domingo, 20 de marzo de 2016

Algunos maestros

20/Marzo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Al mismo tiempo que trabajaba en el Banco de México, estudiaba en El Colmex y asistía al Centro Mexicano de Escritores, también me ocupaba de Cuadernos del Viento, iba a las reuniones de la Revista Mexicana de Literatura y a las fiestas de los jóvenes escritores. Ahí aprendía más que en la Universidad, más que en los cafés, hacías amistades y conseguía quién me publicara. Coincidí con maestros nacidos en el siglo XIX, de quienes me hice muy amigo.

Torri: soltero eterno

De Julio Torri podría decir que me enseñó la calma, el reposo y permitió que me asomara a su vida personal. Al final de mi primer año de estudios me quería casar y le pedí a los maestros que me adelantaran los exámenes para irme de viaje de bodas. Cuando le dije a Julio Torri me respondió que sí, pero también me dijo que no fuera tonto, que no me casara, que eso iba a interferir en mi carrera. Dijo que los hijos me pondrían a trabajar y que me tomaría tiempo para ser maestro “con hueso” en la UNAM. Me invitó a comer a un restaurante suizo. Luego me llevó a El Palacio de Hierro, en la sucursal que está en el Centro. Cuando salieron las empleadas todas lo saludaban y lo llenaban de mimos. Torri se llevaba a un grupito  de ellas al restaurante Lady Baltimore, que estaba en la calle de Madero, frente a la Casa de los Azulejos. Me decía: “Habiendo tantas mujeres con las que puedes estar toda tu vida, ¿para qué te casas?”

El último de los modernistas

Desde 1957 hasta 1967 me ocupé de la corrección de estilo y de la revisión de galeras en la Imprenta Universitaria, que estaba en la calle de Bolivia, número 17. Ese departamento lo dirigía el último “modernista” de México: el poeta Francisco González Guerrero. Mi jefe directo era Jesús Arellano, director de la revista Me[n]táfora y autor del manual de corrección que fue oficial en la Universidad hasta su muerte  en diciembre de 1979.

Rubén Bonifaz Nuño y yo entramos a trabajar el mismo día. Ahí aprendí todos los secretos del oficio de corrector de estilo. Me encargaron corregir los libros bilingües en latín y en griego de la “Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana”, y en los que Bonifaz Nuño empezaba a interesarse. También me ocupé de los libros de filosofía y ciencia de Elí de Gortari en la colección Diánoia. Así conocí al filósofo de Derecho Eduardo García Máynez y a José Gaos, el gran transterrado rector de la Universidad de Madrid durante la República Española y uno de los filósofos más importantes que ha tenido la UNAM. De esa manera me fui conectando con las principales cabezas de las humanidades que tantas puertas me abrirían.

En la Imprenta Universitaria, don Francisco nos inició también en la visita a las cafeterías del Centro, que tenían tapancos para citas privadas y donde te servían café “con piquete”. Ahí invitábamos a las chavas. A veces, nos acompañaba don  Francisco, que nos daba un consejo para cuando fuéramos al café con una muchacha: “Pellízcala”. Así inicié mis correrías en el centro de la ciudad, que para mí era un mundo mágico y desconocido. No hay callejón sin sorpresa. Alguna de esas sorpresas era la imagen de las prostitutas que desfilaban desde las 9 de la mañana por los rumbos de La Merced. También podías encontrar restaurantes increíbles, donde te servían víbora, zorrillo, zopilote, caimán, huevos de tortuga, todo lo que ahora está prohibido. Hasta la fecha me gusta perderme por las calles de la ciudad y descubrir sus secretos.

Cuando veía que no nos pagaban en meses, don Francisco nos prestaba de su bolsa con gran generosidad para “irla pasando”. Muy pronto la Imprenta Universitaria cambió su sede del Centro a la Ciudad Universitaria a donde está hoy la librería Jaime García Terrés. El promotor de ese cambio fue Henrique González Casanova.

Las parábolas de Pepe Revueltas

Con Pepe Revueltas trabajé en el Comité de los XIX Juegos Olímpico. Él trabajaba ahí cuando lo metieron al “bote” por su participación en el Movimiento Estudiantil de 1968. Él se proclamaba ideólogo y líder de los estudiantes, cosa que no era. Cuando murió fue el único personaje que han llevado en su ataúd a la Facultad de Filosofía y Letras. A nadie más han llevado.

Recuerdo haberlo oído en el auditorio Justo Sierra de la Facultad, que luego se llamó “Che Guevara”. Ahí utilizaba parábolas para dirigirse a los muchachos. Nos contó un cuento protagonizado por él mismo. Estaba en la Alameda Central. Era muy tarde y tomaba el último tranvía. Todos los pasajeros subían y bajaban hasta que él se quedaba solo. En ese momento se daba cuenta de que no había motorista. Hacía la señal de la parada, intentaba bajar, pero no había quién le abriera. Se tiraba a la banqueta para salvarse. ¿Qué quería decir con ese relato? Que el Movimiento Estudiantil no tenía cabeza y que necesitaba una dirigencia. En una ocasión pintó una raya de gis en el suelo y se puso a caminar sobre ella como equilibrista. Se tiró al suelo y nos dijo: “Si estuviera alto ya estaría muerto. Pero estoy seguro porque está pintada”. Nadie sabía qué quería decir. Eso lo decía con su barba estilo Ho Chi Minh. Esas eran las intervenciones revoltosas de Pepe Revueltas: hablar en parábolas a los estudiantes. Estuvo en Lecumberri casi tres años, haciéndose retratar como Siqueiros con la mano hacia la lente de la cámara, estilo Héctor García.

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