domingo, 16 de abril de 2017

Dolores Castro: nueve décadas entre lo vivido y la palabra

16/Abril/2017
Jornada Semanal
Adriana del Moral

Nuestro México insensato ha lastimado a Dolores Castro desde niña. Durante los noventa y cuatro años que ha visto al país conservar –o exacerbar– su locura, la poesía ha sido su compañera para desentrañar la vida y darle sentido. Para Lolita, como la conocen los que la quieren, los poemas no sólo sobreviven, sino que transforman todo.
“Creo absolutamente que la poesía puede cambiar el mundo”, afirma contundente al final del taller que, con una constancia heroica, sigue impartiendo los sábados en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García (epcsg). Heredó la encomienda de su amigo Alejandro Avilés, quien fuera director de la escuela, y la ha mantenido desde 1985.
Su vida ha sido larga y fructífera: centenares de poemas, catorce nietos, siete bisnietos e incontables alumnos, son algunas de las huellas indelebles de su paso por el mundo. En su casa llena de plantas y de libros –aún conserva algunos de su bisabuelo– ha vivido desde que se casó con el también poeta, escritor y periodista Javier Peñalosa.
Conserva intactas su memoria y lucidez. Pareciera que la única mella que el tiempo le ha hecho es su diabetes ligera, un dolor en las rodillas que le dificulta caminar y lo mucho que ahora le cuesta escuchar cuando se le habla, así que ha aprendido a leer los labios. Confiesa que le gusta el silencio: “estoy viviendo esta soledad que Rilke tanto añoró”, dice con una sonrisa.
Durante largo tiempo fue conocida sólo por algunos amigos y colegas escritores, pero en los últimos años ha recibido numerosos homenajes y reconocimientos. Ganó el Premio Nacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, fue nombrada Maestra de la Juventud y se le otorgó el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2014 en Lingüística y Literatura. La vida perdurable, documental de Yaín Rodríguez, se transmitió por Canal 22 para celebrar los noventa y tres años de Lolita.


