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jueves, 30 de enero de 2014

Prosa de Poeta

30/Enero/2014
Milenio
Jorge F. Hernández

No sobrarán los párrafos para intentar honrar con gratitud a José Emilio Pacheco. Aunque parezca imposible de precisar, quizá el vado de
su ausencia late como un inmenso cielo de madrugada donde todos los versos de su poesía, los muchos goznes de su labor editorial, los cuidadosos ensayos de luz pura, la delicada labor de lector y editor quedan como estrellas sobre un inmenso manto de prosa. Terciopelo negro que parece inabarcable, es un espacio ancho de página tras página, párrafo a párrafo de crónicas, relatos que son cuentos, novelas que son voces y paisajes en sí mismos y eso que llaman poemas en prosa. Intento deslindar que otras voces se ocupen de cuadricular la sustancia y consistencia de su poesía a secas, que para los lectores miles que lo admiramos a pie representaba un mural de versos sobre el instante y las eternidades, poemas de lo inmediato y de lo inmarcesible, poesía que abrevaba de otros grandes poetas que parecían memorizados por su mirada enciclopédica, y poesía de lo circunstancial o cotidiano que se palpaba por la inquebrantable humildad de un hombre bueno que intentaba con éxito confirmar ante nosotros que la poesía ocurre como milagro de fugaz mirada, o bien simplemente no ocurre, como quien obvia el recuerdo de un beso.
Pacheco, como otros poetas incandescentes, descubría desde la primera idea el impulso que define —incluso inconscientemente— si eso que ya quiere ser escrito ha de verterse en verso o bien convertirse en conversación o cuento que se narra como quien habla en voz alta lo que quizá sintió en murmullos de la noche. Son los materiales del sueño y la madeja donde se enreda la nostalgia por todo y todos los que ya no son, las ciudades que se derrumban, la microhistoria personal de los desahucios que, pudiendo convertirse en sílabas hiladas por la métrica del poema, parecen mejor desfilar como párrafos de un relato que ha de completarse con la memoria instantánea de quien lo lea. Todos los oficios del escritor que ha de dedicarse al cultivo constante de la lectura, a la generosa corrección y edición de la palabra ajena, a las antologías que emprende su afán precisamente porque no existen en las bibliotecas, y a los empeños o sacrificios que exigen los inventarios del diario vivir o la arquitectura de publicaciones periódicas se volvieron así, en Pacheco, el inmenso telar de donde salían sus cuentos, novelas y poemas en prosa.
En noviembre de 1979, mi compañero Gonzalo Canseco me regala en la preparatoria el breve y por lo leído-releído, interminable volumen titulado El principio del placer, serie del Volador, editorial Joaquín Mortiz, y el mundo cambia para siempre. Después vendrá todo un siglo de soledad, los paseos por las regiones que en algún ayer fueron transparentes, los versos tallados en la piedra del sol y no pocos nocturnos como música callada de una vida que con solo leer esos cuentos aspiraba, si bien no a plagiarlos de una vez por todas o al menos memorizarlos como propios, sí y por lo menos a que así pasaran décadas poder seguir leyéndolos con el idéntico azoro que provocaron desde su primera lectura. El placer desde el principio fue conciliar el asombro con el descubrimiento de que esa media docena de cuentos no solo era maravilla que se vale por sí misma, sino reto para cualquier ingenuo que se atreva a seguirlos como modelo. El placer desde el principio fue leer esos cuentos intentando descifrar el trinomio cuadrado perfecto de esas historias como metáfora cuadriculada de una tauromaquia literaria donde citar-templar y mandar equivalen al planteamiento-nudo y desenlace. Escribir es torear, lancear con palabras la embestida de cada historia y el secreto del temple en el invisible e invaluable oficio de saber desescribir las palabras que le sobran a las historias, los diálogos que podrían adormecer la sobremesa donde alguien relata la increíble historia de un barco fantasma, las simultáneas pérdidas de la inocencia, los recuerdos que son humo, los escalofríos que se pierden entre los árboles de un bosque. El placer desde el principio fue imaginar que algún día el autor de los cuentos de El principio del placer firmara un ejemplar para sellar el círculo de correspondencias, el pacto que completa los relatos con la lectura donde se funden imaginaciones respectivas, quizá sin soñar que incluso el autor se convierta en amigo entrañable y que el tiempo permitirá informarle al paso de las décadas que han llegado ya los nuevos lectores de esos mismos relatos en los ojos de mis hijos, hipnotizados al descubrir con renovada admiración los mismos laberintos que uno ya no olvidará jamás.
Al vuelo, parece que puedo recitar de memoria la prosa del poeta que narra el retrato de un joven que espera impaciente todas las tardes la llegada de una mujer soñada en un piso de la calle de Alcalá. Bastan pocas líneas para convencernos de que es uno mismo quien aguarda cada tarde la repetición del encuentro con esa dama que ya no ha de llegar a la última cita. El año es 1936, y quien llega es el bedel del Museo del Prado con el recado de que La Maja Desnuda ha de ser ya para siempre eterna pintura de Goya, sin permiso para ir de visitas por la calle y que será ella quien se condena a esperarnos, como un espectro o presencial real de un recuerdo, sin necesidad de definirla como plebeya o duquesa, pues “para ti esa muchacha era Madrid y era el mundo todo”, y al regresar a solas al piso donde uno la esperaba todas las tardes solo han de hallarse las ruinas de una guerra.
Luego vendría la filiación inquebrantable con las novelas de José Emilio, y con ella la identificación casi musical con todas Las batallas en el desierto o las consignas de Morirás lejos, y no alcanzan los párrafos para la larga nómina del Inventario semanal, ocasional, consuetudinario con el que palabra a palabra se labró el entrañable espacio sideral de la prosa de poeta, el cielo de tantas estrellas donde se queda su sonrisa. Allí, donde hoy reina silencio.

jueves, 24 de enero de 2013

¡Ibargüengoitia, "forever"!

24/Enero/2013
Milenio
Jorge F. Hernández

Hoy quiero celebrar los 85 años de eterna vida de Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar en cada uno de sus cuentos la perfecta conjunción de chiste y chisme, sus crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada, sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo, y cada quien, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.
Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobre Pueblo en vilo, la obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso, y que también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de madrugada las puertas de un burdel, o el merengue tropical que tanto agria a cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos, y a todos los revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de mentiras épicas y traiciones institucionales.
Agradezco sinceramente al olvidado reseñista que reprobó la publicación de mi primer libro de cuentos porque le parecía que eran “demasiado ibargüengoitescos”; queriéndome ofender, me hizo el mejor elogio posible, pues efectivamente sigo fiel a la idea de que los relatos de La ley de Herodes se me aparecen en el espejo como joyas del género corto, además de que parecen anécdotas idénticas a las que heredo de familia. Quizá por aquí debí haber empezado: mi familia es de Guanajuato, y aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (Donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en el que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la Ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no solo amigos, sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego — ahora políticamente incorrecto— de La cruzada de las gatas. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticona contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Mi padre decía que una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con “¡Muchachos facinerosos!” o “¡Pervertidos del demonio!”. El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida.
Celebro de Ibargüengoitia sus novelas, que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su momento, y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra maestra como A sangre fría, entreverando bajo la clara sombra de la novela las virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.
De literatura en periódicos también supo Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán, era capaz de escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la Ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata.
Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, con sentido del humor —que no como los que se hacen los chistocitos—, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia —por lo menos para avergonzarlos— a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, ésos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad o sus plagios constantes.
Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo. A mí no se me ocurre mejor final para que hoy mismo comience a leerlo un nuevo lector, que alzarme como un Pípila y gritarle al mundo: ¡Ibargüengoitia, forever!

