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sábado, 27 de diciembre de 2014

El ogro detrás de su escritorio

27/Diciembre/2014
Laberinto
Ignacio Trejo Fuentes

Cuando nació sábado, suplemento cultural del diario unomásuno, Gustavo Sainz hizo La semana de Bellas Artes, que se insertaba los miércoles en cuatro periódicos, entre ellos el propio unomásuno. El tiraje de sábado no superaba los 40 mil ejemplares, en tanto el de La semana… alcanzaba los 300 mil. Y eso despertó envidias. Amigos mutuos me dijeron que Huberto Batis hablaba pestes de nosotros (yo formaba parte del equipo de Sainz) y nos acusaba de pendejos. Ni modo.

El chiste es que solicité una beca del INBA–FONAPAS (antecedente claro de las actuales promociones del FONCA) y, al enterarme que quien decidía en la rama de ensayo, en la cual participé, era el maestro Huberto Batis, me di por perdido. Sin embargo, cuando se publicaron los resultados vi mi nombre entre los ganadores, y me lo confirmó un telegrama. ¡No lo podía creer: Batis me había elegido! En la fiesta que se hizo (grandiosa, rimbombante: eran tiempos de administrar la riqueza del país) me acerqué a Huberto para agradecer la distinción, y me dijo: “No te bequé a ti, sino al tema que vas a manejar”. Y era que mi investigación habría de girar en torno a la obra de Juan García Ponce, acaso el amigo más cercano de Huberto. Nunca trabajamos, y solo nos veíamos en la caja del INBA cuando íbamos a cobrar nuestra beca.

En ese tiempo, yo colaboraba en las páginas de cultura de Excélsior (por invitación de don Edmundo Valadés), y me sorprendió mucho que Huberto me llamara para hacer el recuento de narrativa mexicana de fin de año en sábado. Lo hice, y le gustó al maestro. Meses después me propuso integrarme a su suplemento, y acepté (también se mudó de medio Sandro Cohen).

Es más que sabido que Huberto Batis tiene fama de ogro furioso. Lo es, aunque también es un hombre magnífico, generoso y, sobre todo, muy simpático. Debo decir que en esos días uno debía entregar su mecanuscrito en la redacción (ahora esa importante fuente de noticias chismes se ha perdido (des)gracias a las nuevas tecnologías). Y sí, vi a Huberto despotricar contra algún colaborador, hacer pelota su texto y tirarlo a la basura. Mas cuando estaba de buenas, sacaba la cabeza de la montaña de periódicos y libros que era su escritorio y se ponía a contar cosas sabrosísimas que nos hacían orinar de la risa.
Cuando llegué a unomásuno Huberto se encargaba, además de sábado, de la sección metropolitana del periódico: él solo casi hacía todo el periódico. Me dio una columna en el suplemento y otra en las páginas del diario; se llamó “Colonia Roma”, donde publiqué, cada semana, textos de corte urbano que darían pie a mis libros Crónicas romanas y Loquitas pintadas. Batis es mi maestro, aunque nunca tomé clases académicamente oficiales con él en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (soy de Ciencias Políticas y Sociales), donde Huberto tiene siglos enseñando (me dijo: “Me quieren correr los de la UNAM, por viejito; pero yo no me quiero ir”) y tiene, también ahí, fama de ogro. (Su nieta Mariana fue mi alumna en Ciencias Polacas.)

A mí solo me tocó sufrir su carácter un par de veces, y por eso me siento privilegiado. Huberto leía de pe a pa cada colaboración, pero las mías recibían su VoBo y se iban de inmediato al taller. Pero me tocó: le entregué mi texto y se puso a leerlo; luego dijo, con gesto severo: “¡Cómo puedes hablar bien de esta tipa si es una ladrona y además no es escritora!” Se trataba de Yolanda Vargas Dulché, la autora de historietas célebres como Memín Pinguín, quien acababa de morir.  Decía en mi artículo que, además de ser importante su trabajo en el rubro de las historietas, había publicado un libro de cuentos cuyo contenido era totalmente distinto al de sus cómics. “No te encabrones, maestro”, le dije, “préstame una máquina (no había computadoras en la redacción) y escribo algo distinto”. Su respuesta fue categórica, letal: “Es tu opinión, y es tu firma”. Le puso el VoBo. Lección de periodismo.

