sábado, 20 de agosto de 2011

La cosa se está poniendo fea

20/Agosto/2011
Laberinto
David Toscana

Ayer visité el museo Józef Mehoffer en Cracovia. Se trata de la casa donde vivió el artista, con muchos cuadros colgados en las paredes. Sin embargo, lo que más me atrajo fue la posibilidad de entrar en los aposentos de un creador que vivió entre el siglo diecinueve y veinte. Su estudio, salones, comedor, habitaciones.

Me dieron ganas de esconderme en cualquier ropero, esperar el cierre del museo y soñar con que esa fuera mi casa. Vivir en un mundo donde nada importara tanto como la belleza. Entre esas paredes se percibía la forma sabia de hacerse de muebles que son arte, combinar distintos estilos, distribuirlos para dar una sensación de armonía.

Cortinas, cortineros, roperos, tapetes, mesas, cada cosa era una nota musical bien puesta.

En las novelas del siglo diecinueve, solía ser importante la descripción de los interiores. La disposición del mobiliario, más que los muebles en sí, hablaba elocuentemente sobre quienes habitaban esa casa. El buen gusto denotaba un espíritu elevado.

La gente tenía espíritu, por eso la casa debía ser un santuario. No es que estudiaran diseño de interiores, sino que el contacto con la belleza era algo natural; el buen gusto estaba presente en la gente educada y la que no lo era tanto. Toda ciudad tenía edificios hermosos, aunque no tuviese pintores, escritores o músicos de fama.

¿Qué hicimos con la belleza? ¿Por qué ahora nuestros interiores y exteriores suelen ser tan feos?

Hubo un buen gusto que se perdió en el camino. Ahora no lo tiene ni la gente que cree tenerlo. Me viene a la mente aquél álbum de fotografías llamado Ricas y famosas donde la fealdad se desborda en cada página.

Si queremos belleza, debemos mirar al pasado. Por eso nos gusta pasear por la parte antigua de una ciudad. Ahí hay edificios que han sobrevivido cientos de años. No por su resistencia, sino por su belleza. ¿Qué turista visita un fraccionamiento del Infonavit?

Las casas donde vivían los modestos empleados y obreros de principios del siglo veinte, conservaban ciertas proporciones, relación con el ambiente, colores y detalles que las volvían bellas; las puertas, los herrajes eran de artesanos. Las amas de casa opinaban sobre la construcción de sus casas según la dirección en que corría el viento, el ángulo en que entraba la luz, el clima de la ciudad, la relación con las construcciones vecinas.

¿En qué piensa hoy la arquitectura? Se ha vuelto la más corrupta de las artes. Pura utilidad.

Sólo por revisar la temperatura hice una encuesta personal. De diez arquitectos jóvenes con que me topé en los últimos meses, ninguno había leído a Vitrubio. Difícil, en cambio, encontrar a un pintor, escritor o músico que no conozca a sus clásicos.

¿Cómo enfrentarnos hoy a tanta fealdad? Edificios construidos con block, cables eléctricos pendientes por todos lados, la maldita publicidad que invade con colores chillantes y faltas de ortografía, y, por si fuera poco, patanes que grafitean cuanta superficie hallan y todavía quieren que se les trate como artistas.

Aunque también hay que decirlo. La fealdad se ha vuelto como un mal olor. Uno se acostumbra hasta el punto en que ya no la percibe.


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