sábado, 8 de diciembre de 2012

Camina la sombra

Otoño/2012
Luvina (68)
Jorge F. Hernández

Al recibir el Premio Cervantes, en Alcalá de Henares en 1988, Carlos Fuentes abrió en público su pasaporte y reveló que en «oficio» decía: «Escudero de Don Quijote», dejándonos a todos los demás testigos como jinetes de Clavileño, boquiabertos e hipnotizados por un discurso que en ese momento parecía resucitar del mármol de las academias y del silencio de las bibliotecas nada menos que al Quijote de Cervantes. Todos boquiabiertos, y puedo jurar como un Sancho Panza que, a partir de ese discurso, el Caballero de la Triste Figura ha vivido casi tres décadas de una revaloración y relectura que en gran parte se debe a los esfuerzos de Fuentes: el ensayista que lo estudió en Cervantes o la crítica de la lectura, el lector que lo leía cada año durante el mes de abril, el caballero andante que siempre supo de los amores contrariados, de la hermosa musa que te deja esperando toda la madrugada para regalarte el recuerdo de una despedida, y que supo también de las amistades a primera vista, esas hermandades inquebrantables como las que sostuvo con Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Julio Cortázar, por sólo mencionar a los amigos que viajan con él en esa nao maravillosa y enloquecida que el mundo conoce como Boom! y que abrió las puertas de la literatura mundial dominada por vientos de otros nortes hacia los sabores del sur, los colores que se comen, los muertos que hablan pero no como espectros noruegos sino como quien escribe estas páginas creyéndose muy vivo y sabiendo que quizá me leen los fantasmas que intento honrar con su memoria. Carlos Fuentes, amigo de sus amigos, que lo fue de Octavio Paz y ahora habrá que esperar a que se escriba la crónica de esa relación fundamental para la cultura mexicana contemporánea. Imaginemos el trayecto: un niño que aprendió versos de la Suave Patria de Ramón López Velarde con Alfonso Reyes, y que a veces se sentaba mientras el embajador Reyes de México en Buenos Aires conversaba con unos príncipes argentinos llamados Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares; el joven que luego publica libro tras libro y vive intensamente todos los ritmos, ye-yé, twist y rock and roll al tiempo que finca sin saber que fincan una nueva literatura universal él y sus amigos, que conquistan París con la Ñ, y el hombre que es nombrado años después embajador de México en Francia y que renuncia en protesta por el absurdo nombramiento de Gustavo Díaz Ordaz como primer embajador de México en España, luego de muerta la dictadura, y vuelve entonces a la vida de profesor y conferencista, pero sobre todo de escritor.

Es difícil intentar un retrato de quien en realidad es un mural de letras. De niño, un pintor lo retrató sentadito en una banca, allí en el inmenso mural que se desdobla a lo largo de la escalinata del edificio que fuera la Embajada de México en Washington, dc. Al hacerlo, el pintor no sabía que pintaba a quien se convertiría en uno de los más reconocidos muralistas literarios de México: la infinita policromía de todos los adjetivos, los paisajes ocres y sepias de la historia con mayúsculas, las selvas tropicales y candentes de las relaciones humanas, el páramo amarillo de la soledad, todos los grises de la ciudad más grande del mundo y los encajes salmón y seda de una bruja que te enamora con los ojos. Hablo de Fuentes, el autor de los últimos estertores de la llamada novela de la Revolución Mexicana en los ojos entrecerrados de Artemio Cruz (aunque es de honor reconocer que la última bocanada la escribió su amigo Jorge Ibargüengoitia con Los relámpagos de agosto). Hablo de Carlos Fuentes, que había cimbrado el panorama amodorrado de la literatura mexicana con La región más transparente, un mural dentro del mural en medio de todos los murales posibles de la ciudad que habla y se pinta sola, un coro de necios intemporal que narraba al hilo de las tablas la vida y las viditas de la inmensa Ciudad de México a punto de volverse megalópolis para nunca ya dejar de serlo; y hablo del mismo Fuentes que, habiendo hecho eso, se lanza a la novela costumbrista y aparentemente fácil de atrapar en una red de párrafos: Las buenas conciencias, la vida de culpa y mentira, chisme y callejones cervantinos de Guanajuato, como si fueran sus párrafos trazos de Diego Rivera, y al fondo se escucha ese ruido que es puro silencio.
     Me detengo en Aura, esa novela que se lee como un cuento largo y ese relato intemporal que merece llamarse novelón. Simetrías y ánimos como neblina unen a esta novela con Los papeles de Aspern, de Henry James, y, si se quiere, incluso hay un eco remoto de La cena, de Alfonso Reyes, pero el propio Fuentes tuvo a bien dejar aclarado el origen y la taquicardia de Aura: la escribió a lo largo de una semana en París. Había visto pasar a una joven hermosa de una habitación a otra, y al cruzar el umbral de la alcoba, la dama pareció envejecer cien años por el reflejo o mal golpe de la luz... Fuentes se salió a la calle y en un café que ha de permanecer anónimo empezó a dictarse a sí mismo esa prosa que le habla directamente a cada uno de sus lectores, el enredo maravilloso de una belleza anciana, una musa muerta, tú que ya no sabes quién eres al leerte en los párrafos que inventara un hombre en París hace ya medio siglo.
     Al irse Carlos Fuentes atardecen las páginas de uno de los más grandes escritores mexicanos que, como dijo Alfonso Reyes, procuró ser provechosamente nacional al tiempo en que se apuntalaba generosamente universal. Al otro lado de este atardecer, amanece hoy mismo el próximo lector de cualesquiera de sus libros, una vasta obra que incluye algunas reconocidas obras maestras y una suerte de savia-sabia biográfica y generacional que, de varias maneras, deja, más que un sentimiento de tristeza, una noción de desamparo: miles de lectores mexicanos nos habíamos acostumbrado a la presencia de escritores públicamente activos, cuyas voces se convertían en faros, termómetros y brújulas para los enredos de nuestra realidad. Ante el enmarañado y desolador panorama de las elecciones presidenciales de este 2012, no pocos lectores permanecíamos atentos a la lectura de los escritores, ésos que leemos con admiración, como si con ello se rizara el rizo de la admiración y la magia de leer. Nos queda releer los libros de Fuentes y esperar la compilación de sus ensayos y artículos periodísticos, así como los muchos discursos con los que recibió premios, doctorados y diversos reconocimientos —que siempre escribió en voz alta.
     Carlos Fuentes fue extraordinario cuentista, y es obligación de lector subrayarlo, pues los editores insisten en privilegiar al novelista así, sin más, y no es justo cuando tenemos ante la mirada en blanco al hombre que decide llevar a su casa, como souvenir inocente, nada menos que la figura enlamada y misteriosa de Chac Mool, un dios prehispánico que empieza a transpirar terror en cada página que empapa. Y luego ese cuento, «Un alma pura», que me hace siempre llorar, o «Las dos Elenas», «Muñeca reina» y todos los relatos de Agua quemada o de El naranjo... y se nos olvida que las novelas de Fuentes, al fin cervantino y cervantista, contienen no pocos cuentos en sus hilados invisibles, y, así, es preciso celebrarlo como maestro de ese género llamado corto y por lo mismo celebrar sus artículos en prensa, que se pensaban y escribían de una sola sentada, para orientar al lector sobre cualquier tema de la realidad circundante, pero también para criticar lanza en ristre y polemizar con elegancia. Digamos que se llamaba pensar.
     Carlos Fuentes fue un escritor con todas sus letras y un caballero andante que siempre mostró su mejor cara, a pesar de que llevara en el alma los peores dolores. Fue un generoso guía y corrector de originales para escritores en ciernes, y un contagiador hipnotizador de los grandes libros que parecía saberse de memoria, tanto como todas las arias de todas las óperas y no pocos boleros —que así también se conquista a las musas. Carlos Fuentes fue el mejor embajador de la literatura mexicana en el mundo, y fue un amigo a quien extraño, con el único consuelo de imaginarlo caminando hoy mismo por Coyoacán en blanco y negro, por París en sepia, por Madrid con tanto sabor cervantino y en ese Londres donde me llevó a conocer un cementerio de toda una generación de adolescentes caídos en el infinito absurdo de la Primera Guerra Mundial... Lo veo alejarse, pues siempre caminó más rápido que quien intentara seguirle la sombra. En todos los escenarios lleva rumbo al atardecer. Del otro lado ya lo esperaba la eternidad: eso que llaman la región más transparente. Hoy parece una sombra que sigue andante... y no creo que nadie lo pueda alcanzar.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Elogio del fantasma

