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miércoles, 8 de octubre de 2014

Los trazos de la infancia

5/Octubre/3014
Confabulario
Fernando Fernández

Las conversaciones grabadas de los miércoles se caracterizan por su espontaneidad: no hay temas preestablecidos ni nada que se parezca a un cuestionario. Es notable la disposición de Almela para abordar sin prejuicios cualquier asunto que se me ocurra proponerle, venga a cuento o no, sea de su interés particular o no tanto, sobre los libros que ha leído o las personas que ha tratado de cerca o lejos… y de contestar a cuanto le pregunte, por comprometido o peliagudo que en principio pueda a mí mismo parecerme. Si consigo interesarlo, monologa largamente y casi todas las veces con su característica erudición, tomándose los minutos que juzgue necesarios.

Lo que no quiere decir que no conduzca él mismo la conversación a los temas que le interesan, que elige con cuidado semana a semana, saca a cuento con naturalidad en cuanto le parece oportuno y va desgranando sin la más mínima noción de prisa, como si el tiempo estuviera siempre de su lado. Es verdad que ya desde que llego, si me fijo bien, puedo tener pistas de los lugares por donde andará la cosa: papeles o libros dejados a propósito en el brazo del sillón del lado en el que yo me siento; un pequeño montón de sobres manila puestos entre él y yo; una caja a sus pies, en la que apoya el bastón de proporciones fabulosas que le regaló el poeta Julio Hubard…

Es sabido que los viajes son una de sus especialidades más preciadas, él que ha sido casi toda su vida un sedentario: si el destino es el Tíbet, por ejemplo, se rodea de los libros que tiene sobre el tema, entre ellos una guía en inglés tan traída y llevada que se diría que cruzó el mundo y ascendió de su mano hasta el Potala; si en cambio se trata de Venecia, ediciones especializadas, guías de museos y edificios profusas de datos históricos, biografías e imágenes; o si Ginebra, como sucede con recurrencia relativa, una serie de mapas viejos cada uno más destartalado que el otro en los que me hace buscar los rincones de la ciudad en los que vivió con sus padres entre 1936 y 1942, es decir de los dos años a los siete de su edad. (A últimas fechas le he prestado un par de biografías ilustradas de Borges en las que suele haber fotos de los tiempos del poeta argentino en la ciudad helvética.)

Pero las ciudades extranjeras, con ser una de sus especialidades, son apenas una vertiente de su interés. En una ocasión pasamos parte del miércoles hablando de una bellísima colección de libros de arte japonés (Hokusai, Utamaro, Hiroshige…), impresos en Japón y solicitados en la Librería Británica en 1958, que acabó regalándome. Otra tarde escuchamos en un pequeño aparato, en el que fue poniendo cintas grabadas veinte años atrás, algunas piezas para Ondas Martenot, ese instrumento musical poco menos que indescifrable que tanto le simpatiza. Aunque, por supuesto, el asunto puede carecer completamente de referencias físicas como sucede la gran mayoría de las veces, pongamos por caso con Dante, al que vuelve una y otra vez: por ejemplo hace poco me explicó su lectura personal, que por cierto se opone a todas las que él conoce, de cierto verso del Canto Primero del Infierno —y por ningún lugar apareció siquiera rastro de alguno de los volúmenes anotados por su admirada Dorothy Sayers.

Desde luego, la cosa se agrava si el tema es la historia de su vida: los papeles y los libros que tienen que ver con ella brotan como hongos mágicos. Hace poco dejó de mi lado del sillón un ejemplar del segundo tomo de la obra en cuyas galeras, ayudando a su padre como atendedor en 1945, se inició en el oficio de lector de pruebas. Se trata de Productos químicos y farmacéuticos, de Francisco Giral-Rojahn, y fue el título crucial para que “coagulara” —así dijo— su entusiasmo por la química.

Hace no mucho, el tema fue la infancia. Los lectores de Deniz saben que el texto fundamental sobre su llegada a México y sus primeras impresiones del país es “Verano del 42”, publicado originalmente en 1991 por El Tucán de Virginia y la revista Milenio, un poema extenso en ocho partes cuyos versos finales resumen su postura respecto a esa edad: “Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz. / Interesante sí lo era”.

En esa ocasión, en cuanto me senté a su lado, me señaló un par de cajas casi cuadradas, no muy grandes ni muy profundas, que estaban colocadas —una encima de la otra— en el sillón a mi derecha. Durante una hora larga fui sacando de una de ellas toda suerte de documentos escolares, ginebrinos y defeños: calificaciones, retratos, fólders… Sobre todo, cuadernos: primero los de la etapa suiza, hechos a mano por su padre aprovechando materiales diversos, que acusan lo complicado de la situación económica de la familia una vez perdida la Guerra Civil en abril de 1939.

La circunstancia del padre, Juan Almela Meliá, empleado del gobierno de la República en un organismo internacional con sede en Ginebra, estaba ya seriamente comprometida cuando a partir del 1 de septiembre de ese mismo año —fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial— empeoró con la disolución de la Sociedad de Naciones, para la que trabajaba, lo que lo obligó a incorporar todo género de economías y ahorros, a inventarse un nuevo oficio y hasta a cultivar un huerto doméstico. Almela hijo recuerda a Almela padre volviendo de la biblioteca pública donde acababa de consultar cómo construir una conejera o sembrar unas zanahorias… La tapa de uno de los cuadernos, por ejemplo, en la que puede leerse “Almela y Castell, Juan. Français” y en cuyas páginas el niño Deniz hace ejercicios en esa lengua, está forrado con una bolsa de papel de estraza.

Es mucho el contraste entre los ejercicios de escritura suizos, de fines de los años treinta, y los mexicanos, de sólo dos o tres años más tarde. Desde hace mucho tiempo oigo a Almela referirse a su “letra ginebrina” y ahora entiendo lo que quiere decir. La letra que se enseñaba hacia 1939 en Suiza es la que (me consta) la Secretaría de Educación Pública introdujo en las escuelas mexicanas hacia 1973, y que me parece que aquí se llamaba script: son casi cuarenta años de distancia que dan idea de nuestro atraso educativo —que me temo que hoy se ha triplicado y debe ya andar más allá de la centuria…

Al llegar a México, el niño Almela fue obligado a olvidar la letra nítida, perfectamente legible, aprendida en Ginebra, para adoptar las escritura que entonces se hacía en el país… Según él, y a las pruebas es justo remitirnos, su caligrafía entró en crisis. Con los años, sin embargo, la letra ginebrina fue reapareciendo hasta resplandecer en la escritura almeliana de los días actuales.

