sábado, 1 de octubre de 2011

De padrotes y tiranos

1/Octubre/2011
Laberinto
Armando González Torres

Olvidado por muchos, y enemistado con muchos más, William Hazlitt (1778-1830), el prosista en lengua inglesa más estimulante de su tiempo, terminó sus días en una modesta pensión, pidiendo préstamos a sus conocidos y atormentado por los retortijones funerales de un cáncer de estómago. Radical en política, exquisito en estética, pintor malogrado, licencioso, idealista e incorruptible, marcado y casi destruido por sus aventuras amorosas, Hazlitt contribuyó a brindarle al género ensayístico múltiples tonos (desde la ligereza del paseante hasta la densidad del militante), así como nobleza intelectual y literaria. Los ensayos de Hazlitt transitan desde la obra de Shakespeare hasta la teoría del arte, desde el elogio del ocio hasta la poesía, pasando, o mejor dicho, permaneciendo mucho tiempo en la actualidad política. Porque Hazlitt fue deslumbrado por las luces originales de la Revolución francesa, lo que lo llevó a frecuentes controversias frente al desencanto y gradual giro que experimentaron muchos de sus compañeros de generación. De la relación entre los tragasapos y los tiranos, recién editado por Ditoria y traducido por Jesús Silva-Herzog Márquez, es un ensayo a la vez furibundo y lúcido en el que Hazlitt ajusta cuentas con la inteligencia inglesa, particularmente con sus antaño entrañables amigos Wordsworth, Coleridge y Southey con quienes compartió la fascinación inicial por 1789.

En este claridoso ensayo, Hazlitt dice que los oprimidos desarrollan una veneración por los símbolos del poder y entre más se les despoja de derechos, más lealtad puede esperarse de ellos, de ahí que los mayores despotismos gocen de feligreses tan fieles como abyectos. Añade que, cuando el poder corre el peligro de ser erosionado por la opinión razonada, tiene un fácil expediente: sobornar al artista o pensador mediante el halago, la explotación de su egoísmo o su tendencia a los pleitos. El poder ejerce una seducción que nulifica la inteligencia y que genera una idolatría (veneración sin comprensión) en torno a situaciones y conceptos que, desde el sentido común, resultan profundamente contrarios a la dignidad y la libertad. Por lo demás, agrega Hazlitt, en el mundo ilustrado suelen gobernar las motivaciones más mezquinas, los ideales son intercambiables y ciertos letrados compiten por funcionar como “el padrote intelectual del poder”. Se trata, pues, de una vehemente invectiva donde Hazlitt fustiga al estamento intelectual, aboga por la causa revolucionaria que orientó su vida y acusa de apóstatas a quienes se alejaron de ese ideal. Pese a su intransigente ardor, este ensayo conserva su perspicacia y más allá de las motivaciones y referencias caducas, lo más relevante resulta la aguda radiografía de las debilidades de la inteligencia, mal para el que Hazlitt prescribe simplemente el odio instintivo hacia la tiranía y, sobre todo, el amor a la libertad, que es indefectiblemente amor a los otros.

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