10/Noviembre/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Francisco Tario acaba de cumplir cien años. Quizá la mejor manera de presentarlo será decir que se trata de un escritor raro. Raro de veras. Su biografía merece una novela y su literatura, la lectura constante que no ha tenido hasta ahora. Fue un hombre sorprendente y polifacético: nació con el apellido Peláez, que decidió evitar para vivir intrometido y reservado bajo la firma de Tario; fue jugador profesional de futbol —portero del Club Asturias de la primera división— y cinéfilo apasionado —como asiduo espectador y como dueño de tres cines en Acapulco. Abrimos un suspiro y recordemos que aún queda pendiente la larga reflexión sobre los escritores y artistas que han sido futbolistas, con el afán de que un largo ensayo quizá hilvane la debida explicación de por qué Plácido Domingo, Eduardo Chillida y Albert Camus fueron porteros.

Francisco Tario fue un escritor entregado apasionadamente a la confección de sus párrafos, mas ajeno a los círculos literarios y los enredos de la comidilla entre escritores. Sin embargo, fue amigo de Lola Álvarez Bravo, Octavio Paz, José Luis Martínez y Alí Chumacero, más por los libros y las conversaciones en común, que por el acostumbrado interés entre quienes buscaban acomodarse entre esos nombres. Tario fue un escritor honesto con sus letras y fiel a la pasión esencial de ser lector, una dicotomía ejemplar si se considera que muchos autores se olvidan de leer a los demás y no pocos escritores sobrellevan sus actividades precisamente sin escribir. Sin buscarla, Tario abonó a su posteridad con el limpio ejemplo de su apartado, sin imaginar que pasarían décadas hasta el Sol de hoy en que Alejandro Toledo es quien más ha hecho mucho por fincarle su lugar intemporal.

Alejandro Toledo ha navegado como gambusino por los papeles olvidados de Tario y gracias a él han aparecido recientemente algunos cuentos que no habían sido recogidos y otras obras inéditas, cuyos títulos ya antojan lectra: “Dos guantes negros”, “La desconocida del mar” y “Diario de un guardameta”. Como bien lo ha señalado el propio Toledo, Tario “no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir, como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello”. Hablamos entonces de un fantasma por voluntad propia, más interesado en la rica diversidad de la vida privada que en la exposición insensata de la vida pública; más propenso a preocuparse por concluir la lectura de un libro que en los rituales acostumbrados de las presentaciones, reseñas o multiplicación de ventas de sus propias obras. Así se entiende que fuera amigo de Manuel Rodríguez “Manolete”, no para figurar entre la cuadrilla de sus aduladores, sino por el placer de ganarle repetidas veces al frontón; lo dicho, Tario fue un portero elegantísimo, de los de rodillera y boina calada, que estrenaba suéter en cada partido, y habilísimo bajo los palos, por lo que llegó a ser retratado en las cajetillas de cigarros “Elegantes”, no porque buscara los reflectores como muchos futbolistas de hoy en día, sino por la innegable calidad que destilaba su presencia en las canchas donde él se tomaba su papel como un arte.

En el mismo ánimo, Tario fue un gran conversador, ávido de exponer ideas y escuchar opiniones, pero nunca un platicador pedante o impositivo; fue un dramaturgo despreocupado por la puesta o no es escena de sus obras, pues era un convencido del teatro como una más de sus formas para expresarse, en tres o más actos, con y sin actores. Por lo mismo, mantuvo hasta el final de sus días la expresión escrita, el recuento de su horarios y las circunstancias de su cotidianidad (más muchos cuentos, crónicas, novelas en ciernes y las obras inéditas que ahora ha desenterrado Toledo), sin la necesidad de saberlos como diarios publicables o libros en el umbral de la prensa. Además, Tario fue un viajero apasionado y quizá aparezcan entre los pliegues de su papeles inéditos los recuentos de su viajes o de su aventura cinéfila en Acapulco, donde introdujo por primera vez en México la ya indispensables máquina para confeccionar palomitas de maíz, o quizá haya algún cuaderno que narre la decisión que tomó Tario en 1960 de mudarse con mujer y dos hijos a Madrid, donde alquiló un piso en el mismo edificio donde vivía el gran Di Stéfano.

Tario fue un hombre profundamente enamorado de su mujer. Juntos, formaban una de las parejas más hermosas que se mientan aún entre fantasmas de aceras del pretérito. Al morir ella, al quedarse solo, el fantasma ya sólo precisaba inmaterializarse él mismo. Murió en Madrid en 1977. Hasta hace poco tiempo, Francisco Tario permanecía oculto para una gran mayoría de lectores, y aunque su condición espectral permanecerá siempre intacta, es de celebrarse —además de la ardua labor ya mencionada de Toledo— la edición titulada Cuentos completos, en dos tomos, gracias a Mario González Suárez y la hermosa edición de Algunas noches, algunos fantasmas en la elegante y breve colección Centzontle de seis de sus cuentos, selección y prólogo de otro fantasma. Allí podrá leerse el cuento magnífico de “La noche de Margaret Rose” que en opinión de Gabriel García Márquez se ubica entre los diez mejores relatos jamás escritos.

Si con lo anterior no dejé ya suficientemente picado al siguiente posible lector de Francisco Tario habría que agregar que la editorial Atalanta prepara una antología de sus cuentos (con prólogo de Alejandro Toledo) para solaz e imán de los futuros lectores que han de abrevar de este magnífico escritor que firmaba como Francisco Tario, nostálgico por los fantasmas y la luminosa navegación de las noches, delicado maestro de la prosa y fino coreógrafo del lenguaje donde hablan los perros y las puertas, y no solamente los hombres o los vivos. Es un escritor que mantiene constante la tensión de cualquier lector y produce una inevitable admiración entrañable. Como acostumbran hacerlo los buenos fantasmas.

jueves, 4 de agosto de 2011

Escrito en alguna parte

4/Agosto/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Estará escrito en alguna parte: quizá la eternidad no sea más que la contemplación ilimitada de la emoción más entrañable. Hablo de amar para siempre, de la inocencia infantil que algunos mantienen latente hasta la vejez, de la música de todos los tiempos, la luz perenne e incandescente o, incluso, del silencio más acogedor. Hablo del páramo infinito donde perviven los poetas y las novelas inolvidables, los fugaces momentos invaluables y el instante irrepetible de una felicidad.

