domingo, 22 de enero de 2017

Ricardo Piglia (1941-2017): la identidad y el derecho a la palabra

22/Enero/2017
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

¿Cómo colocarse ante la obra de un “clásico contemporáneo”? ¿Cómo leer textos que establecen una estrecha relación con el acto mismo de leer y que politizan al máximo el vínculo entre literatura y política? Textos narrativos que ensayan ideas; conceptos de teoría literaria que se narran: las ficciones y los ensayos de Piglia no dejan de cumplir con un viejo sueño del romanticismo americano: el cruce estratégico de géneros literarios, la lectura como una acción política contra los poderes cristalizados.
Quizá la dificultad más grande para leer a un autor como Ricardo Piglia radique en ese efecto aislante que genera la estrategia mercantil para vender sus libros en Europa: “clásico rebelde”, “espectacular desembarco”, por ejemplo, son expresiones que de cierto modo desvinculan a Piglia de aquellas tradiciones narrativas latinoamericanas, políticas y culturales, que le dan mayor complejidad a la originalidad de su escritura. De alguna manera, Ricardo Piglia es un autor “imperfecto” para satisfacer una lectura puramente cosmopolita de la literatura latinoamericana. Al igual que Borges, en Piglia se han sobrestimado ciertos elementos “universales”, europeizantes, que impiden una lectura más compleja de su relación con los procesos de formación política y cultural de las sociedades latinoamericanas en el siglo xix, o con un registro problemático en su escritura de la cultura popular, la oralidad, ciertos mitos decimonónicos sobre el tiempo y espacio latinoamericanos y su sistema de relaciones y tensiones con la cultura letrada, por ejemplo. La celebración descontextualizada y acrítica de cierto “relato paranoico” a la Kafka o de la figura del escritor-historiador como detective o del fin de la “experiencia” en las sociedades de masas, de alguna manera simplifican parte del legado narrativo de Piglia.
En Piglia hay una relectura del siglo xix latinoamericano, una articulación, casi natural pero profundamente marginal –y, por lo tanto, casi escandalosamente libertaria–, de nuestras tradiciones de lectura con las literaturas europea y estadunidense, un uso narrativo de cierto pensamiento crítico “occidental”. Además, su obra no siempre es vista como una “crítica violentísima” a cierta superstición de modernidad en América Latina, que no sólo se juega en una pura discursividad, sino en ficciones y narrativas tanto sociales y artísticas, como del mismo Estado, que se enmarcan en una “maquinaria” estructural que produce una violencia material, concreta, en las sociedades latinoamericanas.

Lecturas imperfectas en mundos paralelos

¿Qué lector somos? ¿De dónde vienen las fuerzas que nos empujan a leer de un modo determinado tanto los textos como la realidad misma? ¿Qué relación hay entre la lectura y la producción de sentido de lo real, entre ficción y verdad? En su relato “Prisión perpetua”, Ricardo Piglia hace evidente la fractura moderna entre la lectura especializada, la crítica literaria, por ejemplo, y la literatura, esto mediante una ironía, la del gran teórico de la lingüística que desprecia al narrador puro:

La situación actual de la literatura se sintetizaba, según Steve, en una opinión de Roman Jakobson. Cuando lo consultaron para darle un puesto de profesor de Harvard a Valdimir Nabokov, dijo: “Señores, respeto el talento literario del señor Nabokov ¿pero a quién se le ocurre invitar a un elefante a dictar clases de zoología…?” La estúpida y siniestra concepción de Jakobson es la expresión sincera de una conciencia de gran crítico y gran lingüista y gran profesor que supone que cualquiera está más capacitado para hablar del arte de la prosa que el mayor novelista del siglo. La autoridad de Jakobson le permite enunciar lo que todos sus colegas piensan y no se animan a decir. Se trata de una reivindicación gremial: los escritores no deben hablar de literatura para no quitarles el trabajo a los críticos y profesores.
La lectura especializada ha hegemonizado casi todos los ámbitos de la lectura: no sólo se constituye en la máxima autoridad para fijar y negociar el valor artístico e histórico de los textos, también intenta despojar al lector ampliado, no culto o no especializado, de su capacidad para violentar el significado de los textos literarios mediante su infinita heterogeneidad: producir intrigas, sentidos y tonos que escapen al control de la crítica literaria, un “manejo irreverente” de la misma tradición de lectura. Digamos que Piglia emprende un ataque contra la tiranía del lector ilustrado, trabaja contra el síndrome de autoridad de Jakobson y plantea la figura de un “lector imperfecto”, lejano a la relación directa entre lectura y verdad.
¿Cuál será el porvenir de la lectura? Quizás es una pregunta que exige modos diferentes de entender la relación entre ficción y verdad, entre las tramas sociales que propone la literatura y el despotismo ilustrado con que el mercado editorial intenta modelar a los lectores no especializados mediante la crítica literaria más fanática de la autoridad de la cuarta de forros. Nunca como en nuestros días se habían editado tantos libros, pero tampoco nunca como en nuestros días se había hablado tanto del fin de la lectura, y nunca como ahora habían tenido tanto poder de mercado los lectores especializados.
“¿Qué es un lector?”, se pregunta Piglia en su meditación sobre el acto mismo de leer en uno de sus libros más entrañables, y que lleva el sugerente título de El último lector. Piglia afirma: “un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene la mejor vista lee mejor”. Esto último Piglia lo dice pensando en Borges, quien ya casi ciego buscaba descifrar los signos en el papel y uno de los “últimos lectores” que lleva hasta sus últimas consecuencias el acto de leer: “Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos a la luz de la lámpara.”
En su contra-épica de la lectura, Piglia se desmarca de un modelo enciclopédico e ilustrado: leer no es sinónimo de iluminación, ni de un dominio letrado sobre el que no lee. A Piglia le interesaba lo que él mismo llamaba “los usos desviados de la lectura”: leer para descifrar, para llegar indirectamente a la verdad, para destronar al lector especializado y al “escritor” como las figuras principales del sistema solar de la literatura y así modificar la definición misma de lo literario: “La pregunta ¿qué es un lector? es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa en sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta –para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales– es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.” De algún modo, todos somos lectores trágicos, quizás no tan privados como lo quiere dejar ver el mismo Piglia, pero sí como sujetos escindidos que “viven en un mundo paralelo y que a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad”.

