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domingo, 19 de noviembre de 2017

'Nietzsche, héroe del espíritu': un texto desconocido de José Revueltas

19/Noviembre/2017
La Jornada Semanal
Evodio Escalante

La influencia de Friedrich Nietzsche en la cul-tura mexicana se hace sentir en Julio Ruelas y los escritores de la Revista Moderna, pasa por los Ateneístas y los Contemporáneos, llega a Octavio Paz y José Revueltas y de ahí se sigue hasta nuestros días sin solución de continuidad. No hay prácticamente un período de nuestra cultura en el que no puedan discernirse los signos de su presencia. Lo que se ignoraba hasta el momento es que José Revueltas, el más destacado nuestros escritores de filiación mar-xista, también resintió, así sea de manera “secreta”, su poderoso influjo. Aunque es cierto que nunca se menciona a Nietzsche en Los días terrenales ni en Los errores, las dos novelas más emblemáticas de Revueltas, la toma de posición antiteleológica de la primera (el adveni-miento del comunismo no significa el “fin” de la historia), así como el proclamado privilegio del dolor y del sufrimiento como componentes suprahistóricos del existir humano, lo mismo que la definición del hombre como un ser “erróneo” en la segunda, derivan sin duda de las lecturas nietzscheanas de Revueltas, así como, habría que agregarlo, los marcados claroscuros de su dialéctica negativa que lo colocan, como ya lo vio muy bien Henri Lefebvre, más cerca de Theodor w. Adorno que del op-timismo hegeliano y del marxismo vulgar.
Revueltas no sólo leyó a Nietzsche, subrayando sus libros y haciendo en ellos prolijas anotaciones marginales, como ahora podemos saber gracias a las pesquisas realizadas por Brenda Melina Gil, alumna de la carrera de letras de la uam-Iztapalapa, quien ha tenido acceso al lote de libros y revistas que poseía el autor ahora en custodia de la Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, sino que, enorme sorpresa, ¡también escribió acerca de él! En efecto, se encuentra en este acervo un libro de María Teresa Retes titulado Nietzsche, héroe del espíritu y que habría publicado la Secretaría de Educación Pública en su colección “La Honda del Espíritu”, en 1967. María Teresa Retes, como se sabe, fue la segunda esposa del autor. Esta evocación de Nietzsche está precedida por una “Introducción” de apenas tres páginas en las que, de manera escueta, consta al final la firma “j.r.” El poderoso estilo de Revueltas resulta inconfundible, como puede constatarlo el lector. No hay duda de que sólo él pudo haber escrito este texto en el que de manera por lo demás llamativa logra conciliar sus lecturas del joven Marx con la desquiciante idea nietzscheana delsuperhombre. Al igual que Lefebvre lo había hecho antes, Revueltas concluye que el superhombre de Nietzsche no es sino el hombre real, el hombre verdadero, el que todavía no ha podido nacer debido a la larga historia de la ignominia y de la enajenación humana en la que nos ha sumido el torbellino de la historia.
Este texto, hasta ahora ignorado, no fue incluido por supuesto en la edición de las obras completas del autor, a cargo de la fallecida Andrea Revueltas y Philippe Cheron. Tengo una hipótesis para explicarlo. El libro, publicado por la sep en una colección popular de elevada circulación, contenía en portada y de modo sistemático en interiores un error garrafal: deletreaba Nietzche en lugar del correcto Nietzsche. Supongo, de aquí, que los ejemplares fueron guillotinados sin llegar jamás a las librerías.

Nietzsche, héroe del espíritu
José Revueltas

Introducción

La tragedia de Nietzsche en el siglo xx, apenas treinta años después de haber muerto, fue la de su “descendimiento y transfiguración”. Rosemberg y los semi-filósofos hitlerianos se repartieron las vestiduras de Nietzsche al pie mismo del sitio donde estaban crucificadas sus ideas: lo saquearon, lo deformaron e hicieron de él un sangriento, espantoso Rey de Burlas con el que intentaron apuntalar la teoría del Super-hombre ario. El lirismo nietzscheano, humanista en esencia, se transfiguró así en la historia y vesania nazis de la raza germana superior.
El Super-hombre de Nietzsche no es sino la búsqueda del hombre real a lo largo de una atormentada prehistoria humana que culmina –pero aún no se clausura– en nuestro siglo atómico. Lo “humano”, por reflejo de la mezquindad y el enanismo de su tiempo, se identifica en Nietzsche con lo despreciable, lo débil, lo ruin; pero precisamente desde que los hombres comenzaron a hacer su historia, eso es lo inhumano de ellos, lo que los ha enajenado hasta nuestros días y no los deja pertenecerse como hombres; el super-hombre, pues, vendrá a ser el hombre verdadero. Ese hombre envilecido y degradado –antes de ser siquiera humano– por su propia historia enajenada, resume en una sola cosa la cultura occidental y el cristianismo; al reconocerse en ese ser vil que es, trata de sublimarse en el desprecio y en el castigo, en la flagelación del cuerpo y en la expiación del pecado. La cultura cristiano-occidental, con sus Constituciones, sus Leyes, su Moral, deviene en la trasposición hipócrita de hombre; todos los caminos terrenales están cerrados, sólo queda la esperanzada irrealidad del Más Allá. Es por ello que, intrépido, agresivo y solitario, Zaratustra salta a la arena del combate; contra todo y contra todos; es realmente Dios –el ululante dios humano– y Nietzsche no se equivocaba al sentirse y proclamarse ese verdadero Ser Supremo dionisiaco y terrestre.
“¿Por qué este permanente retorno sobre el tema de la salvación, como si nuestra vida en esta tierra no fuera más que un castigo constante?”, se pregunta Nietzsche. Aquí vemos lo estupefacto de su sublevación, su no comprender, asombrado, el por qué los hombres se someten a su propia ignominia y la hacen sobrenaturalmente natural. De aquí deriva entonces su lucha contra el cristianismo por ser éste “humano, demasiado humano”, esto es, un castigo impío, alucinante y bárbaro, lo contrario de la super-humanidad que debemos ser.
“No hay felicidad en nada de lo que hacemos, excepto si lleva el sello de aprobación de la sociedad en que vivimos”, dice. Pero esa es la aprobación que no debe procurarse el espíritu; mas la que debe retar y rechazar. Nietzsche asume de este modo la infelicidad suprema, la de las ideas solitarias, la de una verdad máxima que dispara desde lo más alto de su montaña y que las llanuras sobrecogidas se negarán a comprender.
Sin embargo, Nietzsche no era Dios; esto hubiera sido una trampa de Dios mismo, una mala jugada. Pero sí era un santo, un furioso y amoroso santo demoníaco de la soledad. Y lo decía:
…está desgraciadamente la soledad que tiene una falta total de compensaciones, la soledad debida al fracaso del individuo para alcanzar un entendimiento común con el mundo. Esta es la soledad más amarga de todas, la que corroe el corazón de mi existencia.
Nietzsche pasará a los hombres del futuro como lo que en justicia no pudo menos de ser; uno de los héroes más puros de la intrepidez de la conciencia 
J.R.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Federico García Lorca y México

