domingo, 8 de marzo de 2015

Sylvia Plath o el arte de morir

8/Marzo/2015
Confabulario
Iliana Olmedo Muñóz

La madrugada del once de febrero de 1963, la poeta norteamericana Sylvia Plath introdujo la cabeza en el horno de su residencia londinense y acabó con su vida. No era su primer intento: de acuerdo con sus biógrafos desde la muerte de su padre, cuando ella tenía ocho años, había comenzado a desarrollar un carácter oscuro e incluso empezó entonces a sopesar la idea de matarse. Llegó a intentarlo un par de veces sin éxito. Entre estos intentos, en 1953, tomó las pastillas para dormir de su madre, suceso por el que fue internada en una institución mental y recibió tratamiento psiquiátrico.

En aquel invierno de 1963, a los 31 años, consiguió su propósito, “Morir/ es un arte, como todo lo demás”, escribió en el poema “Lady Lazarus”, “lo hago excepcionalmente bien”. Sobre la mesa de la cocina fue encontrado, junto al cadáver, un manuscrito con 40 poemas, titulado Ariel y otros poemas, al que se consideró una muestra esencial de los sentimientos finales de Plath. En las páginas siguientes había varios títulos tachados que había descartado (“The Rival”, “A Birthday Present”, “Daddy”, “The Rabbit Catcher” y “A Birthday to Daddy”). Esta imagen gusta por lo doméstica: la cocina, el horno abierto, dos bebés duermen en otra habitación y el manuscrito hecho en los ratos que podía robarle a la crianza, a la maternidad, a la batalla consigo misma.

Dos años más tarde, en 1965, el manuscrito apareció publicado por Faber and Faber, de Londres, editado por su esposo, el también poeta Ted Hughes (1930-1998), con quien se había casado en junio de 1956 (a pesar de que el nombre de Hughes no aparece en la edición ni en el prólogo). La edición publicada en Estados Unidos contenía tres poemas más que la edición británica y estaba convenientemente prologada por Robert Lowell, que había sido mentor de Plath en sus años escolares en Boston. Lowell fue el primero en dar las pautas de lectura de la obra Plath al asociar su voz poética con el carácter sufriente y con tendencias suicidas. Poco tiempo pasó para que Plath se convirtiera en ejemplo de la personalidad torturada del artista, por un lado y, por  otro, en un icono de la opresión femenina. Al final de cuentas, las infidelidades de Hughes la habían orillado a la muerte.

Si bien las aventuras de Hughes habían comenzado años antes e incluso algunos de sus biógrafos aseguran que gozaba de fama de casanova (esta es la premisa que desarrolla la película Sylvia, de 2003, protagonizada por Gwyneth Paltrow y Daniel Craig), también fue sin duda una exitosa medida editorial que determinó la percepción de Plath como poeta. La hija mayor de Plath, Frieda Hughes, escribió al respecto: “Para mí, la colección de  poemas de Ariel se convirtió en simbólica de esta posesión de la imagen de mi madre y de la amplia vilificación que se hizo de mi padre”. Aunque no era una poética accesible, esta edición, titulada simplemente Ariel, fue un éxito comercial y vendió 15,000 ejemplares en un año.

De ser una poeta un tanto minoritaria que sólo había publicado The Colossus and Other Poems (1960), Sylvia Plath ingresó en las filas mayores de la poesía contemporánea. Ariel ratificó el valor de su obra, que significó durante décadas uno de los paradigmas poéticos canónicos de la creación femenina y certificó la voz poética desde el punto de vista de la mujer. Plath se convirtió en maestra y legitimación de las siguientes poetas. Su mirada es singular y al mismo tiempo muy contemporánea. Del poema “Danzas nocturnas”:
¿Por qué me dieron

estas luces, estos planetas,
que caen como bendiciones, como copos

hexagonales, blancos,
en mis ojos, mis labios, mi cabello

que se derriten al tocarlos?
En la nada.

Además, la poesía de Plath muestra la voz afligida del depresivo, cuya existencia se vive como si estuviera dentro de una Campana de cristal (The Bell Jar), título de la única novela que publicó Plath bajo seudónimo en enero de 1963. Más que una exploración sobre la adolescencia, esta novela narra una educación sentimental en el Nueva York de los años cincuenta y la batalla constante ante las dudas, los cambios, las ambiciones y los demonios interiores.