Los cuadernos de este lado del océano parecen lujosos comparados con los europeos de la inmediata preguerra: son de la marca Primavera, anuncian que tienen 120 páginas y muestran en la tapa, como aprovechando cada resquicio para extremar sus fines pedagógicos, una especie animal (por ejemplo, el halcón común) con un texto explicativo que continúa en la contratapa, en la que aparece la “tabla de dividir”. Con sentido del humor, a la preposición “De:”, el niño Deniz, de nueve años, escribe en uno de ellos: “Juan Almela Castell y Cía.”

Para otra ocasión dejo un asunto que me interesa en particular: los poemas transcritos por su mano que confirman, de manera anecdótica si se quiere, la pertenencia de su poesía al tronco más firme de la tradición hispánica, del Marqués de Santillana a Góngora. El hecho de que haya ente ellos un Machado o hasta una anónima “Oda al Obrero”, delatan que el niño Deniz ya está inscrito en el Colegio Luis Vives, fundado por refugiados españoles —ingreso que sucedió a partir de 1945, cuando tenía 11 años, después de que desapareciera el Colegio de los Insurgentes donde hizo los dos primeros cursos en la capital mexicana y fue vacunado desde el principio, afirma, contra los “excesos” (se refiere a las posturas forzadas, los énfasis y las retóricas) del exilio político español.

La mayoría de los dibujos infantiles está en una carpeta aparte, hecha por su padre, quien escribió con pulso firme: “Dibujos de BOTÁNICA y GEOGRAFÍA. Juan Almela Castell.” Pero a ellos se han añadido otros: una interesante mayoría de tema egipcio, y dibujos de anatomía humana, de plantas y animales, muchos de ellos calcados.

De común acuerdo con el poeta, que me ha regalado la carpeta, y que primero me expresó sus dudas respecto de que alguien pudiera interesarse en su contenido pero luego me manifestó suavemente su curiosidad por todo el asunto, he decidido publicar el puñado de ellos que ilustra este artículo. Quizás sólo deba añadir que ninguno es posterior a 1946, es decir que todos fueron hechos antes de los doce años del poeta, y que anuncian desde muy pronto los intereses que conocemos del futuro Deniz.

sábado, 16 de agosto de 2014

En los 80 años de Gerardo Deniz

16/Agosto/2014
Laberinto
Fernando Fernández

Para celebrar los 80 años del poeta Gerardo Deniz que se cumplen en agosto de 2014, podría referirme a los más diversos asuntos, quizá todos interesantes y oportunos, 

como comentar los materiales que han aparecido a propósito precisamente de ese aniversario, empezando por el poema inédito que publica la revista Letras Libresllamado “Murgas”, sobre cómo hiere la música cuando nos toma desprevenidos y sensibles, y que lo mismo puede ser una antigua tonada popular, como aquella que dice “Marinerito arría la vela, que está la noche tranquila y serena”, que una pieza dramática de Scriabin, poema que se acompaña de un espléndido artículo de Aurelio Asiain, uno de los genuinos primeros denicianos; 

o la discusión que publica Tierra Adentro entre tres jóvenes escritores sobre un poema de su libro de 1978, Gatuperio, seguida de una inteligente nota sobre la faceta de Juan Almela como traductor de algunos autores esenciales, entre ellos Georges Dumézil; 

o la entrevista que incluye la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, en la que nuestro poeta recuerda detalles significativos y curiosos sobre las dos etapas en que trabajó para esa casa editorial, como aquel extravagante funcionario que dividía los libros entre los dedicados a la administración de empresas y todos los demás, los de historia o de literatura o de ciencias, a los que se refería como “libros para exquisitos”, o las amistades que hizo entre la revisión de traducciones y galeras, por ejemplo con Alí Chumacero por los días caricaturescos en que el viejo poeta de Nayarit fue expulsado de la editorial por sus supuestas ideas comunistas, o la amistad que hizo con el pequeño ratón que asomaba en su cubículo en aquella sede del Fondo que estaba en la calle de Parroquia, cuando hacia el oriente no había más que basureros y basureros y las oficinas de la editorial estaban plagadas de moscas; 

o referirme al fenómeno de la enorme cantidad de jóvenes que sobrepasa con mucho el número de lectores de las generaciones anteriores para quienes Deniz era sobre todo un autor para iniciados, la enorme cantidad de nuevos escritores que lo leen con entusiasmo legítimo y para quienes el gran poeta, reacio siempre a todas las militancias, ha resultado una suerte de bandera sugestiva y poderosa, aunque el asunto provoque entre algunos entusiastas de la primera hora una reacción crítica del tamaño de la perplejidad que provoca en el mismo Almela; 

o podría dar cuenta de algunos proyectos que están en proceso de llevarse a la realidad, como la transcripción de las 60 o 70 horas de audio en las que Almela habla de todo lo humano y lo divino, echa luz sobre los rincones más recónditos de su vida y de su obra, que fueron recogidas en interminables conversaciones de los miércoles de tres largos años entre 2009 y 2012, y que tarde o temprano, ordenadas por temas o por fechas y acompañadas de un gran índice onomástico, podrían aparecer en forma de libro, un libro en el que quede constancia de la manera originalísima que tiene el poeta de expresarse también coloquialmente; 

o el volumen de poemas de vejez, el primero en casi diez años de silencio, que reúne las composiciones que Almela ha escrito un poco a ciegas, con letra dubitativa y temblorosa en cuadernos de diversos tamaños, y de los que ha dado ya a conocer un puñado en algunas publicaciones periódicas, como el emotivo “Patria”, en el que intercala el relato de su única visita a España en más de 70 años con algunos pasajes de su vida amorosa, o el peculiarísimo “Mosca”, en el que cuenta las peripecias de una mosca que sobrevuela la Ciudad Universitaria y el Pedregal de San Ángel, libro que ya tiene título, uno por cierto especialmente atinado y acorde con el resto de su obra, tan llena de títulos felices, y que bien podría ver la luz este mismo año; 

o el proyecto de reunir su prosa completa, para el que el poeta ya está en charlas con el Fondo de Cultura Económica, un libro que sería la pareja necesaria de su monumental Erdera, su poesía casi completa editada por esa misma institución en 2005, un tomo generoso que también ya tiene título;