4/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Evodio Escalante

I

En 1929, el año en que Luis Buñuel y Salvador Dalí filman y estrenan Un perro andaluz, Federico García Lorca –quien había convivido con ellos unos años antes en la Residencia de Estudiantes, en Madrid– visita por primera vez la ciudad de Nueva York. La experiencia de la Babel de Hierro equivale a una catatonia transformadora: ahí escribe el que es sin duda su más poderoso libro de poemas, y también el más vanguardista: Poeta en Nueva York. Lo angustian y lo maravillan a la vez los enormes rascacielos y la geometría implacable de las máquinas, que someten y trituran al hombre sin ninguna conmiseración. Toma clases de inglés en la Universidad de Columbia pero lo que deja una huella profunda en él es la experiencia inesperada del crack. La primera gran crisis del capitalismo mundial sorprende a propios y extraños: de un día para otro pérdidas billonarias y miles de hombres desesperados; algunos de ellos se tiran desde lo alto de los edificios para suicidarse. Las acciones, de un día para otro, valen menos que el papel en que están impresas; los ahorros acumulados durante años se convierten en polvo.
La experiencia de Nueva York radicaliza la posición anticapitalista del poeta andaluz. Lo expresa tal cual en un comentario a su propia poesía: “Lo impresionante, por frío, por cruel, es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas partes de la Tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio se siente como ahí la ausencia del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoniaco del presente.” Como contraparte: Harlem. El barrio de los negros lo fascina y le contagia su ritmo de jazz.
Gracias a la intermediación del pintor Gabriel García Maroto, se hace amigo de Antonieta Rivas Mercado quien lo describe como un ser angélico, preocupado por la pureza y por Dios, y a la vez como un chiquillo malcriado que se vuelve respondón cuando algo no le simpatiza o le gusta. No me parece desdeñable este retrato del poeta. Rivas Mercado lo ve así: “Un extraño muchacho de andar pesado y suelto, como si le pesaran las piernas de la rodilla abajo –de cara de niño, redonda, rosada, de ojos oscuros, de voz grata.” En más de una ocasión, se habrían reunido en tertulia en casa del pintor Emilio Amero. Ahí García Lorca les leyó algunas de sus obras teatrales, les recitó sus poemas más recientes y les cantó “canciones de toda España.” Antonieta Rivas está impresionada y asegura que hará la traducción de los dramas de Lorca al inglés y que intentará que se monten en Estados Unidos. Le desgrana este elogio: “Sé que como contribución al teatro moderno es lo más importante que se ha escrito.”
Después de esta estancia de ocho meses en Nueva York, García Lorca se traslada por tren a Miami y de ahí se embarca a la isla de Cuba, donde impartirá una serie de conferencias y donde hará numerosos amigos. Ahí conoce a la escritora Nelly Campobello, quien habría de publicar un año después (gracias al apoyo de Germán List Arzubide) los emblemáticos relatos de Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México. Para ese entonces, Nelly es ya la autora de un libro de poemas, Yo, por Francisca (1928). Un periodista cubano, José Antonio Fernández de Castro, le da a conocer el libro a García Lorca y éste expresa sus deseos de conocerla. Lo único recuperable de este encuentro en La Habana lo debemos a este breve retrato de la propia Campobello: “Pude ver a Federico sin apartar mi mirada de él. Sus cejas eran, o me parecieron, enormes, su cara ancha, sus ojos de moro, bellísima su frente; su boca traslucía signos amargos de tragedia constante.”
Me impresiona la frase final. Varios testimonios indican, en efecto, que García Lorca había salido de España aquejado de una severa depresión debido a sus conflictos existenciales. Entre ellos, el severo maltrato que supuestamente le habrían infligido sus amigos al burlarse de él en Un perro andaluz. ¿Perduraban incluso en La Habana?
También en esta ciudad se hace amigo de Luis Cardoza y Aragón. El río. Novelas de caballería, contiene amplios pasajes y emocionados testimonios de esta breve amistad. Se habrían vuelto tan íntimos, que conciben un par de proyectos literarios. Adaptación del Génesis para music hall y Elogio de la embriaguez serían los títulos de estos textos de los que Cardoza sostiene que se quedaron en “esquemas”. Borradores muy primarios, al parecer, que no contendrían sino una sarta de blasfemias carentes de ingenio. Cardoza informa que él acabó rompiendo esos apuntes. Con todo, se da tiempo para darnos a conocer un resumen del plot. Transcribo su descripción: “El Padre Eterno, un niño vestido de marinero, con falsas barbas venerables y un bastoncito de junco, como el de Chaplin. La escena en la oscuridad, un largo monólogo del niño en el caos. El mundo nacía del Padre Eterno sodomizado por el Diablo; Adán se suicidaba, harto de Eva y de la vida, de un tiro en cierta parte en que no deja cicatriz la herida.”

I I

García Lorca se embarcará para España el 12 de junio de 1930. Años después, a finales de 1933, cuando conoce en Buenos Aires a Salvador Novo, García Lorca se quejará de que estando tan cerca de México nadie lo habría convidado a visitar nuestro país. “Nadie me invitó. Yo habría volado hacia allá.” Información que proporciona el mismo Novo desmiente este decir del poeta: “Hace tiempo, cuando estuvo en La Habana, Genaro Estrada se encargó por todos de cablegrafiarle invitándolo a venir a México, y no supimos más de él sino que era amigo de nuestra infortunada Antonieta Rivas.”

La reunión de García Lorca con Salvador Novo parece tramada en el cielo. Se vuelven amigos inseparables y se tratan como si lo hubieran sido toda la vida. Se especula acerca de un click amoroso entre ambos. Como testimonio de ello queda el “Romance de Angelillo y Adela”, que el propio Novo habría publicado en 1934. El Angelillo es García Lorca, y Adela, la famosa “Adelita” mexicana, es por supuesto Novo. Vale la pena citar algunos de estos versos por el retrato anímico que contienen: “Él se llamaba Angelillo/ –ella se llamaba Adela–,/ él andaluz y torero/ –ella de carne morena–,/ él escapó de su casa/ por seguir vida torera;/ mancebo que huye de España,/ mozo que a sus padres deja,/ sufre penas y trabajos/ y se halla solo en América.” La fusión amorosa entre los personajes quedaría patente en la siguiente cuarteta: “Porque la Virgen dispuso/ que se juntaran sus penas/ para que de nuevo el mundo/ entre sus bocas naciera…” Por cierto, y como cosa curiosa, Novo le habría contado a García Lorca que la canción que se habría vuelto una suerte de himno de la Revolución mexicana estaba inspirada en una sirvienta del mismo nombre, de labios hinchados y que trabajaba en esos tiempos en su casa ubicada en Torreón. De la identificación de Novo con las sirvientas hay otro antecedente: su poema “Epifania”, publicado en Espejo. Poemas antiguos (1933).
Novo queda al parecer “prendado” de García Lorca. Le escribe al menos un par de veces. En una de ellas, para reiterarle su invitación de que venga a México a pasar unas vacaciones. “Y no olvides que has contraído el compromiso gitano de ir a México ahora que vayas a Nueva York. La casa de mi madre es amplia y tranquila y tuya; la casa de Adela es pequeña y tormentosa y tuya: tú elegirás en cuál vivir.” A finales de 1934 las cosas cambian para Salvador Novo. El ascenso al poder del general Lázaro Cárdenas representa la antípoda de sus aspiraciones. Su crítica al régimen cardenista se transparenta en los poemas, todos ellos mediocres, hay que decirlo, que se contienen en Poemas proletarios (1934).
Novo queda “liberado” de la burocracia estatal y planea seriamente salir del país.
Esto queda patente en una carta final a García Lorca de enero de 1935. Transcribo las partes medulares que son también, hay que decirlo, las que contienen más melodrama (hay, incluso, una amenaza de suicidio):

Querido Federico: La vida en México se ha vuelto insoportable para mí. Es indispensable e inaplazable que me marche […] Mi deseo de ir a España se agrava y me obsesiona. ¿Crees tú que podría ganarme allá la vida –una mediana vida? Puedo dirigir ediciones, traducir libros, enseñar inglés –en último caso escribir en los diarios o corregir pruebas en una imprenta. No sé realmente qué puedo hacer, pero alguna aptitud tendré. No puedo vivir más en México y ningún país me atrae como ése mío.
Me dicen que podría vivir –modestamente, claro, con quinientas pesetas al mes. ¿Es esto cierto? En ese caso, puedo llevar conmigo unas cinco mil –¡está ahora tan cara con respecto a nuestra pobre moneda!– para vivir diez meses. Si al cabo de ellos no he encontrado modo de ganarme la vida, ¿qué cuesta arrebatármela? […] No sabes cuánto amo a México, a este México que ha caído en las peores horribles manos. Sufro mucho, Federico.
[…] Partiré en cuanto tenga tu respuesta. Te imploro que me contestes. Puedo salir enseguida.
Te abraza tu atribuladela,
Salvador.

Se desconoce si García Lorca contestó este mensaje de su “Adelita” mexicana. El hecho es que no se volverían a ver nunca. El historiador y crítico literario Jame Valender concluye que “el encuentro entre Novo y Lorca no dejó, en ninguno de los dos poetas, ninguna huella literaria importante.” Aunque esta conclusión parece inobjetable, sobre todo si se piensa en el terreno convencional de las llamadas “influencias literarias”, sí habría que decir que el Novo más experimental y desafiante, aquel que se sumerge en los terrenos de la libre asociación, con juegos paronomásicos delirantes y con una mezcla de lenguas en las que intervienen el inglés, el francés, el alemán y hasta el latín, tal y como consta en los poemas de Never ever (1935), podría ser un resultad indirecto de su contacto. Novo, en dado caso, no abrazaría la tendencia surrealizante y de origen francés practicada por Lorca, pero sí ahondaría como nunca en los terrenos de la vanguardia angloamericana en la que siempre abrevó. La parodia de las historias bíblicas, que Lorca habría intentado en compañía de Cardoza y Aragón, reaparece por cierto en algunos pasajes de este libro de Novo.
Falta decir que en la bibliografía de García Lorca nuestro país tiene un papel de excepción. Aquí en México, la Editorial Alcancía publica en 1933 la Oda a Walt Whitman; la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (lear) da a conocer en 1936 una Breve antología del autor, y la Editorial Séneca que dirigía José Bergamín publica en 1940 la primera edición mundial de Poeta en Nueva York, con dibujos del mismo García Lorca.
Si no hay influencia de Lorca en Novo, sí se la detecta en otro poeta mexicano muy destacado: Efraín Huerta. Podría suponerse que las contundentes alusiones a los homosexuales que aparecen en la “Declaración de odio”, de Huerta (“Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad./ A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,/ a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,/ a tus juventudes ice cream rellenas de basura,/ a tus desenfrenados maricones que devastan/ las escuelas, la Plaza Garibaldi…”) derivan en lo medular del desparpajo con que García Lorca se dirige a los maricones en su “Oda a Walt Whitman”. Más allá de este dato, que por supuesto admite controversia, Efraín Huerta parece rendir un constante homenaje al poeta andaluz, ya con epígrafes, ya componiendo todo un poema en su honor.
No podría terminar esta evocación sin transcribir la estrofa final de la “Presencia de Federico García Lorca” que trama Efraín Huerta tan pronto se entera del asesinato del escritor. Dice así:

Estoy en un crepúsculo de la ciudad de Mérida
viéndote navegar gritando al mundo
la verdad de los crímenes de aquellos
que quisieran hacer trizas la estrella
que tuviste en la frente con tu Muerte:
estrella roja y pura como nube quemada,
estrella del presente y el futuro
con la que tú caminas, joven del infinito,
aliento superior de la España que sangra,
recio vino andaluz, rey jazmín de Granada,
hermano del crepúsculo que sufro sollozando,
nervios de golondrina, huesos del Tiempo,
maciza alma de niebla, Federico García.

16 de octubre de 1936

domingo, 20 de noviembre de 2016

Ramón López Velarde y Efrén Rebolledo: cien años de La sangre devota y Caro victrix

20/Noviembre/2016
Jornada Semanal
Evodio Escalante

I

Tres acontecimientos poéticos tuvieron lugar en nuestro país en 1916. Primero, la publicación de Poetas nuevos de México, la excelente antología que editó Genaro Estrada; segundo, la aparición de los atrevidos sonetos eróticos que conforman Caro victrix, del parnasiano Efrén Rebolledo, y tercero, la de La sangre devota, el primer libro del joven poeta zacatecano Ramón López Velarde. Acerca de la notable antología de Estrada, certera por los autores que recopila y todavía más por el ramillete de opiniones críticas que reúne en torno a los mismos, me parece lamentable que ninguna editorial del Estado ni de la iniciativa privada se haya preocupado por hacer una nueva edición que la dé a conocer a los lectores de subsecuentes generaciones, máxime si se considera que esta antología fijó la pauta de todas las que habrían de venir. En lo que respecta a Rebolledo y López Velarde, lo que me llama la atención es que los poetas se ubican en posiciones antitéticas. Mientras el diplomático Rebolledo se deleita retratando en sus sonetos escenas de alta temperatura erótica, con menciones explícitas al lesbianismo, al vampirismo, a la erección, a la humedad de la rosa sexual, a la fellatio, el cunnilingus y otras linduras por el estilo, Ramón López Velarde adopta la estrategia del recato y la contención “bien portada”. La sangre devotacumple lo que ofrece. Más allá de la evocación de la provincia y del elogio de las virtudes pueblerinas, al cobijo de la religiosidad ambiente, el libro puede leerse como el recuento de la vida de un poeta en formación, desde los primeros escarceos en el Seminario de provincia, hasta las tentaciones que ofrece la vida adulta en la capital del país.
Tan quiere dar el poeta la impresión de un “alma devota” que refrena los impulsos carnales, que en más de dos ocasiones se da el lujo de expresar su rechazo al amor de las prostitutas, esas mercenarias de la ciudad. A Fuensanta, primer gran amor de su vida, le dice que prefiere la frescura de sus manos al amor aventurero de las “azafatas súbitas de la carne”; en otro poema de La sangre devota, después de decirle: “Tú fuiste, Amada, mi primer amor/ y serás el postrero”, aunque no deja de reconocer que “el alma atónita se queda/ con las venustidades tentadoras”, finalmente le asegura que “quiere mejor santificar las horas/ quedándose a dormir en la almohada” de sus brazos de seda...
En “A la gracia primitiva de las aldeanas”, uno de los poemas emblemáticos del libro, se refiere a las muchachas pueblerinas como verdaderos “vasos de devoción”, y como “arcas piadosas/ en que el amor jamás se contamina”. Aunque confiesa tener hambre y sed de amor, de inmediato asegura que siempre se ha negado “a satisfacerlas en los turbadores/ gozos de ciudades –flores de pecado–.” La tajante declaratoria con la que se cierra el texto no deja lugar a dudas: “Mi hambre de amores y mi sed de ensueño/ que se satisfagan en el ignorado/ grupo de doncellas de un lugar pequeño.”
Los poemas iniciales de La sangre devota pertenecen a la experiencia temprana del autor: rememoran el Seminario y algún amor platónico a una joven novicia. Algunos de ellos postulan una suerte de regresión: el autor quiere volver a la castidad de la infancia. Anhela ser una casta pequeñez. Evoca esos domingos en que las mozas, con “el Lavalle en las manos”, se dirigían a toda prisa a escuchar misa a la iglesia. Luego viene la adolescencia. En “Mi prima Águeda” el autor es ya un rapaz que conoce “la o por lo redondo” y que, ante el luto ceremonioso de la joven, experimenta “calosfríos ignotos”. Mucho se ha dicho que este poema está escrito a la sombra de Francis Jammes. Habría que precisar que López Velarde, que no leía francés, quedó impactado por la traducción que hiciera González Martínez. La persistente rima asonante en o-o que gobierna todo el poema se inspira de modo directo en la traducción un tanto “lugoniana” que hiciera el poeta de “Tuércele el cuello al cisne” y no tanto en la dicción más bien opaca del mismo Jammes.
No dejan de aparecer, aquí y allá, rasgos decadentistas. A la obsesiva Fuensanta no duda en declararle: “Por ti el estar enfermo es estar sano.” En otro texto asegura que su vida está “enferma de fastidio” y que lleva con él una “tristeza crónica”. A una mujer, cuyo nombre desconocemos, le agradece que embalsame con rosas “la cabecera de un convaleciente”. Su entrega incondicional a Fuensanta, por cierto, no está exenta de algún leve toque baudelaireano vinculado al sadomaso-quismo, por eso quiere que su corazón se convierta en los pedales del piano para que ella pueda… aplastarlo con sus extremidades. La primera cuarteta de “Para tus pies” no me deja mentir:

Hoy te contemplo en el piano, señora mía, Fuensanta,
las manos sobre las teclas, en los pedales la planta,
y ambiciona santamente la dicha de los pedales
mi corazón, por estar bajo tus pies ideales.

Algunos de los poemas finales no están inspirados en Fuensanta sino en su segundo y definitivo “amor imposible”: la guapa y letrada Margarita Quijano, a quien conoce ya en la capital del país a donde el poeta se ha trasladado a partir de 1914. Cuando menos uno de los poemas, “Boca flexible y ávida”, lo inspira este nuevo romance que no deja de atormentarlo. En franco contraste con Rebolledo, quien en el primero de los sonetos de Caro victrix describe con todas sus letras un acto carnal consumado, como vemos en “Posesión”:

Se nublaron los cielos de tus ojos,
y como una paloma agonizante,
abatiste en mi pecho tu semblante
que tiñó el rosicler de los sonrojos.

Jardín de nardos y de mirtos rojos
era tu seno mórbido y fragante,
y al sucumbir, abriste palpitante
la puerta de marfil de tus hinojos.

Me diste generosa tus ardientes
labios, tu aguda lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.

Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino
gemiste de delicia y de congoja.

El poeta zacatecano, quien se asume como un agonizante deseoso de decir “amén”, se limita a contemplar a su nueva amada en el momento de comulgar en los oficios religiosos:

Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos; y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.

Aunque reconoce en seguida que esta mujer es “un peligro/ armonioso para mi filosofía petulante”, la sangre no llega al río. Lo que el “amén” consuma no es un acto carnal sino el final de un largo padecer. Donde Efrén Rebolledo se entrega de plano a lujuriosos deleites, se diría que López Velarde prefiere ganar una medalla por su buena conducta.