Queda prohibido olvidar a Eliseo Alberto, y la mejor manera de seguirle la sombra es hacer todo lo posible para que hoy mismo nazca el próximo lector de sus obras. Quien se aventure a leerlo, por primera vez y en el orden que sea, descubrirá un maravilloso continente de poesía en prosa: novelas que parecen tener imanes en cada página de sus entrañables tramas, ensayos donde se percibe el dulce sazón de la ficción, cuidando evitar añadirle lo inverosímil a lo que llaman no-ficción, crónicas precisas de un periodista serio y valiente con voz en cuello, aunque nunca amarranavajas ni buscapleitos. Hoy quiero celebrar Esther en alguna parte (Espasa, 2005), en espera de que surja su nuevo lector y garantice la eternidad que merecen sus personajes… y ahora su autor. Me congratula alabar públicamente esta novela de Lichi por el contagioso y creciente número de lectores que ya han diseminado las muchas virtudes de su trama, el juego hipnótico de sus personajes y el compartido sabor que deja en la boca de la imaginación al leerse (o releerse) como prosa convertida en agua fresca. Lichi pudo haber escrito Esther en alguna parte en cualquier parte y en otra época, pues ya va siendo hora de que la grandeza de su literatura se digiera como intemporal y ecuménica. Hijo de uno de los grandes poetas de la lengua española de todos los tiempos, Eliseo Alberto heredó de Eliseo Diego la propensión a la metáfora perfecta, la precisión de lo expresado y el latido de la ausencia que evocaba Lezama Lima, mas agregó con su propia experiencia el sano cultivo de la prosa que emana del corazón (y que, de retro, lo nutre). Hablo de las tramas fantásticas que hila Lichi en su mente, conversándolas en tinta, convirtiéndolas en círculos concéntricos o cuadrículas verbales de una realidad mágica y a la vez, absolutamente verificable y vivible, aunque no todos los humanos la observamos a simple vista.

De entre toda la literatura que ha fermentado Eliseo Alberto ando ahora convencido de que Esther en alguna parte es la obra maestra donde mejor ha destilado las hebras del corazón con el que escribe. Con el subtítulo de El romance de Lino y Larry Po, Lichi ha confeccionado un sutil tratado inobjetable de que la amistad es un oficio amoroso que también sucede a primera vista y uno se pregunta —si no fuera por los secretos contenidos en la propia novela— si acaso el subtítulo no debiera figurar por encima del misterio de Esther en alguna parte: van aquí de la mano las simetrías de la amistad, la sincronía insólita que se formula cuando amigos pactan paso a paso una armonía y el enigma —que parece inalcanzable, a veces incluso inexplicable— de los amores que no se esfuman jamás, amor del nombre que no se puede borrar con ninguna de las formas del olvido, ni del tiempo. Entredicho el enredo, intento aclarar: la novela deliciosa es un misterio constante en busca de Esther y una crónica narrativa de la amistad que se entrelaza entre Lino Catalá y Larry Po, vivos en cada descripción de sus personalidades entrañables, palpables en cada lazo de sus existencias creíbles, unidos en sus anécdotas increíbles, habitantes de La Habana inexistente o perdida, donde no había aún jineteras engañosas ni aludes de turistas abusivos, en nuestra Cuba con la Revolución y el Granma como telón de fondo mas no en el estrado protagónico de los discursos interminables y las utopías inalcanzables. Es una delicia verbal, de una urbanidad que se recorre en párrafos, de la mano de vidas humanas sin biografías heroicas, boleros que se cantan a media voz y ternuras universales.

No digo más de esta novela. No soy crítico literario, pero consta que no he sabido de un solo lector que una vez iniciada la travesía de estos párrafos, no haya quedado prendado y prendido tanto a la búsqueda de Esther como al hermoso romance de amistad pura entre Larry Po y Lino Catalá; consta que dudo que haya alguien que no agradezca la límpida prosa de Eliseo Alberto, habiendo muchos que podrían jurar escucharlo en pleno silencio de sus respectivas lecturas, pues es de los raros escritores con voz en tinta; consta también que cualquier lector queda hipnotizado —en mayor o menor medida— ante la enredadera verbal con la que se arma el agradable entramado de esta historia. Y no digo más de esta novela entrañable.

Pero de Eliseo Alberto sí puedo decir que el afecto que le tengo no merma ni confunde la admiración creciente que me producen sus libros. Digo de una vez que el conjunto de su literatura ha trazado un azoro creciente y, al mismo tiempo, revolvente. Desde La eternidad por fin comienza un lunes (Ediciones El Equilibrista, 1992), pasando por Caracol Beach (que muy merecidamente obtuvo el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela 1998, dejando a no pocos buenos aspirantes en el limbo de los finalistas), La fábula de José (Alfaguara, 2002), el desgarrado y desgarrador libro de memorias Informe contra mí mismo (Alfaguara, 1997) los recientes compendio de crónicas, intimidades, retratos, cartografía personal, ensayos narrativos y entrevistas (literalmente, entre-vistas) titulados Dos Cubalibres. Nadie quiere más a Cuba que yo (Atalaya, 2005), Una noche dentro de la noche o La vida alcanza (ambos títulos publicados bajo el sello de Cal y Arena)… el vasto universo literario de Lichi va sumando asombros que se cosechan párrafo a párrafo, a través de cada personaje y en toda la musicalidad que resuenan sus palabras y se revuelve la cocción, como pócima de magia, al releer o remitirnos a escenas de memoria compartida, ánimos identificables, esa Cuba que sigue allí y la que se lleva en el corazón o en músicas, o en alguna parte desconocida, pero intuida. Escribo entonces, para que quede en alguna parte, que hoy —tal como mañana— tengo ganas de celebrar todos los libros de Lichi —y los muchos que faltan por llegar a la imprenta— para confirmar la creciente admiración que le profeso y para que conste que las amistades instantáneas también pueden ser eternas.

lunes, 1 de agosto de 2011

Tu eternidad

1/Agosto/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Sabrás que estos son los párrafos más dolorosos para escribir; algo le pasa a la tinta que se vuelve salina y se me nublan los párpados. No te miento si te digo que siento que se me sale el corazón, pero lo hago porque imagino que te gustaría saber que me prohíbo olvidarte. Además, me lo pide el periódico donde navegaba tu prosa perfecta, tus crónicas precisas y tu piel de poeta cada jueves desde hace ya varios años y aunque no puedo parar de llorar, escribo estos párrafos no como dije oportunista, sino como un oportuno acicate y condolencia: abrazo a todos los miles de tus lectores que precisan consuelo y deseo que hoy mismo aparezca el primer nuevo lector de tus novelas que ha de mantener vivas tus palabras para siempre.

