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domingo, 8 de enero de 2017

Adiós al último lector

8/Enero/2017
Confabulario
Leonardo Tarifeño

Como enseñan las novelas policiales, lo más difícil no es cometer un crimen sino borrar las huellas”, le escuché decir a Ricardo Piglia en algún momento de los años 90, durante una de sus ya legendarias clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Años después, en la que por entonces era la casa central de la editorial Sudamericana, recuerdo que en el despacho del editor Luis Chitarroni volvió a esa imagen. “El escritor está en un cuarto cerrado, entre sombras, sin testigos, nadie sabe exactamente qué hace ahí –le oí contar–. Es la escena de un crimen. Pero, ¿quién llega a investigar? La policía no, porque representa al Estado y la literatura es una sociedad sin Estado. En este caso, el detective es el crítico. Aquel que sigue las huellas y descifra el enigma”.
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Podría pensarse que el autor de Los diarios de Emilio Renzi regresaba una y otra vez a (la idea de) la escena del crimen porque allí podía situarse en el doble rol de escritor-autor y crítico-investigador, en definitiva las dos piezas complementarias que definen el puzzle de su posición ante la literatura. En su clásico relato “Homenaje a Roberto Arlt” (1975, reunido en Nombre falso), la aparición de un hallazgo bibliográfico convierte a la ficción en un efecto narrativo de la crítica.
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En Respiración artificial (1980), su celebrada primera novela, la trama avanza bajo la forma de un debate literario. Y en Plata quemada (1997), la anécdota reconstruye el caso real de un robo y sostiene el resto de la narración en un cuarto cerrado, el tipo de espacio que un escritor necesita para contar sus historias. Crimen, literatura e investigación se entrelazan en su obra y estallan en la lectura, esa pasión que interpretó como la experiencia vital más intensa y la clave indispensable para entender la realidad.
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De formación marxista, Ricardo Piglia convivió durante sus primeros años creativos con la intolerancia del realismo socialista, la persecución ideológica de los gobiernos militares argentinos y la decepción intelectual de una Revolución Cubana que fracasaba como alternativa cultural y política al imperialismo soviético. En 1967, su primer libro de cuentos (La invasión, editado como Jaulario) obtuvo una mención especial en el VII concurso Casa de las Américas, pero él se empeñó en evitar el contacto con La Habana para no involucrarse con la lógica pro-URSS de la isla ni con la visión de la literatura latinoamericana que por esos años se estimulaba desde Cuba. Piglia entendía que la literatura argentina no podía pensarse sin Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Macedonio Fernández, tres autores que la ortodoxia izquierdista de la época desdeñaba por anglófilos (Borges), místicos (Arlt) o experimentales (Macedonio). Su lectura de William Faulkner no coincidía con la que difundían los autores del “realismo mágico”, con Gabriel García Márquez a la cabeza. Y en sus intervenciones críticas citaba a Walter Benjamin o el formalista ruso Yuri Tiniánov para demostrar que la literatura podía ser más diversa y estimulante de lo que pretendían tanto la postura del “compromiso” político del escritor como el incipiente marketing de lo exótico que se instalaba a través del “boom”. Tal como muy posteriormente demostraría en Formas breves (1999) y El último lector (2005), su concepción de la influencia del escritor en la sociedad nunca se apoyó en la participación política ni en la narración de historias de acento social, sino en la construcción de modos de leer. “La crítica válida es aquella que, dedicada a la literatura, genera un concepto que puede ser usado fuera de allí –explica en la “Conversación en Princeton” recogida en Crítica y ficción (2001) y La forma inicial (2015)–. Esos son los críticos que a mí me interesan, es decir, que uno lee sobre literatura leyéndolos, y sólo sobre literatura; pero lo que dicen sobre literatura construye un concepto que puede ser usado para leer funcionamientos sociales, modos del lenguaje, estructura de las relaciones”. Escribir, para Piglia, fue un modo de leer. Y, a su manera, coincide con Borges en entender la ficción como una teoría de la lectura. “No hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”, señala en El último lector. Pensar la literatura es tan decisivo como pensar la Revolución.
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A Piglia le atraían especialmente los autores que, en su opinión, descubrían o generaban nuevos modos de leer. Kafka, que escribe un diario (como su alter ego, Emilio Renzi) para entender lo que vive. Borges, que encarna al lector perdido en una biblioteca sin fin, donde siempre hay un libro extraviado o un texto mítico e inalcanzable. Onetti, maestro del secreto que se desplaza en microhistorias sin resolverse jamás. Poe, que transforma al detective en un intelectual. Joyce, cuyo Ulises anticipa la lectura en red, llena de interrupciones y desviaciones. Como Borges, dirigió una colección de novelas policiales, género en el que veía a la gran narrativa realista que la crítica de izquierdas se obstinaba en negar. La consolidación del materialismo en un mundo en el que se traiciona y mata por dinero aparece en las novelas hard-boiled como el escenario en el que los detectives Philip Marlowe o Sam Spade llevan adelante su heroísmo solitario. Justamente la ética que Piglia reivindica para el autor-lector, un retrato de “la literatura como utopía privada” capaz de desarticular las ficciones con las que el Estado se relata a sí mismo. La tensión nunca resuelta que detecta entre la literatura y lo real se juega en la manera de leer. Y para leer la realidad hay que estar al tanto de todos los significados que encierra la operación de leer literatura.
