domingo, 1 de mayo de 2016

Capote: ni literatura ni periodismo se escriben a sangre fría

1/Mayo/2016
Confabulario
Omar Nieto

Si bien el llamado periodismo narrativo tiene su origen en la crónica literaria del siglo XIX,
el término Novela de No Ficción, acuñado por Truman Capote, tiene otra connotación: la
intención de acomodar hechos reales en una estructura dramática que altere lo menos
posible la verdad proporcionada por la fuente real.

El mismo Truman hizo la distinción en una entrevista concedida a George Plimpton
en 1966, en la que se desmarca de escritores-periodistas como John Hersey (autor de la
primera gran crónica de la bomba atómica), Tom Wolfe, Norman Mailer, e incluso de
Oscar Lewis quien en Los hijos de Sánchez explora la violencia de una familia de la zona
de Tepito en la Ciudad de México.

De ellos, le expresó a Plimpton: “El libro de Oscar Lewis es un documental, un
trabajo de edición de las grabaciones, sin embargo, hábil y conmovedor, pero no un escrito
creativo. Hiroshima (de John Hersey) es creativo –en el sentido que Hersey no está
extrayendo algo fuera de la grabadora y editándolo-, pero no tiene nada que ver con lo que
estamos hablando. Hiroshima es una pieza de estricto periodismo clásico. Si te refieres a
James Breslin y Tom Wolfe, y todo ese grupo, ellos no tienen nada (o no en el sentido del
periodismo creativo que suelo usar). La novela de no ficción no debe confundirse con la
novela documental”.

Dicha entrevista, realizada un año después de la publicación de A sangre fría, deja
ver que en Mailer y Wolfe la intención siempre fue renovar el periodismo, mientras que en
Capote fue transformar la literatura, para lo que creó un híbrido. Mailer llamó a esta
posibilidad “novela como historia” y Wolfe “nuevo periodismo”. En cambio, Capote la
bautizó como “novela de no ficción”. Si bien los tres buscan usar las técnicas de la ficción
para dar forma a la realidad sin deformarla, en el caso de Capote la intención siempre fue,
insisto, replantear la manera en la que se hacía la literatura. Como dice el escritor español
Antonio Cózar, en el Nuevo Periodismo de Wolfe las historias se leen con interés, pero no
dejan huella, “te transportan pero vuelves intacto; no hay transformación ni en los
personajes ni en los lectores”. En Capote, no hay forma de salir ileso.
Truman entendió a la perfección el problema de trabajar con datos verificables e
intentó caminar en sentido contrario a sus contemporáneos, a pesar de que contaba con la
admiración de Mailer, quien lo consideraba “el escritor más perfecto de mi generación. No
le cambiaría ni dos palabras a Desayuno en Tiffany´s”. Pero el plan de Capote no era el
planteado en esa novela.

Capote buscó, quizá, algo más acorde a su propia vida. Nacido en Nueva Orleans, el
autor de A sangre fría vivió una infancia infernal. Abandonado una y otra vez por su madre,
Lillie Mae, que había sido Miss Alabama pero quien no gozaba de buena reputación,
Truman se vio forzado a presenciar sus furtivos encuentros amorosos con hombres que no
eran Arch Persons, su padre, quien a su vez también era una ficha: desobligado, estafador y
alcohólico. Antes de embarazarse, Lillie Mae se había inscrito en una escuela de negocios,
pero el embarazo la hizo renunciar a sus sueños. Persons le pidió que abortara pero ella se
negó. El 30 de septiembre de 1924 nació Truman Streckfus Persons, pero su niñez no sería
para nada luminosa.

Arch y Lillie vivían en hoteles y por las noches, antes de salir, lo encerraban con
llave. “Era una pesadilla diaria. Tenía miedo de que nunca volvieran. Recuerdo mi infancia
como un estado permanente de tensión y miedo”, confesó Truman en una entrevista. “Mi
madre me encerró con llave, y jamás he logrado salir”, agregó.
Cuando los padres de Truman se divorciaron, Arch aseguró que Lillie había tenido
por lo menos 29 relaciones extramaritales. Cada que su madre se iba con sus amigos,
Truman pensaba que se lo llevaría consigo y así el ritual del abandono se repetía siempre.
“Al cabo de tres o cuatro días, se iba. Yo me plantaba en medio de la carretera, viendo
cómo su Buick negro se hacía cada vez más pequeño”. A tal grado llegó su soledad que una
vez se bebió un frasco entero de perfume que su madre olvidó. Su vida cambió hasta que
José García Capote, hijo de un coronel español, conoció a Lillie Mae en Nueva Orleans, y
vivieron juntos, dándole su segundo apellido a Truman.