Eliseo Alberto de Diego y García Marruz, hijo de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, poeta tú mismo bajo la piel de periodista, cronista, guionista cinematográfico y telenovelero… sobre todo, novelista inmenso. Lichi adorado, que no escribiré el obituario con la fecha exacta de Arroyo Naranjo el día que naciste junto con Fefé tu jimagüa-gemela, ni los años que te llevaba Rapi que se llama Constante porque ustedes son de los que se quedan, como Bella es la belleza que perdura, pétalo entre páginas: aquí no se ha ido nadie. Tampoco intentaré explicar que contagiabas la fe en la amistad a primera vista, porque si no, no sería creíble el amor a primera vista y, por lo mismo, no intentaré la larga lista de tus hermanos por elección, esa genética del afecto que transpirabas, ni la bibliografía precisa…

Quiero celebrar cada una de tus páginas, tus ensayos donde dejabas caer un poco de lluvia para que no fueran el aburrido género que presume alejarse de toda ficción; tu largo ensayo autobiográfico Informe contra mí mismo, espejo de un absurdo, cicatriz abierta de una isla que se quedó en tu corazón, y celebrar hoy también Dos Cubalibres donde cuajaste sin rencores ni falsa piedad un sincero anhelo de la reconciliación que ha de llegar algún día, aunque ahora la vivas desde el cielo; quiero aplaudir cada uno de tus artículos, publicados primero en el periódico Crónica y luego en MILENIO, antologados como libros en Una noche dentro de la noche y La vida alcanza, que ahora murmuran desde el estante como serena tormenta de despedida, que escribir esto me parece increíble. ¡Silencio!, que están durmiendo todos los nardos y cada azucena, todas las rosas blancas será mejor que no se enteren. ¡Que no me vean llorando!

Que prefiero celebrarte en tus novelas, que hay días que digo que la mejor es Caracol Beach —con la que ganaste el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela 1998—porque me consta la luminosa estela de orgullosa admiración (no exenta de envidia) que provoca en por lo menos un finalista de aquel concurso; ya desde antes habías demostrado grandeza con La eternidad por fin comienza un lunes, novela que me parece más entrañable en su primerísimo edición y malabarismo mágico que se renueva en la pista de sus otras nuevas ediciones. También hay días en que digo que tu mejor novela es La fábula de José, esa loca ocurrencia de enjaular en un zoológico a un hombre que mató en defensa del amor como quien mata en defensa propia… y al día siguiente, digo que tu mejor novela es El retablo del Conde Eros, una joya perfecta que le regala al lector desde el primer párrafo —condensado como la tentación de un caramelo—su planteamiento, los enredos de su trama e incluso el desenlace. Cualquiera diría: ¿para qué leer, entonces, todas las páginas que siguen, si ya en el primer párrafo chorreó la sopa? ¡Precisamente porque los grandes novelistas son capaces de hipnotizar con todo lo visible y lo invisible: allí donde cree el lector que viene algo, falta lo mejor; aquí donde dabas por hecho éso, se te aparece lo que no podías imaginar! Y así le guardo devoción a esa novela durante días que se vuelven semanas y de pronto me escucho en la semipoblada madrugada de siempre convencido de que tu mejor novela es Esther en alguna parte, santuario de tantas ternuras, la delicada biografía de un fantasma, la inofensiva conjura de los necios anónimos y enamorados que no le hacen daño nunca a nadie y esa ciudad de arquitecturas caladas por la espuma constante del mar que parece que la conozco por andar buscando a Esther o rondando a su viudo, o viudos, y luego me confundo Lichi adorado: si también le sigo la pista a todo el circo que fue el teatro del Conde Eros o la tropa inolvidable del Circo Cinco Estrellas de La eternidad… y ya no sé si son verdad tantas anécdotas que narrabas sin chistar y te repito que siento que se me sale el corazón, porque se me filtra ahora en la más amarga saliva el son montuno de tus versos, ese soneto de endecasílabos que no te gustaba evocar quizá por pudoroso respeto al Poeta que fue tu padre, pero escucho tu música en silencio, tu voz en off como en las películas… hoy que te conviertes en poesía pura: Yo pude de tristeza haberme muerto/ porque hoy volví a mi casa, ¿qué sé yo?/ Me habían advertido que en el puerto sólo flota lo que antes naufragó/ Tantos recuerdos viejos, ¿cómo no?,/ Pregúntale a mi sombra —fue testigo—Mi Patria no es mi Patria… se acabó/ No sé cómo decirlo, ni qué digo/ Que el dolor no me impida ser sincero… ¡Exígeme otra vez que no me calle!/ La vieja casa ya no era la que era y apenas aguacero el aguacero/ Mi sombra huyó por una bocacalle… entiérrala en La Habana cuando muera.

Te dije que algo le pasa a la tinta y que no puedo dejar de llorar. Se me sale el corazón por el pecho partido, pero parece que ahora lo entiendo todo: parece que te has ido en domingo, adorado Lichi, porque tu eternidad por fin comienza un lunes.

jueves, 31 de marzo de 2011

Noctuarios

31/Marzo/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

De noche amanecen las sombras que de día se disfrazan con la luz. De noche la conversación de silencios resucita a los difuntos con palabras sin habla, trazos de sílabas que se dibujan como luciérnagas sobre el terciopelo de los desvelados: nadie nos oye la memoria en voz alta y a nadie parece molestar la callada imaginación desatada en duermevela. De noche, hay alguien al otro lado del mundo que ya amaneció el día que nos hereda y uno vive la madrugada como víspera de un recuerdo intacto. De noche asumen su eternidad los escritores entrañables.

Se cumplen cinco años de la muerte de Salvador Elizondo, pero aquí no ha dejado de habitar la madrugada que alarga sus párrafos, la trastocada vigilia —como tela de un tweed inglés— donde su caligrafía perfecta se desenreda como enredadera por las páginas de sus libros, inundando las paredes y recorriendo los estantes donde reposan callados todos los libros que él mismo condensa en su prosa, pintados como acuarelas en sus cuadernos ya eternos. Elizondo el escritor incansable que más allá de la muerte sigue escribiendo las raras etimologías de las sílabas que se escuchan como música callada, significados en cada vocal de la imagen en blanco y negro como gelatina fotográfica de un universo que se lee cada vez como si fuese la primera vez en el tiempo en que un solo instante se vuelve interminable, sin dejar de ser el fugaz momento en que alguien lo murmuró sin aprehenderlo. Elizondo, el grafógrafo que estilográfica en ristre acometía los idiomas del alma; pintor de paisajes de palabras; catedrático hasta en la sobremesa y figura del toreo en medio de una conversación donde era capaz de atajar una metáfora con el requiebro tajante de una larga cordobesa y salir andando de la suerte hacia el burladero del humo para brindar con hielos el líquido amniótico de la malta añejada en la saliva como un recuerdo pronunciado en alemán. Elizondo, el de la carcajada enmarcada bajo unos quevedos que lo ven todo y el que sostiene un gruesa pluma fuente que ha de trazar sobre la página en blanco los hilos en tinta de la imaginación. El escritor, supuestamente desaparecido hoy hace cinco años, cuyo más reciente libro El mar de iguanas (Atalanta, 2010) aparece en la mesa de novedades de librerías en México y España sin que haya ni un solo libro o autor supuestamente vivos que le lleguen a los talones de su inapelable calidad literaria.