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Del cuento “La loca y el relato del crimen” a la novela Blanco nocturno (2010), las ficciones de Piglia se construyen a partir del secreto, el enigma y el complot. Como también ocurre en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, sus novelas pueden leerse como policiales en la medida que adopta el esqueleto narrativo del género para ir más allá del género. Y no sólo sus novelas: alguno de sus ensayos más influyentes, como las “Tesis sobre el cuento”, evocan el aire de thriller al sugerir que en todo cuento hay dos historias, y que la modernidad de un relato breve se expresa en la manera en la que la historia secreta sale a la luz. Al mismo tiempo, el secreto también sobrevuela lo que él ha llamado los “dos modelos narrativos básicos”, el viaje y la investigación. En el caso del primero, “no hay viaje sin narración, en un sentido podríamos decir que se viaja para narrar”; y en el del segundo, “la reconstrucción de una historia a partir de ciertas huellas que están ahí, en el presente, podríamos llamar el relato como investigación” (La forma inicial). Cada uno tiene un héroe (el viajero Ulises, el “detective” Edipo) y hasta una ciudad (la filosófica Atenas, la religiosa Jerusalén), y en ambas formas, anteriores a los géneros, sobrevive el secreto como enigma que impulsa lo narrativo. Se escribe para contar que algo no se cuenta. Buena parte de la escritura de Piglia trabaja en esa dirección, expresada con enloquecida elocuencia en sus monumentales diarios.
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Pero si hoy sabemos que Ricardo Piglia es un peso pesado de la literatura hispanoamericana se debe, sobre todo, a su teoría de la lectura, una actividad en la que advierte el mismo valor que la Generación Beat de Jack Kerouac y Allen Ginsberg encontraba en la experiencia. Para él, la lectura realiza lo que la imaginación apenas intuye, y define y le da forma a la experiencia ajena a las páginas. “Si el narrador es el que transmite el sentido de lo vivido, el lector es el que busca el sentido de la experiencia perdida”, señala en el indispensableCrítica y ficción. La literatura funciona a la manera de un laboratorio de lo real, y el lector es aquel que con los libros moldea e interpreta lo que vive. Los extremos de la lectura, como el caballero que enloquece de tanto leer (Alonso Quijano) o la adúltera que mientras lee sueña con una vida no vivida (Emma Bovary) dibujan las perversiones de los lectores adictos y recuerdan que uno de los privilegios de la lectura es que no existe la posibilidad de “leer mal”. Sin el juicio de valor que define qué y cómo leer, la lectura es libertad en estado puro. Tal vez por eso el autor argentino le otorga una dimensión política al acto de leer, muy visible en el hermoso ensayo que le dedica a Ernesto “Che” Guevara en El último lector. Libro, por cierto, en el que Piglia confiesa en la última oración que se trata de “acaso, el más personal y el más íntimo” de todos sus libros, quizás porque reconstruye su propia “vida de lector” y revela, casi sin proponérselo, que toda su obra gira alrededor de su teoría de la lectura.
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“Como yo quería ser escritor, cuando tuve que elegir una carrera universitaria me decidí por Historia”, me dijo alguna vez. Él creía, o quería hacer creer, que el estudio sistemático de la literatura puede aniquilar la creatividad. La frase hoy suena paradójica en un autor que durante décadas dictó clases en Princeton y Buenos Aires, y de quien no pocos de sus libros de ensayos o entrevistas (sobre todo, Crítica y ficción,Formas breves y El último lector) pueden considerarse auténticas instrucciones de uso del arte de leer, imaginar y narrar. Sin embargo, el recuerdo de su origen y su posterior trabajo como docente o ensayista no son contradictorios, ya que si algo enseñó Piglia fue que la literatura no es un catálogo de autores sino una manera de vivir y de pensar. Al leer como detective, en el género policial encontró la puesta en escena del complot, modelo narrativo que desarrollaría en Respiración artificialPlata quemada y La ciudad ausente(1992). Y en otro género menor, la ciencia ficción a la manera de Philip K. Dick, advirtió los elementos de la “ficción paranoica” que tan bien contrapone los secretos de la narrativa del Estado a la lógica del sueño. “La novela busca sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer”, dice en La forma inicial, y tal vez valga la pena suponer que esos sueños son, entre otros, los de Deckard en Blade Runner o los de John Anderton en el relato “Minority report”, ambos textos en los que Dick explora la interioridad como el reverso que desmiente las trampas de las ficciones totalitarias del Estado. En La ciudad ausente, la máquina que no puede dejar de narrar evoca, en un mismo movimiento, los sueños de Dick y los del argentino Macedonio Fernández.
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Quizás haya que decir que con Ricardo Piglia se va el narrador hispanoamericano que, en la segunda mitad del siglo XX, ha reflexionado más y mejor acerca de los secretos de la creación literaria, la lectura y su impacto en la secreta lucha que los libros mantienen con la realidad. Tanto en sus ficciones como en sus diarios y ensayos ha pensado de manera lúcida y magistral sobre el poder de la literatura, y una de sus conclusiones más estimulantes dice que no hay mundo sin lectura. Somos lo que leemos porque no podemos dejar de narrar. Nos contamos lo que vivimos, las historias nos mantienen vivos. Con Piglia desaparece el último lector convencido de que la literatura es el diario íntimo de lo real, la fuerza que nos ayuda a entender que somos, antes que nada, una historia. Un relato continuo, imparable, en el que siempre habrá alguien dispuesto a seguir las huellas.