o el de hacer la segunda edición de Visitas guiadas, ese volumen inusitado que apareció en el año 2000 y que desde muy pronto fue inconseguible, en el que el poeta ofrece, como le gusta decir a él, los ingredientes de 36 de sus poemas preferidos, un ejercicio que puso en práctica por primera vez al poco tiempo de aparecer su primer libro con el objetivo de demostrar, siempre según sus propias palabras, que todo lo que incluyen está justificado y es necesario, proyecto de edición que al parecer la Dirección General de Publicaciones de Conaculta ha visto con buenos ojos y que podría cristalizar a principios del año próximo;

o hacer un recuento de los materiales que a lo largo del último lustro he publicado yo mismo en mi página en la red, y que son producto de la cercanía y el asombro constantes, 16 entregas de Siglo en la brisa en las que ha aparecido de todo, entrevistas y poemas, manuscritos y fotografías, dibujos de infancia y cartones de madurez, apuntes de lectura y jeroglíficos anotados, un programa de radio y hasta una conversación pública con estudiantes, material que se mantiene en línea y que en los últimos días he ordenado en un solo post que funciona como índice de consulta fácil e inmediata;

y sin embargo nada de eso me satisface ni me resulta suficiente o apropiado, y me parece más bien que debería de dedicar el espacio que me queda a celebrar al entrañable amigo al que he tenido la enorme fortuna de tratar de cerca de manera ininterrumpida durante los últimos 25 años, hombre genuino donde los haya, erudito, el más colosal del que tengo noticia y sin duda el más memorioso de los mortales,

al que veo echado en su sillón en medio de la estepa de la sala como un gran mamífero rumiante, dedicado interminablemente a hacer la rumia prolija y silenciosa de su propio pasadoo el repaso por los conocimientos más inabarcables de las ciencias y las lenguas y la música,

que lleva en la cabeza una biblioteca anotada a detalle que nunca deja de sorprenderme, como cuando le consulto cualquier cosa, ahora que sé que ya no puede ver, que no es capaz de leer una línea, ni con lupa y al sol como al menos pudo hacer hasta hace poco, y le hablo de la extraordinaria fascinación de mi gata por el agua, por poner un caso de los últimos días, y a la mañana siguiente me pone al tanto de las costumbres acuáticas de los gatos del lago Van de la Anatolia oriental, en Turquía, con una precisión que parece sacada de una monografía especializada, y que no pudo consultar si no fue en la prodigiosa biblioteca que lleva en la cabeza;

para celebrar al crítico de las instituciones y los prestigios ganados con la hipocresía y abonados con la estupidez que está en el aire, y que contrasta con la ternura que también hay en él para describir las costumbres de los pingüinos o de las jirafas o de las garrapatas, el crítico al que casi nunca he oído expresarse sin alguna nota de humor, y en el que hasta la amargura tiene un brillo de lucidez que le da sentido,

porque una enorme cantidad de las muchísimas horas que hemos pasado juntos, ya sea comiendo en un chino, o en un yucateco, en un árabe, o trabajando sobre algún ensayo o una entrevista, o bebiendo largamente en su estudio del Eje 6, o en su departamento de la calle de Torreón, hemos reído a mandíbula batiente;

pero sobre todo, como es natural, para celebrar al poeta, al grandísimo poeta, al hombre de palabras y de mundos singulares, al poderoso dueño de las palabras,

por lo que renuncio a decir nada de lo que pensé primero y decido simplemente unirme al reconocimiento que por sus 80 años estos días le brindan las instituciones culturales, y que viene a sumarse al Premio Villaurrutia que le fue concedido en 1991, y al Nacional de Aguascalientes, en 2008,

y alzo mi copa para saludarte, en fin, poeta, para celebrar tu generosa vida y tu literatura plagada de portentos, y hago por un instante mía la sonrisa invariable con la que asomas a la existencia que nunca acabará de tu magnífica obra,

y acompañado de tus amigos y tus lectores alzo mi copa y te digo ¡salud!