II

La crítica mexicana aclama La sangre devota por unanimidad. Se trata de una suerte de consagración instantánea. Genaro Estrada lo incluye en su antología de Poetas nuevos de México y ahí recoge algunas de las opiniones de los críticos más influyentes. Antonio Castro Leal le endosa cuatro adjetivos en escalera: sería a la vez sentimental, provinciano, cristiano y silencioso. Afirma Castro Leal: “Este poeta es, por una parte, un poeta profundamente sentimental que no ha olvidado el país en que nació, ni las muchachas de su tierra, ni la Virgen de su parroquia, ni la plaza de su ciudad; y su libro es humilde, sencillo, pintoresco, y su arte firme, diáfano, risueño.” Agrega ahí mismo: “Como es un amante poeta de provincia, es un poeta cristiano. Los cosmopolitas tienen ideas demasiado generales sobre la religión: hay que haber visto desde pequeño su parroquia para tener esa fe suave y legendaria, esa unción inconsciente y cordial.”
Aunque hasta aquí todo parece miel sobre hojuelas, Castro Leal no deja de deslizar esta observación que algo tiene de inquietante: “Este poeta es, por otra parte, un poco extraño y empieza a mostrar un arte paulatinamente oscuro y difícil.”
Estrada recoge también un párrafo de Jesús Villalpando. Este crítico observa “ciertos desfallecimientos de estilo” en López Velarde, pero los juzga sinceros y ajustados a su personalidad. Se atreve a decir que son “intencionales”, lo que no es poca cosa. “A pesar de estas deficiencias, su forma se oye noble y suavemente rítmica, a causa de que el poeta posee un arma formidable para triunfar en ese duelo a muerte, que siempre ha existido, entre el pensamiento y la forma: el manejo del adjetivo como alma del estilo.”
Por si esto no bastara, en una breve nota que publica ese mismo año en la revista La nave, Julio Torri, del círculo del Ateneo de la Juventud, atreve una suerte de profecía que además habrá de cumplirse. Asevera: “López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer, Manuel José Othón.”
Mi hipótesis es que para obtener este reconocimiento López Velarde tuvo que hacerle un poco a la “mosca muerta”. Creo que es posible imaginar las tremendas presiones a que estuvo sometido este “fuereño”, este bardo de la provincia sin mayores recursos que buscaba ser aceptado por las eminencias de la capital. El rebelde que había en él tenía que disfrazarse para avanzar enmascarado como alguna vez lo había hecho el filósofo René Descartes.
Si uno revisa algunos de los artículos que el entonces desconocido López Velarde había publicado en provincia antes de venirse a vivir a Ciudad de México, encontrará una veta crítica de enorme vigor. Al gran José Juan Tablada, en un artículo que firma con el pseudónimo de Esteban Marcel, lo llega a llamar despectivamente “Tablón”. Admira al poeta González Martínez pero se inconforma cuando éste acepta ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua: “Yo tengo una alta opinión de González Martínez y me duele mirarlo junto a los cachivaches del tiempo ancho.” Le parece una incongruencia que un cuerpo tradicional (conformado por vejestorios) admita en su seno a uno de los poetas nuevos. Añade un dictumtremendo pero cierto: “las Academias son conservadoras”. “Darío, Villaespesa, Nervo y Rosado Vega valen más que el envarado criterio académico.” En suma, irreverente y burlón, al López Velarde de provincia los académicos le parecen un aquelarre. Una asamblea de supersticiosos.
En otro artículo en que aborda la poesía de Amado Nervo –aquí sí, firmado con su nombre– la emprende contra las “nulidades que saben gramática”. Reprueba tanto a los “versificadores gafos” como a los “señores que se emperifollan a la academia”.
Para triunfar en la capital López Velarde tenía que ocultar estos posicionamientos críticos. Así lo hizo puntualmente, y obedeciendo esta tónica compuso su primer gran libro, La sangre devota.
¿Toda La sangre devota se somete a un ardid camaleónico? Me parece que no. Observo que hay en el libro, excepción significativa, un cuasi-soneto que se coloca en una tesitura muy diferente. Se trata de “Noches de hotel”, un texto que ha pasado hasta donde sé inadvertido por la crítica y que por su toque sórdido y desencantado, ayuno a la vez de los artificios de la belleza, se parece mucho a lo que por ese entonces estaba escribiendo ts. Eliot. No tengo espacio para detenerme en él. Sólo adelanto que en este poema López Velarde se despide de la familia y del supuesto provinciano que es en términos que me parecen bastante elocuentes:

Lejos quedó el terruño, la familia distante,
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:

Que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.

Estoy convencido de que en el cosmopolita dolor del moribundo –verso que sintetiza la compleja situación anímica del poeta– se anticipa el rebelde anti-académico que habría de publicar apenas tres años más tarde, también en la capital del país, el libro que le daría la inmortalidad: Zozobra 