domingo, 24 de agosto de 2014

El traductor de sueños

24/Agosto/2014
Confabulario
Leonardo Tarifeño

En la formación de un lector hay momentos decisivos. Para el lector en español, uno de esos momentos es el descubrimiento de la obra de Julio Cortázar. Casi podría decirse que, tras pasar por el vértigo y la intensidad de sus mejores páginas, se vuelve a leer otros libros sólo para evocar esa inolvidable emoción de asombro y misterio. La lectura se transforma en una droga que exige una dosis por lo menos comparable, y madurar como amante de la literatura implica admitir que esa experiencia de deslumbramiento iniciático es única e irrepetible. Los críticos más malintencionados del autor de Rayuela, que no son pocos, sostienen que se trata de un narrador a la medida de las fantasías adolescentes. La acusación ignora que abrir la puerta del mundo cortazariano supone pasar del fervor juvenil por Bestiario y Final del juego a la resignada aceptación, tan adulta y sensata, de que ya no habrá nada igual a leer “Casa tomada”, “Circe” o “La noche boca arriba” por primera vez. Quizás por eso, al revés de lo que señalan sus críticos, no hay lector de Cortázar que no salga de sus libros convertido en mayor de edad. Es difícil imaginar una prueba más poderosa que esa a la hora de explicar por qué se trata de un gran escritor.

En su Argentina natal, de donde se fue en 1951 y a la que regresó muy poco antes de su muerte, el canon crítico ha entronizado a otros autores muy distintos y el elogio a Cortázar quedó relegado al oportunismo de su reivindicación política. Allí, los paradigmas de la reflexión sobre la literatura argentina contemporánea y posterior a Borges son Manuel Puig, Antonio di Benedetto y Juan José Saer; a Cortázar se lo encasilla como un vanguardista tardío, sentimental y afrancesado, cuyo principal mérito no pasaría de retomar el acento fantástico de Horacio Quiroga y Felisberto Hernández. Los recelos ocasionados en su momento por su autoexilio, las críticas al peronismo y su latinoamericanismo revolucionario ejercido cómodamente desde París se tradujeron en cierta animadversión hacia su obra, de la que la siempre cruel élite académica se ha regodeado en destacar sus caídas más estruendosas: el sentimentalismo de Rayuela, el lirismo político de Nicaragua, tan violentamente dulce, el absurdo naïve de Historias de cronopios y de famas. Ese egoísmo intelectual, expresado en la ausencia de una relectura crítica que funcione como brújula en su vasto continente literario, ha abandonado su herencia al fanatismo de sus incondicionales o a la curiosidad de sus lectores de ocasión, extremos de un horizonte donde nadie parece capaz de trazar un mapa de lectura que guíe hacia las mejores orillas. Como ocurre con todo gran escritor, en Cortázar hay cumbres extraordinarias y episodios olvidables. La celebración por el centenario de su nacimiento es una oportunidad inmejorable para recordar que la historia literaria juzga a un escritor por sus mejores momentos, y que para ello conviene que sus contemporáneos eviten caer en el abismo de la generalización.