La depresión y el suicidio se convirtieron en las dos líneas de acercamiento principales a Sylvia Plath y fueron tan llamativas que empezaron a desplazar la lectura de sus poemas. La figura del artista atormentado que construyó Plath dio lugar, por ejemplo, a que el psicólogo James C. Kaufman, cuya tesis de estudio es la mente creativa, concibiera el apelativo Sylvia Plath effect, suerte de síndrome autodestructivo  al que son más susceptibles las mujeres poetas. Según Kaufman ellas tendrían tendencias suicidas más marcadas que las que cualquier otro artista. Su teoría se basa en que muchas veces la escritura sirve para expresar conflictos interiores, puesto que al ordenarlos se construye la narración de una historia y así se borra la angustia; pero como la mayoría de los poemas no tienen trama ni argumento, generan en el poeta un efecto de repetición, de estar rumiando los problemas o los conflictos, acto que es más perjudicial que benéfico, ya que este constante darle vueltas a las cosas sostiene la depresión y puede derivar en la locura.

Los estudios de Kaufman demuestran que las poetas suelen caer con mayor facilidad en estos estados rumiantes, más que sus pares masculinos o las que escriben prosa. Los detalles sobre esta tesis pueden consultarse en la página de internet del teórico, aunque en cierta manera hacen pensar en la existencia de algún tipo de prejuicio de género implícito, ya que es bien sabido que las mujeres que salen de la media han sido consideradas brujas o locas a lo largo de la historia y a la cabeza se encuentra Plath.

De manera simultánea, el personaje de Plath empezó a construir su mito como ejemplo de la mujer oprimida por el sistema masculino, encarnado tanto por su padre como por su esposo. La poeta feminista Robin Morgan publicó en su libro Monster (1972) el poema “Arraigment” en el que sin tapujos acusaba a Ted Hughes de la muerte (más exactamente del asesinato) de Plath. Hughes amenazó a la editorial con una demanda y el poema fue excluido de la colección. Sin embargo, circularon varias ediciones piratas en Australia y Canadá. Con estos sucesos la imagen de Hughes (y el manejo que hizo de la obra de Plath) empezó a deteriorarse. Tampoco ayudó  el hecho de que la poeta Assia Wevill (1927-1969) que tuvo una relación y una hija con él se suicidara tan sólo seis años después que Plath. Sobre el perfil de esta poeta y su relación con Hughes se publicó una interesante biografía de Yehuda Koren y Eilat Negev, cuya traducción está editada por la española Circe. De hecho la lápida de Plath, que tiene un epígrafe elegido por Hughes y en la que aparece con su nombre de casada como Sylvia Plath Hughes, fue atacada varias veces en las décadas de los ochenta y noventa con la intención de eliminar el apellido de Ted. Aunque en el 2012 sorprendió a propios y extraños que de la tumba fuera eliminado el apellido Plath y que el grupo “masculinistas por Ted Hughes” se achara la autoría dentro del anonimato que permite twitter.

Transcurrieron un par de décadas, aparecieron nuevas poéticas y se diluyó un poco la tragedia intrínseca a la historia de Plath. En 1981 Hughes reunió la obra completa de Plath bajo el título Collected Poems e incluyó las notas del contenido original del manuscrito de Ariel. El poeta británico fue severamente criticado por no haber respetado el orden original propuesto por Plath. Se publicaron distintas reacciones críticas en las que se compara ambas versiones. Los cambios se resumían en la modificación del orden, exclusión de algunos poemas y el añadido de otros que Plath había escrito poco antes. De esta forma, eliminó doce poemas, entre ellos, “El otro”, “Un secreto” y “El detective”, y agregó otros, como, “Ovejas en la niebla”, “Los maniquíes de Múnich” y “Tótem”, que conformaron la identidad de Ariel y desde el cual provienen la mayoría de sus traducciones.