sábado, 21 de mayo de 2016

La revolución literaria de José Carlos Becerra

21/Mayo/2016
El Cultural
Evodio Escalante

El relámpago que lo cambió todo en la poesía mexicana; el “parte aguas” que señaló una nueva época y una nueva forma de versificar, a veces demasiado cargada de melancolía, en los modos poéticos al uso en nuestro país: esto y más tendría que decirse de la fulgurante presencia de José Carlos Becerra (1936-1970). Escasos ocho años de colaboraciones desperdigadas en periódicos y revistas, a lo que hay que añadir un par de libros de poemas, entre los que se cuenta de modo notable Relación de los hechos (1967), fueron más que suficientes para que su figura alterara para siempre la fisonomía de nuestro paisaje poético. Su inesperada muerte ocasionada por un accidente automovilístico en Brindisi, Italia, ocurrida a los treinta y cuatro de su edad, cuando disfrutaba de una beca de la Fundación Guggenheim, no hizo sino catapultar su fama y otorgarle a su obra la cauterización de lo permanente. Sus seguidores formaron legión. Guardando las distancias del caso, que son muchas, podría decirse que el culto a Becerra es un poco análogo al del llorado Ramón López Velarde. Ambos mueren en la flor de la edad, ambos vienen de la provincia, ambos experimentan en la Ciudad de México una carrera meteórica que cabe con holgura en el compás de un decenio, ambos —en fin— acaban trastornando el ambiente poético e instauran una temperatura y un temperamento que resultarán ser no sólo nuevos sino también, hasta cierto punto, irresistibles para sus contemporáneos. José Carlos Becerra introduce un tono de subjetivación melancólica que era desconocido en la poesía mexicana. Esta subjetividad intensificada, que recurre de modo preferente a una expresión “suelta”, libérrima, podría decirse, que utiliza de modo magistral el versículo, coincide por extraño que parezca con los aires contestatarios de los años sesenta. El versículo le otorga al poeta una libertad acumulativa con la que puede expresar tonos de subjetivización, tan sutiles, tan finos, que a menudo avanzan por micras. Es la manera que tiene Becerra de escapar de la tiranía de la forma que suele aquejar a los poetas mexicanos. Este “saltarse las trancas” de los moldes formales, esta peculiar negación de la “mesura”, tiene que ver con una inquietud de fondo, con un ánimo de protesta que surge del terreno social pero que se trasmina, a veces con disimulo, otras abiertamente, en el trabajo con el lenguaje. La historia y la forma terminan por coincidir.
Becerra, ¿un poeta de protesta? Por supuesto que no, sobre todo si se considera que identificamos este tipo de poesía con lo panfletario y lo meramente declarativo. Una lectura atenta de su obra, empero, no podrá negar que los desmelenados vientos de la inconformidad, que las frondas de la rebelión contra la historia y la sociedad de la época, recorren, así sea de modo implícito, disimulados por capas y capas de tristeza, el bosque poético del autor. Las islas de Becerra no sólo las transita el otoño de la melancolía, también circula en ellas el torbellino de la rebelión.
Al igual que Pacheco, que Monsiváis y que Arturo Cantú, José Carlos Becerra experimenta el impacto de la huelga ferrocarrilera de 1958-59, brutalmente reprimida por el gobierno y se solidariza con los obreros. De ello da testimonio uno de sus primeros poemas, titulado de manera sarcástica: “Vamos a hacer azúcar con vidrios”. De manera brechtiana Becerra informa a sus lectores, utilizando el título como ritornello: “Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando la luna empolle en la ventana. / Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando los ricos se quejen de lo malo que están los negocios.” Es obvio que se trata de un poema irónico, de denuncia, y que a través de este texto se advierte la rabia de un joven que se solidariza con el movimiento de los trabajadores, cuyos principales líderes han sido conducidos a la prisión en todo el país, Demetrio Vallejo y Valentín Campa entre ellos. Hay un claro llamado a lo que podríamos llamar la acción directa de procedencia anarquista. A Becerra no le tiembla la mano para escribir: “Vamos a patear a todos los gordos prósperos del mundo. / Vamos a romper los vidrios de las ventanas / como lo hicimos de niños, ¿te acuerdas?”
No saco a colación este texto para proponerlo como paradigma, pese a que, hasta donde alcanzo a ver, tiene un final que recuerda un poco a César Vallejo: “Vamos a gritar, vamos a gritar. / Garganta, encomiéndate al grito. / Puño, encomiéndate al golpe.” Becerra publicó este texto en 1965 en la revista Pájaro Cascabel. Por razones que no comprendo, los compiladores póstumos de la obra poética de Becerra, reunida bajo el título lezamiano de El otoño recorre las islas (México, Era-SEP, Lecturas Mexicanas. Segunda Serie, 10), no lo incorporaron al libro. No importa. Antes que un gran poema, es un ensayo juvenil, todavía con los nervios demasiado a flor de superficie. Lo menciono porque a diferencia de mi amigo y colega Álvaro Ruiz Abreu, que se ocupa de él en la biografía que escribió acerca del poeta, no estimo que este grito sea “pasajero”. Pienso que el grito es duradero, y que persiste, eso sí, modificado, asordinado, retrabajado y hasta sublimado, y que se puede escuchar si uno afina el oído en toda o casi toda su obra de madurez.
Este es otro atractivo secreto de la poesía de Becerra. Impresiona a los jóvenes no sólo por el desparpajo anaforizante de su versolibrismo, por su enorme poder y su libertad asociativos, sino porque de algún modo sus poemas están refractando el aire contestatario de la época. Lo refractan y lo interiorizan. Lo asimilan, lo giran hacia lo interior, y lo vuelven a poner sobre el candelero. Uno de los ejemplos más claros de lo que señalo se encuentra quizás en “Sueño de Navidad”, uno de los poemas finales de Relación de los hechos. Cierto toque terriblista o tremendista, pese a la veladura de la nostalgia, se diría, campea en esta estrofa que no puedo dejar de citar:
Estoy sangrando por los cinco
sentidos,
por el olfato y por el gusto, por el
tacto, por la vista y por el oído,
sangrando por el nacimiento y la
muerte,
estoy sangrando por el color que
no tiene la sangre,
por la hemorragia del vacío, el
salto de cada uno de mis
sentidos,
la antorcha que apago con el oído o con el olfato, con cualquiera
de mis cinco huecos
por donde el aire, la Historia o lo
que sea,
circula libremente.
Haciéndole nudos a la sangre,
comiendo hacia afuera,
vomitando hacia adentro
lo que llamamos la verdad del
mundo.
El poeta, asegura, está buscando argumentos para vivir, y sabe que para encontrarlos tiene que hacerle “nudos” a la sangre, digerir hacia afuera y excretar hacia adentro, en una suerte de torsión vallejiana con el fin de poder enfrentar esa cosa vasta y tremenda llamada la verdad del mundo. Los cinco sentidos sirven para eso. Pero por ellos no sólo circulan el aire, la luz, los olores, los sonidos, la porosidad o la dureza de los materiales, sino un tótem terrible que él denota poniéndole mayúsculas a la palabra Historia. Nadie en sus cinco sentidos puede encerrarse en su habitación y hacer como que no pasa nada, o como que nada le afecta: la Historia está ahí, apenas nombrada, es cierto, pero en calidad de presencia insoslayable. La historia no sólo es una textura de los tiempos: es ese nudo que todos traemos dentro y que jamás podremos “desanudar”.
¿Cómo es que se torna posible vomitar “hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo”? La violencia que este acto implica ya es significativa. Como es significativo que Becerra anote en cursivas la verdad del mundo. Esto introduce una extraña ambigüedad que puede desconcertarnos (y desconcentrarnos) como lectores. La “verdad del mundo” es al mismo tiempo, y de modo imperioso, una verdad primaria, que nos concierne y a la que no podemos escapar, en tanto que somos o estamos en el mundo, como no se cansaba de repetir Heidegger; por otra parte, la verdad del mundo es casi de manera trivial una frase, una simple reunión de palabras que podrían resultar ajenas a cualquier referente real. ¿Se ha evaporado el referente? Esta disyunción no tiene por qué contrariarnos; es el resultado de la complejidad intelectual que se trabaja en la poesía de Becerra. Si el fantasma de Marx encarnaba en los ferrocarrileros mexicanos y en el clima general de la época, el pensamiento universitario proclamaba el llamado giro lingüístico en filosofía. Los estructuralistas, por un lado, y los partidarios de Wittgenstein, por el otro, sin olvidar a los chomskianos de nuevo cuño, todos enseñaban que se habría producido una vuelta hacia el lenguaje, y que esta vuelta sería definitiva en las ciencias humanas. Barthes con sus Elementos de semiología, Eco con su Tratado de semiótica general, Foucault con Las palabras y las cosas, Paz en México con Corriente alterna, los faros intelectuales se habían volcado hacia este descubrimiento del lenguaje como componente primordial de la experiencia del hombre.
El tercer ingrediente que contribuye a la seducción que ejercería Becerra sobre sus lectores y seguidores tiene que ver con esta novedad: él es el primer poeta mexicano que parece asumir como propio el giro lingüístico, quiero decir, que lo interioriza, que lo vuelve carne de su carne y sangre de su sangre. En su trabajo como poeta, en el trance de “inventar” el poema, Becerra exhibe cuando el asunto así lo requiere una peculiar conciencia metalingüística que nadie antes que él poseyó entre nosotros. Esto no sucede con sus poemas de “madurez”; es algo que está desde el principio, desde que comienza a escribir. La mejor prueba de ello la encontramos en “Cosas dispuestas”, uno de los textos que Becerra publicó en revistas a principios de la década de los sesenta. La luz que el poeta necesita para ver a su amada está encendida no en el techo o en el farol de la esquina, sino en las palabras que necesita para evocarla. Cito un fragmento:
Cada palabra es un sitio para
mirarte,
cada palabra es una boca para
acercarme a ti,
[...]
Cada palabra es una lámpara
encendida
para verte cuando tú no estás.
El protagonismo del lenguaje es aquí indiscutible: “... cada silencio nos llevará a la palabra que nos refleja”. La palabra, de tal suerte, aparece como otro modo de acariciar la cintura de la mujer amada o de introducirse en su sueño en una noche que velarían fantasmas. El poeta está convencido que con esto logra un objetivo definitivo, que conquista algo permanente y que no cesará. Es lo que dice, al menos, al concluir: “Así sostendré algo tuyo en el mundo, / así cada palabra quedará marcada para siempre.”