En un acierto más, de los que acostumbra el editor Jacobo Siruela, su sello Atalanta publica El mar de iguanas con atinado prólogo de Adolfo Castañón y lúcida guía de Paulina Lavista, la maravillosa fotógrafa que compartió con Elizondo el decurso de la azorada aventura de su mente. Los devotos y deudores de la alta literatura de Elizondo ya conocíamos la “Autobiografía precoz”, el magistral relato “Ein Heldenleben” y la breve obra maestra “Elsinore” (considerada por una amplia encuesta entre escritores mexicanos supuestamente vivos como la más importante novela publicada en México durante los pasados años), mas lo que no conocíamos eran los párrafos inéditos hasta ahora del primero de cuatro cuadernos que Elizondo escribió como Noctuarios y que se perfilaban para convertirse en un libro —misceláneo, inasible, raro y desafiante como toda feliz pesadilla de sus madrugadas— que titularía “Mar de iguanas” y que ahora, convertido en su destino de libro no más que imaginario, da título a este bella antología indispensable.

Se sabía que Salvador Elizondo escribía incluso cuando no estaba escribiendo, que redactaba cada hálito de su respiración y cada rendija de lo visto se volvía prosa o por lo menos, cita o referencia de algún verso leído, trama memorizada o guión cinematográfico. Se sabía que Elizondo habitaba la noche en mares de tinta y que incluso sus pequeñas acuarelas son historias cuyos trazos denotan personajes y palabras. Se sabía de sus Diarios: ochenta y tres cuadernos de anchas hojas, tapas negras y en octavo mayor que son biombo de su vida y pensamientos… una enciclopedia autobiográfica de casi novecientas páginas que inició a los doce años de edad y dejó abierta a las madrugadas tres días antes de su muerte. Lo que no se sabía a ciencia cierta es de la existencia de esos Otros cuadernos, ajenos a lo diario, palabra de insomne, imaginación instantánea del sueño que el propio Elizondo tituló Noctuarios.

Bien explica Paulina Lavista que entre agosto de 1986 y diciembre de 1997, Elizondo emprendió la navegación de las madrugadas en esos Noctuarios, “a manera de lo que se entiende como pintura à la prima, es decir, lo que le viene a la mente durante el desvelo, como un esbozo o apunte (que) sin embargo, al penetrar en su lectura el libro consigue una unidad y una novedad en su propuesta”. En el útil y lúcido prólogo a la ahora edición de El mar de iguanas, Castañón apuntala que “Noctuario es una voz que no se encuentra en el Diccionario de la Real Academia pero que sirve para designar o bien una suerte de reloj marítimo, o bien el espacio donde se encuentran cautivos en el zoológico ciertos animales y aves de vida nocturna. Si el ‘diario’ recoge las anotaciones realizadas a la luz del día, el ‘noctuario’ registrará los sueños, imaginaciones y percepciones sostenidos durante la noche”.

Aquí entonces, Elizondo: el ave que sigue en vuelo entre las sombras de las madrugadas, pleno de imaginaciones inmediatas y palpables, cazadas al vuelo como plumas que ondulan entre las sombras recién renacidas en medio del bullicio del silencio. Aquí y ahora: Elizondo que deambula por las calles de Londres y evoca el recuerdo más remoto, un grabado de Durero donde la melancolía parece anunciar un futuro que parecía prefigurarse desde el vientre materno y sale como murmullo en medio de la noche, donde el escritor escribe sabiéndose leído, años después, en el mismo instante en que escribe que alguien lo lee para que no le quepa la menor duda de que escribe y es leído; él, el escritor que se lee al releerlo al instante exacto de hace mil años que hoy mismo leo en la madrugada en que se lee por primera vez lo que ya le habíamos leído al momento de saberse escrito… tan lleno de vida.

jueves, 28 de octubre de 2010

El pastor de las palabras

28/Octubre/2010
Laberinto
Jorge F. Hernández

Alí Chumacero tenía mirada y conversación ortotipográfica; bastaba mostrarle un texto —ya en original o bien, ya impreso— y el Maestro señalaba al vuelo cualesquier gazapos, imprecisiones o erratas, incluso imaginando cómo se mediría en cuadratines un exabrupto o pensando en la mejor tipografía para el posible imperio de un párrafo válido. Le bastaba un solo ojo para otear el paisaje de una página mecanografiada para determinar pleonasmos, cacofonías o ridículos abusos de adjetivos inútiles como quien sacudía el papel para escuchar los sonidos de la prosa y le bastaba detener la mirada sobre alguna prueba de imprenta —de aquello que antes se llamaban galeras o capillas— para detectar errores en los cortes silábicos de cada renglón o esos huecos que serpentean la página impresa que llaman carriles o esas tristes líneas que quedan sueltas al final de un párrafo y página, que se vuelven viudas al inaugurar otra hoja.

Obrero de las letras, Alí fue orfebre de sus propios versos y se le veía absorto, leyendo con las manos apoyadas al filo del escritorio —la uña larga, las yemas percibiendo lo telúrico de un párrafo, o bien el tedio irremediable de otros— y de pronto, invariablemente alzaba la vista con una sonrisa. Destilaba el sano ejercicio del sarcasmo, transpiraba sin agresiones la virtud sutil de la ironía, era además un erudito sin pedantería y un Caballero andante que enamoraba con el habla, a veces incluso ceceando o izando la palma de la mano, como quien marca un alto para advertirle a cualquier interlocutor un tropiezo. Aunque hiciera constantes esfuerzos por aparentar sequedad, Alí fue un hombre bueno, cariñoso con los empeños ajenos, apoyo constante para los afanes de todo escritor que empieza, de entre los cuales no pocos memorizaron la indispensable humildad que irradian los verdaderos Maestros, con mayúscula, como Alí.

Otros lectores de su poesía, y escritores más autorizados, pueden ahora opinar y conmemorar con mejores argumentos el valor de sus versos intemporales; yo sólo diré que ya me resultaba inevitable —desde la primera vez que lo leí— escuchar cada palabra y cada metáfora con el ritmo marcado de su voz, esa lectura que parece cinematográfica al colarse en el fondo de las páginas el eco marcado, que va al paso de la vista, de las palabras y su música. Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo son más que simples títulos a los libros que conforman su breve obra inagotable: son palabras que —como los versos que contienen— se entrelazan con murmullos propios de cada lector, formando en prosa invisible una conversación de sentimientos donde la emoción que el poeta convierte en metáfora se conjuga con las propias imágenes que se van fabricando con la lectura; lector en complicidad con el Poeta Alí, formando un palimpsesto cambiante que oscila al ritmo de una voz ya compartida. Al menos, así se intentó honrar su poesía y celebrar su oficio en el prólogo a una enésima edición de Páramo de sueños (Fondo 2000, FCE, 1997) y en una de estas aguas del azar, que desde hace años no aspira más que a ser digno aprendizaje de su clara sombra.

Supongo también que no faltarán ahora profesionales de la crítica literaria y escritores más avezados que conmemoren los ensayos y reseñas que escribiera Chumacero, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de celebrar que Alí tuviese las agallas de nunca retractarse o mandar corregir en sucesivas ediciones de sus reseñas reunidas bajo el título de Los momentos críticos sus opiniones o ponderaciones sobre las obras de las que escribió en su preciso momento: siendo amigo cercano de Juan Rulfo, Alí Chumacero no tuvo empacho ni vergüenza en decirle o dejar publicado que su novela Pedro Páramo no sería libro fácil ni comprensible, más bien enredado y fantasmal, y que no se debería esperar un éxito multieditado por el mundo... y quizá tenía razón, a pesar del éxito incuestionable de esa obra inmortal, traducida a todos los idiomas y releída cada año por devotos lectores de Rulfo que, bien a bien, no sabemos descifrar todos sus sortilegios... y a pesar de que el propio Alí siguió siendo amigo de Rulfo hasta el final y que, como con todos y cualquiera, divas de las letras o escritores en ciernes, mantuvo el sano recurso del humor y la ligereza de alargar las sobremesas con carcajadas y anécdotas que quedan a la espera de una edición.