De la niñez solitaria a la importancia de vivir

Nació en Aguascalientes el 12 de abril de 1923, y pronto se trasladó con su familia a Zacatecas. Su padre era “de pocas palabras, pero cuando hablaba siempre decía algo importante. Venía de una familia de liberales que creían más en la libertad que en la economía”, relata. “Mi mamá tenía una voluntad de hierro, amaba la libertad.” Gran parte de su infancia transcurrió en la casa de su abuela materna, Isabel Vázquez del Mercado: un edificio grande con pisos de cantera, adornado por naranjos en flor y jazmines. Ahí los juegos de sombras con la luna alimentaron sus temores infantiles y las macetas le sirvieron como alumnas para jugar a la maestra. Pasaba las vacaciones en un rancho de su abuelo, entre altas cañas y paseos a caballo. Ahí conoció la precariedad de la vida de los campesinos, que a veces comían sólo vainas de mezquite.
Años después, en el Colegio Francés de Puente de Alvarado, en Ciudad de México, descubrió que el dibujo no le bastaba para expresarse. Cuando escribió una composición sobre la primavera, alimentada por sus recuerdos del campo, supo que deseaba externar su mundo interior a través de la literatura.
Volvió a Zacatecas, cuna de la educación laica, cuando aún quedaban resabios de la rebelión cristera. La ciudad, esculpida más que edificada, con su catedral en una cañada y sus construcciones de cantera, dejó en Lolita una huella como ningún otro lugar donde ha vivido; tan es así que aún la sueña. Regresó a la capital del país para cursar tercero de secundaria. Entonces conoció a Rosario Castellanos, quien fue su compañera y se convirtió en casi una más entre sus hermanas.
Su bisabuelo José María Castro inauguró en su familia paterna la tradición de la abogacía, que ella decidió continuar estudiando Derecho en la unam. Aunque la carrera no le gustó, decidió terminarla para mostrar a su padre seriedad en sus compromisos.
Después estudió en la Facultad de Filosofía y Letras, en el edificio de Mascarones. Encontró ahí un agradable contraste con el “lugar de adiestramiento para bárbaros” que le parecía la Facultad de Leyes, con su población mayoritariamente masculina que peleaba en el patio y aventaba cohetes. Tuvo de maestros a Agustín Yáñez, Julio Torri, y a refugiados españoles como José Gaos.
Rosario Castellanos había empezado a estudiar Derecho con ella, pero después se cambió a Filosofía. Fueron compañeras de Ernesto Cardenal, Ernesto Mejía Sánchez, Manuel Durán Gili, Tito Monterroso, Otto Raúl González y Carlos Illescas. La mayoría venían de la Guerra civil española o de haber derrocado al dictador guatemalteco, y en esta época también se estaba gestando la revolución en Nicaragua. Posteriormente llegaron a la facultad Jaime Sabines –quien se dice escribió a Lolita “Sitio de amor”–, Fernando Salmerón, Luis Villoro, Sergio Galindo, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña y Ninfa Santos.
Una separata de su poema endecasílabo y heptasílabo “El corazón transfigurado” apareció en 1949 en la revista América, editada por Antonio Millán y Efrén Hernández. Aunque ya en este texto se encuentran las imágenes hermosas que caracterizan toda su obra, posteriormente se apartaría de la rigidez de las formas clásicas en pos de su ideal: una poesía “esencial, emotiva y verdadera”. A sus noventa años, la poeta reconoció que quizá en esa primera obra estaba ya contenido cuanto ha buscado decir en toda su obra posterior: sus preguntas profundas, sus temas.
En 1950, cuando Castro y su amiga Rosario concluyeron sus estudios de maestría –la de ella en Lengua y Literatura española y la de Castellanos en Filosofía–, ambas fueron a estudiar a Madrid por un año. Para Rosario el viaje significó renunciar en ese momento a casarse con Ricardo Guerra, y para Dolores oponerse a la voluntad de su padre, aunque finalmente su mamá la apoyó para que se fuera. Llegar a Europa les tomó un mes a bordo de un barco de carga y pasajeros.
En vacaciones conocieron París, Roma, el sur y parte del norte de España. Al final del ciclo escolar visitaron a Gabriela Mistral en Italia, y conocieron Nápoles, Florencia, Asís y Venecia. Atravesaron Francia pasando por Suiza hasta llegar a Austria, donde les avisaron que su barco hacia Nueva York zarparía con un mes de retraso y tuvieron que quedarse en una residencia de estudiantes pobres donde ni sábanas tenían. Finalmente, la travesía a Estados Unidos duró siete días y atravesaron una tormenta espantosa. En Nueva York visitaron Harlem, pese a que les dijeron que era peligroso, y regresaron a Monterrey en un autobús Greyhound.
Para ambas el viaje marcó un hito: conocieron de primera mano arte y sitios europeos que las habían influido durante sus años de formación, pero también estuvo lleno de desencuentros y discusiones. Rosario sostenía que había que sacrificar todo a la vocación, mientras que para Dolores la vida también era muy importante; le interesaba bailar, conocer, divertirse.
A su regreso, Castro empezó a trabajar como correctora en la Editorial Novaro y escritora en Radio Femenina, donde hacía lo mismo textos literarios que recetas de cocina o publicidad. Poco después Reyes Nevares le publicó Sólo siete poemas (1952). Su segundo poemario tiene como hilo conductor la antropomorfización del paisaje. “Aquí voy por el río, desconocida, larga...”, dice uno de los textos que escribió en Chiapas.

Superviviente de todo

Te amaré con agujas de mis huesos
cuando rompan
esta dulce prisión de fuego y carne
y te amaré en la mano que retuvo
la ceniza caliente de otra sangre,
y en lo que fue constante afirmación
de nuestra estancia.
[…]
Y morirás de amor,
del mismo amor que apagará la hierba.
Y morirás de viento y de tristeza,
cuando fría mi sangre
no transmita a tu cuerpo,
el calor que robamos a la fragua.

