sábado, 7 de febrero de 2015

Libros gordos

7/Febrero/2015
Laberinto
David Toscana

Cualquiera sabe distinguir entre una novela corta y una larga, aunque nadie sepa decir dónde está la frontera entre las dos. La cantidad de páginas no siempre es un buen indicio, pues hay ediciones de letra pequeña y tupida, así como otras que agrandan la tipografía, aumentan la distancia entre líneas y reducen los márgenes para dar la fantasía de mayor contenido y así poder cobrar más caro el libro.

Soy un lector lento, entonces miro con recelo las novelas extensas. A veces leo diez páginas con cronómetro, calculo el tiempo promedio por página y lo multiplico por el total para saber cuánto tiempo voy a invertir en la lectura. El resultado es una mera escala de magnitud, pero no una buena aproximación, pues si la lectura me interesa me ocuparé también en subrayar, reflexionar, hacer apuntes y releer algunos fragmentos.

Tengo un audiolibro en inglés de Los hermanos Karamazov. El tiempo total de lectura es de treinta horas con treintaiocho minutos. Otro también en inglés de la Biblia del rey Jacobo. Ahí la duración es de casi setenta y dos horas.

Son libros largos, pero nótese que el clásico de Dostoievski reclama mucho menos tiempo que una telenovela, va sin comerciales y se deja leer a la hora y en el lugar que uno prefiera. Por su parte, la Biblia puede leerse en lo que duran doscientos veinte rosarios, y quizás Dios lo agradezca mejor que la repetición de letanías.

El joven puede despilfarrar el tiempo como el rico hace con el dinero; pero entre más edad se tiene más se vuelve uno tacaño con los minutos y las horas y los días. En mis años mozos me entusiasmaba cuando el locutor de radio decía que pondría al aire la versión completa de “In–a–gadda–da–vida” y más de la mitad del placer de escucharla estaba precisamente en que me haría perder diecisiete minutos sin pena ni gloria. Hoy me parece un dispendio. Hoy miro con cada vez más recelo los libros gordos.

Casi todas las novelas extensas contemporáneas que han caído recientemente en mis manos las abandono luego de cincuenta o cien páginas, pues para atrapar al lector los autores no confían en la prosa o los personajes o las sorpresas estéticas o la inteligencia o la variación de juegos o la sutil filosofía o una extraña mayéutica, sino simple y llanamente en el argumento. Como no soy lector de tramas sino de literatura, termino por aburrirme cuando la novedad de las primeras páginas se vuelve repetición. En cambio Don Quijote tiene poco argumento. No es sino una sucesión de aventuras, pero cada una es un juego nuevo y fascinante. Tal como algunas piezas clásicas duran más de diecisiete minutos, pero no se basan en el mismo sonsonete, salvo en casos como el insufrible Bolero de Ravel o La cabalgata de las valquirias.

Vargas Llosa suele decir que las grandes novelas son novelas grandes. Y entonces puedo responder con la obviedad de que Pedro Páramo o El extranjero o La metamorfosis o La risa roja o El viejo y el mar y tantas otras son también maravillosas. Pero el Nobel peruano tiene razón, pues cuando la prosa se sostiene fuerte y sana durante cientos y cientos de páginas, queda la sensación de haber experimentado algo sublime, de haber vivido intensamente. Entonces yo haría una contracorriente de la consigna popular sobre la brevedad, para decir que, en casos de novela: “si lo bueno es extenso, dos veces bueno”.

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