domingo, 14 de septiembre de 2014

Dureza de la patria

14/Septiembre/2014
Confabulario
Diego José

Patria y Nación son dos conceptos que evocan una inherente virilidad ideológica. Por una parte, los hijos de los fundadores de Roma eran denominados patricios, lo cual indicaba la misión sustantiva de los protectores o patronos de la ciudad. La idea de Nación comprende a los individuos que pertenecen a un origen común, designado por su situación geográfica, política, lingüística, histórica. El patriotismo es un sentimiento de exaltación de los valores que sirven de base a la identidad cultural de una Nación, reconocida o sintetizada en diversos símbolos, y practicada como vínculo afectivo.

El nacionalismo, en cambio, es una ideología que establece como verdaderos los significados producidos en su interior para legitimar creencias dominantes u opositoras. Terry Eagleton afirma: “La ideología contribuye a la constitución de intereses sociales [...] Representa los puntos en que el poder incide en ciertas expresiones y se inscribe tácitamente en ellas”. La implantación de un discurso ideológico se logra mediante un largo proceso, en el que intervienen distintos instrumentos y mecanismos de (in)concienciación que imponen una aparente imagen colectiva de la historia y de la misión de los pueblos, pero que en realidad representa los intereses de un grupo específico y diferenciado. Dicha imposición tiende a excitar la emotividad en las multitudes, de tal manera que el nacionalismo requiere, además de la identificación y el reconocimiento de los significados interpretados por el grupo dominante, la exaltación del sentimiento primitivo de pertenencia, dando como resultado una actitud patriótica que exige el sacrificio y la defensa a ultranza de las creencias preestablecidas por dicha visión. En ambos conceptos —patriotismo y nacionalismo— resalta la violencia inherente a las relaciones de poder, y su correlato la guerra, que ha sido el uso histórico para la legitimación, el dominio y la extensión de dicho discurso, de ahí su resonancia masculinizada. Susan Sontag, comentando el oportuno ensayo Tres guineas (1938), donde Virgina Woolf expone sus opiniones antibelicistas, subraya en coincidencia con la autora de Las olas, “que la guerra es un juego de hombres; que la máquina de matar tiene sexo, y es masculino”.

En las antípodas de esta versión viril de la patria, Ramón López Velarde propuso hacia 1921 una mirada intimista de México. La suave patria celebra la levedad y la consistencia de la energía femenina de la tierra, más acorde con el orden natural que con el discurso político. El poeta exhorta a la Nación —en un dístico no exento de conservadurismo— a mirarse en su auténtica naturaleza, más allá de la circunstancia histórica que había desgarrado al país: “Patria, te doy de tu dicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”.

Por ello evoca imágenes donde aparece lo femenino como pulsión contenedora, donde se conjuga la idea de la mujer como imagen del mundo y como el ser temporal y cotidiano que daría sentido a la identidad, inspirándola —para usar un término caro a los poetas:

Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
O:
Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío;
tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.

Contrario a la opinión ordinaria, este no es un poema nacionalista, acaso una enmienda antagónica que intenta construir una concepción nueva de la patria.  Octavio Paz escribió en ese bello ensayo, “El camino de la pasión”, que dedica al poeta zacatecano, que “La suave patria no es un canto a las glorias o desastres nacionales. Al iniciar su poema, López Velarde nos advierte: ‘navegaré por las olas civiles con remos que no pesan…’ Y lo cumple: no hay apenas alusiones a la historia política o social de México, ni a sus héroes, caudillos, tiranos y redentores”.

Aun reconociendo el folclorismo que reviste al poema, su connotación es clara: construye una imagen opuesta al discurso imperante y al crudo contexto revolucionario. No es un canto para ensalzar las conquistas de un país en el que creyó ilusionarse ni aquel que pudo suponer como proyecto en su afinidad maderista; más bien, debió ser fruto de la decepción generada por la incomprensión ante el desgaste de la realidad sociopolítica de México.

Marco Antonio Campos explica en El Jerez de López Velarde que el poeta muy pronto reconoció que “La Revolución, que había empezado como una acción justa y plausible para hacer polvo la tiranía, se había convertido pronto en una tragedia diaria donde las partes en combate se disputaban la supremacía de la crueldad”.  En algunos poemas, cartas y prosas, López Velarde se manifestó contra los actos injustificables de la barbarie; quizá el ejemplo más fehaciente se halla en “El retorno maléfico” —cuya atmósfera reproduce en un espejo atroz, imágenes que se asemejan a nuestro contexto, en el que tantos municipios y ciudades viven asolados por la actual violencia:

Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.
La situación histórica de entonces, evidentemente, fue distinta a la nuestra; sin embargo, se trata de la sensación de incertidumbre generalizada, en la que una parte considerable de la sociedad civil coincide. La crítica pasional que apunta López Velarde en su prosa “Novedad de la patria”, es incisiva porque delata las dificultades del México que emergía tras los años en revuelta: “El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad”. Se refiere a la instauración del horror producida por los crímenes perpetrados por ambos frentes, federales y villistas. Guillermo Sheridan recrea en su biografía Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde un escabroso pasaje sobre la dominación de Zacatecas, testimonio que da cuenta de las aberraciones y que hacen eco en las crónicas periodísticas de nuestro tiempo, en las que se nos presenta un país de nuevo abatido por la incertidumbre. López Velarde —narra Sheridan— “tuvo que enterarse de las cosas que pasaron en Jerez. Un sujeto llamado Daniel Vanegas, hombre del general Justo Ávila, villista, se apoderó de Jerez. Una mañana, enloquecido de poder y tequila, ese sujeto mató a una mujer que se negó a revelar el escondite de su hija. La arrastró con el caballo. A un sacerdote, el padre Gallardo, y a su madre, los arrojó vivos a una caldera. Se ensañó con un notable del pueblo, Enrique Raigosa, y lo despedazó poco a poco. La esposa iba detrás de ellos, gritando como una loca, recogiendo los pedazos que Vanegas le amputaba a su marido. Un par de días más tarde, Justo Ávila lo mandó matar, pero el daño ya estaba hecho”.

Contra esa versión del México embravecido y viril —que por momentos parece cobrar nuevos ímpetus—, nuestro poeta opone su imagen de la “suave patria”, símbolo de lo femenino que subyace en el reconocimiento del terruño —la íntima provincia—, y que supuso permitiría, si no el renacer del México que añoraba, al menos construir una identidad alejada del horrísono trepidar de la guerra y de la ingobernabilidad. En “Novedad de la patria”, lanza esta idea que cifra su extraña concepción: “Es el momento arcano de la dominación femenina por la voz”, es decir, la necesidad de mirar a través del misterio simbolizado por el temperamento femenino, en tanto perspectiva opuesta a los rituales del dominio y el poder ejercidos por una energía masculinizante.

El uso de lo femenino como fuerza unificadora se trata de una alusión simbólica. López Velarde intenta resolver sus profundas contradicciones internas, que él veía proyectadas bajo la identidad escindida de lo “mexicano” y, según Carlos Monsiváis: “En esta poesía se consuma la unión entre las dos grandes fuerzas de México que bien pueden ser la sensualidad y el amor a Dios, o la provincia y la capital, o la carne y el espíritu, o lo hispano y lo indígena, o la devoción y la blasfemia”.

Hoy intentamos reflexionar en medio de circunstancias críticas que tampoco contribuyen para clarificar nuestra idea de nación; si bien la dificultad en la comprensión de lo “mexicano” radica en su diversidad, prevalece una visión  polarizada de la sociedad que es promovida tanto por los medios de comunicación como por el Estado y la sociedad civil. Esta versión maniqueísta de lo “mexicano”, la explica con acierto Bolívar Echeverría en su ensayo sobre La modernidad y la anti-modernidad de los mexicanos: “Muchas denominaciones ha tenido la pareja de los dos ‘hermanos enemigos’ que cohabitarían en el mismo México; se ha hablado del ‘México profundo’ por debajo del México moderno, el uno campesino, el otro citadino; del México religioso en resistencia al México secular, el uno conservador y guadalupano, el otro liberal y científico, el uno tradicionalista, el otro progresista; se ha hablado, en fin, del ‘México bronco’ amenazando siempre al México civilizado, el uno ‘populista’, el otro ‘democrático’ —como se diría ahora”.

Añadiría: el México del norte frente al México del centro; el México excluyente y clasista por encima del México naco; el México alternativo contra el México masificado en la complacencia del consumismo; el México justo ante el México maniatado por su endémica corrupción que hoy se revierte contra la sociedad civil bajo la incontrolable violencia provocada por el crimen organizado y por el Estado.

Esta dicotomía de una identidad en tensión suele desgarrar el tejido social, propiciando una circunstancia en la que predomina la dureza de la patria sobre la levedad, el uso de la fuerza y no el instinto contenedor, el desbordamiento agresivo y no la capacidad de acordar. Los periodos críticos —en los que se registra un alto desgaste social— tienden a producir la oposición entre identidades divergentes, extremando las actitudes tanto del conservadurismo más férreo como de los resentimientos profundos de clase. Conflicto que, en estricto sentido, a nadie beneficia, pero que los grupos dominantes suelen aprovechar para imponer su visión sesgada de la realidad, tan proclive para los usos del nacionalismo cuya marcha se percibe en la militarización de la vida cotidiana. La demarcación excluyente de la identidad de los grupos deviene en una falta completa de comprensión de la realidad política, como lo advierte López Velarde somos “Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir”, y que nos sugiere una interrogante a la que estamos llamados a responder: “¿Quedará prudencia a la nueva patria?”.

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