sábado, 12 de diciembre de 2009

El lenguaje mudo

12/12/09
Suplemento Babelia
Leila Guerrero

Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas -Mujercitas- y libros para niños -Colmillo blanco, El faro del fin del mundo- que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable -Melissa Bank- pero tiene un título sospechoso -Manual de caza y pesca para chicas- y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era -además de un placer- especulación, carné de club: señal de pertenencia.

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Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowsky que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.

La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda "Juan Salvador Gaviota" a la pregunta "¿Cuál es tu libro favorito?".

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Alguien parece interesante. De pronto dice: "¿Leíste El Código Da Vinci?".

Alguien parece interesante. De pronto dice: "Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conoces?".

Alguien se asombra: "¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?".

Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.

Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, Felisberto Hernández, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice "Murakami".

Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Roberto Bolaño, un cómic de Art Spiegelman, dos ejemplares de The New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.

Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El cazador oculto", y alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.

Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El país de las sombras largas", y alguien piensa "Ada o el ardor", pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.

Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición, del fuego.

La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.

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Formas eficaces de saber: lectores que sienten pánico -y la boca seca y una parálisis en el costado izquierdo y serias dificultades para respirar- cuando alguien les pregunta "si tuvieras que salvar un solo libro de un naufragio, ¿cuál sería?"; lectores que rechinan los dientes -y sudan y ensayan una sonrisa tiesa y piden por favor un vaso de agua- cuando alguien les pregunta "si no pudieras releer más que un solo libro durante el resto de tu vida, ¿cuál sería?"; lectores que sueñan que su biblioteca se inunda y que, mientras nadan en un mar de pulpa de papel, hunden los dedos en cubiertas que se deshacen como mantequilla: lectores que despiertan aullando. Formas eficaces de saber: el grado de envenenamiento, la dependencia del elemento tóxico.

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Bibliotecas organizadas por nacionalidad -literatura rusa, francesa, española, mexicana-; por editoriales -Anagrama, Siruela, Tusquets, Fondo de Cultura Económica-; con estantes acusatorios de libros no leídos; plagadas de libros propios en espacio central y en primer plano. Bibliotecas que reflejan a lectores prácticos, decorativos, culposos, egomaniacos.

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Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las Correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.

La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.

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Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, un ejemplar de La tierra baldía, de T. S. Eliot. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, el Gödel, Escher, Bach, de Douglas R. Hofstadter. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, Armonía celestial, de Peter Esterházy. O El oficio de vivir, de Cesare Pavese, o Luz de agosto, de William Faulkner, o las Confesiones, de San Agustín, o La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, o Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine, o Noche sin fortuna, de Andrés Caicedo, o El mundo según Garp, de John Irving. Esa sutil demarcación del territorio, esa forma de decir, sin decirlo, soy elegante y levemente trágico, soy específico, soy muy sofisticado, soy tan oscuro que casi adolescente, soy clásico, soy bien distinto, soy muy moderno, ojo conmigo, soy enterado, soy muy feliz.

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Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la alegría infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después -y bajo toneladas hipercalóricas de "¿leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?"-, pensando que ése, sí, es el comienzo de una gran amistad.

Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender -una y otra y otra vez- que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Ésta soy yo. En estas cosas creo. Ésta es mi patria.


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