(“Siete”, Sólo siete poemas)

Al paso de los años, Dolores Castro, Rosario Castellanos, Efrén Hernández, Roberto Cabral del Hoyo, Octavio Novaro, Javier Peñalosa, Honorato Ignacio Magaloni y Alejandro Avilés fueron llamados los Ocho Poetas Mexicanos. Avilés había entrevistado a varios de ellos para El Universal, y se reunían cada semana para leerse y criticar sus textos. En 1955, Alfonso Méndez Plancarte les publicó una antología con el nombre del grupo, cuyo lema, ideado por Castro, era “cada uno su lengua, todos en una llama”.
El amor a los libros y la palabra acercó a Dolores y Javier Peñalosa Calderón. Decidieron casarse y juntos estrenaron una casa en Lomas de Sotelo, donde procrearon siete hijos: cinco hombres y dos mujeres que fungieron como “elemento civilizador”. Con aproximadamente un año de diferencia entre cada nacimiento, recuerda que para ella el matrimonio y la maternidad fueron experiencias hermosas, pero que también la llevaron a límites en que ya le era imposible razonar. Aun así, todo eso siguió alimentando su poesía. “Amar a alguien no es fácil, ser amado tampoco”, recuerda.
La pareja conservó su vocación literaria, y siendo ambos escritores el dinero no abundaba en casa. Javier, quien tuvo de niño poliomielitis, trabajaba a destajo y ella realizaba de vez en cuando encargos remunerados. Sin embargo, opina que “la pobreza no es mala, la miseria sí. La pobreza le enseña a uno a valorar las cosas, a las personas”. De lo mejor de ese período para ella, es lo mucho que su marido la valoró y respetó, en su persona y su trabajo.
Para algunos críticos, los Ocho Poetas padecieron cierta marginalización, atribuida a la fe católica de varios de ellos. Sin embargo, Dolores, única superviviente del grupo, no lo ve así. Sólo “éramos católicos de veras Alejandro Avilés y yo. Roberto era de una tradición católica, pero ya no practicante. Efrén Hernández era muy particularmente creyente, pero no católico. Honorato Ignacio Magaloni quería ser maya de todo a todo, hasta de religión, y decía como ellos para hablar de Dios: ‘aquel cuyo nombre se dice suspirando’.”
“Mi esposo sí era católico, y yo también, pero nunca fuimos cerrados, sino por ejemplo íbamos a pláticas con el padre (Gregorio) Lemercier, que además nos casó. Él estaba fuera de la Iglesia. Quería lo que ahora se practica: que muchos de los seminaristas vayan a ver a la psicóloga antes de entrar para saber si de veras tienen vocación.”
“Lo que sí es que no todos fuimos escritores de la corriente que estaba más en uso, que era el surrealismo. Éramos más de una tradición de cultura mexicana en general, unos más inclinados hacia una tradición indígena, sobre todo Honorato y Rosario. Ella era indigenista y no, porque también les reconocía muchos de los aspectos negativos. [Más bien] “era justiciera, porque la poesía también es justiciera.”
Atribuye a esto la falta de reflectores en la que muchos de ellos desarrollaron su carrera literaria, y a que “no teníamos grandes presentaciones, sino que realmente nos dedicábamos a escribir poesía, y a tratar de que se la conociera mejor”.
A pesar de la estrechez económica en su hogar, Lolita siempre fue sensible a las necesidades ajenas. Cuando su amigo el escritor Efrén Hernández falleció en 1958, ella y Javier acogieron a su viuda, Beatriz Ponzanelli, y a su hija Valentina por cerca de un mes, mientras su hijo Martín vendía la casa familiar para reunir algo de dinero.
Los acontecimientos de 1968 afectaron profundamente a Dolores y Javier, y este último tuvo un ataque al corazón. Cuando se restableció, la familia entera se mudó a Veracruz por indicación de los médicos, quienes le recomendaron vivir a nivel del mar. Estuvieron ahí cerca de tres años, pero al final Javier quiso regresar: “Prefiero morirme en el Distrito Federal, pues esa es mi provincia.”
Trabajó unos años más como director de un centro de documentación, pero nunca se restableció por completo. Los últimos años de su vida los pasó en silla de ruedas debido a las secuelas de la polio. Falleció en 1977, cuando la menor de sus hijas tenía trece años. Entonces “se me desapareció la mitad de mi vida”, cuenta Lolita.
Dolores ha sostenido siempre la existencia de un lenguaje femenino y otro masculino en la vida diaria. También ha señalado que la mujer se ha expresado históricamente en varias formas no articuladas como “el llanto oportuno, la sonrisa, el grito o el silencio, pero nos falta mucho que decir en el terreno de la literatura”.
Considerando esto, recomienda a sus alumnas, y a cualquier mujer, que si escriben sobre sexo “no hagan sólo descripción, que de veras escriban algo que dé verdaderamente una nueva visión de eso, o una antigua visión, pero que sea penetrante en el ser”. También critica: “como se sabe que la poesía mejor tiene magníficas imágenes, entonces (otra práctica es) empezar a hacer como un fuego de artificio de imágenes de manera que ya no se entienda qué quisieron decir”. Finalmente subraya que la poesía no se debe tomar “como un adorno, sino realmente como un llamado a ser algo”.
La docencia ha sido casi tan constante en su vida como el trabajo con las palabras. Ha sido maestra de muchos poetas, narradores y periodistas en las escuelas de Bellas Artes de Veracruz, Cuernavaca y Estado de México, así como en la Universidad Iberoamericana, la sogem y la epcsg. Por ello subraya la importancia de la lectura. “Leer y escribir son absolutamente indispensables uno al otro. Mediante la lectura uno se comunica con los que han soñado en otras épocas y puede tener un diálogo a distancia; mediante la escritura está constantemente indagando lo que verdaderamente quiere decir, y como la vida te va desarrollando no de una vez, sino de varias veces, entonces también hay que seguir escribiendo.”

