domingo, 2 de julio de 2017

Dejemos hablar a Onetti

2/Julio/2017
Confabulario
Gustavo Arango

El diploma del Premio Cervantes terminó destruido por el polvo y la humedad. Quedó olvidado en un rincón oscuro, pues nadie pensó en darle un lugar en las paredes de la casa. “La casa” estaba en el último piso de un edificio en el cruce de la avenida América y la calle Cartagena, en Madrid. La rodeaba un balcón lleno de plantas, cuidadas con primor por Dolly Muhr. Adentro vivía Onetti, metido en la cama, junto a una ventana por donde se asomaba la vegetación.
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La “encamada” de Onetti fue una mezcla de actitud ante la vida y problemas de salud. Pocas veces salió de su cuarto: cuando lo visitaban amigos entrañables (Eduardo Galeano, por ejemplo), iban a un restaurante a pocos metros del edificio; en cierta ocasión, en 1980, salió para recibir del Rey de España el premio dedicado a un malandrín. La suerte del diploma ya se ha dicho. La medalla se salvó porque a su mujer se le ocurrió hacerle un nicho entre la tapa y las primeras páginas de El Pozo, su primera novela.
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Juan Carlos Onetti, el oscuro Cervantes de nuestro tiempo, nació en Montevideo el primero de julio de 1909. No terminó el bachillerato. Vivió los primeros sesenta y cinco años entre Montevideo y Buenos Aires, dedicado a oficios varios: portero, mecánico, periodista, empleado de un molino. Estuvo casado con dos hermanas y, en 1955, al divorciarse de la segunda, decidió buscar a Dolly. El reconocimiento le llegó tarde. El presidio –por premiar un cuento que criticaba la dictadura– estuvo a punto de destruirlo. En 1974 abandonó para siempre su país y se radicó en Madrid, donde murió el 30 de mayo de 1994.
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Cuando llegué a su casa, un año después, Dolly decidió que ya estaba bueno de renuencias y me dio la primera entrevista después de su viudez. “Quiero ayudar a que se conozca la obra de Juan”. Aquella vez, Dolly habló de todo un poco. De los signos zodiacales: “Juan era Cáncer, por eso le gustaban los lugares cerrados”. Contó que, cuando se conocieron, ella era la joven violinista que aparece en La vida breve, y que quedó encantada con esa percha de labios desencantados. Frente a una serie de fotografías, dijo que trataba de no mirarlas demasiado: “No quiero que se apague la emoción”. Habló de la ira dolorosa que Onetti sintió leyendo “El Perseguidor”, de Cortázar, la muerte de la hija de Johnny; del espejo roto y la mano sangrante y la tristeza que sentía por la distancia con su propia hija, Litti. Habló de los chistes que su marido hacía con Vargas Llosa: “Yo soy amante de la literatura, pero él le cumple como un marido”; “Le regalé mis dientes”, “Su novela ganó el Rómulo Gallegos porque su burdel tenía orquesta”. De los silencios con Rulfo: “Ay, Juan”, “Sí, Juan”. De las dificultades de Carmen Balcells para obligarlo a negociar bien con la editorial Gallimard. De los “ataques” de escritura y de las pastillitas que le ayudaban a concentrarse. Dolly guardaba los cuadernos de Onetti en el mueble del comedor. En la contratapa de uno de ellos señaló las letras: “DTSMLEDGESECYBSEFDTVJ”, las iniciales del ave maría, que Onetti rezaba agradecido después de haber escrito.
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Onetti y Dolly terminaron siendo inseparables. Vivieron juntos casi cuarenta años. “El ignorado perro de la dicha”, como la llamó en la dedicatoria de “La cara de la desgracia”, fue violinista de la Sinfónica de Madrid. Solía transcribir a máquina lo que Onetti escribía con sus letras lentas y alargadas. Más de veinte años después de la muerte de su marido, sigue promoviendo su legado.
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Reencuentro con Onetti
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Entre febrero y marzo de 2016, la Universidad de Alicante abrió al público la muestra Reencuentro con Onetti. Fue organizada por El Museo del Escritor y había sido presentada por primera vez a finales de 2014, en la Casa de América en Madrid, con motivo de los veinte años de la muerte del escritor. En esta exposición había fotos de todas las épocas: Dolly era muy consciente del privilegio que tenía e hizo montones de fotos de Onetti en situaciones cotidianas. Había cartas, documentos, manuscritos, primeras ediciones, lentes, rascador, diccionarios, sombreros, pistola de juguete. Pero lo más asombroso era la reconstrucción –con piezas originales– del cuarto donde Onetti vivió los últimos años: su cama de sábanas curtidas por fluidos corporales, sus lámparas y mesitas de noche, incluso las imágenes y recortes que adornaban la pared.