Ficción, violencia y poder: una lectura del siglo xix latinoamericano

Ricardo Piglia encuentra en la ficción del siglo XIX un origen indirecto, desviado, de la literatura argentina y latinoamericana. Su modo de leer este siglo implica romper con una concepción “etapista” de la historia de la literatura; no como una sucesión de temas y corrientes, sino como “la historia de los estilos”, muy cercana a una descripción de cómo se formaron los grandes géneros literarios en América Latina, la novela y el cuento, en su conflictiva relación con el poder político y con la violencia de las sociedades latinoamericanas. Asevera Piglia sobre el cuento “El matadero”, de Esteban Echeverría, del libro La Argentina en pedazos: “Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden cifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esta historia debe leerse a contraluz de la historia ‘verdadera’ y como su pesadilla.”

La historia de la literatura argentina moderna comienza, para Piglia, con dos textos: “El matadero”, de Esteban Echeverría, y el Facundo, de Domingo f. Sarmiento. Este comienzo obliga a Piglia a reformular la dicotomía romántica de civilización-barbarie. Rompe con el esencialismo de identificar a sectores sociales y políticos con algún tipo de comportamiento, ya sea civilizado o bárbaro, unitarios o federales, y más bien los identifica como dos modos de narrar la violencia y su relación con la verdad: Echeverría escribe una ficción letrada que abre la puerta al “enemigo”, al “mundo de los bárbaros”, para “darles un lugar y hacerlos hablar”.En el Facundo, su vocación de relato verdadero con tonos populares sobre ese cacique de La Rioja, el Tigre de los Llanos, el Facundo, escrito por Sarmiento desde el exilio; antes de huir, Sarmiento escribe en francés una consigna pública que los “bárbaros” no podrán comprender: “On ne tue point les idées.”
¿Cuál es para Piglia la actualidad de esta tradición de intriga, ficción y violencia? Una abierta confrontación entre narrativas: la literatura –que narra indirectamente la realidad de la violencia en las sociedades latinoamericanas– y las narrativas del Estado, en su función de encubrir, reprimir y desaparecer: “el Estado también construye ficciones: el Estado narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos.” Piglia se refiere concretamente a la metáfora médica con la que la dictadura argentina en 1976 alegorizaba la represión y la desaparición: la Argentina estaba enferma de gravedad y había que intervenirla quirúrgicamente para salvarla, “operar sin anestesia”. Otros modelos de la narración social, de las tramas políticas actuales: el complot, la conspiración, la maquinación, el error, la equivocación, estos dos últimos de raigambre kafkiana.
¿Cuál es la estrategia narrativa del neoliberalismo? Para Piglia, el giro neo-conservador implicaría “adaptarse”; es un relato sobre la urgencia del pragmatismo, de la política como pura práctica, “institucionalizarse” para salvar los aspectos “positivos” del poder; un sujeto que “dialoga con el Estado” y que estigmatiza a cualquier amenaza revolucionaria de romper con el orden establecido. Afirma Piglia en Crítica y ficción: “A menudo lo fundamental reside en aceitar la propia conciencia. Pasar de la tradición de los vencidos a la tradición de los vencedores. Adaptarse al retro conservador, a la elegancia cínica, a la defensa del orden, a la muerte de las vanguardias. En Argentina, eso produce un híbrido muy divertido: el progresista escéptico.”
Hay algo de romántico en la concepción que Piglia tiene tanto de la lectura como de la ficción: ambas conforman un horizonte trágico. Al referirse a la relación entre literatura y psicoanálisis, Piglia habla de una “épica de la subjetividad”. Esa “herida narcisista” que Freud había dejado en la condición humana del siglo xx, para Piglia va a significar una alternativa de sentido narrativo ante la “crisis generalizada de la experiencia”, que puede servir para comprender su a veces encubierta utopía, tanto de la lectura como del papel de la ficción en el mundo secular y trivial de nuestras sociedades, de las narrativas, sociales y artísticas, ante el poder de destrucción del Estado contemporáneo: “Somos lo que somos, pero también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos: nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos… De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud, genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y única.” 

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