Al igual que el resto de sus compañeros de ruta del boom, Cortázar fue un autor profundamente marcado por los valores de su tiempo. Nacido poco menos de un mes después del estallido de la Primera Guerra Mundial, formado como lector mientras el surrealismo y el dadaísmo le robaban la palabra “vanguardia” a la jerga militar, encontró su destino de escritor en el cruce de la fascinación política, la revolución filosófico-literaria que encabezara André Breton (y redefiniera Jean Cocteau) y el orientalismo domesticado que surcó la cultura occidental a partir de los años sesenta. En su cartografía política brillan, con mayor o menor intensidad, las preocupaciones de Libro de Manuel, la crítica a la burguesía de Historias de cronopios y de famas y el ambiente de Fantomas contra los vampiros multinacionales; a su universo lúdico alimentado por las vanguardias corresponden Rayuela (que originalmente iba a llamarse “Mandala”), 62 Modelo para armar, el viaje a ninguna parte de Los autonautas de la cosmopista y buena parte de sus cuentos, en los que los sueños, el azar y la desconfianza hacia los parámetros de lo que llamamos “realidad” constituyen sus pilares fundamentales.

A diferencia de sus novelas, atravesadas por los afiebrados mandatos y asuntos de su época, es justamente en los cuentos donde se adivina el mundo más auténtico y genuino del autor, aquel en el que lo fantástico irrumpe en la vida cotidiana y demuestra que nada, ni siquiera los sencillos actos de leer un cuento (“Continuidad de los parques”) o de ponerse un suéter (“No se culpe a nadie”) son lo que parecen. En palabras del propio Cortázar, esa mirada propia se la debe a Edgar Allan Poe. “Yo desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo —le confió a Elena Poniatowska en 1974—. Los leí a los 9 años y por Poe viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento”.

A mediados de los años cincuenta, ya autoexiliado en París y no mucho después de la publicación de su estupendo Bestiario (1951), Cortázar acepta el encargo de la Universidad de Puerto Rico de traducir toda la obra en prosa de Poe. “Fue un trabajo enorme y duró mucho tiempo, pero fue un trabajo magnífico porque ¡hay que ver todo lo que yo aprendí de inglés traduciendo a Poe!”, recuerda ante Poniatowska. Vista la fuerza y la capacidad de seducción de Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), los volúmenes que reúnen la producción de esos años dedicados a Poe, cabe suponer que no sólo inglés aprendió del gran autor de “La caída de la casa Usher”. En la traducción literaria, el intérprete se ve obligado a sumergirse en las cadencias del idioma, los ritmos de las frases y las resonancias ocultas de las palabras. Se convierte en el escultor clandestino de un estilo ajeno, con un material —el lenguaje— que debe inventar a la medida del carácter que reclaman la historia y los personajes soñados por otro. Un traductor insuperable, como llegó a serlo Cortázar en sus trabajos con Poe y Marguerite Yourcenar, es un médium entre dos idiomas, la escritura y la personalidad del autor traducido, de quien debe intentar comprender las motivaciones, deseos y frustraciones plasmadas en la trama íntima, lingüística, de los textos. Con esa carga de intuición personal y conocimiento de la técnica literaria, Cortázar le regaló un Poe perfecto al idioma castellano y a cambio extrajo para sí las claves narrativas que convirtieron a “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator” y “El hombre de la multitud” en auténticos clásicos de la literatura universal. Hoy quizás no esté de más imaginar que, a su manera, muchos de los mejores relatos de Cortázar (“No se culpe a nadie”, “Carta a una señorita en París”, “Casa tomada”, “Axolotl”, “Las babas del Diablo”) representan traducciones ejemplares de Poe. O mejor dicho: recreaciones personales de una escritura capaz de evocar lo que el propio Cortázar sintió cuando leyó, a los nueve años, los extraordinarios relatos del maestro del terror y del suspenso. Una evocación del asombro y el misterio que educaron al escritor argentino en el amor a los libros, un momento decisivo en su formación de lector que él lograría transformar en la puesta en escena narrativa de su condición de escritor.