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En el rincón de la cama aún parecía sentirse la tibieza. Sólo una enorme devoción pudo permitir que las sábanas se conservaran sin lavar. En la pared, el enigma Onetti parecía proponerse como una adivinanza: fotos de familia, reproducciones de pinturas (Van Gogh, Gauguin), una frase de El Principito: “Es necesario buscar con el corazón”, y una cita de Machado que es como un antídoto contra la incomprensión: “Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya, porque la vida es larga y el arte es un juguete. Y si la vida es corta y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa”.
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Hay mucha ironía en el hecho de que la cama de un hombre que prefirió vivir encerrado salga volando después de su muerte y se convierta en un objeto público. El Museo del Escritor es la invención de un par de argentinos con cultura y olfato, Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez Míguez, quienes se han dedicado a acumular objetos, manuscritos y libros de escritores notables. La sede principal está en la Calle Galileo de Madrid, y en sus vitrinas hay objetos tan curiosos como las tirantas de Miguel Delibes, las pipas de Ramón Gómez de la Serna, un sombrero de Bioy Casares, una pluma de Borges, una boina de Ernesto Cardenal o un pasaporte de Tomás Eloy Martínez. Los cientos de libros y objetos donados por la viuda de Onetti permitieron hacer la exposición que estuvo en Alicante y le han dado peso y presencia al Museo. Ahora editan y venden libros de fotografías y facsímiles, comercializan memorabilia: vasos, playeras, y siguen a la caza de rarezas. Saben que su tarea tiene algo de fetichismo perdonable. Lo que sí sería imperdonable es que la gente prestara más atención a las reliquias que a las cosas que escribieron esos santos contemporáneos.
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La voz del viento
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¿Quién es Juan Carlos Onetti? ¿De qué hablan sus libros? ¿Fue o será alguna vez popular? Para empezar, es posible decir que se trata de uno de los pocos escritores que perdurarán más allá de estos tiempos de reyes desnudos y festivales literarios. Los más cercanos a él destacaban su ternura, su sensibilidad, su lenta y risueña alegría; pero también sus profundas depresiones. La fama y los honores no le importaban. Inspiraba temor porque era impredecible. Cuando alguien le habló de fraternidad, lo miró con desprecio y dijo que ninguno pasaba de rata o cucaracha. En sus libros los sueños terminan pisoteados, el amor tiene mucho de odio, y las relaciones de pareja suelen ser, sobre todo, miserias compartidas. Hay en su voz una tendencia a lo sórdido, lo triste, lo humillante; y, sin embargo, el conjunto es de una belleza que redime.
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La prosa de Onetti es de las más finas que ha habido en esta lengua de abusados y abusivos. Entre sus precursores es posible nombrar a Knut Hamsun, William Faulkner, Céline, Anatole France y hasta el impreciso autor del Eclesiastés. Nabokov no, su “lolitismo” le parece insincero, y en Cuando ya no importe (1993) se propuso llevar ese tema a nuevos territorios. El pozo(1939), La vida breve (1950) y El astillero (1961) son algunas de sus obras notables; pero el conjunto está interconectado; podría decirse que toda su obra es un solo libro. Sus editores parecen no entenderlo: en las ediciones más recientes de sus cuentos completos han incluido textos apurados que el mismo autor había descartado. Nunca fue popular y es posible que nunca lo sea. Pero siempre tendrá sus fieles seguidores.