Desanudar(se) a través de la poesía

Soy yo
con una caja resonante
donde guardo preguntas.
(“iv”, Qué es lo vivido)

Esta es una ciudad devastada por un incendio, en la que no han acabado de arder la gente ni las cosas.

(La ciudad y el viento)

Durante casi setenta años de creación poética pueden hallarse dos líneas constantes en la obra de Dolores Castro. Para su hijo Gustavo Peñalosa, editor, una se relaciona con el sueño y los valores, como la belleza. Otra es la empatía como forma de inteligencia para comprender o imaginar a los otros, los que escriben y los que no; a los que sufren, a los que han muerto.
En la escritura de Lolita puede reconocerse una primera etapa que abarca de El corazón transfigurado (1949) hasta Cantares de vela (1960). A juicio de Alejandro Avilés, en estas obras “el plano de la metáfora es trascendido por una poesía descarnada o bien encarnada en símbolos que son al mismo tiempo la existencia que se expresa”.
La ciudad y el viento (1962) es una novela corta en prosa poética que transcurre en los años posteriores a la Revolución y muestra los rastros de la Guerra cristera “en una sociedad salvajemente destruida por el hambre y la desesperanza”, afirma Mariana Bernárdez. Empezó a escribirla embarazada de su tercer hijo, Eduardo, y sus protagonistas principales son la ciudad de Zacatecas y el viento.
La idea nació a raíz de una boda a la que asistió de joven, en casa de un general. La entrada era impresionante, con su ancha escalera de cantera, y el salón de fiesta lucía cortinas de encaje y muebles antiguos. Recuerda que no hubo misa porque el abuelo de la novia había sido liberal. Cuando quiso ir al baño durante el brindis, Dolores descubrió los cuartos derruidos de la parte posterior del edificio.
En su única obra narrativa retrata “las contradicciones entre el poder y la pobreza, y realiza una denuncia, por demás dolorosa, del papel dejado a las mujeres”, concluye Bernárdez, su alumna y atenta lectora, en el libro Dolores Castro: crecer entre ruinas. Sin embargo, Emmanuel Carballo sentenció que la novela era provinciana y ella nunca retomó el género. “Si se lee lo suficiente se puede escribir poesía en cualquier momento. La novela es más demandante en su tiempo de escritura”, afirma. Así que le pareció “más fácil escribir poesía después de cambiar unos pañales o dar una botella al hijo o tener exceso de trabajo”.
Agotada por el frenesí de criar a sus hijos, labores domésticas y trabajos ocasionales, publicó Soles hasta 1977, porque entró en una etapa donde “era muy difícil publicar y era muy importante vivir”. El libro refleja la importancia de lo social sobre el individuo y el dolor que en su mundo generaron la represión del ’68 y la caída de Salvador Allende. Su última parte se nutre de la cosmovisión prehispánica.
Qué es lo vivido (1980) es una reflexión íntima ante la vida, donde la poesía hace de vía de conocimiento a través de la visión contemplativa. En 1989 escribió el ensayo Dimensión de la lengua en su función creativa, emotiva y esencial, y su siguiente poemario, Las palabras (1990) da cuenta también de la importancia del lenguaje.
Mirando en retrospectiva su obra, Dolores se describe como “un nudo de sensibilidad y de preguntas de toda clase” que se “ha ido disolviendo, desanudando a través de la poesía”. En sus libros posteriores, como Fluir (1990), Tornasol (1997), Fugitivo paisaje (1998), Oleajes (2003) e Íntimos huéspedes (2004), aparecen temas que ya eran característicos de su obra, pero con menos angustia. En esta etapa, tras cuatro décadas de intensa relación con las palabras, la poeta considera al fin que ha encontrado en el lenguaje una llave para entender al mundo.

