor en potencia... es un país sin libertad de ser uno mismo”.
No es raro en Fuentes que sus personajes parezcan devenir profesores de Historia patria, voceros de las ideas sobre lo mexicano tan caras a las generaciones intelectuales de la primera mitad del siglo XX. A ratos parecería que, más que un narrador a la Balzac, interesado en las tensiones y conflictos de personajes en contextos sociales mutables, Fuentes se vería más como un dieciochesco autor de apólogos, no filosóficos como en Voltaire, sino mitohistóricos. La interpretación de la experiencia personal siempre tendrá su raíz en los modos inveterados del devenir nacional; los personajes no son individuos sino profesionales de la mexicanidad.
Esto no sólo se refiere a dos cuentos. Si un problema hay en la ficción de Fuentes, es su debilidad ante la relectura. El interés que provoca en la adolescencia, al leer
Las buenas conciencias o Aura, no se ve reiterado en la adultez ante tantos tomos carentes de profundidad dramática, escritos en una prosa prolija y flácida y con una visión esquemática de la realidad, ya sea Los años con Laura Díaz o La Silla del Águila, ya hablemos de Agua quemada o La voluntad y la fortuna. El tercer cadáver es, así, la concepción mitohistórica de la ficción que hay en Carlos Fuentes, una visión impostada y conservadora que se sostiene no en una confrontación crítica de la realidad sino en su exoneración, al colocar en el pasado o en la otredad la causa de todo infortunio. Una voluntad escritural inagotable y disciplinada no tuvo de su lado una trascendente aprehensión de los pulsos complejos de la existencia humana independientemente del código postal de sus personajes. Es la de Fuentes una voz literaria envejecida, ya caduca en el territorio de la ficción mexicana.

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