¿Y no es ese el verdadero objetivo del poeta, marcar las palabras para siempre para que el mundo se sostenga y no vuelva a desmoronarse? No exagero acerca del papel preponderante de la conciencia metalingüísica. Un primer asomo de ello, como se vio antes, está en la introducción en cursivas de la frase la verdad del mundo. La frase, de tal suerte, se convierte en una cosa acerca de la que el poeta puede hablar. Hay muchos otros ejemplos de ello. En “La hora y el sitio”, Becerra apunta: “el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra”. En “Betania”, de Relación de los hechos, observa: “el amanecer va posando sus alas sobre los nombres escritos”. En “La otra orilla”, de este mismo libro, reitera su estrategia de convertir a las palabras en cosas acerca de las cuales se puede decir algo. Esto, como es obvio, para lograr acentos poéticos inesperados y de peculiar sutileza. Véase la siguiente estrofa:
Una brisa muy joven sopla sobre
los almendros,
una brisa lejana sopla entre
mis labios,
y es el silencio,
el silencio de la torre de la iglesia
bajo la luz del sol,
el silencio de la palabra iglesia,
el silencio de la palabra
almendro, el silencio de la
palabra brisa.
Quizás equivoco la expresión: no es que en estos versos el poeta hable acerca de ciertas palabras. Es que se invita al lector a escuchar el silencio que manaría de la palabra iglesia, o de la palabra almendra, o de la palabra brisa. A sopesar, en la cámara oscura de la conciencia, lo que hay de silencio en estos sustantivos. De cualquier manera, la palabra iglesia ya no denota una presencia arquitectónica, un monumento público, ahora se ha convertido en un objeto micrológico, casi insustancial: es sólo una palabra de la que el lector deberá extraer el coeficiente de silencio que la acompaña y que la constituye.
En “El azar de las perforaciones” la palabra amor adquiere la consistencia filosa de una herramienta capaz de producir daño: “He utilizado la palabra amor como un bisturí, / y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante”. En otro poema, “Las reglas del juego”, el lenguaje experimenta una palingenesia inesperada que en otro poeta menos dotado podría lindar con lo inverosímil: “en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar”. ¡Es como si el universo mismo estuviera recomenzando!
En “Épica”, el poeta se torna contemporáneo de los escribas de tiempos de los faraones y se atreve a afirmar: “En estas palabras hay un poco de polvo egipcio...”
Podría ser que en algún momento Becerra se engolosine y llegue a abusar del recurso, como cuando en “La bella durmiente” sentencia: “Nos entregamos por un instante al instante” (?); o como cuando en “Licantropía” insiste, machacón: “y por los pasillos de este lenguaje / se oyen las pisadas de los dioses muertos”. Caídas y elevaciones las hay en todos los poetas. Si en los ejemplos anteriores se diría que desfallece, en “Ulises regresa” se recupera con gloria: “yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la cabeza del Bautista”.
Como quiera que sea, los asuntos del lenguaje y los de la política tendrían que ir de la mano. Jaime Sabines fue quien de manera más notoria se inconformó no sólo contra el lenguaje en general, sino contra el lenguaje de la poesía. Por eso, in media res, cuando estamos sumergidos en la lectura de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1964), conmovidos por este canto fúnebre y a la vez rabioso, de protesta contra la muerte, nos estalla en la cara de modo sorpresivo este insulto que es a la vez una denegación: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”. Nos agrede el poeta: erramos si pensamos que lo que estamos leyendo es literatura. Nada de eso. Es el dolor puro, son las sílabas prístinas del dolor, parece subrayar Sabines, no importa que éste se transmita en endecasílabos. También la poesía sale perdiendo en este embate, pues ella, como se sabe desde los tiempos de Homero, es oficio de mentirosos. Y, Sabines, claro está, no es un mentiroso.
José Carlos Becerra repite este gesto adaptándolo a su estilo. En “Sueño de Navidad” se burla del “Arte y su canto de sirenas.” Es cierto que se trata de un texto de tintes terriblistas, que no vacila en afirmar: “Estoy sangrando por los cinco sentidos” (!) También es un texto escrito (y con cólera) en contra de los poetas: “Blasfemen, hasta que vuestra palabra tropiece con aquello que dice; / tírenle piedras a los buitres que se paran en los tejados del alma / y desde allí nos acechan”. Por si quedara alguna duda acerca de los destinatarios de estos versos quemantes, la siguiente estrofa es explícita hasta más no decir. En ella, en efecto, los poetas resultan ser los destinatarios de elegantes piropos: Becerra los llama, entre otras cosas, “charlatanes”, “buscabullas”, “bufones”. El sarcasmo y la ironía campean en esta estrofa final del poema que registra una violencia inaudita dirigida contra los versificadores de todo tipo:
Canten, canten ustedes, poetas,
charlatanes del designio, busca-
bullas del lenguaje, bufones;
abran las llaves de vuestros can-
tos y ahóguense bajo ellas.
Descarrilen la oración de los tem-
plos, dinamiten el idioma de
vuestra ciudad,
logren el corto circuito en el
sueño,
los Honores de la Ordenanza dé-
jenlos sin gasolina en mitad del
desierto.
Blasfemen bajo la lluvia, bajo los
arcos de la alabanza, en los
puentes de la mujer desnuda,
en el coro negro del insomnio.
Un canto, un canto como una
piedra:
un muerto echando a andar su
tumba.
La sentencia final tiene su dosis de humor negro. Los poetas quieren dar su canto a rodar, pero cuando mucho lo que logran mover... ¡es la loza de su propio sepulcro! Parecería divertido ver un muerto echando a andar su tumba. Esto es algo, ¡quién lo duda!, un poco más ridículo que lo que hace Sísifo. Que un poeta como Becerra se dirija con esta ferocidad necrológica a los poetas, sus compañeros de raza, declarándolos pobres muertos en vida, es algo pocas veces visto en la poesía mexicana, y permite calibrar la medida en que Becerra sintoniza con el clima contestatario de la época.
También Becerra incursionó, como muchos otros, en el poema del 68. No estimo que “El espejo de piedra”, con sus referencias a la iglesia de Santiago-Tlatelolco y el edificio marmóreo construido por Boari, merezca seleccionarse en una antología. Sin embargo, ahí aparecen dos líneas sin mayor ornato que me parece siguen siendo pavorosamente actuales: “Se llevaron los muertos a quién sabe dónde. / Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.” Como complemento de este poema, y dentro de la atmósfera persecutoria que se vivió en el país a partir de la Matanza de Tlatelolco, que entre otras cosas, también determinó la desaparición de la revista de poesía El Corno Emplumado que dirigían Margaret Randall y Sergio Mondragón, habría que considerar “El fugitivo”, el texto angustiado de un personaje que huye “como perro mojado” tratando de evadir a la policía.
Toda escritura es testamentaria, afirmaba Derrida. Sin intentar desmentirlo, pero introduciendo un asunto de énfasis, yo diría que el verdadero testamento de José Carlos Becerra se encuentra en el poema que tituló “Ragtime”, justo el que escogió para cerrar Relación de los hechos. Primero que nada habría que indicar que ragtime, que de modo convencional se puede traducir como “tiempo de rag”, el estilo jazzístico que tuvo en Scott Joplin y en Jelly Roll Morton a dos de sus máximos exponentes, también puede significar, si se atiende a la letra, “tiempo de trapo” o bien “tiempo en harapos”. Si Becerra está jugando con los significados, y no me cabe duda que eso es lo que está haciendo, con este título alude a un tiempo “desgarrado”, “harapiento”, hecho “trizas”. ¿No es este acaso el tiempo que nos ha tocado vivir?
No sé si suene exagerado afirmar que al poeta mismo le va idem. ¿Qué puede el poeta? ¿Qué puede el escriba que es José Carlos Becerra? Nada. O bien, muy poco. El poeta es un ser frágil y angustiado, que carece de las certidumbres dogmáticas de los letrados. El simple traspié de un borracho puede dar al traste con sus frases tan minuciosamente escritas, tan cerebralmente concebidas. Este es el tono emocional que recorre el poema: “La noche va arrojando sus coronas al mar, / y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo, / le dictará al escriba, y el traspiés de un borracho en una calle silenciosa y oscura / partirá en dos su frase.” El poeta no es un creador, no inventa lo pasmoso o lo inverosímil; es tan sólo un escriba, un trabajador obediente que anota en el papel lo que otros le dictan. Esos papeles, para colmo, quizás carecerán de lectores. Escribir parece un acto inútil. Así, con este patetismo que me gustaría llamar auténtico por no decir perturbador, arranca “Ragtime”:
Hablar, tal vez hablar, en los
devoramientos del alba, en las
cenizas frías, en las consta
cias que no habrá de leer nadie;
hablar en el mismo espacio de
una voz que no llegó hasta
estas palabras, que se perdió
en el ruido de una frase como
ésta;
hablar donde respira aquello que
ocultamos,
crímenes que cometieron por
nosotros los hombres de otra
historia, la otra historia de
nosotros mismos.
Un pesimismo escritural se ha instaurado en el núcleo del poeta, y no lo va a abandonar nunca. “He aquí mi parte en este festín del polvo”, añade Becerra, o mejor dicho, el escriba que se ha colado entre los intersticios del poeta y que se ha adueñado de su subjetividad. El poeta no se ha rendido, no, busca salir de sí para encontrar al otro, y esto no es una fórmula. Por eso pide y se diría que hasta suplica: “Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes.” Me sorprende la violencia de esta tentativa desesperanzada y sin embargo viva, esta tentativa por asumir la otredad, la comunión con los otros. La famosa frase de Benjamin: “Todo documento de cultura es también un documento de barbarie” se me aparece sin que pueda evitarlo al leer estas líneas. Becerra no ha abandonado la aspiración de una sociedad fraterna y comunitaria, pero no puede cerrar los ojos a la duplicidad de nuestra existencia, y sobre todo, al hecho de que hemos heredado una historia de crímenes y asesinatos de la cual somos cómplices, no importa que involuntarios. Son los hombres de otra historia los que han matado y robado y usurpado el poder arguyendo acaso las mejores ideas, pero esos otros hombres somos también nosotros. Es lo que dice a la letra el texto: “crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra historia de nosotros mismos.” No creo que haya elementos para comprobarlo, pero estos pasajes, con su cauda de irremediable pesimismo, me recuerdan un poco el tono de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin. La historia no es sino una tormenta de escombros que vienen del pasado y que nos arrolla en el tiempo presente sin que podamos esquivarla. Esto se debe a que los vencedores nunca han dejado de vencer, y a que el testimonio del poeta será sin veracidad. Por eso hasta el absurdo traspié de un borracho en una calle ignorada de la ciudad puede partir en dos la frase escrita por el poeta y dar al traste con el sentido. Hace falta sobrellevarlo. El escriba persistirá, situado como está en los devoramientos del alba. Sabe que hay un mañana. La tarea de la poesía de José Carlos Becerra es recordarnos este destino y esta circunstancia.