Recuerdo a Batis armado siempre de su cámara fotográfica. Retrataba a todo mundo, y en especial a las chicas, a las que hacía posar en el que sería el famoso “diván de sábado”. Las publicaba cada semana, aunque algunas, por demasiado “atrevidas”, fueron excluidas. Eso me remite a la aventura Bibi Gaytán.

La chica era un monumento, su piel era una palpitación, un embeleso, un embrujo. Y escribí de ello en mi columna. Batis la ilustró, y estuvo de acuerdo en la belleza de la niña. Después, inventé que había un Club de Adoradores de Biby Gaytán, y convencí a mis amigos (también “adoradores”) de escribir poemas y textos alusivos. Jorge Esquinca, Francisco Conde Ortega, Francisco Hernández, Vicente Quirarte celebraron a la diva. Y Batis publicaba todo, cada semana y con nuevas fotografías. En mi locura, publiqué que se había formado el Club de Adoradores de Bibi Gaytán a nivel nacional, y dije los nombres de los escritores–delegados en cada estado de la República: Élmer Mendoza en Sinaloa, Esquinca en Jalisco, Julio Ramírez en Oaxaca, etcétera. Mi amigo, el excelente poeta quinatanarroense Javier España, me habló, compungido: “Oye, qué es eso del Club; tengo decenas de solicitudes de credencial”. Lo maravilloso fue que hubo respuestas en los medios de comunicación: “¡Cómo es posible que los poetas celebren a esta chica!”. Enrique Serna intentó contraatacar con Gloria Trevi, pero fracasó. Más tarde, Rubén Bonifaz celebró con sonetos a Lucía Méndez. “Copión”, le dije, y celebramos comiendo tacos en La Lechuza.

Una tarde, estábamos emborrachándonos en una cantina del Centro, nos habló Batis para decirnos que Bibi lo visitaría para agradecer tanta publicidad. Corrimos hacia el unomásuno, pero llegamos tarde: el cabrón de Huberto llamó a fotógrafos del diario, se hizo tomar fotos con la bella y la sentó en su diván. Y no solo eso: cenó con ella. Moríamos de rabia. (Como prueba de eso, Batis conserva la tenía en la redacciónuna foto de tamaño natural, emplastada en triplay, de Bibi. Cuando se fue del periódico, se la llevó consigo la foto y la tiene en su departamento de Tlalpan.)

Huberto Batis inventó la sección “Desolladero”. Se trataba de que los lectores respondieran a los periodistas, aunque eso, de pronto, desembocó en lo que el título de la sección conllevaba: un descuartizadero. Nos tirábamos a matar, sin ninguna piedad, y eso, aunque cruel, abrió otro cauce en el periodismo mexicano: la réplica, sana o insana.

¡Ah! Hay que leer al Huberto Batis no periodista, sino al crítico, al analista académico. Sus libros (supongo que se les menciona en otra parte de Laberinto de este día) son verdaderas joyas.

Gracias, José Luis, por hacerme recordar a uno de mis maestros de toda la vida, en más de un sentido. Y, por supuesto, gracias, Huberto, por tu amistad.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Novelas ejemplares

18/Noviembre/2013
Laberinto
Ignacio Trejo Fuentes














Con su tino acostumbrado, Gabriel Zaid dijo que Jorge Ibargüengoitia no escribió El Quijote, aunque sí varias novelas ejemplares. Yo agregaría sus obras de teatro, sus cuentos y sus piezas periodísticas no menos ejemplares.

            El guanajuatense inició su carrera artística en la dramaturgia, pero la crítica despreció olímpicamente sus obras aduciendo que eran, en general, protagonizadas por jovencitos que no podían decir nada (algo que ocurriría años después con la literatura de José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña et al), y sus escasas puestas en escena fueron insalvables fracasos (solo después de la muerte del autor algunas fueron revaloradas), de manera que mandó al diablo al teatro e incursionó en la narrativa con los cuentos de La ley de Herodes y sus novelas ubicadas en la geografía inventada por él: Plan de Abajo, Cuévano, etcétera, con excepción de Maten al león. Y a diferencia de su ruda experiencia teatral, sus obras en prosa recibieron de inmediato el aplauso de la crítica y, fundamentalmente, de los lectores comunes y corrientes.