miércoles, 18 de junio de 2014

La vida que nos viene de lo alto: Algaida, de Eduardo Lizalde

Verano/2014
Luvina
Fernando Fernández


a Gabriel Bernal Granados
El comentario de uno de los invitados al programa de radio que organicé en homenaje a Eduardo Lizalde podría hacer pensar que para mí, entre los poemas del autor de El tigre en la casa, no hay otro que haya dejado una huella tan profunda en la poesía mexicana como Algaida. Si no soy la persona idónea para hacer una afirmación de esa naturaleza, puedo en cambio decir que es uno de los que más me gustan. Entre otras razones, porque la expresión del poeta me parece acaso más refinada y conseguida que nunca y sobre todo porque sus temas son algunos de mis preferidos: el jardín, la infancia, el cielo estrellado, el mar, la ciudad perdida. Hay algo más: tengo cierta relación con la historia de sus ediciones, uno de esos vínculos ajenos a la naturaleza de las obras de arte que se han cruzado en nuestro camino que no hacen sino profundizar el apego que sentimos por ellas. En 2007, cuando era director general de Publicaciones de Conaculta, quise hacer que Algaida, que había aparecido tres años antes en una inconseguible edición de lujo, volviera a editarse, esta vez con un tiraje mayor y a un precio más accesible. No fue fácil: como Lizalde era director de la Biblioteca de México, los responsables de la auditoría interna exigieron un trámite para que nadie pudiera ver con suspicacia que Conaculta dedicara algunos recursos a hacer un libro de uno de sus funcionarios. No importaba que ya desde hacía largos años estuviera unánimemente considerado como uno de nuestros máximos poetas e incluso fuera Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte, institución dependiente del propio Conaculta, desde 1994. Después de algunas justificaciones formalizadas por escrito, conseguí la autorización para editar el libro. Por los días en que eso sucedía hubo un cambio administrativo y me fue solicitada la renuncia. Al menos en ese aspecto, me quedé tranquilo: lo más difícil se había conseguido y el poema empezaría a divulgarse como se merece.
     No tardé en sufrir una decepción, y no sólo por las características que los nuevos encargados de la Dirección de Publicaciones le dieron a la colección Práctica Mortal, probablemente más desafortunadas que las que mantuvo durante los años previos, sino porque el poema apareció con un serio defecto: la cornisa en versalitas que supongo que llevaron las galeras mientras fueron trabajadas, y que decía «algaida» seguida de un número arábigo, nunca fue suprimida, y de esa forma llegó a la imprenta, aun cuando interrumpe el despliegue del texto incluso en los lugares en los que no hay punto, entorpeciendo imperdonablemente su lectura. De esa manera, el gran poema sigue sin una edición accesible que circule de acuerdo a su calidad y su importancia.
     A lo largo de varias lecturas cuidadosas he ido haciendo algunas anotaciones y este artículo no pretende sino poner orden en ellas. Según explica el diccionario, la palabra algaida, que viene del árabe hispánico alḡáyḍa, y ésta del árabe clásico ḡayḍah, significa «terreno arenoso a la orilla del mar». Ya desde la primera estrofa el poeta anuncia que hablará de las grandes modificaciones que el tiempo opera en nosotros, tales y de tal magnitud que al final de nuestra vida podemos decir que somos otros. Esta frase, que solemos usar de manera metafórica, cobra un significado más profundo cuando consideramos lo que opina la ciencia: cómo de tanto en tanto se renuevan todas y cada una de nuestras células, con el paso del tiempo somos otros literalmente. Es así como me gusta interpretar los versos que siguen, que son de la primera página del poema; nótese cómo la segunda estrofa proyecta la imagen de los sucesivos hombres que hemos sido, uno a uno, enfilados y muertos, convertidos en una cordillera de dunas y médanos:
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo [...]
para reconstruirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.
A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir (p. 11).
Los dos epígrafes que siguen a la dedicatoria («a Hilda, mi ángel», en alemán) ya habían adelantado su temática y en cierta medida también su tratamiento específico. El primero reproduce las palabras iniciales de las Metamorfosis de Ovidio, «In noua fert animus mutatas dicere formas corpora» («El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos cuerpos», en traducción de Bonifaz Nuño). El segundo es el último verso del Infierno de Dante («e quindi uscimmo a riveder le stelle»), lo que nos hace pensar que el poema será por lo menos en algún sentido un descenso, y que al volver a la superficie nos esperará la visión de las estrellas en el cielo todavía nocturno, tal como dice la famosa línea del florentino.
     Si bien el poema no está dividido en capítulos o cantos ni presenta marcas gráficas de separación —o no, al menos, decididas por el poeta—, sus partes se suceden de manera orgánica y el blanco que se produce entre ellas puntúa sus «episodios» (aunque el defecto de la segunda edición nos impida darnos cuenta de ello). Texto ricamente descriptivo, Algaida es una inmersión del intelecto y la imaginación por los territorios del pasado, en el que todo resplandece con luz particularmente poderosa. El mundo ha sido desprendido de sus explicaciones —mitológicas, religiosas, históricas— y rueda sin rumbo por la gran bóveda celeste. En el centro de la experiencia humana está el jardín, el eje originario en el que el hombre ha sido puesto por un designio ajeno a su voluntad y en donde su soledad cósmica se consuela con lo que los sentidos recogen de la naturaleza, del que el propio jardín es una suerte de esplendoroso microcosmos. De «tía» suya, como la trata Rimbaud y recuerda Lizalde en el epígrafe que antecede a la primera estrofa («Ô Nature, ô ma tante!»), pasa a «¡Naturaleza amiga, tía carnal de mi prole!» (p. 20). Más adelante, «la madre Natura» se transforma, siempre en expresión irónica, en «sólo tal vez tía política nuestra» (p. 26), eso sí, «riente y jubilosa». Lo que es seguro es que es «hembra», como dice el poeta en esa misma página, de la misma forma en que la «íntegra creación es femenina» y también lo son la palabra alemana para «mundo» y las estrellas. Aunque el poema elogia la naturaleza y celebra el lugar que tiene el hombre en su seno, las menciones directas que se hacen de ella, como se ve, están teñidas de distancia intelectual; todo lo contrario ocurre con sus manifestaciones, como si la idea de la naturaleza estuviera en crisis pero no su sustancia, o no al menos la experiencia que de ella tiene el hombre. Así lo concibe éste en el instante en que está en el mundo: el sabor del membrillo será siempre el sabor del membrillo, al igual que una manzana será siempre una manzana y Aldebarán la misma estrella.
     Todo el que se acerque a Algaida se dará cuenta de la enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan. La explicación está, me parece a mí, en que el poema intenta fijar con la máxima precisión posible aquello que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige que el poeta añada a sus definiciones de las cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e ideas. La «cordillera de médanos» sobre la que escribe obliga a quien rememora a ser exacto, explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado en el uso de la lengua —como siempre ha sido Lizalde— los adjetivos son un elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos adjetivos son los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas en un intento por sobrepujar a la divinidad —una divinidad inexistente a la que es necesario suplir— a lo largo de un prolongado arrebato de felicidad creativa. Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo —es decir, del color por encima de la línea, si puedo decirlo así— hace pensar en los pintores venecianos del siglo xvi (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra, sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):
... los aviesos membrillos acidosos,
la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica epidermis,
la prestigiosa higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario(p. 12).
Véase este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más hermosos del poema. En él los adjetivos vuelven a ser muchos, sin que nos parezcan excesivos, y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).
Y así con todo —o casi todo—, flores y frutos, particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la siempreviva... Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la hermosura de su nombre —de origen árabe, igual que Algaida—, Lizalde no puede sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo verso. Después de afirmar que «la seguidora, la diosa, la pastora gigantesca», como se refiere a ella, es «cincuenta veces nuestro enano astro rey», escribe que brilla rodeada de «su turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes» (p. 21). ¡Qué hermosa línea! «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». La dicción del verso produce en nosotros la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente astro y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera las ofrece al ojo humano: «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». (Yo mismo caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el verso hasta tres y cuatro veces seguidas).