“Un instante con José Carlos Becerra.
El hombre que empezaba a hablar se nos ha ido. Era un poeta, un poeta en el horizonte mayor de esa palabra. Nos habló de su angustia por lo que es y ya no es o acaso casi no fue o si fue no fue exactamente lo que quisimos o soñamos. Fue el amante ideal cuyas mujeres poco supieron de él. Y es que el amor es angustia y la resignación es poesía... Poeta grande en cuya monótona sonoridad escuchamos lo más hondo de la experiencia. Poeta admirable cuya imaginación poderosa y su alta conducta humana nos renueva la fe en el hombre en medio de la desolación cuya muerte me deja. Carlos Pellicer.
México. D. F., Junio 1º de 1970.”

domingo, 17 de enero de 2016

El arte narrativo de Amparo Dávila

17/Enero/2016
La Jornada Semanal
Evodio Escalante

Sin los reflectores de otras grandes escritoras del medio siglo como las admiradas Rosario Castellanos y Helena Garro, Amparo Dávila se impone en la escena literaria de nuestro país por el arte riguroso de la ficción, que tiene en ella a uno de sus más finos representantes. “Escribir es una enfermedad incurable”, ha dicho la narradora en una reciente entrevista. Pero esta enfermedad, habría que añadir, la ha cultivado ella con una entrega y una disciplina que muy pocos alcanzan y que se refleja en la impecable maestría de sus textos. La niña solitaria y enfermiza que ve las primeras luces en Pinos, Zacatecas, un pueblo minero semiabandonado, la niña rodeada de muerte que se imagina a sí misma como una aprendiz de alquimista que sube al monte para coleccionar flores y piedras con las que intentará hacer mágicos menjurjes, la niña friolenta y asustadiza a la que acosan los fantasmas y los sobresaltos del insomnio, que descubre en la biblioteca del padre La divina comedia, de Dante con el primer beso de Paolo y Francesca y el magisterio simbólico de Virgilio, encuentra en la escritura una forma de diálogo que le atempera la soledad y que le ayuda a convivir con los seres imaginarios que le espantan el sueño y que le hacen compañía en las altas horas de la madrugada.
Si la vida está hecha de encuentros afortunados, sin duda el que la marca para siempre en su carrera como escritora es su amistad con Alfonso Reyes. Amparo Dávila conoce al escritor en San Luis Potosí, y cuando se traslada a vivir a Ciudad de México a mediados de los años cincuenta, al poco tiempo se convierte en su secretaria. “A su lado, en la Capilla Alfonsina –rememora la escritora– aprendí muchas cosas que han sido fundamentales para mi oficio: aprendí a ser libre y no guiada por algún grupo o círculo literario, a no tener más compromiso que conmigo misma y la literatura; también aprendí que la prosa es una disciplina ineludible y comencé a practicarla como mero ejercicio.”
La amistad de Reyes, podría decirse sin exageración, fue la gran beca que necesitaba para encontrar su camino en las letras. Varios años después recibe el estipendio del Centro Mexicano de Escritores, pero para entonces Amparo Dávila ya había publicado, además de sus libros de poesía, con los que se inicia,Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), los textos que la consagran como una delicada y consumada artista de la prosa. Si bien es cierto que recibe en 1977 el Premio Xavier Villaurrutia por su tercer libro de cuentos, Árboles petrificados (1977), lo subrayable es que los lectores y la crítica literaria ya la habían consagrado de modo unánime desde los años sesenta. Los críticos más reconocidos del momento, como Emmanuel Carballo, María del Carmen Millán y Aurora Ocampo la incluyen en sus respectivas antologías del cuento. Sus textos merecen la atención de personalidades tan diversas como Luis Mario Schneider y Eunice Odio, Huberto Batis y Luis Leal, María Elvira Bermúdez y Silvia Molina, Elena Urrutia y Margarita Villaseñor, y, sorpresas nos da la vida, José Vázquez Amaral, profesor en la Rutgers University de Estados Unidos, famoso años después por su titánica traducción de los Cantares completos,de Ezra Pound, reseña su primer libro de cuentos en The New York Times.
Lo unheimlisch (lo siniestro u ominoso) de Sigmund Freud y la figura romántica del doppelgänger (esto es, del doble) han sido invocados a menudo por los estudiosos para tratar de explicar la mecánica de sus textos. La referencia al realismo fantástico, Todorov de por medio, ha sido otro de los caballos de batalla con que se ha pretendido encasillar su escritura. Lo cierto es que estas aproximaciones, que peligrosamente se convierten en esquemas explicativos, recubren a menudo el núcleo vivo de sus textos añadiendo innecesarias capas de interpretación que acaso ocultan y vuelven invisible lo que hay de más peculiar en ellos. Se diría que la hermenéutica es como el adjetivo: que cuando no da la vida, mata; y cuando no ilumina de lleno, entenebrece, distorsiona y oculta. Por supuesto, la obra precisa y condensada de Amparo Dávila no necesita un mesías de la crítica, sino antes bien la devoción del atento lector, liberado de los lugares comunes y de los prejuicios que a menudo empañan el trabajo y el placer de la lectura.
Una de las mejores narradoras de nuestro tiempo, Cristina Rivera Garza, le rinde a Amparo Dávila un homenaje que estimo tiene dimensiones generacionales, al convertirla en personaje de su novela La cresta de Ilión (2002). Su obra, por lo demás, merece cada vez mayor atención por parte de los estudiantes de letras tanto en la licenciatura como en el postgrado. Entre los múltiples acercamientos que sus textos provocan, quisiera destacar un ensayo más o menos reciente de la profesora Lidia García Cárdenas incluido en un libro que coordinaron Gloria Vergara Mendoza y Ociel Flores Flores,Hermenéutica de la literatura mexicana contemporánea (México, UAM-Azcapozalco, 2013), Resonando sin duda con la temprana lectura que hizo Amparo Dávila de la Comedia del Dante, Lidia García Cárdenas nos invita a penetrar en los “pasajes del inframundo” que encuentra en la narrativa de nuestra autora. El simbolismo es claro: lo alto y lo bajo representan un juicio de valor. Por una escalera se puede ascender hacia la libertad y la espiritualidad, pero de igual modo es posible descender hacia lo grosero y corrupto, hacia lo banal y lo cotidiano. Apoyándose en Lotman y Bachelard, Lidia García Cárdenas analiza la significación del eje vertical, vinculado al ascenso o descenso simbólico de los personajes, con el eje horizontal de la existencia cotidiana. Para ilustrar su idea escoge tres textos de Amparo Dávila: “Fragmento de un diario”, “El desayuno” y “Óscar”, tomados respectivamente de Tiempo destrozado, deMúsica concreta y de Árboles petrificados.
Los espacios en los que transcurre la acción narrativa tienen un significado. Advertir de modo preciso el significado de estos espacios, del sótano, de la planta baja, donde se encuentra el comedor, y del primer piso en el que están las habitaciones, por poner un ejemplo, ayuda a develar la estructura ética y hasta sociológica del texto titulado “Óscar”. No voy a repetir los ricos y sugerentes análisis de Lidia García Cárdenas. Remito a ellos a la vez que me permito esbozar en dos o tres brochazos lo que los relatos de Amparo Dávila me hacen pensar. En este cuento, se diría, la arquitectura misma de la casa de los personajes ya indica una posición de valor. La tópica freudiana parece cumplirse al pie de la letra: el sótano sería el dominio del inconsciente y de los instintos que amenazan la vida normal; a la planta baja correspondería al “yo”, al ego del aparato psíquico freudiano, mientras que el primer piso, al que naturalmente se accede por escaleras, podría representar la conciencia moral o el super-yo de los personajes. Mónica, la hija de familia, regresa a la casa familiar después de haber vivido mucho tiempo en la capital, pero este regreso a la provincia significa enfrentarse a todo aquello de lo que ella había intentado escapar: la presencia de lo siniestro. A través de su mirada descubrimos poco a poco la naturaleza de ese infierno. Su hermano Óscar, que acaso padece una enfermedad mental, habita en el sótano, tras una puerta metálica. Pero desde ahí regula cada vez con mayor eficacia la vida de los otros habitantes de la mansión al grado de hacerles la vida insoportable. En el comedor de la planta baja se reúne el resto de la familia para simular que viven una vida como la de todos, lo cual se ve desmentido con el catastrófico incendio del final que se origina en el sótano y que termina arrasando con la casa de la familia. Esto que comento basta para que adviertan el significativo papel del espacio en los textos de nuestra autora.
Siempre me llamó la atención ese extraño texto que se titula “Fragmento de un diario”. Antes que nada, y sobre todo, porque me parece una paráfrasis feliz de otro breve texto de Franz Kafka titulado “Un artista del hambre”. En este caso lo que tenemos es un artista que experimenta no con las palabras, los sonidos o los colores, sino con el dolor. Al revisar la ficha de Amparo Dávila en el Diccionario de escritores mexicanos que coordinó la doctora Aurora Ocampo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de laUNAM, advierto que una primera versión de este texto tenía un título más completo: “Fragmentos del diario de un masoquista.” Al prejuzgar al autor del diario como un “masoquista”, esta primera versión estrechaba la significación del texto y acaso hasta tomaba partido en contra de ese evidente enfermo al que le gustaba procurarse él mismo una considerable cuota de sufrimiento corporal. Con sabiduría narrativa, me parece, Dávila abrevió el título para indicar que cualquiera de nosotros puede ser el autor de ese diario. Como apunta muy bien García Cárdenas, no hay una sino dos escaleras en este relato. La escalera física del edificio, por donde suben y bajan los inquilinos del mismo, interrumpiendo a menudo los experimentos del per-sonaje, y la otra escalera, de índole moral, y hasta metafísica, que es la escala del dolor que el protagonista se infringe a sí mismo. Porque de esto se trata: de alcanzar el máximo sufrimiento posible, hiriéndose, torturándose hasta desmayarse, como una forma que tiene el personaje de experimentar algún tipo de éxtasis y de acrecentar con ello su espiritualidad.
Ahora que regreso a este texto maestro me viene a la cabeza que acaso con él su autora quiso representar de manera simbólica, no tanto la vida de un personaje al que de modo fácil podríamos designar como masoquista, sino lo que significa ser escritor. Tal cual. Escribir un cuento, lo mismo un cuento maestro que un cuento común y corriente, pero eso sí, con pretensiones literarias, implicaría de algún modo ascender renglón por renglón en la escala metafísica del dolor. Saber que se escribe para sufrir. Pero que este sufrimiento autoinducido es de algún modo un acto de libertad y una salvación.
¿Qué tiene qué ver escribir un cuento con esta experiencia graduada y a la vez intensificada del dolor? Lo diría de esta manera: escribir un cuento es capturar una sabiduría, sabiduría que pretende condensar la quintaesencia de la experiencia humana. Amparo Dávila, gran lectora de la Biblia, no me dejará mentir. ElLibro de la sabiduría lo declara de modo tajante: Quien añade sabiduría, añade dolor. Implacable exploradora del universo humano, cada uno de los textos de Amparo Dávila es una incursión en los territorios del sufrimiento. Al escribirlos, al redactarlos, al pulirlos, ella misma va graduando su escala como si tratara cada vez de ir más allá de lo permisible y de lo humanamente soportable. Como si estuviera completamente de acuerdo con Nietzsche, cuando decía: Tenemos el arte para no perecer de la verdad 