En español la editorial Bartleby incorporó la edición restaurada de Ariel a la traducción de Xoán Abeleira de la Poesía completa, en 2008.  El cotejo de versiones ponía a la luz que estos cambios transformaban la narrativa del libro como conjunto. Mientras que en el orden propuesto por Plath quedaba retratada la degradación gradual que conduce a una mentalidad conflictiva, en la de Hughes aparecía una mirada crítica —aunque también afectada y sin restricciones— de la realidad. Frieda Hughes recuerda las palabras de su padre: “Yo sólo quería hacer el mejor libro posible”.
La principal pregunta es cuál de las dos versiones refleja mejor el carácter poético de Plath. ¿Qué tanto era un borrador? Otras muchas objeciones brotan de manera inmediata y natural: ¿cuál de estas versiones es mejor? ¿Es superior la versión de Ted Hughes que la original, como muchos críticos han concluido? ¿Cuál de las dos es la más válida? ¿Cuál es el papel del editor? Ciertamente entre los dos poetas había un diálogo creativo que está documentado en cartas y diarios, pero qué tan válida era la intromisión de Hughes y hasta dónde llegaban sus límites. ¿Conocía tanto la obra de su esposa al punto de editarla y transformarla?

Ante estas cuestiones, en 2004, Frieda Hughes publicó una nueva edición de Ariel, “the restored edition”, como muestra el subtítulo de la editorial Faber and Faber. En ella no sólo respeta el manuscrito original, sino que incluye el facsímil en la parte final y algunos de los borradores de las distintas versiones del poema “Ariel” escritos a mano y en máquina. A pesar de que estaba restituyendo la primera versión, en el prólogo ella no puede más que defender la decisión de su padre (para entonces ya fallecido), y no sólo justifica la primera edición, sino la infidelidad paterna. Afirma: “Muchos años después él me dijo que creía que pese a la aparente determinación de mi madre [de separarse], él siempre pensó que ella iba a reconsiderar: ‘estábamos trabajando en ello’, dijo”. No cuestionó las elecciones de su padre, en cambio, Frieda cuestionó la recepción crítica que se había hecho de Sylvia como artista. “El suicidio de mi madre, más que su vida, fue la verdadera causa de su elevación como icono feminista”. No fue su obra. Para ejemplificar esto menciona el hecho de que la placa para honrar la memoria de Plath se quisiera poner en la casa en la que se suicidó, no en la que vivió. Al final vende más la casa donde surgió la leyenda que el lugar donde creó su poesía. Además de que forma parte importante del suicidio el drama de la infidelidad de Hughes con otra poeta, suceso del que se enteró Plath en junio de 1962 y que desató la tormenta entre ellos.

La inserción de la mano de Hughes marcó la lectura de la obra de Plath, no sólo en la edición de Ariel, sino en el resto de los textos que había dejado. Fue él quien se encargó de publicar la mayor parte de la obra que dibuja el conjunto poético de Plath, basta sólo observar que el número de sus libros póstumos supera a lo que publicó en vida. Hughes le dio el espaldarazo y el suicidio le abrió el espacio en el medio literario. Ahora los poetas jóvenes llegan primero a Plath y después empiezan a leer a su esposo, ¿será entonces que algo cambiado en las dinámicas de legitimación literaria o sólo será uno más de los espejismos que sostienen nuestras aspiraciones de una cultura igualitaria? Lo cierto es que más allá de la culpa de Hughes y del impulso que el contexto alrededor del suicido le hayan dado a Plath, su obra se sostiene por su valor.

A lo largo de su vida, Hughes trató de evitar las polémicas y mantuvo en silencio —dentro de lo posible— los pormenores de su vida privada, incluso desapareció el último tomo de los diarios de Plath, pero en 1988 publicó una colección de poemas, Birthday Letters, en donde expuso su punto de vista y su argumento acerca de su relación con Plath. Hughes sabía que ese año iba a morir del cáncer que padecía. Con ese libro ganó tres de los premios más importantes de la poesía en lengua inglesa y fue un éxito de ventas inmediato.

La controversia y la desgracia han marcado por igual la percepción crítica de la obra de Sylvia Plath, que suele ser más conocida por su repentino (y poco maternal) suicidio que por el indudable valor de su obra y el aprendizaje que su lectura deja. Esto demuestra, cuando se cumplen cincuenta años de la publicación Ariel, el más sólido de los libros de Plath, que a nuestra aspiración de igualdad entre los sexos todavía le queda camino por recorrer, ya que explica mucho el mundo en que vivimos y la forma en que solemos acercarnos a los creadores y al arte.

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