     Muy al gusto de cierta poesía moderna, como la de Eliot, que se caracteriza, como es sabidísimo, por su asimilación de materiales extraños, frecuentemente aparecen en Algaida referencias que descubren el grandioso entramado con que ha sido levantada su fábrica. El ejemplo más obvio es la serie de expresiones que están en otras lenguas porque carecen de traducción o correlato efectivo o prestigioso en español, y que ni siquiera aparecen distinguidas con la letra cursiva: performance y high fidelity (p. 16), alcuna licenza (p. 17), voyeur (26), mise en scène (27). Sin embargo, son más importantes las muchas citas y alusiones de procedencia diversa; mencionadas por sus nombres encontramos alusiones a «el de Tierra Yerma» —Eliot, por supuesto, aunque la cita no provenga de The Waste Land sino de «Cuatro cuartetos»— (p. 14), Ortega y Gasset, de quien se cita el comentario de que no hay una criatura más seria que la vaca (p. 19), Juan Ramón [Jiménez] (p. 25), Pedro [Salinas] (p. 27), don Miguel [de Unamuno] (p. 31). También hay alusiones al «cordobés», que debe de ser Góngora (p. 20), Ungaretti —el de los célebres versos m’illumino / d’immenso (p. 21)—; a Verne y Salgari, Lugones y Herrera y Reissig (p. 22), y hasta al sentencioso soneto que empieza diciendo «Menos solicitó veloz saeta», aquel que en la célebre opinión de Borges es de Quevedo... pero lo escribió Góngora, y que Lizalde parafrasea con el verso «el tiempo que gastando está los años» (p. 33). Y además de todas las citas y referencias anteriores, por supuesto, las que yo no pesco. (En su reseña del poema, Evodio Escalante dice que hay una alusión a Lorca, que yo no he encontrado).
     Si el tema principal de Algaida es el cambio, al que una y otra vez vuelve el poeta mirando hacia la cordillera muerta de los hombres que ha sido, hay un pasaje en que imagina expresamente una de esas transformaciones y que me gusta interpretar, aun cuando está resuelto en clave infantil —o acaso por esa razón—, como un ejemplo evidente de la manera en la que procede el proteico universo: me refiero a la gran metamorfosis que hace que unos «pobres ajolotes» se conviertan en «ranas saltarinas de un haikai», pasen a ser «iguanas y a veces salamandras de azulado topacio» para convertirse en «dragones de setenta prediluvianas toneladas» y por último en «dioses, astros, galaxias» (p. 18).
     Uno de los versos que más me gustan se refiere a la pobreza extrema, a la que se alude en una larga oración sin sustantivo, o, quizás mejor dicho, en la que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que aparecen en forma de aposición: primero «hiena habitual», luego «miseria deplorable» y por último «llameante llaga locamente folklórica». Gracias a que las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que pretenden especificar, la pobreza extrema, se da por sabido —nuevo argumento en favor de que en Algaida la intención calificativa es más poderosa que la meramente nominativa. El poeta se refiere a esa condición de los pueblos sin pan ni agua, recrudecida por el estúpido crecimiento de la ciudad, que hace que la de México —que es la que aparece en el poema— resulte un infernal conjunto de ciudades perdidas. Me interesa fijarme en la última de las tres frases: «llameante llaga locamente folklórica» (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término folklórica, quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está utilizado para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo, después de pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me desperté con él dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder expresivo: «llameante llaga locamente folklórica». Veo en él la llaga ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada por el sonido de las dobles eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o); al mismo tiempo, su significado se me aparece tamizado o, acaso mejor dicho, momentáneamente todavía en suspenso, por la inclusión del término folklórica, una voz que me resulta inusitada en ese contexto. Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de «llameante llaga» como definición de la miseria acabó transportándome a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio locamente no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad, como yo diría que hace Lizalde, por ejemplo, con el verbo dragonear. Las principales acepciones que ofrece el diccionario («ejercer un cargo sin tener título para ello» y «hacer alarde, presumir de algo») aclaran y dan belleza a estos versos —se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:
el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma,
que la dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas (pp. 12-13).
El añadido la, en «la dragoneaba», como diciendo «se las daba de» (el alhelí se las daba de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono coloquial que dudo que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de uso culto, y que da como resultado un efecto cercano y espontáneo que de nuevo me resulta muy sugerente.
     La pérdida del jardín está relacionada con el final de la infancia y la decadencia de la ciudad, y a ello se refiere el descenso al infierno a que alude uno de los epígrafes del poema. El regreso al barrio en la edad adulta aparece marcado por la falta del agua que animaba toda forma en el espacio edénico, y que caracteriza ahora al género de miseria al que se refiere Lizalde. Las imágenes de que se sirve el poeta insisten en mayor o menor medida en esa suerte de gigantesca sequía (nuevamente la duna, el médano, por más que sea limítrofe del mar...), infierno que acaba por marcarlo todo: el barrio es una «lúgubre y terrosa paramera / de casas y tendajones», el día se arrastra «por las calles polvosas» y la villa es una «desdentada gran mandíbula / de figones, tugurios, cavernas de carbón / que muerden al pasar como gaviotas / hambrientas y asesinas, absurdamente desterradas de la costa lejana». Más abajo se habla de los «arrabaleros terregales sin leyenda ni historia», para rematar con la alusión al soneto de Góngora-Quevedo, en el que «cala y corta el tiempo que gastando está los años, / los muros, las aceras, las almas de los troncos / que el viento desarbola todos los febreros / sobre las aguas del antiguo río, / hoy sepultado arroyo bajo asfalto y fierro» (pp. 33-34).
     El momento conclusivo del poema, creo percibir, está unas páginas atrás, cuando Lizalde escribe que «vivimos de lo alto» (p. 21) y nuestras vidas penden de las incontables estrellas. Ocurre unas líneas antes de la estampa que nos deja ver al niño subiéndose a un eucalipto para admirar el cielo nocturno: «pendemos, títeres, de los astros innúmeros / bajo la insondable y depresiva plenitud / de la fáustica comba tutelar». Al final del recorrido, la estrella que asoma en el cielo todavía nocturno hace ver al poeta que, si todo está perdido, algo hay allá arriba que nos nutre y da vida, ese universo a solas cuyas representaciones terrestres desciframos mientras estamos de paso en el mundo, y que a nuestra muerte seguirá supremo, incomprendido y magno sin nosotros:
La Creación a la vista, maestra y ensordecedora obra de nadie,
portento sin gestor, en los matraces
de la perfecta nada concebido (p. 24).
El trazo arquitectónico, la hermosura del glosario y el aliento característicos de Algaida hacen del poema una mezcla que no me parece exagerado llamar perfecta. De la elegancia de su expresión y su belleza he ofrecido algunos ejemplos; he aquí uno de su exquisitez: el episodio marítimo («el mar, rudo operario, / el mar de urgencias masculinas», p. 27), una suerte de intermezzo al que se llega a través de la alusión a los recuerdos infantiles, acaba con un trazo de finísimo pincel. La pincelada es más sutil porque tiene una función de contraste con el carácter del episodio al que sirve de remate: Lizalde dice que el mar, que descarga un poder terrible durante el día (cada una de las imágenes que recrean ese poderío es muy atinada, como aquella que dice que el mar «rompe el corazón enamorado de las rocas»), por las noches en cambio «escribe ya sus tankas de altamar y sus poemas orientales», y arma esta deliciosa imagen en la cual, sin decirlo expresamente, digamos que apenas sugiriéndolo, un par de barcas que flotan junto a la playa aparecen convertidas en un par de sandalias:
Dos barcas a la orilla:
se ha descalzado el mar
para pisar, desnudo el pie, la arena (p. 29).
El tiempo que ha pasado, que en su tránsito nos ha llevado del oriente al poniente de nuestra existencia, nos deja convertidos en esa pequeña cordillera hecha de los sucesivos hombres que hemos sido, cáscara vecina de una indolencia que no puede describirse si no es en comparación con el inmenso mar: ¿el todo? ¿La nada? ¿El vacío que han dejado la religión y la historia? ¿La inutilidad de la filosofía y la política? ¿La muerte, que todo lo circunda, invade y anticipa? Algo no ignoro: poema escrito a las puertas de la vejez, hecho al mismo tiempo de juventudes agolpadas, revividas en tropel contra la página blanca, Algaida es un reclamo a favor de la única realidad asequible, la de los propios sentidos en diálogo con un universo sin respuestas, elaborado con una sensibilidad extraordinaria y un portentoso bagaje lingüístico.
     En la lógica de sus metamorfosis, me gusta pensar que el título del poema, una vez que nos familiarizamos con su uso, vive su propia mutación: ya no es sólo una palabra, nueva para la mayoría de nosotros, sino una suerte de organismo que termina sufriendo una de las transformaciones ovidianas: de ser el nombre de un médano ubicado al lado del mar, termina por aparecérseme como el nombre de una de las luces nocturnas parpadeantes, como Aldebarán y Algol, por mencionar dos que asoman en el poema. Entre ellas podría estar Algaida, con el magnífico esplendor de una y la cualidad cambiante de la otra. Al salir de su peculiar inferno —inolvidablemente enunciado como «báratro mexica»—, vemos, tal como exige la imagen dantesca, un astro que brilla en el cielo nocturno: es una estrella y se llama Algaida.