Del Cortázar revolucionario llama la atención la candidez con la que se asoma a la política, siempre seguro de que no hay ninguna razón para pensar que el poder puede corromper a sus amigos Fidel Castro y Daniel Ortega. Hoy es difícil saber si su defensa de la presunta “ingenuidad” de líderes que han demostrado ser de todo menos ingenuos es un escándalo de amoralidad o un caso clínico de ternura ciega. “La ingenuidad revolucionaria, que es tan frecuente en nuestros países —y es bueno que sea así— le da al hombre una hermosa seguridad, porque siente que tiene la verdad en la mano y la quiere comunicar”, le dijo a Osvaldo Soriano en 1983, en una célebre entrevista publicada en la revista Crisis. Ingenuo convencido de que los ingenuos son los demás, el Cortázar que declara estar orgulloso de aconsejar a Tomás Borge o a la cúpula revolucionaria castrista es el que ha envejecido a mayor velocidad. Nicaragua, tan violentamente dulce constituye un involuntario monumento a la nefasta incapacidad de los intelectuales para aceptar que la política es uno de los nombres del Eje del Mal. Libro de Manuel pretendió ser crítico con los movimientos guerrilleros y sólo demostró el espeluznante desconocimiento del autor de la intimidad cotidiana de aquello que pretendía analizar. No es este el Cortázar sutil y deslumbrante que hechiza a los lectores. De todos los rings a los que se subió en su época, este es el único del que se bajó maltrecho.

Contra todo pronóstico, el Cortázar vanguardista sobrevive como un pionero del pastiche y la fragmentación. En una era de ADN digital que privilegia el collage de informaciones y la lectura “a la carta”, Rayuela se mantiene vigente gracias a la estimulante sensación de libertad que contagia desde la primera hasta la última página, sean ellas las que fueran. Lo mismo parece ocurrir con 62, en definitiva un desprendimiento de Rayuela, y los singularísimos textos breves y misceláneos de Último round o La vuelta al día en ochenta mundos. En cada uno de estos libros se adivina un autor arriesgado y lúdico, de una escritura fresca y juvenil, del todo identificable con la imagen icónica que la fotógrafa argentina Sara Facio capturara en 1967, donde se ve a un Julio de edad indescifrable, con ojos de galán bohemio y cigarrillo en la boca sin encender. Este es un Cortázar entrañable y perenne, que vale más por sus frases que por sus personajes, autor de un puñado de libros que difícilmente perderán su espíritu de contraseñas generacionales de una sensibilidad idealista. Son obras que se recuerdan como alegres compañeros de vida, amigos que dejan huella aunque nunca se los vuelva a ver.

Mientras tanto, a mitad de camino entre el impulso político y la frescura vanguardista, el Cortázar cuentista es el que muy probablemente represente mejor al escritor que construyó un mundo inolvidable para millones de lectores. De Bestiario a Deshoras, pasando por Todos los fuegos el fuego y Queremos tanto a Glenda, no hay un libro suyo de narrativa breve que no conserve una imagen inmortal. Los coches que se acumulan en el embotellamiento metafísico de “La autopista del sur”, los conejos que habitan el estómago del protagonista de “Carta a una señorita en París” y la mujer que intercambia identidades con su doble mientras cruza un puente en “Lejana” parecen sueños que comunican “el lado de acá” y “el lado de allá” de la realidad, paisajes de visiones que el virtuosismo de unas frases de vértigo hace verosímiles a través de un pulso inspirado por el ritmo del free jazz y el bailoteo hipnótico de los grandes campeones de boxeo. “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario”, escribió Cortázar alguna vez. De esa manera, sin que el lector logre advertir cómo y cuándo, su vida cambia en el paso de una oración a otra, tal como le ocurre a los protagonistas de “La noche boca arriba” o “Axolotl”. Para entender el nuevo mundo que se abre en esas páginas, el lector sólo quiere leer otro cuento. Lo que no sabe es que “del lado de allá” del libro no hay sólo un escritor, sino un traductor de sueños.