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Tal vez ya se ha descubierto que formo parte de ese grupo. Como un empresario de circo, no pierdo ocasión de proclamar: “Vengan, asómense a ese mundo de derrotados donde la dignidad brilla como diamante. Miren a Jacob pelear contra el ángel del fracaso, humillarse humillando. Ausculten los ojos vacíos de Larsen, en medio de las ruinas del astillero; acompáñenlo en su aventura en busca un sitio al que pueda llamar hogar. Denle a Bob la bienvenida al deterioro, véanlo decirle adiós a su arrogancia juvenil. Acompañen a la mujer gorda a morir viendo la realización de un sueño. Vayan con Kirsten al puerto para verla ver partir los barcos imposibles que van para su tierra, ese sitio al que nunca volverá. Convivan unos días con el basquetbolista enfermo al que visitan dos mujeres, y compartan la envidia de otros moribundos que ni siquiera tienen eso. Vayan al infierno tan temido en que arde Risso mientras recibe las fotos que Gracia César se toma con sus amantes. Sientan la tristeza del hombre tan triste como su esposa, la mujer que –al suicidarse, al llevarse a la boca la punta del arma– pensó en una remota caricia que le dio a su marido cuando eran novios. Acompañen a Brausen a inventar un universo que le haga tolerable la existencia. Conozcan a la mujer condenada a enamorarse una y otra vez de un hombre al que detesta. Oigan a Linacero y traten de no cometer el error que cometieron su amigo y la prostituta, esos que no pudieron entender la pureza que brillaba justo en medio de su infierno. Reciban el dinero que les entrega Baldi y crean en sus mentiras, a la vez crueles y piadosas. Acompañen al conspirador que quemó Santa María pero no pudo destruirla. Pregúntense dónde está la verdad en las historias gemelas de la mujer muda, violada y asesinada. Pasen una temporada en el falansterio o acompañen a Jorge Malabia a visitar a la novia de su hermano muerto. Escuchen a la mujer flaca y preñada decir sin sobresalto las únicas verdades que uno puede proclamar: “Me parieron y aquí estoy”; asistan a la atroz hermosura de su parto. Entren si quieren por la última novela, una síntesis tan luminosa y leve como una levitación. Asistan a los últimos gestos de un Díaz Grey que nació viejo y cansado y se la pasó de libro en libro por más de medio siglo, hasta su papel absurdo de marido vicario y la resolución final de acabar con su vida imaginaria. Piérdanse en los infinitos laberintos de la incertidumbre y la indeterminación. Escuchen al viento, el soplo divino. Usen la puerta que la vida les depare y lean con el alma. En las profundas cavernas del sentido encontrarán las llamas de la purificación”.
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Última pincelada
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Hace veintidós años, cuando visité a Dolly Muhr en Madrid, le pregunté si Onetti había dejado textos inéditos. Dijo que sí, que después de Cuando ya no importe había seguido escribiendo como por inercia, pero que eran delirios breves e inarticulados. No quise insistir en conocerlos. El dolor por la muerte de Onetti todavía la agobiaba. Con el tiempo he visto salir a la luz algunos de esos textos y he comprobado la sospecha de que eran formas depuradas de su arte. Hace poco vi un documental en el que alguien leía el que quizá fue el último escrito de Juan Carlos Onetti, un texto mínimo que es una obra maestra:
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Porque la quería toda, señor Juez. Ella con su pasado, ella con su último pensamiento, para siempre oculto, lo que estaba pensando cuando murió”. “No pensaba. Usted la mató mientras dormía”. “Eso, señor juez. Su último sueño”.
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En Dejemos hablar al viento, Onetti cuenta la historia del pintor japonés que pasó toda su vida tratando de plasmar en el lienzo la belleza simple de una ola del mar y sólo pudo conseguirlo al final de una extrema ancianidad. Este breve relato es como esa ola final. En estas treinta y siete palabras se encuentra todo lo que la literatura ha querido expresar. Está el motivo de la mujer muerta, que para Poe era el más literario. Está el tema de la culpa asumida casi con gozo, que fue central en la obra de Onetti, y está la hipocresía general. Está la imposibilidad humana de encontrarse por completo con el otro. Están los infiernos personales en el umbral de lo social. Está el afán demencial de posesión que acompaña los desafueros del amor. Hay allí una teoría de los sueños y un tratado completo de psicología. En ese criminal que sabe más que quien lo juzga están las diferencias que hacen imposible cualquier diálogo. En esta despedida literaria están también los misterios del dormir y del morir, el instante para el que todo fue un preámbulo. Están la belleza, el delirio, la dicha, el crimen, la inocencia, los tristes forcejeos del entendimiento, la condición indescifrable de todo gesto humano.
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Onetti no era modesto sobre su arte. En una de las últimas entrevistas que le hicieron en su cama, dijo: “Ahí les dejo esa tarea”. Les hablaba a sus lectores y a sus hijos literarios. Quizá también pensaba en su última pincelada. Allí su arte lo ha conseguido todo sin que se vea el esfuerzo. Con sus últimos rasguños de la pluma en el papel nos ha dejado un misterio tan simple y complejo como la vida misma. Con razón se las daba.

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