Las referencias son a la edición de Conaculta, por ser la que se consigue con más facilidad: Algaida, de Eduardo Lizalde. Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, colección Práctica Mortal, México, 2009.
En ambas ediciones de Algaida, el verso de Dante tiene una errata y dice «la stelle».
Tal es el género de la evocación pasada por la reflexión de toda una vida, que los recuerdos sufren un cambio que se representa en el nivel de la lengua, lo que se percibe no sólo en el uso de los adjetivos. Nótese, por ejemplo, cómo Lizalde escribe que el océano azota «sin clemencia» no las playas sino los «amarillosos tumultuosos recuerdos del mar de Veracruz» y otros rincones del Golfo (p. 27).

sábado, 8 de octubre de 2011

Mi carta de Proust, a subasta

8/Octubre/2011
Laberinto
Fernando Fernández

He visto con divertida sorpresa que la carta de Marcel Proust que alguna vez tuve en las manos, que copié, traduje y publiqué en el verano de 1987 en la revista Alejandría, ha salido a subasta hace unos días. En cuanto posé la mirada en el titular de la noticia, “Rematan cartas de Proust en el DF” (Reforma digital, 27 de septiembre de 2011), me pareció que bien podía ser una de ellas. ¿O cuántos papeles de puño y letra del gran escritor francés puede haber sueltos en la Ciudad de México? El relato de mi historia con el documento me lleva a principios de aquel año, 1987, o a finales del anterior, cuando un amigo me pidió sustituirlo unas semanas en el curso que daba en una escuela privada del Pedregal a la que asistían mayormente mujeres. Como durante el tiempo que duró mi suplencia fui incapaz de no hablar a quien quisiera oírme del entusiasmo que me había provocado la lectura, llevada a buen término recientemente, de las siete partes de En busca del tiempo perdido, la dueña de la escuela me pidió que diera un pequeño curso introductorio a la “difícil” obra. Entre mis alumnas había una señora Rosenblueth, quizás esposa o viuda de un hombre de ese apellido, una persona fina y agradable que participó activamente en el curso. Sin olvidar el aspecto gozoso que debe de acompañar el primer acercamiento a un autor complejo, hice todo lo que pude por poner a mis alumnas al tanto de los recursos literarios, las atmósferas, la trama general y los personajes de la portentosa novela. También fui desgranando para ellas, de manera gráfica y sencilla, una lista de las principales obras de literatura, música y artes plásticas que conforman el gran mundo referencial de Proust. La señora Rosenblueth estaba bastante al tanto de muchos detalles y no se perdió ni una sola de nuestras sesiones. En una ocasión echamos a una bandeja de agua uno de esos pequeños objetos japoneses de papel que se mencionan en el primer capítulo de Unos amores de Swann, que en el contacto con el líquido se despliegan para hacer inusitadas formas sobre la superficie del agua, tal como ocurre en la mente del famoso “narrador” en cuanto alguno de los sentidos (el gusto pero también el olfato, el tacto o el oído) lo devuelve de manera tan instantánea como estremecedora al pasado. Al final del curso, otra alumna —¿o fue ella misma?— me regaló un reloj de bolsillo como un agradecimiento simbólico, según dijo, por haberles ayudado a apreciar algunos de los secretos del tiempo recobrado.

Un día, la señora Rosenblueth contó en clase que tenía nada menos que una carta de Proust que, si no recuerdo mal, ella y su marido habían adquirido en un viaje a París. La misiva, afirmaba con la autoridad de quien había revisado una edición de la correspondencia proustiana, era inédita. No sólo eso: generosamente, esa misma mañana me la ofreció para publicarla en la revista literaria que yo hacía con unos amigos de la Facultad de Filosofía y Letras. Por supuesto que a ellos y a mí, todos aprendices del oficio de la escritura, nos hizo mucha gracia que nuestra publicación universitaria —que por más que fuera diseñada bajo la asesoría de Alberto Kalach se elaboraba a máquina de escribir con imágenes pegadas con métodos domésticos sobre referencias espaciales trazadas poco menos que con regla T—, una revista que no circulaba más allá de los pasillos de la Facultad, estuviera a punto de sacar a la luz un pequeño manuscrito de uno de los grandes escritores del siglo XX.

