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domingo, 4 de enero de 2015

Un resumen (incompleto)

4/Enero/2015
Jornada Semanal
Verónica Murguía

Una de las cosas que más me gusta leer los fines de año son las listas de lo mejor y lo peor. Los mejores libros, los peores vestidos en las alfombras rojas, los políticos más hipócritas, las cirugías plásticas más evidentes, las metidas de pata más ridículas, las fotos más impresionantes del National Geographic, etcétera.
Creo que estas listas son muy reveladoras y que resumen las cosas de forma eficaz, aunque es rarísimo que me tome alguna en serio. ¿Por qué? Porque como sabe cualquiera que haya tratado de hacer una lista, nunca están todos los que son, ni son todos los que están. Yo misma he intentado hacer alguna y las únicas que me salen más o menos bien son las que enumeran lo que aún no he hecho. Esas son largas, precisas y urgentes. Son listas de deberes, de aquello en lo que he fallado. Sospecho que esto que acabo de escribir le resultaría muy revelador a un psicoanalista: a mí me angustia.
Así, en tres segundos se me ocurre que: 1. Debo ir al dentista y, esta vez, terminar el tratamiento. 2. Buscar unas clases de francés. 3. Lavar las vestiduras del coche porque huelen como a gasolina. 4. Arreglar el clóset y donar la ropa que no uso (el suéter lila, del que llevo hablando tres años, todavía no aparece). 5. Debo cambiar la graduación de mis lentes porque ando como míster Magoo y no saludo ni a mi madre si está a más de diez metros de distancia .6. Bajar cuatro kilos. 7. Llamar al tapicero porque el gato ha destruido totalmente los sillones. 8. Dejar de ver series de televisión porque pierdo el tiempo como si mi expectativa de vida fuera de doscientos años. 9. Debo parar de hacerle cosas a mi ropa –como ponerle mangas de telas diferentes para “desconstruirla”, porque luego ando vestida como una tía de los locos Addams y 10. Organizar mi existencia.
¿Qué tal? Es una buena lista: válida, precisa y me salió del magín en lo que canta un gallo. En cambio, las listas de lo que me ha hecho feliz me confunden.
Recuerdo hace tiempo, sentada alrededor de la mesa con unas colegas, Mónica Lavín preguntó: “¿Qué es lo mejor que leyeron este año?” Ella misma nos dijo “Yo, Pregúntale al polvo, de John Fante.” Las otras se quedaron pensando un momento y dijeron los títulos que a ellas les habían parecido los mejores. Yo, hasta la fecha no sé si dije algo, porque procedí a hacerme unas bolas que más bien parecía que me habían preguntado cómo solucionar la situación nacional.
Esa misma noche llegué a casa y traté de, por lo menos, hacer una lista con los diez mejores libros del año para mí. Sin pretensiones críticas o imposiciones de ningún tipo. Y, chin, me seguí haciendo bolas: ¿poesía y prosa en la misma lista?, ¿cuenta lo mismo una relectura que una lectura nueva? ¿No amerita una lista aparte la literatura juvenil? No, odio el término. Pero bueno, tanta trilogía que uno lee para ver en qué andan los chicos… ¿Cuentan los libros que se leen para investigar? ¿Valdrá la pena hacer una lista para los amigos y otra para los desconocidos, extranjeros y muertos ilustres?
Este año, ni lo intento. Tengo un Kindle, por lo que puedo contar qué he leído, aparte de los libros de papel, que por alguna razón me tomo más en serio. Y esto, por extraño que parezca, lo comparto con muchos otros lectores. El otro día en una preparatoria, es decir, en un lugar donde la mayoría de las personas sabe mucho más de tabletas, iPhones, apps y esas cosas que yo, unos chicos me dijeron que cuando les gusta mucho un libro electrónico ahorran para comprar el de papel, porque lo quieren tocar. Yo he alucinado, porque esa es la palabra, que he tenido en papel el libro de Cortázar Clases de literatura, que compré en Kindle. Creí recordar y es un recuerdo falso, la portada y el tacto del papel.
En 2014 leí  treinta y cuatro libros digitales. Medio leí otra docena que dejé porque no lograron interesarme (que suele no ser culpa del libro, sino mía) o porque comencé otros. Abandoné dos por miedo: uno sobre el cáncer y otro sobre lesiones y plasticidad cerebral. Digo miedo y no exagero: se me salía el corazón. Son libros de divulgación científica que me dejaron temblando. En cambio, ni chisté con dieciséis libros policíacos que devoré como si fueran pasteles.
¿Cuál fue el mejor libro que leí? Como dije, no puedo decidirme. Pero sé cuál quería leer y todavía no le hinco el diente, razón por la que me siento vagamente culpable: El ruiseñor, de Donna Tartt. Lo tengo en papel.