“Leer y escribir puede salvar un país”

En 2010 el Fondo de Cultura Económica publicó la primera edición de sus obras completas, donde aparece el poemario inédito Asombraluz, que muestra cómo su palabra se ha decantado hasta alcanzar una transparencia donde relucen lo mismo las cosas cotidianas de la existencia que sus grandes misterios.
Otros de sus libros reflejan la crítica que ya planteaba desde poemas como “Intelectuales s.a.” Por ejemplo, Algo le duele al aire (2011) habla de las mujeres asesinadas en Chihuahua, los cientos de cuerpos encontrados en fosas. En Sombra domesticada (2013) se abordan el hambre, los 400 pueblos, los migrantes y otras lacerantes realidades de México. Para ella este tipo de textos son ante todo un testimonio, pero también una contribución, porque aunque ahora no puede ir a las marchas sigue escribiendo.
“Leer y escribir puede salvar un país”, dijo tras la profunda herida que para ella, maestra por más de cuatro décadas, fue la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Lolita, que ha sido testigo del convulsionarse de este país desde finales de la Revolución mexicana, concluye que escribir es un acto de fe que permite atravesar las zonas oscuras. “A veces falla la fe, pero no la esperanza”, afirma. “Todo se me puede derrumbar menos la esperanza”, y para ella su mejor manifestación se encuentra en la poesía y los valores que cristaliza.
Espiritual desde niña, no cree en la muerte absoluta. Su convicción se alimenta por el poder de la palabra para “vincularnos, develar e intuir este orden, y al profundizar en lo que es vivir en el mundo, que resuena en consonancia con lo que se trae dentro”, dijo en una ocasión a Mariana Bernárdez.
“En la poesía, gracias a ella hay momentos de claridad en los que uno puede ver que el camino es amplio, luminoso y que uno tiene que emplear su imaginación para saber cómo es el otro. Inmediatamente que uno sabe cómo es, y que es tan semejante a uno mismo, uno lo puede respetar, lo puede querer, puede imaginar también por qué llegó ahí y por qué hizo lo que hizo, y cuáles fueron las condiciones que quizá lo obligaron a hacerlo.”
Además, permite “imaginar uno mismo su camino e ir quitando obstáculos”, como puede ser “el nacionalismo extremo”. La poesía es un antídoto contra esto, porque “también nos hace entrar en la verdad, en las verdades que son muchas cuando uno vive. Nos hace reflexionar en nuestro pasado y adquirir una conciencia cada vez más estricta para uno mismo y más amplia para entender a los demás” 

El polvo vuelto al polvo
Dolores Castro


Él era como yo
pobre,
ignorante,
y violento
por más de una razón.

Yo salí tras de un quehacer
agotador
de horas muertas,
en medio de la noche
y del miedo.

Él era como yo,
pero conmigo
fue rabioso animal.

Como pintar la raya
al horizonte de mi vida,
fue relámpago dentro de mi cuerpo,
trueno, ola al reventar.
Así conocí el mar
que es el morir.

El polvo de mis huesos
mal sembrados en la tierra
al polvo volverá.

(De Algo le duele al aire)

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