Firmada un martes del otoño de 1894, la carta no es mucho más que una nota de las que debían de mandarse por centenas, de París a París, o de París a Versalles (como por lo visto es el caso), probablemente en la mañana para ser recibidas antes de la hora de comer y que hoy quizás equivaldrían a correos electrónicos. Está dirigida a Robert de Montesquieu, al que Proust ha conocido apenas el año anterior y en quien luego se basará para armar a uno de los personajes de su novela, el Barón de Charlus. En la misiva de la señora Rosenblueth, Proust le cuenta a su amigo aristócrata que ha colocado su nombre en una novela que está en poder de un editor, y añade que si esa obra tiene algún valor es porque lleva su nombre, el de Montesquieu, de la misma manera en que “en las calles oscuras, donde las casas no tienen estilo ni perspectiva las esquinas, el paseante sueña con el nombre leído a la entrada” (copio de mi propia traducción). Luego añade: “El apoyo que espero de usted es el mismo de las calles Théophile Gautier, etc…, del escritor por quien ellas son nombradas”. El interés del documento, por lo menos hasta donde alcanzan mis conocimientos sobre el tema, radica en su escritura misma, quiero decir en el complejo estilo emocional característico de nuestro autor.

En cuanto la señora Rosenblueth me entregó la carta, le hice unas buenas reproducciones y la traduje apoyado en mi flamante certificado de la Alianza Francesa, el cual —dicho sea de paso— no me sirvió luego para mucho más. También escribí una nota de presentación. Modestos y todo, no nos andábamos con pequeñeces y en la portada de aquella entrega de Alejandría, la de su primer aniversario, anunciábamos unos sonetos de Lorca que dábamos también como inéditos (y que en algún sentido lo eran), que pescamos quizá de una revista española por los días en que acababan de darse a conocer cerca de mil páginas desconocidas del poeta andaluz. Además de algunos jóvenes escritores, en el número colaboraban el narrador puertorriqueño José Luis González, Marco Antonio Campos y José Pascual Buxó. La entrega se completaba con unos poemas de Ramón Xirau y Rubén Bonifaz Nuño, y como siempre con traducciones y “aproximaciones” (en el sentido del término que puso en circulación José Emilio Pacheco) de Eliot, Ritsos, Safo, Ungaretti y Cardarelli. Las ilustraciones para nada desmerecían el elenco: nos las había prestado Juan Coronel y eran de su abuelo, Diego Rivera.

Hace unos días, en cuanto leí en internet la noticia de que iban a “rematarse” unas cartas de Proust, salté a la página de la casa Morton y de ahí a la ficha del lote número 100 de la subasta 608, que se llevó a cabo la mañana del sábado primero de octubre. En la ficha, leyendo las primeras líneas en su francés original, confirmé mi suposición: era mi carta. Si hace un cuarto de siglo tuve alguna duda sobre su autenticidad, el segundo de los dos documentos que ahora la acompañan parece dejar resuelta la cuestión: una “transcripción mecanografiada y [un] certificado de [la librería, quiero creer] Auguste Blaizot, fechado en ‘Paris le 25 Novembre 1976’”.

Como se comprenderá fácilmente, he vivido el hallazgo con divertida sorpresa pero debo de confesar que también con un pequeño dolor. Y es que el episodio tiene un sesgo que comparte con las historias de los amores contrariados. Me explico: cuando nuestra revista estaba ya en imprenta, con una portada que anunciaba en primerísimo lugar la carta proustiana, me llamó la señora Rosenblueth para decirme que lo había pensado mejor y que prefería ofrecerla a una publicación de mayor importancia. Su inesperado cambio de opinión me puso en un brete: los negativos de la revista estaban haciéndose en el momento en el que hablábamos por teléfono. Entonces me vi forzado a tomar una decisión editorial arriesgada: publicar mi traducción y mi nota pero ni una sola de las imágenes del documento original, y mucho menos su texto en francés. Así podríamos salir a la calle en tiempo y forma sin atentar contra el contenido del número, y al mismo tiempo nos cuidábamos de garantizar que la carta quedara, en rigor, inédita. Jamás pensé, vaya, ni de chiste, que fuera una lástima no tener los 100 o 120 veinte mil pesos que Morton estimaba como precio anterior a la salida en venta. Pero qué quieren, sentí que algo que de alguna manera era mío se ofrecía al mejor postor sin que pudiera hacer nada por remediarlo.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Fernando Vallejo: la conquista de la novela

24/Septiembre/2011
Laberinto
Fernando Fernández

Hace unas semanas recibí por correo una extraña petición: que contara cuándo y en qué circunstancias había sido alumno de gramática de Fernando Vallejo, tal como yo mismo dije según se afirmaba en un reciente artículo de prensa. Quien se dirigía a mí de esa manera, uno de los principales especialistas en la vida y la obra del escritor colombiano, añadía que mi testimonio le interesaba porque la “faceta docente” de Vallejo “no se había mencionado en público hasta ahora”. Antes de despedirse, solicitaba mi autorización para citar mi nombre como fuente de tan novedosa información. Primero pensé que era una broma y me dieron ganas de inventar yo mismo alguna historia, dando dos o tres pistas falsas. Al rato se me olvidó la cuestión. Días más tarde, el especialista en Vallejo volvió a la carga. Entonces hice una pequeña búsqueda en la red para ver si había por ahí algo que justificara el asunto. Allí estaba: un artículo publicado a fines de agosto, a raíz de la concesión del premio de la FIL a Vallejo, en el que el escritor Álvaro Enrigue me adjudica esa declaración, hecha según él por teléfono en 1994, en los tiempos en que yo dirigía Viceversa y él colaboraba en la revista. El impresionante título del artículo, “El vaivén entre realidad y ficción en la obra de Fernando Vallejo” (página en la red de CNN México, 30 de agosto), está bien puesto, al menos en lo que a mi presencia en él se refiere.

Que la memoria falsee los recuerdos es cosa frecuente y comprensible. No lo es tanto el que se evoque en público un episodio falseado y quien lo haga se cuide de decir explícitamente que lo recuerda “con mucha claridad”. Veamos lo que escribe Enrigue: “Dos o tres semanas después publiqué una reseña deslumbrada sobre La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge—. Recuerdo, con mucha claridad, que al poco de enviar mi nota me llamó por teléfono el director de la revista, Fernando Fernández, y me dijo con genuina sorpresa que Vallejo había sido su profesor de Gramática en la Universidad, que era un excéntrico y un gran tipo. ‘¿De verdad la novela es tan buena como dices?’ —me preguntó—. Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto, distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”.