sábado, 26 de diciembre de 2015

Guillermo Tovar de Teresa y la crítica literaria

26/Diciembre/2015
Laberinto
Evodio Escalante

A los críticos literarios no nos gusta que los “fuereños” se entrometan en nuestros asuntos. Conjeturo que a ello se debe a que haya transcurrido sin consecuencias la aparición del importante “Hallazgo en torno a los Contemporáneos” (Vuelta núm. 206, enero de 1994) que dio a conocer hace ya poco más de veinte años el historiador Guillermo Tovar de Teresa. El texto, empero, resulta notable no solo por la temeridad que representa pisar terrenos supuestamente ajenos, sino porque contiene una doble y se diría perentoria invitación: a que se reconozca el papel de Jaime Torres Bodet como orquestador de la famosa Antología de la poesía mexicana moderna que habrían publicado los Contemporáneos en 1928, y a que se inicie entre nosotros, tomando como base las aportaciones de Samuel Ramos en su libro Hipótesis (1928), un ejercicio de “crítica de la crítica” que logre otorgarle a esta disciplina una dimensión a la vez artística y filosófica. De esta manera, según el diagnóstico de Ramos, se podría superar para siempre “la crítica inconcluyente del erudito; la pedante y dogmática del académico; o bien la incomprensiva y frívola de los críticos de salón”. No está por demás añadir que Ramos fue, ni más ni menos, el filósofo del grupo Contemporáneos.

Investigador acucioso, lector sagaz y disciplinado, Tovar de Teresa capta un cambio que se habría producido en la temperatura de la época. Desdeñada y menospreciada durante muchos años, la figura de Torres Bodet parecía entrar en una etapa de revaloración. La mejor prueba de ello es que el siempre influyente Octavio Paz, pese a los malentendidos y desencuentros con el funcionario y el escritor de los que él mismo informa, acepta la invitación que le hace El Colegio de México para abrir con una conferencia magistral acerca de Torres Bodet el congreso en torno a Contemporáneos celebrado en marzo de 1992. La disertación de Paz, que publican Rafael Olea Franco y Anthony Stanton en el libro Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica (1994), pese a ciertas notas contradictorias, es un abierto elogio del poeta, el narrador, el memorialista y el eficaz funcionario que fue Torres Bodet.

En su ensayo, Tovar de Teresa da cuenta de esta conferencia de Paz y se sigue de frente para afirmar que a Torres Bodet se debe la aparición de la Antología de la poesía mexicana moderna. Fue, como asevera Tovar, “la única audacia que Torres Bodet llevó a cabo como crítico literario”, no importa que después se arrepintiera de ella. La audacia, como todos recuerdan, más allá de la labor recopilatoria en la que varios intervinieron, consistió en haber persuadido a un escritor por entonces desconocido (Jorge Cuesta) a que firmara la recopilación como si fuera propia, y que agregara un breve prólogo pertinente. Las reseñas chillaron: es una antología que vale lo que Cuesta. ¿En que basa Tovar su aseveración? En que cayó en sus manos el ejemplar de la Antología que habría pertenecido a la biblioteca de Jaime Torres Bodet y encontró que ésta contenía, en cada una de las notas de presentación de los autores seleccionados, inscripciones de puño y letra del autor de Cripta indicando quién las habría redactado. Las iniciales corresponden todas ellas a miembros del grupo Contemporáneos: JTB (Jaime Torres Bodet), EGR (Enrique González Rojo) y XV (Xavier Villaurrutia). La nota perteneciente a Francisco A. de Icaza se habría quedado sin iniciales, lo que da pie para que se conjeture que bien pudo haberla redactado Bernardo Ortiz de Montellano, al parecer también involucrado en el proyecto.

La tesis de Tovar la confirma la publicación que hiciera Fernando Curiel de Casi oficios. Cartas cruzadas entre Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes (El Colegio de México/  El Colegio Nacional, México, 1994). En misiva que le dirige el primero al segundo, cuando éste era embajador de México en Argentina, con fecha del 6 de octubre de 1927, aparece este párrafo sin duda revelador: “le diré —muy en confianza— que estamos trabajando algunos amigos y yo en la composición de una antología de la nueva poesía mexicana. En ella ocupará usted el lugar que merece, es decir, no agrupado entre los escritores del intermedio desaparecido, como algunas opiniones quisieran, sino entre los poetas de hoy, entre los absolutamente nuevos”. Poco importa que en el libro la promesa no se cumpliera, y que Reyes quedara en efecto entre los del “intermedio”. Aquí lo decisivo es el papel de Torres Bodet como orquestador del producto.

Como nuestros críticos e historiadores de la literatura, sin embargo, parecen todavía no acusar recibo de la documentada tesis de Guillermo Tovar de Teresa, reciclo en su memoria este asunto puntual con la esperanza de que se registren sus consecuencias. ¿Es mucho pedir?

El otro asunto, más abierto y complejo, tiene que ver con el ejercicio de la crítica literaria. Tovar postula la necesidad de una “crítica de la crítica” que tendría que apoyarse en postulados filosóficos. Para tal efecto, retoma algunas de las ideas de Benedetto Croce tal y como las recicla entre nosotros el traductor de su Breviario de estética (Editorial Cultura, México, 1925), Samuel Ramos. Aunque me parece difícil de demostrar que, como quiere Tovar, las notas de presentación de la mencionada Antología corresponden a las ideas de la crítica difundidas por el pensador italiano, no hay duda de que da en el clavo cuando se inconforma con una crítica que prefiere ceñirse al valor de las definiciones, y que al objeto mismo (la obra de arte, el milagro) prefiere la idea del objeto. El crítico debe discernir, en lugar de imponer, y falla cuando por intolerancia o por megalomanía se concibe a sí mismo como “juez supremo de todas las cosas y único dueño de la verdad”. Aunque el gusto y la exégesis (el comentario) son antecedentes indispensables, el crítico literario debe aproximarse a la intuición del artista con el objeto de transformar su intuición enpercepción, para con ello darle a su acto de juzgar “su carácter de operación espiritual e intelectual”. Esto significa que el crítico se obliga “a ser artista y filósofo”, superando así las limitaciones de la crítica del erudito, la académica y la de salón.


Sin duda, a Tovar le impresionaron estas líneas de Ramos, en el prólogo al libro antes citado: “La crítica marca el instante en que un movimiento artístico e intelectual toma conciencia de sí mismo y trata de precisar sus ligas con el pasado y el presente, y busca su orientación en el porvenir”. Ello la convierte en alimento indispensable de todo artista que se respete, pues le ayuda a situarse en el puesto que le corresponde dentro de un determinado momento histórico. Pero hay más. Para Ramos, “el ejercicio de la crítica presupone amplia documentación histórica y trabajos de exégesis, pero en su resultado final implica un acto de pura inteligencia” (cursivas mías). Según Ramos, pero creo que igualmente esto está implícito en el texto de Tovar, “el hombre erudito y estudioso, pero sin un talento superior, no puede ser crítico”. Puedo resumir así la exhortación de Guillermo Tovar de Teresa: para entender a Contemporáneos correctamente, primero hay que entender el impacto que en ellos habría tenido la estética de Croce y su divulgación en México por Ramos.