No es descabellado pensar que por esa razón Capote sentía un pasado en común con
Perry Smith, el asesino de la familia Clutter, víctimas de A sangre fría. Ambos compartían
una vida de abandono y maltrato. “Es como si Perry y yo hubiéramos crecido en la misma
casa, pero yo salí por la puerta de enfrente y él por la puerta de atrás”. Por si fuera poco, el
otro asesino, Richard Eugene Hickock, también compartía esa visión del mundo. Las
últimas palabras que pronunció antes de ser ejecutado el 14 de abril de 1965, fueron: “Sólo
quiero decir que no les guardo rencor. Me envían a un mundo mejor de lo que éste fue para
mí”.

Imposible hacer periodismo puro con eso. Es evidente que el interés por retratar la
vida de los asesinos en toda su complejidad está más cerca de la literatura que de la ética
del periodismo. Y es que en la literatura no hay buenos ni malos. La sociedad entera es la
expresión de la condición humana. Y justo para adentrarse en ella, Capote dotó a sus
personajes de profundidad. “Yo me pasé seis años haciendo A sangre fría, y no sólo
conocía a las personas sobre quienes escribía, sino que las conocía mejor de lo que he
conocido a nadie”, como lo refirió en una entrevista. Y no sólo eso, Capote se entrenó años
para recordar conversaciones sin tomar notas. Sus amigos le leían cualquier cosa y era
capaz de transcribirlo con un “92 por ciento de aciertos”.

El 31 de diciembre de 1965, el reportero Harry Gilroy de The New York Times, le
preguntó cómo había conseguido aquel efecto literario sobre una investigación
eminentemente periodística. Truman le dijo que había tenido que cambiar de visión.

Abandonó la comodidad de su vida de glamour y celebridad para interesarse en lo que
pasaba en las profundidades de la sociedad norteamericana de los años cincuenta. Le
preocupó ver que los escritores se retraían a la esfera privada. Antes de A sangre fría,
“estaba muy obsesionado con mi propia imaginación”, le dijo a Gilroy. Entonces decidió
“vivir más en el mundo en el que otra gente vive”. Se obsesionó con la suma de detalles,
implicaciones y aristas. Y lo hizo aunque le llevara más tiempo del programado para fines
en estricto periodísticos. “Pase lo que pase debo seguir con el libro. Supongo que sonará
pretencioso, pero me siento en la obligación de escribirlo, aun cuando los materiales que
barajo me dejan cada vez más exhausto y paralizado, por no decir horrorizado. Cada noche
tengo pesadillas”.

Tal fue su pasión que uno de los encuentros con Perry Smith en la Prisión Lansing,
le derivó en un colapso nervioso. De regreso al hotel, Truman perdió el conocimiento.
“Todo era real por exceso de realidad”, anotó en su diario. Sin embargo, la experiencia le
llevó a reflexionar en la idea de “realidad reflejada”, uno de los ingredientes fundamentales
de la poética del realismo capotiano. “Todo arte consta de detalles selectos, bien sean
imaginarios o como en el caso de A sangre fría, una destilación de la realidad”, dice
Eduardo Lago, profesor de Literatura Contemporánea en el Sarah Lawrence College de
Nueva York.

De ahí que el efecto de profundidad que dio Capote al pueblo de Holcomb, a Perry y
a Hickock, escapaba a la inmediatez de lo periodístico para adentrarse más en lo literario.
Así se lee en Conversaciones con Capote, de 1985: “No escogí ese tema porque me
interesara mucho. Fue porque quería escribir lo que yo denominaba una novela real, un
libro que se leyera exactamente igual que una novela, sólo que cada palabra de él fuese
rigurosamente cierta… me dediqué a aquel crimen oscuro en aquella parte remota de
Kansas porque me dio la impresión de que, si lo seguía de principio a fin, me
proporcionaría los ingredientes necesarios para llevar a cabo lo que sería una hazaña
técnica”.

En otras palabras, Capote vio en aquel terrible caso, “un experimento literario cuyo
tema elegí… porque convenía a mis propósitos literarios”.
Pero A sangre fría no fue la primera obra de no ficción que tuvo esa intención.
Nueve años antes en Argentina, Rodolfo Walsh, desplegó también una profunda
investigación periodística narrándola con las más precisas técnicas literarias. Es decir, otro
híbrido. Operación masacre, publicada por partes en el diario Mayoría en 1957, narra la
forma en la que cinco personas son fusiladas a sangre fría por el régimen militar que en los
años cincuenta derrocó ilegalmente al peronismo. Walsh fue llamado “el anti-borges” por
su intención de desnudar a la sociedad argentina, actitud equidistante de la del autor de El
Aleph, aunque Ricardo Piglia lo ubique justo con Borges, Kafka y Brecht.