Me parece bien que Álvaro dé sus opiniones en algunos periódicos; lo que me sorprende es que lo haga con una prosa torpe y apresurada, impropia de un narrador de sus vuelos. Véase, como ejemplo, la siguiente frase: “en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge”—. Uno puede preguntarse: ¿qué es lo que pasaba por un auge? ¿“La época tal vez más generosa”? ¿Viceversa? Si, como parece, se refiere a la revista, ¿qué apreciación es ésa de que pasaba por un auge “porque los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel”? A continuación escribe que yo le llamé por teléfono y le dije “con genuina sorpresa” que Vallejo había sido mi profesor de gramática. ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Que yo se lo dije “con genuina sorpresa”? Si ya lo sabía ¿por qué iría a sorprenderme? ¿O la sorpresa, como más bien parece que quiere decir, fue suya?

Hay algo de arrogancia en rememorar un episodio del pasado vivido por uno mismo con el único propósito de contar lo que dijo… uno mismo. Peor si no es más que una banalidad. Volvamos al párrafo que nos interesa: Enrigue me pinta al teléfono casi que con el aliento suspendido, poco menos que cayéndoseme la baba, como sucede cuando se asiste a las grandes revelaciones: “¿De verdad la novela es tan buena como dices?”, escribe que le dije. Y él contesta, ya en plan sublime: “Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto [sic], distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”. Aun así, todo sería pasable tratándose de su opinión y hasta expresándola de manera atropellada, si lo que Enrigue recuerda tan claramente fuera verdad. Como tengo una idea de por dónde vienen los tiros, puedo reconstruir la caprichosa operación de su memoria.

Conocí a Fernando Vallejo hace poco más de 25 años, no mucho después de coincidir en la carrera de Letras con un joven actor colombiano que el futuro novelista había traído a México para actuar en la primera de las tres películas que hizo a partir de finales de los setenta. Una tarde de marzo de 1985 mi flamante amigo actor me llevó a conocerlo. Me encantó lo que vi: un hombre sensible, lúcido y quizás un poco desaforado que hablaba de sus lecturas con enorme vehemencia. Por esos días se estrenaba en el género novelístico: acababa de salir Los días azules, la primera parte de un ciclo que iba a llamarse “El río del tiempo” y del que acabaron apareciendo cuatro volúmenes más. Dos años antes el Fondo de Cultura Económica le había publicado “una gramática del lenguaje literario” llamada Logoi. Ese libro, que compré de inmediato, me pareció tan impresionante como su autor en persona: planteaba un recorrido por las principales fórmulas literarias de la tradición, que ejemplificaba en sus lenguas originales: español, francés, inglés, latín, etcétera. Así como “la crítica [había] estudiado a los escritores bajo el ángulo de su originalidad”, explicaba en el prólogo, su gramática proponía entender “la literatura como el reino de lo recibido, como el vasto dominio de la fórmula, el lugar común y el cliché” (p. 29). De esa forma, uno estudiaba qué cosa era la aposición y luego la veía comportarse en pasajes sacados de Menéndez Pidal o Maupassant, Poe o Colette, James o Brancati, y así ocurría con la elipsis, la metáfora, la sinestesia, entre otros muchos recursos y fórmulas ejemplificados con citas de una interminable lista de autores: D’Annunzio, Valle, Primo Levi, Azorín, Proust, Reyes, Cicerón, Larra, Horacio, Camus…

Si se produjo la conversación que Enrigue en cualquier caso deforma, es seguro que le haya dicho que entre lo que yo conocía de Vallejo estaba esa gramática, de la que debo de haberle hablado con admiración. Pero nada más. Y si le manifesté que me parecía “un gran tipo”, tal como lo sigo pensando, no sé a qué me referiría en cambio si dije algo sobre su excentricidad, dada la connotación más bien negativa de esa palabra. De todas maneras, el alejamiento de Vallejo de ese centro (hecho de reflectores y premios, éxito del que sea, presencia en periódicos y televisión…) que buscan con afán algunos escritores, más su dedicación al trabajo en silencio y la envergadura característica de sus proyectos, me hacen creer que aunque no lo hubiera dicho quizá sea una manera acertada de describirlo. Véase, en ese sentido, la preponderancia que en su artículo da a los reconocimientos Enrigue, que empieza hablando de Vallejo pero acaba haciéndolo del premio de la FIL y de los escritores que afortunadamente ya están en posibilidades de ganarlo. Por cierto, es interesante preguntarse por qué recuerda ahora como “deslumbrada” aquella nota que en efecto apareció en Viceversa (número 19, diciembre de 1994) pero que, tal como se dará cuenta quien la lea, es difícil describirla con justicia con ese adjetivo.

A mediados de los años noventa, Vallejo se hizo muy conocido como el gran narrador que es, idéntico al hombre con el que conversé hace poco más de un cuarto de siglo, la primera vez que estuve en su casa: lúcido y sensible, pero también desaforado y casi tremebundo… He leído algunas de esas novelas escritas en su madurez literaria y que ha usado, si puedo decirlo así, para descarnar, desbocarse, dolerse, aullar. Quizá la discusión más interesante en torno a ellas sea la que supone el punto de vista desde el que invariablemente están narradas: la preeminencia de la primera persona por encima de la tercera y la muerte del narrador omnisciente, por su artificiosidad e inverosimilitud. En cambio, sólo lo visité una vez más: un sábado de mayo de 2007, cuando en presencia del antiguo joven actor colombiano y de Raúl Ortiz, su amigo traductor de Lowry, lo oí disertar con vehemencia sobre los defectos de Cien años de soledad, en su opinión una obra muy sobrevalorada.

Con la perspectiva que da el tiempo creo que lo que más me impresiona de Fernando es la historia de su conquista de la novela, ese género más bien tardío que mayormente se entrega sólo a quienes saben aguardar para conocer sus secretos. Si es verdad que no he leído algunas de sus obras, por ejemplo su apretada biografía de Barba Jacob, que aguarda desde hace años en mi librero, y menos aun La puta de Babilonia cuyo tema no me interesa, mi apreciación de Vallejo está llena de respeto, cariño y admiración. Su conocimiento de la lengua pero también el cine, la sexualidad, el amor a los animales y su desgarramiento de su país de origen, me parecen las estaciones de una pasión por el género que ha cristalizado en una de las obras más expresivas y vigorosas de la literatura hispanoamericana de la actualidad.