viernes, 5 de abril de 2013

Bolaño: la construcción de un mito

19/Septiembre/2009
La Nación
Leonardo Tarifeño

La tarde del 7 de febrero del 2003 hablé con Roberto Bolaño por última vez. Yo vivía en México DF y era coeditor de El Ángel , la revista cultural del diario Reforma , para la que él colaboraba con cierta regularidad. Esa tarde había muerto Augusto Monterroso, y mi jefe me ordenó reunir testimonios de distintos escritores sobre el gran cuentista guatemalteco, exiliado en México desde 1944. Bolaño era amigo de la casa, admiraba cierta literatura exquisita emparentada con la de Monterroso, conocía de primera mano la cultura mexicana y también sabía, como el autor de "El dinosaurio", lo que significaba vivir y escribir muy lejos del país natal. Para mí, llamarlo era una buena idea; para él, no tanto. Me atendió con afecto y franqueza, como siempre, y muy amablemente declinó la invitación. "Además, la próxima necrológica que te toque escribir va a ser la mía", me dijo, con un tono que entonces no supe si era de tristeza o ironía. No lo tomé en serio y le pedí que, si estaba tan seguro, la escribiera él y me ahorrara el trabajo (y el disgusto, debí agregar). Él insistió, entre risas, y ambos prometimos pensar en el artículo de su muerte. Menos de seis meses después, el 14 de julio de ese mismo año, Bolaño moría en España, víctima de una larga enfermedad hepática.
No sé por qué, esa tarde de julio, mi jefe no volvió a pedirme que reuniera opiniones de escritores, en ese caso acerca del creador de Los detectives salvajes . Yo no cumplí mi palabra, no escribí su necrológica (me gusta y me da miedo pensar que lo estoy haciendo ahora). Bolaño sí cumplió la suya, y de sobra, con 2666 , su monumental novela inconclusa, toda una necrológica enloquecida y brutal cuya última palabra es "México". En otra de las conversaciones que sostuvimos, siempre por vía telefónica, le reclamé que nunca apareciera por su teóricamente queridísimo Distrito Federal. Hasta donde yo sabía, lo más cerca que había estado de volver al país al que le debía, según sus palabras, su "formación intelectual" había sido en 1999, cuando Chile fue el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Bolaño ya tenía su pasaje y había comprometido su participación en varias mesas literarias, pero a último momento prefirió quedarse en casa y pidió que en su lugar se invitara a Pedro Lemebel. "¿Por qué no vienes, si aquí se te admira, tienes amigos y la ciudad te encanta?", llegué a preguntarle alguna tarde. "Porque no se regresa al lugar del crimen", me respondió, otra vez, con un tono entre irónico y triste. Y otra vez, como si fuera un destino o simple irresponsabilidad, en aquella ocasión yo tampoco lo tomé en serio. Hasta ahora, cuando pienso que "México" fue la última palabra que escribió e intento ver allí una pista que delate al prófugo imposible de atrapar.
Pero, ¿cuál es el "crimen" cometido por Roberto Bolaño? ¿A quién o a quiénes afecta su "delito"? ¿Y qué huellas conviene seguir para absolverlo o condenarlo? En las calles de Barcelona, el esténcil con su retrato compite con los grafitis hiphoperos o las pintadas en favor del nacionalismo catalán. El pasado jueves 10 se presentó en Pekín la traducción al chino mandarín de Los detectives salvajes . En Estados Unidos, 2666 recibió el National Book Critics Award, y Time la eligió como la novela del 2008. Por esos días, la dirección de la cárcel de Huntville, en Texas, le negó el pedido de Los detectives salvajes al preso número 1.385.412, ya que el libro "transgrede el manual de orientación para reos". Un año antes, The New York Times y The Washington Post destacaron a Los detectives salvajes entre las diez mejores novelas de 2007. En octubre pasado, el temido agente literario Andrew Wylie, actual encargado de los derechos de la obra del escritor chileno, dio a conocer la aparición de El Tercer Reich , novela oculta e inédita de Bolaño, de quien su editor español, Jorge Herralde, nunca había tenido noticias. Y hace apenas tres meses se anunció que Gael García Bernal podría interpretar a Arturo Belano (álter ego de Bolaño) en la versión cinematográfica de Los detectives salvajes , dirigida por el mexicano Carlos Sama. El extraño y heterogéneo caudal de noticias a su alrededor y la creciente mitificación de su figura confirman que Bolaño se ha convertido en un fenómeno global de la literatura latinoamericana, un impacto que en términos de aceptación crítica en otras lenguas sólo parece comparable al que en su día conquistó Gabriel García Márquez con Cien años de soledad (1967). Si lo de Bolaño fue un crimen, hay motivos para pensarlo como un crimen perfecto.