domingo, 6 de julio de 2014

Reina Matute

6/Julio/2014
Jornada Semanal
Verónica Murguía

Hoy que escribo este artículo, murió la escritora española Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir espléndidos, llameantes ochenta y nueve años, y tenía un libro en preparación. Voy a extrañar la imagen de su rostro en los periódicos: la nariz de águila, los ojos vivísimos ceñidos por las arrugas, el pelo blanco: la belleza de una anciana que supo ser al mismo tiempo alegre y melancólica, franca y enigmática. Ironizaba ferozmente sobre sí misma y desdeñaba las alabanzas, pero también apreciaba a los buenos lectores y amaba los libros.
Comenzó a escribir muy joven. Terminó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, aunque la daría a la imprenta una década después. Ganaría entonces el Premio Planeta. Fue prolífica –publicó quince novelas– pero también hablaba con naturalidad de un bloqueo que le impidió escribir durante dieciocho años, años felices, pero ensombrecidos porque en ellos no hubo escritura.
Y es que para Matute la escritura no era solamente un oficio: fue la tabla de salvación que le impidió naufragar en las tempestades familiares; el lugar desde donde consideraba el mundo y la pócima para sanar los maleficios de la guerra que la marcó profundamente. Escribo esto y no puedo huir del lugar común: la guerra la marcó. ¿Y cómo no? ¿Quién puede cerrar los ojos ante los muertos? El raro valor que le otorgó después a la vida, a los animales y las flores, quizás procede del contraste de la tierra yerma a fuerza de ser quemada y el mundo que construyó con sueños y palabras. Su obra tenía dos vertientes: la fantasía y la postguerra. Y estas dos vertientes de signo distinto fluían del mismo venero, la infancia.
En 2010, durante la ceremonia en la que se le otorgó el Premio Cervantes leyó: “San Juan dijo que ‘el que no ama está muerto’ y yo me atrevo a decir que el que no inventa, no ha vivido.”
Matute misma se burlaba de la aparente paradoja de su talante. Se le clasificó como una escritora neorrealista, pero su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua se tituló “En el bosque” y es una apasionada defensa de la imaginación, en especial la que se expresa en los cuentos de hadas.
Quizás por eso sus relatos están llenos de imágenes crueles y tiernas, de cadáveres de niños, de árboles devastados, de jardines donde crece la cizaña. Un día, en una entrevista le preguntaron por qué hay niños muertos en sus libros y contestó con sencillez: “Es que da la casualidad de que los niños también mueren.”
Este aplomo tan poco cursi se despliega en el diorama de sus cuentos de hadas, muchos de ellos para adultos, como el inclasificable volumen Los niños tontos de 1956. En este libro, formado por veintiún cuentos protagonizados por niños, Ana María Matute se revela como una creadora de mitos: los niños juegan, desean, sufren, se transforman, tienen celos, matan y son muertos. La relación de sus protagonistas con la naturaleza es estrecha y tempestuosa, alejada de toda corrección política. El perro, eterno acompañante del hombre, es en estos cuentos la sombra benévola del mundo que atestigua a la distancia los dolores humanos. Es el único deudo en el entierro de un niño, le trata de salvar la vida a otro que desea morir.
Rara vez callaba sus preferencias: sabía que muchos críticos y algunos de sus lectores valoraban los libros realistas sobre los de fantasía, pero ella no. El libro que prefería de su producción era Olvidado rey Gudú, un tomo de más de setecientas páginas y que ocurre, naturalmente, en la Edad Media, el espacio temporal de privilegio para los mitos. En el reino de Olar, Gudú llevará la corona, pero está maldito. A pesar de su valor y su belleza, no podrá amar y será condenado al olvido. El ritmo de este libro es el brioso saltarello medieval: el violento contraste entre la ternura y la furia, la carcajada y la muerte dolorosa. Abundan las batallas, los jefes valerosos y crueles, hay un eunuco flaco llamado Tuzo, jinetes bárbaros que se pierden en la brumas de los tremedales, una reina que urde conspiraciones tras el trono (Ardid se llama, para que no haya duda), un príncipe bueno y una princesa tonta. Todo lo mira y lo impulsa un trasgo aficionado al vino que, a su pesar, se va alejando del mundo humano, como fatalmente el mundo contemporáneo se ha ido distanciando del espíritu para sustituirlo por el tosco culto al dinero y la fealdad.
Matute lo sabía y le irritaba. Por eso escribía. Y por eso la voy a extrañar.

jueves, 24 de octubre de 2013

La lectora hechizada

19/Octubre/2013
Confabulario
Verónica Murguía


En la literatura fantástica el libro mágico es un objeto común y corriente. Los libros encantados suelen ser puertas que llevan a otros mundos, grimorios que susurran maldiciones, volúmenes que muerden a los dueños o tratados envenenados. En la vida real, sin embargo, son escasos los libros que provocan reacciones tan intensas en los lectores y, cuando esto sucede, es inolvidable.