Se me llenan de lágrimas los ojos. He perdido a otro maestro entre tantos profesores que da la vida y anduve retrasando con necedad y desidia la última oportunidad para visitarlo en vida. Lamento haber estado lejos y me pregunto si alguien le alcanzó a gritar ¡Torero! en el Palacio de Bellas Artes, porque Alí Chumacero se fue por la Puerta Grande como Figura del Toreo, de los pocos que sabían cómo caminarle a las embestidas de la prosa, embarcar con temple y ritmo la marea de los versos, lidiar por la cara los enredos de la trama y detectar desde el burladero a los escritores que sólo torean para el tendido y no se juegan la vida en cada tanda de páginas como naturales y en redondo, sabiendo rematar a tiempo con un punto y aparte, como larga cordobesa, así como se va Alí para que nadie olvide que la eternidad cabe en un verso.

Tambien lloro por la muerte de Antonio Alatorre, también Maestro en cada una de sus páginas y sobre todo en los muy revisitados párrafos de sus Mil y un años de la lengua española, que legó como iluminación para el lenguaje, memoria del habla en este mundo que cada vez habla más español y tanta jerigonza mancillada. También lloro por la deuda de sus estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz o su recopilación de sonetos inmortales o el inmenso honor de que me presentó mi primer libro en público, hipnotizando al auditorio con una anécdota de los Ejercicios Espirituales del Santuario de Atotonilco que prometo incluir en una próxima edición. Quiero respetar el deseo de Alatorre de irse de este mundo en la mayor discreción posible y por ello no alargo más párrafos sobre su valioso magisterio... pero permítaseme llorar un vacío inmenso, geográfico y generacional: con la ausencia de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Luis González y González, José Luis Martínez y ahora, Alí Chumacero y Antonio Alatorre, el alma de quienes los conocimos en persona —discípulos, alumnos y lectores— se adolece justo en el Occidente del pecho, allí donde el corazón late en murmullos de silencio, versos intangibles y el ánimo busca sin cesar un arriero que indique caminos, un sabio que fabule encima de las desgracias, esa voz que se llama memoria y un pastor que resguarde el rebaño de las palabras, hoy que llueve tanta nube de lágrimas.

jueves, 14 de octubre de 2010

Setecientos metros

14/Octubre/2010
Milenio
Jorge F. Hernández

Juan Villoro ha cultivado con tan finas creces la crónica que realmente ha logrado convertirla en lo que él mismo definió como “ornitorrinco de los géneros”: así como Alfonso Reyes bautizó al ensayo como centauro, Villoro palpa y escribe crónicas como si materializara en tinta al raro animal cuya trompa de pato le viene de la novela (ese mundo narrado desde las emociones de los involucrados como personajes), cuerpo afelpado que heredó del reportaje (allí donde todos los datos son como el forraje inamovible, extremidades que se deben a la genética del cuento (relatos que deben caber en lo que dura una sobremesa, y no más, con un final contundente que si no sabe cuajar echa a perder todo el cuento), ojos y orejas de la entrevista (no sólo el arte de las preguntas y respuestas, sino la arquitectura teatral de la conversación); peso, volumen o eso que llaman los taurinos “trapío” (que es el coro de los lectores, las voces en conjunto de quienes rodean la realidad que ha de narrar la crónica; pezuñas y olfato del ensayo mismo (esa prosa libre que decanta lo que piensa y ve uno mismo, como “quien señala con la punta de un dedo el mínimo detalle de un óleo que todos ven el museo, sin que nadie se fije precisamente en ese detalle”) y esa larga cola que repta para dejar huella o la pisen los demás que llamamos autobiografía (la memoria en primera persona que va más allá del recuerdo personal).

Autobiografía, ensayo, cuento, entrevista, reportaje y novela, todos revueltos en la anatomía crónica del ornitorrinco con un preciso equilibrio que depende del ingrediente alma más difícil de precisar en ese género como animal: el alma que es la prosa. Hablo de los párrafos que se escriben de veras, con abierta honestidad frente a la página en blanco, transpirando las palabras que uno mismo va hilando con los párrafos e incluso versos de terceros que se han fincado en la memoria no como mera referencia, sino como un eco que ha de sustentar el mural que pinta la crónica. Es la erudición sin pedanterías, compartir saberes sin poses, prosa crónica que tiene fijos sus cuadrículos de duración, fotografía verbal de los instantes que se vuelven días, como quien es testigo de un incendio y se aboca a narrar la arquitectura de las llamas, y la fachada, vida y biografías del edificio y sus habitantes. Eso hace Juan Villoro y acaba de refrendarlo con 8.8: el miedo en el espejo (Almadía, 2010), ornitorrinco en 175 páginas donde narra con entrañable prosa los entrelazados testimonios del reciente terremoto en Chile, con el recuerdo del sismo de 1985 en la Ciudad de México.

Narrativa de lo inmediato, contraste de circunstancias y geografías, dándole voz al subsuelo. Villoro se fija en los nervios que revelan las caras de los demás y en la temblorina de sus propias manos; como niño, anota en su mente que hay una suerte de horario involuntario para las desgracias: a medianoche o al amanecer, como llamadas telefónicas que anuncian siempre una tragedia o premio inesperado y el cronista se explaya entonces en esa noción más o menos generalizada de que no todo el mundo duerme en piyama.

“Aunque los terremotos pueden ocurrir a cualquier hora del día, ha querido la casualidad que los más importantes de mi vida hayan sucedido mientras duermo. El miedo se ha revestido de la irrealidad del sueño (…) Un muro que se agrieta se transforma en algo incomprensible. De golpe, no entendemos la materia.”

Entre los pliegues de las paredes y la memoria, Villoro hace la crónica de su memoria entrelazada con la reacción inmediata. De ida y vuelta, Villoro condensa en las páginas de 8.8: el miedo en el espejo el joven que fue cuando el terremoto de México con el padre que le toca, lejos de su hija, una feroz sacudida terrenal en Chile: “El terremoto de México fue de 8.1, pero devastó el Distrito Federal por la irresponsabilidad de los constructores y por las condiciones del subsuelo, cuya persistente memoria recuerda que allí existió un lago.”/ La fuerza del terremoto en Santiago fue tan potente que me dejó al margen de toda decisión individual. Cualquier asomo de voluntad era una afrenta a la naturaleza”.