            Uno de los propósitos de Jorge fue desmitificar pasajes determinantes de la historia nacional. En Los relámpagos de agosto propone una lectura diferente de la Revolución Mexicana: según él, la gesta fue en realidad un carnaval de traiciones, golpes bajos entre falsos generales que provocaron la muerte de millares de inocentes, los de a pie. El enigmático titulo de la novela proviene de un dicho de la gente del Bajío: en agosto, los relámpagos aparecen por rumbos inusitados, y se dice que los despistados, los que no saben nada de nada, andan como los relámpagos de agosto, a lo pendejo. ¿No es un título perfecto, de acuerdo a lo postulado en la obra?

            En Los pasos de López (en la edición española se llamó Los conspiradores), sus mortíferos cañonazos apuntaron a los hechos de la Independencia de México: nuestros “héroes” fueron, en realidad, una pandilla de facinerosos, comenzando por Miguel Hidalgo, quien fue mujeriego, parrandero y jugador, y luego asesino y al final un chillón ante la inminencia de su muerte, como lo demuestran documentos que otros novelistas han expurgado y vuelto novelas (Eugenio Aguirre, entre ellos). En ambos libros, Ibargüengoitia baja de su pedestal a los próceres, los vuelve seres de carne y hueso, humanos, y por lo tanto  más creíbles y auténticos.

            En otros libros continúa empeñado en descabezar mitos.  Maten al león es una “antinovela del dictador”: a diferencia de las novelas clásicas de esta especie, el sátrapa de la isla caribeña acaba con todos los que se habían confabulado en su contra y sigue tan campante, haciendo su voluntad sin que ya nadie pueda oponérsele. Dos crímenes es una antinovela policiaca, en la cual se denuncia la prevaricación, la simulación y la impunidad: los malhechores triunfan, y la “justicia” sirve para maldita la cosa. Dos crímenes me parece una de las obras mayores de Ibargüengoitia, porque es, por añadidura, una espléndida muestra de cómo debe manejarse el erotismo en literatura.

            Otra de las novelas maestras  —y no desdeño a las demás, respetando la afirmación de Zaid—  de Jorge es Las muertas, en la cual recrea las tropelías y crímenes de Las Poquianchis, lenonas o madrotas que asolaron varias poblaciones de Guanajuato y de Querétaro: reclutaban a jovencitas pobres e ignorantes y las prostituían  (las esclavizaban), y muchas fueron asesinadas y enterradas en el jardín de uno de los prostíbulos clausurados y en un rancho propiedad de aquéllas. Esta pieza espeluznante me lleva a otras consideraciones.

            Aunque es por demás dramática, la obra contiene sobradas dosis de humor, aunque el escritor detestaba que lo consideraran humorista. Uno de los capítulos abre así: “Blanca era negra”. Y el episodio donde, con el propósito de aliviarla, las mujeres “planchan” literalmente a una de las putas, es estremecedor, pero uno no puede evitar reírse.

            Pese a la oposición de Ibargüengoitia, estimo que era dueño de un sarcasmo y un sentido humorístico majestuosos, incluso en pasajes u obras enteras donde predomina la tragedia. Prueba de ello es Estas ruinas que ves, ubicada argumentalmente en Cuévano (máscara de Guanajuato), donde un grupo de profesores y empleados se lanzan al asedio de una bella mujer recién llegada, de quien se corre el rumor de que cualquier emoción fuerte la mataría, de modo que los cazadores se alejan de ella: todo fue un ardid de alguno para conseguir eso, aislarla de la jauría.


            No quiero terminar sin decir que Ibargüengoitia escribe como si estuviera platicando en la sala de su casa, en el café o en el parque, con una naturalidad impresionante, y quienes saben de eso señalan que en literatura, la aparente naturalidad es una de las empresas más difíciles de conseguir.  Ese estilo “campechano” campea también en sus deliciosos artículos periodísticos, reunidos en varios volúmenes por Joaquín Mortiz, y que hay que leer. De paso, debe recordarse que muchos de los personajes de las obras teatrales de Jorge reaparecen en sus novelas, e incluso el argumento de un par de ellas cobró forma de novela con resultados más que felices. Y felices son y serán los lectores de este escritor indispensable.