Al analizar Piglia la forma en la que Operación masacre está contada, da con la
clave de por qué los autores de no ficción no sólo son investigación y periodismo en estado
puro. En Operación masacre, dice Piglia, “Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar
lo que parece casi imposible de decir… El estilo sería ese movimiento hacia otra
enunciación, una toma de distancia respecto de la palabra propia”. Más aún, la operación
“política” de Walsh consiste según Piglia en “introducir un nueva perspectiva -un encuadre-
que permite ver de modo diferente lo real”. Algo muy parecido a lo planteado por Capote.

El escritor Emmanuel Carrère lo consiguió también en El adversario, un libro de no
ficción en el que se cuenta la historia de Jean-Claude Romand, supuesto médico francés
quien el 9 de enero de 1993 asesinó a su esposa, a sus dos pequeños hijos, y luego a sus
padres, convulsionando a la opinión pública europea. Carrère, quien ya tenía como Capote
una carrera sólida dentro de la ficción, con cinco libros publicados y un premio literario, se
interesó en el caso, narrándolo como en “el famoso ejemplo de Truman Capote”.

En una entrevista con el editor y periodista peruano Diego Salazar, Carrère
arremetió contra la literatura de sólo imaginación –tan en boga en México–, cuestionando la
forma en que la crítica enfrenta la lectura de un libro de este tipo. En la entrevista con
Salazar, Carrère asegura que “parece que hay gente que no está dispuesta a entender que se
puede escribir algo que sea verdad, que hay mucha gente que hace una conexión directa
entre ´literatura´ y ´novela´, que considera que la literatura sólo puede ser ficción”. Lo
anterior, luego de que una colega suya le preguntó cuánto tiempo se había llevado en la
investigación de un tsunami relatado en uno de sus libros. Estupefacto, Carrère le dijo que
no era una recreación o invención, que él había estado ahí con su esposa y sus hijos cuando
ocurrió.

Asimismo, cuando en octubre de 2015 le otorgaron el Premio Nobel a Svetlana
Alexievich, en México se desató una polémica: ¿darle el máximo galardón literario a una
periodista de formación? En seguida surgieron los juicios categóricos de quienes aman los
géneros puros, uno de ellos publicado en el periódico El Economista en el que se leía:
“Absurdo el Nobel para Svetlana Alexievich”, “la Academia Sueca confunde el empirismo
con la ficción”, actitud purista que no tiene cabida ya en el siglo XXI.

En una entrevista, Svetlana dijo estar consciente de que con obras como Voces de
Chernobil había creado un nuevo género literario, la novela de voces, luego de haber
entrevistado a más de 500 personas a lo largo de 10 años. “Me gustaría pensar eso, que es
un nuevo género. No es una simple narración y, aun siendo todo no ficción, está más cerca
de la literatura que de otra cosa”. Y concuerdo. Sigo pensando que los límites genéricos en
el arte cada vez serán más delgados y menos reconocibles, y ese será el aporte del nuevo
milenio.

Capote fue el mejor ejemplo de ello. Pero eso no se consigue a sangre fría. Diez
años después de haber publicado en septiembre y octubre de 1965 los primeros cuatro
capítulos de In Cold Blood, con el título de “Annals of Crime-In Cold Blood”, Capote
intentó trazar la misma ruta con “Handcarver coffins: a nonfiction account of an american
crime”, donde narra otro crimen ocurrido en un pueblo del oeste de Estados Unidos, pero
ya no tuvo el efecto anterior, quizá porque de todas sus obras sólo A sangre fría lo había
podido regresar a su infancia. “Nadie sabrá jamás cómo me vació ese libro”, dijo en una
entrevista. “Se puede decir que me asesinó. Antes de empezarlo era una persona
relativamente estable. Después, algo cambió en mí para siempre”.

Capote aportó un género híbrido pero no sólo para solazarse estéticamente. Es
probable que un cruce de géneros le habría representado la posibilidad de abordar los dos
infiernos que veía: el de una sociedad ideal que comenzaba a caerse a pedazos, y el de su
propia vida, que formaba parte de esa misma decadencia. Estoy seguro que ni la novela
puramente ficticia ni el sentido fugaz del periodismo habrían sido capaces de apagar esos
fuegos, porque la pureza no tiene cabida en un mundo atroz. Y es que en él ni el periodismo
ni la literatura pueden confeccionarse como entes etéreos o superfluos, menos aún,
escribirse a sangre fría.

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