domingo, 10 de abril de 2016

Crack (una viñeta)

10/Abril/2016
Confabulario
Pedro Ángel Palou

Nada peor que ver otros tiempos con nostalgia, cuando eso ocurra mejor ir a darle de comer a las palomas. Si el Crack, ese grupo de novelas, y de amigos, y esa idea compartida de que la literatura puede ser solidaria y no solitaria tiene alguna validez en 2016, veinte años después es por lo que contribuyó al desmantelamiento de las formas de consagración de lo literario en México, por un lado y por las obras individuales que produjo, del otro. Aunque ya algunos seamos cincuentones, ese espíritu juvenil que buscó romper con el establishment literario y editorial en México no claudica. En 1994, cuando se empezó a fraguar la idea de lanzar colectivamente una serie de cinco novelas –después de la fiesta decembrina de editorial Planeta–, los jóvenes firmantes teníamos cosas, muchas, en común. Los cinco habíamos escrito novelas complejas, largas, apocalípticas, polifónicas y a todos nos habían pedido que les quitáramos cincuenta o cien páginas si queríamos publicarlas. Nunca nos especificaban qué páginas, era sólo que la extensión asustaba. Ante el rechazo compartido decidimos compartir suerte editorial. Un manifiesto pero firmado individualmente (cada quien se hacía responsable de su parte) coronó la salida de los libros y un acto público fue el remate. Se ha escrito mucho con lo que ocurrió al día siguiente: la descalificación. Y se debió en gran medida a que la prensa reportó el hecho cambiando un nombre. Allí donde el manifiesto decía modestamente las novelas del Crack la fuente cultural escribió la generacióndel Crack o el grupo del Crack. Algún crítico dijo que como las novelas se habían editado en paquete y él no leía en paquete no se molestaría con reseñarlas. Muchos otros en cambio sospecharon atrás del gesto acaso ingenuo de los cinco.
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Lo curioso, entonces, es que el gesto vanguardista –el manifiesto– superara inicialmente al texto –las novelas– y estas fueran ignoradas casi del todo. En México se podía pertenecer a grupos literarios con la condición de declararse independiente de ellos. Se podía pertenecer a Vuelta pero los epígonos de Paz declaraban una y otra vez no pertenecer a grupo literario alguno. Para quienes habíamos leído La mafiade Luis Guillermo Piazza, las cosas parecían distintas. A nuestro editor la empresa en Nueva Imagen hasta donde tengo entendido incluso le costó el puesto. El establishment de la época no le perdonaba a unos chamacos la osadía de autodenominarse (así salió en todos los periódicos, como si fuera sospechoso ponerse un nombre, comparándonos con el autodenominado EZLN, guardadas las proporciones, claro). La mas hilarante reacción vino de Salvador Elizondo en unomásuno. Al preguntarle sobre el Crack dijo, tajante: “No creo que esos muchachos fumen Crack, se ven muy fresas”. Recuerdo también la frase divertida de Guillermo Fadanelli: “más bien será el grupo del frack, por las corbatas que muchos usábamos en aquella época. Cuando Volpi y luego Padilla ganan sus premios en España esos motes de burla pasaron a ser: “los inventores del nazismo mágico”, debido a la temática de las novela, aunque la de Nacho suceda en la llamada Gran Guerra. En fin. Lo que quiero decir es que en un medio que ya se volvía mediático las novelas no se leyeron. Ni las siguientes.
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No toca a los autores, por supuesto, decidir sobre el valor de sus obras. Eso lo dice el tiempo. Y lo dicen los lectores. Lo que el Crack, sin embargo abrió a mi juicio fue un renovado cosmopolitismo. Se puede escribir de lo que sea, desde donde sea. Desde Tacámbaro se puede escribir una novela sobre Kenia. Lo mexicano –y lo latinoamericano– no tiene por qué ser exótico. Y además son los lectores –no los antiguos medios de consagración, las mafias, las pertenenecias secretas a cofradías– lo que determina la perdurabilidad de una obra, de unos nombres.
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¿Qué conservamos? La amistad, por supuesto, la creencia en la buena literatura, la exigente, la que apela a lectores cómplices, la que va haciéndose oír poco a poco en el concierto de las muchas voces. No claudicamos en un compromiso con la prosa, con el tema, con el lector. Lo demás no importa. Los libros se van escribiendo y algunos salen mejor que otros. Se trata de un compromiso ineludible, vocacional, que nos mueve los dedos sobre las teclas con la misma fuerza y la misma pasión, con los mismos bríos pero con mucha mayor responsabilidad y madurez que en 1996. Larga vida a la literatura, nuestra enfermedad.

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