¿Y sus huellas? Para aquella FIL de 1999, Bolaño rechazó el viaje a Guadalajara pero no la invitación a escribir un artículo en una edición especial del suplemento cultural Hoja por Hoja , en ese momento la principal publicación de la feria, de distribución gratuita. El motivo de su artículo era José Donoso, por cierto uno de los escritores ampliamente homenajeados en aquel encuentro. El texto de Bolaño, "El misterio transparente de José Donoso" (compilado en Entre paréntesis ), empieza de la siguiente manera:
Me cuesta escribir sobre Donoso. En casi todo estoy en desacuerdo con él. Cuando agonizaba, leí que pidió que le recitaran "Altazor", de Huidobro, y la imagen de Donoso en una cama de la que ya no iba a salir, escuchando los versos de "Altazor", me pone enfermo. No tengo nada contra Huidobro, me gusta Huidobro, pero ¿cómo alguien que se está muriendo puede querer que le lean ese poema?
Sigue así:
La herencia de Donoso es un cuarto oscuro. En el interior de ese cuarto oscuro pelean las bestias. Decir que él es el mejor novelista chileno del siglo es insultarlo. No creo que Donoso pretendiera tan poca cosa. Decir que está entre los mejores novelistas de lengua española de este siglo es una exageración, se lo mire como se lo mire.
Y concluye:
Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno.
Tal vez valga la pena aclarar que los "donositos" a los que se refería en ese párrafo eran muchos de sus colegas presentes en la FIL. Con semejante artículo-bomba, el autor no necesitó ir a la feria para estar allí y en boca de todos. El tono, el gesto y el sentido de la oportunidad visibles en "El misterio transparente de José Donoso" manifiestan los intereses de un escritor para el que la intervención y la ética literaria eran tan importantes como la obra (y de alguna manera la complementaban). Si Donoso encarnaba el rol del padre de la narrativa chilena, ahí aparecía Bolaño para dar, con tantos argumentos como recelos, la nota discordante. En sus años de joven promesa había hecho lo mismo en México, por entonces contra Octavio Paz, de quien saboteaba sus lecturas públicas junto a su amigo Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives salvajes ). "Bolaño tuvo una clara estrategia de solitario que impone su ley, repudia la convención, descree de la gloria y sus poderes. La condición única era su signo", escribió Juan Villoro en el prólogo a Bolaño por sí mismo . En una ya célebre entrevista para la edición mexicana de Playboy , la periodista argentina Mónica Maristain le preguntó por qué le gustaba llevar siempre la contraria, a lo que él respondió, magistral: "Yo nunca llevo la contraria". Y a Eliseo Álvarez le confesó que se hizo trotskista porque no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".
Sus ídolos eran los "pistoleros, exploradores, gambusinos, gauchos, hombres apartados de la ley común pero que se asignan a sí mismos una moralidad severa, determinada por las arduas condiciones de su oficio", recuerda Villoro. En una entrevista donde se le preguntó de qué forma regresaría a la Tierra después de muerto, Bolaño contestó que lo haría convertido en "colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora". Como los francotiradores, el detective salvaje en persona sólo era tal si actuaba en soledad (a lo mejor por eso disfrutaba tanto la presencia de los amigos, como han asegurado Rodrigo Fresán, Antoni García Porta y Villoro, entre otros compañeros de ruta). Hijo de un boxeador, parecía creer que sus palabras sólo tenían sentido si las pronunciaba desde el ring. Lo curioso es que sus provocaciones y desmesuras, hoy transformadas en la marca registrada de una rebeldía neobeatnik, tienen más de guanteo con un sparring que de pelea por el título mundial. Años después de atacar a Octavio Paz en su propio territorio, comentó en más de una oportunidad que admiraba algunos de sus ensayos y al menos "cuatro poemas" suyos. La crítica a Donoso termina por orientarse a sus probables discípulos. Y de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, prohombres del boom a los que alguna vez miró con desconfianza, en 1999 afirmó que "son superiores, y no creo que el tiempo vaya a perjudicar sus obras". En cada escaramuza del hombre que trabajó como descargador de barcos (en Francia) y sereno de un camping (en España) no late el dogma concluyente del gurú, sino la búsqueda permanente de quien no ignora que "la literatura no se hace sólo de palabras". La misma búsqueda que realizan Ulises Lima y Arturo Belano en pos de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes , la aventura que recorre la esquiva identidad de Benno von Archimboldi en 2666 .
