domingo, 1 de mayo de 2016

Amistades peligrosas

1/Mayo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Los amigos de la facultad de otras carreras me llevaron a conocer y hacer amistad con
otros, en especial con los que trabajaban en el área de Difusión Cultural de la UNAM.
Alicia Pardo, secretaria de Jaime García Terrés, fue especialmente benefactora conmigo
porque me daba tips. Incluso me llevó a su casa, donde me presentó a su hermana y a sus
sobrinas, una de ellas, guapísima. Alicia Pardo era también secretaria del poeta Max Aub y
su hermana era secretaria del rector Ignacio Chávez. Cuando el nuevo rector Javier Barros
Sierra me nombró encargado de la Dirección de Publicaciones, me la llevé de secretaria;
era muy eficiente y me tenía informado perfectamente de todo. Ahí freceunté a Juan
Martín, a Carlos Valdés, a José Emilio Pacheco, a José de la Colina y a Juan García Ponce,
a quien vi por primera vez en el Centro Mexicano de Escritores, cuando fue por Luisa
Josefina Hernández, su maestra en la UNAM.

El ambiente de Difusión Cultural era muy cordial, lleno de visitantes, artistas,
pintores, escritores. En una ocasión encerramos en un cuarto a José Emilio Pacheco con
Cristina. Le dijimos: “No los dejamos salir hasta que te la cojas”. Acabaron casados: el
intelectual y la secretaria, estudiante de la Facultad de Filosofía, creo que de la carrera de
Historia.

A Pepe de la Colina lo empecé a ver mucho en casa de Enrique Alatorre, en donde
vivió un tiempo. Íbamos mucho al cine y comentábamos las películas. Me acuerdo que
vimos Vidas rebeldes, con Marilyn Monroe, en la que el personaje interpretado por Clark
Gable se dedica a atrapar caballos salvajes. Cuando Marilyn se entera de que la finalidad es
convertirlos en comida para perros y gatos enlatada, se pone muy triste y se declara en
huelga. Pepe de la Colina decía que los caballos eran los países latinoamericanos y que
Clark Gable era el testaferro del imperialismo. Discutimos mucho ese comentario que me
parecía politizado en demasía.

Siendo mi amigo cercano, De la Colina y yo hemos discutido y peleado toda la
vida. Hemos compartido trabajo en la coordinación del suplemento de El Heraldo de
México, con Luis Spota, como jueces en el Concurso de Cine Experimental y en el
suplemento sábado con Fernando Benítez. Eso pasó muy poco tiempo porque se separó de
unomásuno y se fue con Eduardo Lizalde a fundar un suplemento en EL UNIVERSAL, de
donde salió poco después para irse al Semanario Cultural de Novedades, donde estuvo más
de veinte años. Entre sus colaboradores estaba Juan José Reyes, puntualísimo y excelente
colaborador.

En una ocasión en el Palacio de Bellas Artes me calló: “¡Ya apúrate! ¡No tenemos
tiempo para tus chismes!”

Los banquetes con García Ponce
Con Juan García Ponce y Juan Vicente Melo hicimos muchas actividades en la Casa del
Lago: funciones de teatro con Juan José Gurrola, series de conferencias temáticas,
exhibiciones de pintura, cineclubes y muchas conferencias. Casi vivíamos en la
Universidad en las mañanas y en las tardes y noches en la Casa del Lago. Ahí comenzó una
amistad con Juan que iba a durar toda mi vida hasta el día de su muerte.

Acostumbrábamos ir a cenar con él una vez a la semana, a veces con amigos pero
casi siempre con mis compañeras, sobre todo Patricia González, por más de cuarenta años.
El miércoles era sagrado. Yo contribuía con vino y a veces con manjares, pero Juan nos
preparaba exquisiteces yucatecas que doña Monina, su madre, le enseñó a cocinar a sus
empleados. En esas cenas bebíamos martinis exquisitos, muy fuertes, ginebra pura helada
con un gotita de Vermut. Eran famosos los martinis de Juan. Heredé su receta, que consistía
en poner unas gotas de Vermut en una vasija y luego tirarlas. Después se añadía la ginebra
helada en el congelador con una aceituna: Shaken, not stirred, como James Bond.

Recuerdo con gula la cochinita pibil, el queso relleno, el cazón y el pescado
encebollado en frío. En una ocasión llevé conejo y me fui a otro compromiso ineludible.
Regresé a comerme mi conejo. Ahí estaba Manuel Felguérez, quien me reprochó que
llegara tarde y que pidiera la cena. Juan le respondió: “¡Pendejo, los conejos los trajo
Huberto!” Por supuesto no faltaban los panuchos, los salbutes, la sopa de lima y
ocasionalmente faisán y venado: todo acompañado por dos botellas de vino tinto, Rioja casi
siempre.

A las dos o tres de la mañana nos íbamos a dormir bien servidos. Pero lo más
importante era la plática siempre literaria, comentando libros recientes o lo que Juan estaba
escribiendo o traduciendo. También me tocó compartir mesa con invitados notables como
José Bianco, Humberto Moreno-Durán, Alejandro Rossi, etc. Naturalmente recibía un baño
de agua helada cuando me hacía sus críticas al suplemento sábado, que yo dirigía. A sus
hijos Juan y Mercedes García de Oteyza les construyó un piso arriba de su casa, que había
diseñado su hermano Fernando. Tenían una escalera interna como de estación de bomberos:
un tubo.

A Juan le tenían que dar de comer en la boca. Tenía una sirvienta veracruzana,
Eugenia, que le ayudaba a comer, que siempre estaba presente en las reuniones y a la que le
decía: “Usted es invitada de piedra; no hable”. Pero también tenía una asistente a la que le
enseñó tanto que le adivinaba el pensamiento. Era zacatecana, muy guapa: Angelina García
Jasso. A ella la enseñó a usar incluso zapatos de tacón alto y vestidos generosamente
escotados por el frente y por la espalda, y con la falda abierta, dejando ver la pierna.

Recuerdo haber visto una escena que parecía una Pietà de Miguel Ángel: ella lo
tenía recostado después de darle un baño y lo secaba mientras lo tenía abrazado. Luego le
enseñó a manejar y a llevar sus cuentas bancarias. La convirtió en una ayudante
imprescindible. Nadie sabía darle de beber martinis a Juan. Si no le atinabas te decía:
“¡Pendejo!”

Las únicas que sabían hacerlo eran Angelina y Eugenia.

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