El día que leí el ensayo “Nuestra natural inclinación a depredar” contenido en el libro Mors repentina del doctor Francisco González Crussí, sentí físicamente cómo preguntas que me he hecho desde hace muchos años, adoptaban una forma mejor y más clara. En las oraciones diáfanas y concisas que cierran ese hermoso ensayo se resumían algunas interrogantes que me han preocupado siempre, pero que nunca pude formular con esa nitidez.

Experimenté el placer de entender, descrito por mi amigo Juan Almela como una suerte de delicioso acomodo, de tintineo luminoso. Esto podrá parecer banal, una experiencia cotidiana en la vida de un lector avezado, pero es poco frecuente.

La prosa de González Crussí es una mezcla excepcional de erudición, serenidad y humor. Su extenso trato con la muerte y la enfermedad abre panoramas sorprendentes al lector, ya que no hay nada en el cuerpo humano que le parezca indigno de reflexión. Las moscas, el corazón, el falo, la vejez, el intestino grueso, el anorrecto, los monstruos, las dificultades en el parto, lo erótico, los olores, en fin, todo aquello que somos, le interesa y sabe cómo ilustrarlo con anécdotas, citas, diálogos e imágenes.

Hay pocos ensayistas más amenos y elegantes: por los libros de González Crussí desfilan reyes enfermos, niños maltratados, anatomistas heroicos, generales chinos, teólogos, dioses, caníbales y gigantes en una procesión organizada y puntual al servicio de la idea que el autor ensaya.

Su método es atraernos con preguntas y colocarnos ante el diorama de la Historia; señalar aquí y allá lo más colorido, explicar lo más difícil de comprender con el lenguaje más noble y claro, y devolvernos con una idea nueva, brillante como una moneda recién acuñada, a la interrogante inicial.

Antes de llegar a Mors repentina, había leído con alegría Notas de un anatomista y Sobre la naturaleza de las cosas eróticas. Ya había decidido leer todo lo que González Crussí publicara, fascinada por la naturalidad con la que describía la autopsia de un gigante, o por su brillante análisis de los celos. Sin embargo, la lectura de “Nuestra natural inclinación a depredar” lo convirtió en una especie de guía personal, título que quizás le parezca oneroso al autor, pero que justifico de esta forma: después de leer el ensayo decidí que la conclusión pasaría a formar parte de mí, que adoptaría la postura allí descrita y procuraría no abandonarla. Quedé hechizada, como por un libro mágico.

Y es que el tema es, ni más ni menos, nuestra propensión a la violencia, a la destrucción. Sobra decir que a él se han dedicado científicos, moralistas y teólogos. González Crussí traza, desde la perspectiva de un médico, una genealogía de nuestros impulsos que hunde las raíces en el humus primordial del que está hecho el cuerpo, pero el texto no se resuelve en explicaciones meramente biológicas.

Como un árbol, el razonamiento se eleva para ramificarse: comienza por el análisis del hambre y las formas de saciarla; sigue la anatomía del intestino; las enfermedades (por ejemplo, la descripción de un tricobezoar: tumor hecho de pelo comido), pasa por el canibalismo histórico y mítico y culmina con una suerte de plegaria que manifiesta la vocación estoica y afirmativa de un escritor que, desde el primer libro, nos dejó entrever una inteligencia agudísima animada por la compasión.

Inteligencia que, además, suele considerar las cosas desde ángulos insospechados. Quizás se deba al lugar que el doctor González Crussí ocupa en el mundo: es, por cierto, un mexicano que vive en Estados Unidos y que, generalmente, escribe en inglés. Los títulos de sus dos libros autobiográficos se refieren a esta particularidad. El primero lleva en el nombre un verso de Edmond Haraucourt: Partir es morir un poco. El segundo es la respuesta del Coriolano de Shakespeare a quienes lo destierran de Roma: Hay un mundo en otra parte.

Un escritor de esta inteligencia no escoge nada al azar: Partir es morir un poco es el recuento de un desprendimiento, de un viaje sin regreso desde México al mundo. No hay amargura en este libro, pero sí una suave ironía: para el autor, el pasado es todavía más inasible si se vive lejos del escenario de los recuerdos. Hay un mundo en otra parte es la exploración de esta separación: lo que significa en la vida de un escritor estar en otra parte.

Si además este hombre es un artista entre científicos y un científico entre artistas; un escritor de habla española que redacta en inglés; un médico preocupado por el rumbo por el que nos puede llevar la tecnología en momentos en los que el prestigio de ésta es enorme, y un mexicano sin machismo, concluiremos que este autor está habituado a sopesar las cuestiones que lo ocupan desde los lugares más inusuales.