Tal vez el crimen no tan perfecto de Bolaño haya sido sostener que el oficio literario exige algo más que destreza lingüística, sin ser nunca lo suficientemente explícito con lo que trataba de decir. Es posible que no haya manera de ser explícito en esas cuestiones; quizás en la literatura y el arte hay ciertos asuntos importantes que no se pueden explicar. No parece exagerado afirmar que el escritor chileno murió en el intento por ser lo más claro posible en este asunto, y que de veras lo fue gracias a la insólita potencia que vibra en 2666 . "Muchas pueden ser las patrias de un escritor, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura -dijo, en voz alta, en su discurso de agradecimiento por el premio Rómulo Gallegos a Los detectives salvajes -. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso." En sus libros, en especial Estrella distante y La literatura nazi en América , da la impresión de que el mayor peligro de la literatura consiste en la formación de eruditos inmorales, torturadores ilustrados, "dandys del horror", en palabras de Villoro. En Bolaño, la cultura no salva, y por el contrario, muchas veces es garantía de exquisita sordidez. Como en los cuentos de Llamadas telefónicas , el narrador -de fuerte impronta autobiográfica- advierte que el mundillo de escritores y críticos es de lo más turbio y dudoso que se pueda imaginar, y allí sospecha que la presunta nobleza del arte debe de estar en otro lado. Ante ese panorama, el detective salvaje busca, y en su investigación descubre que tal vez aprenda a saltar al vacío si es fiel a una fuerte ética literaria y personal. El escritor sube al ring, y ahí descubre que enfrente lo esperan los enigmas de su oficio. La ética y la estética son lo mismo. Por eso es que salir a dar batalla es tan importante como escribir un gran libro.
Con razón, el crítico español Ignacio Echevarría ha señalado que la figura dominante en la obra de Bolaño es el poeta. El prosista consagrado se veía a sí mismo como poeta, y los poemarios Tres , Los perros románticos y La universidad desconocida son algo más que la bitácora del narrador clandestino. En su mirada, el poeta es aquel donde ética y estética consuman su particular matrimonio, lo más parecido a un superhéroe de la literatura. En alguna entrevista, el autor dijo que si tuviera que asaltar el banco más seguro del mundo lo haría en compañía de poetas, y el relato "Enrique Martín" comienza con un enunciado que también es una declaración de principios: "Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo". Durante una cena, a Villoro le dijo: "Soy un marine; donde me pongas, resisto". Y en el formulario con el que pidió la beca Guggenheim, a la hora de rellenar el apartado de "trabajos realizados", Bolaño anotó: "Todos los oficios". La extraordinaria candidez que recorre a los jovencísimos Ulises Lima y Arturo Belano en la búsqueda de los secretos de la poesía (y de la vida) parece asomar en ese formulario indiscreto. Con la candidez no se va muy lejos, pero el mundo no se cambia si no se es un poco cándido. ¿Qué seriedad hay en el escritor que pide una beca y se define como trabajador de "todos los oficios"? La insobornable seriedad del cándido. En esa línea, quienes lo conocieron recuerdan que le gustaba considerarse "cazador de cabelleras". La frase aparece en el relato "Sensini" y apunta a los escritores que, como el propio Bolaño, vivían de alzarse con los jugosos e ignotos premios literarios de provincias. Pero el premio máximo del "cazador de cabelleras" es conquistar la del rival más poderoso (Paz, Donoso) y cuidar la propia, tarea para la cual quizá no haya nada mejor que haberse ejercitado en "todos los oficios". Aunque el mundo lo entienda y lo valore por eso, o no lo entienda y lo desprecie por la misma razón.
Hoy resulta difícil saber si el éxito de Bolaño es una huella que lo condena o lo absuelve en su peculiar aventura literaria y vital. Es el escritor en lengua española más reconocido de su generación, y la unanimidad que tanto despreciaba comienza a amenazarlo. A mí me gusta creer que la clave de su presente y futuro está escondida en una escena de La pista de hielo (1993), novelita muy menor si se la compara con Los detectives salvajes o 2666 . El fragmento en el que pienso es cuando Nuria, campeona de natación, entra en el mar, y uno de los personajes masculinos, enamoradísimo de ella, la sigue. Nuria avanza y se mete cada vez más adentro entre las olas; el hombre da su mejor esfuerzo para alcanzarla y cuando llega advierte que no tendrá energías para volver. Para él, cada brazada es algo que lo conduce a la felicidad o al abismo, y lo único seguro es que el momento es un mal momento; sin embargo, y aun en contra de las evidencias, las da igual, simplemente porque es algo que no puede dejar de hacer. A lo lejos, desde el mar, la playa es un horizonte alucinado e imposible, pero la mujer se acerca y lo ayuda para que pueda regresar. Del mismo modo, Bolaño y su literatura fueron más llá de donde creían poder ir, y serán algunos de sus nuevos lectores -no el marketing ni el cine- los que ubiquen sus libros, ilusiones y salidas de tono en su justa dimensión. De eso se trata el verdadero crimen perfecto.