Traducirlo ha sido una de las experiencias más felices de mi vida. Para mí, traducir es hacer una lectura superlativa, intentar sumergirse en un estilo, un método.

Leer a Francisco González Crussí me ha enseñado a pensar con más claridad y a escribir mejor: no se le puede pedir más a un autor.

domingo, 22 de enero de 2012

Prohibido pensar

22/Enero/2012
Jornada Semanal
Verónica Murguía

En este país, en el que nadie lee y la educación está al nivel del suelo, tenemos una actitud ambivalente ante la cultura. Por un lado nos lamentamos: no hay lectores y poquísimas librerías; en otros países donde se habla castellano, como España, Cuba, Argentina, Colombia, Chile y Uruguay, se lee más que en México. Nadie va al teatro, a la danza, a la ópera, a las exposiciones. ¿Leer divulgación científica? Menos. Somos ignorantes. Un desastre.

Con la cabeza gacha acabamos afirmando, convencidos, que la educación es la única salida para el atolladero nacional. Todos estamos conscientes. Hay propaganda en las calles instándonos a leer: en las fotos aparecen actores y cantantes pop con libros en las manos. Pobres. Salen en la foto con la misma cara de estupor que tendrían la mayoría de los escritores que conozco si los pusieran sobre un elefante. “Lee veinte minutos al día”, imploran los spots radiofónicos. Veinte minutos. El tiempo mínimo de ejercicio que se debe hacer diariamente, según la Secretaría de Salud. La verdad es que veinte minutos es muy poco, ya sea de lectura o de ejercicio. Vamos a terminar obesos y sin saber cómo escribir diabetes.

Por otro lado, la cultura se nos antoja al mismo tiempo rígida y vagamente irrisoria; aburrida y aristocratizante. Nadie admite que repudia los libros, pero muchos se jactan alegremente de no leer, sin ambages, como si retaran al establishment, cuando no hay establishment menos lector que el nuestro. Si escuchamos radio o vemos televisión, nos daremos cuenta de que la mayoría de los locutores, publicistas y redactores de anuncios no sabe para qué sirven las preposiciones y que los políticos suelen conjugar verbos en tiempos desconocidos para el resto del universo. Las revistas de sociales están redactadas con los pies, las de espectáculos ni se diga.

Quienes sí leen acostumbran elogiar lo que leen por entretenido, enfatizando que no es pesado o difícil de comprender. Yo no sé cuándo la lectura adquirió la obligación de ser divertida y ligera, pero ese es un deber de los programas cómicos, no de los libros. El arte no es un florero, ni tiene el compromiso de ser inocuo o decorativo. Pero el público, esa abstracción tirana, exige que las artes escénicas tengan propuestas simples; que las novelas no propongan problemas arduos y que la poesía sea transparente. Si a uno le gusta la ciencia, las matemáticas, la música clásica o la poesía del Siglo de Oro, corre el riesgo de que le digan pedante, fatuo, afectado. Creo que muchos prefieren ser tildados de burros que de culteranos. Es como la vergüenza infantil de ser el matadito de la clase.

La excepción a esto fue el escándalo suscitado alrededor de la admirable metida de pata de Enrique Peña Nieto en la FIL. Sus detractores y adversarios políticos se apresuraron a demostrar que ellos sí leen –las declaraciones de Josefina Vázquez Mota, autora del libro Dios mío, hazme viuda por favor, fueron, quizás, las más pretenciosas–, pero pocos asociaron el nivel cultural del candidato del PRI con el problema de la educación en México. Enrique Peña Nieto no es una anomalía: es un producto típico, cien por ciento vernáculo. Si analizáramos cualquier encuesta relacionada con la educación, veríamos que el candidato es uno más entre millones que no leen. En México no leen el candidato ni los votantes; los ricos ni los pobres; ni hombres ni mujeres.

Por supuesto, el caso del candidato priísta es distinto, pues aspira a gobernar un país del que ignora todo. Hay muchos asuntos de los que sólo se puede enterar leyendo. Si no, ¿cómo puede un hombre con sus recursos económicos enterarse, caray, de cuánto cuesta un kilo de carne?

Enrique Peña Nieto no tiene disculpa. Educarse o no, en su caso, fue una elección determinada por la ambición y el talante; no lee porque quizás le parece una pérdida de tiempo. No lee porque no le importa enterarse de nada y finge que lee porque en este país la mentira es moneda corriente. O, ¿debemos creer que de verdad es el autor del libro México, la gran esperanza, como asegura?

Yo, al menos, no creo que un hombre que no ha leído un libro en su vida sea capaz de escribir otro. Tampoco le creí a Vicente Fox cuando presentó el suyo, ni a Niurka, quien se describe a sí misma como filósofa y poeta. En fin. Ya lo decía Thomas Mann: a nadie le cuesta trabajo escribir, el único para quien resulta difícil es para el escritor.