Al escribir estas líneas han empezado a subir a la superficie los primeros mineros chilenos que quedaron atrapados desde hace dos meses a setecientos metros bajo el nivel de la Tierra. Todas las cámaras del mundo fijan sus lentes en el instante, quizá obviando subrayar el terror, silencio, oscuridad, humedad y calores que han vivido en soledad comunitaria: cuando empezó su embarazo era invierno allá afuera y hoy ascienden a un parto, treinta y tres mineros que dejan de ser anónimos en plena primavera de sonrisas, perfección hidráulica de poleas y grúas para que una nave fénix los vaya subiendo a la superficie como supositorio espacial pintado con los colores de la bandera chilena. Todos han de caber en la reducida anchura de un aro de baloncesto para ser izados por un tubo en un viaje eterno que ha de durar veinte minutos. Antiguamente, los mineros del mundo bajaban a la panza de las montañas con un canario para medir con su canto el oxígeno que respiraban; hoy se ha visto en la madrugada a un minero chileno que sube al mundo silbando su alegría de seguir vivo. La luz cegadora y los abrazos atrasados, las caras de todos y los rostros de los seres queridos, las entrevistas interminables y las ofertas para fijar sus historias en cine, novela o teatro. En opinión de un sobreviviente de los Andes, uno de los que tuvieron que recurrir a la carne de sus propios amigos para sortear en medio de la nieve la larga espera de un milagro, afirma que tal como ellos, los mineros chilenos “van a ser distintos a los que quedaron atrapados… Ahora no van a entender nada”. O será que entenderán todo, pero de manera diferente. Como el escritor Juan Villoro que habiendo cultivado con maestría tantas faenas en prosa, se consolida como Figura del Toreo en Crónica para bien de sus lectores que, en medio de la madrugada lo leemos con admiración y azoro, agrietando los muros de nuestra propia memoria y aprendemos a contrastar (más que la simple comparación): hoy celebro que 33 mineros chilenos vuelvan a nacer luego de su sepultura accidental, pero dedico estos párrafos a los deudos de los 65 mineros mexicanos que murieron atrapados a las 2 de la mañana del 19 de febrero de 2006 en Pasta de Conchos, mina de carbón en San Juan Sabinas, Coahuila, México, sin que gobierno, ni autoridades ni responsables previnieran la debida seguridad que exige su trabajo ni mucho menos los ductos y conductos que podrían haberlos mantenido hoy con vida.

jueves, 5 de agosto de 2010

Montaña entrañable

5/Agosto/2010
Milenio
Jorge F. Hernández

Quienes tienen la fortuna de no limitar su querencia a la cuadrícula cerrada de las ciudades llevan en el paisaje íntimo de la memoria los contornos y la silueta que se filtra en el atardecer de los cerros o montañas inolvidables, inamovibles, incandescentes… que parecen marcadores inalcanzables de ese territorio biográfico donde nacimos. No niego el santuario intocable de los barrios, ni la salada melancolía que baña las calles de la infancia: hablo de montaña recortada entre nubes o bajo el tenue telar de las lluvias, montaña que se subió alguna única vez en la vida, montaña entrañable.

Michel de Montaigne vivió entre 1533 y 1592. Se le considera el padre del ensayo moderno y su nombre se podría traducir como el hombre-montaña. Tengo para bien todas las ocasiones en que lo recuerdo y el pretexto de estos párrafos es la reciente biografía, firmada por Sarah Bakewell y publicada en Londres bajo el sello de Chatto & Windus, bajo el título Cómo vivir: Vida de Montaigne en una sola pregunta y veinte intentos para encontrarle respuesta. En tanto se traduzca este retrato reciente, recomiendo cualesquiera de los muchos prólogos, retratos biográficos, homenajes y deudas de gratitud que existen impresos en español y, en particular, el precioso texto con el que Juan José Arreola inauguró las obras de Montaigne para la vieja editorial Porrúa. De Montaigne han escrito, en todos los idiomas, todos aquellos autores que han escalado sus párrafos como quien sale a andar por la ribera de una montaña entrañable: sin prisas, sin necesariamente ubicar la cima y mucho menos, alcanzarla. En este breve espacio hablo de él porque a menudo encuentro la pregunta entre ramilletes de dudas: “¿Qué es el ensayo?” me dicen e incluso, “¿Para qué sirve?” y “¿Porqué se llama así”?

El ensayo es el género literario que se llama precisamente así porque a Montaigne así le dio por llamar al conjunto de no pocas páginas donde, encerrado en una torre circular, virtió y convirtió en tinta sus más íntimos pensamientos, dudas, críticas, observaciones, deducciones y sentencias. Desde el principio el hombre Montaigne nos advierte que la materia de su libro es nada menos que él mismo y entre líneas, cada lector va descubriendo que la pregunta a la que responde por encima de todas se escucha en el silencio, así pasen los siglos: ¿Cómo se vive?

Los ensayos de Montaigne no son sistemáticos, sino más bien azarosos; se bifurcan en digresiones y no necesariamente tienen que seguir un plan cuadriculado de redacción mecánica. Los Ensayos de Montaigne son aleatorios, letras unidas en afán de exploración, donde la prosa divagante sigue el rumbo de humo de sus propios pensamientos. No son ensayos escritos en la penumbra del sonambulismo, sino párrafos legibles de pensamiento andante. Algo que destaca en la nueva biografía de Montaigne firmada por Sarah Bakewell es considerar al hombre Montaigne no como un escritor perdido en la noche de los tiempos, sino como un contemporáneo que dialoga lo mismo con Voltaire que con Robert Louis Stevenson o Jorge Luis Borges o cualesquiera de los lectores que hoy mismo, aprovechando la madrugada, tengamos a bien visitarlo en medio de una reflexión ya sobre la educación de los hijos o sobre el universo que se encierra en el pulgar de nuestra mano derecha. Será Montaigne, como dijo William Hazlitt, “el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre” y quizá la clave-guía para entender ese valiente ejercicio que leemos intacto el día de hoy –en medio de tantos escritores que firman hipócritamente párrafos en los que no creen y páginas que no profesan—se debe a la sana perogrullada de enarbolar un íntimo escepticismo.

Montaigne el que duda y porque duda, escribe. Montaigne el estoico que no toma partido, pura acatalepsia convencida de que ante una disyuntiva tanto los argumentos a favor como la argumentación en contra pueden tener el mismo peso y valor; por ende, mejor apartarse y contemplar el hecho, describirlo sin tener que tomar partido. Por ende, Montaigne ajeno a la vociferación o la ponderación pontificada que tanta saliva destila entre los que creen que siempre tienen la razón. “Otros forman al Hombre”, escribió Montaigne, “Yo rindo doy cuenta de un Hombre y trazo un retrato particular de uno entre muchos, bastante malformado, y que (de poder) intentaría realmente hacerse diferente a quién es”. Habla de él mismo y quien lo lee descubre que las valiosas páginas de sus ensayos no son más que la ardua reconciliación consigo mismo, trazando bajo el lema “¿Qué sé yo?” un sendero abierto de caminos siempre por recorrer, incluso cuando las vías parecen ya conocidas por instinto.

Sirvan estos párrafos para una ascensión: que todo lector que ya conoce o cree conocer las páginas de Montaigne recuerde con una nueva lectura los confines y perfiles de esa prosa entrañable; que todo lector que aún no recorre esa ribera de pensamiento y memoria, asuma la tranquila caminata de leerlo. Se confirmará que cada vez que se lee algún ensayo de Montaigne parecería que se lee por vez primera; se filtrará en la memoria la imagen intacta del paisaje más callado de nuestro propio pensamiento y aparecerá en algún momento del silencio el susurro de una conciencia que mantenemos hipnotizada, ocupada en tantos menesteres y muchos ruidos: la voz que nos recuerda que no tenemos por qué creerle a todo el mundo todo lo que nos dicen o dictan, sino volver a confiar en lo que sentimos y pensamos nosotros mismos; la voz que nos divide a las claras una primera tajada entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrendo, lo verdadero y lo falso; la voz que puede reconfortarnos en medio de tantas desgracias, decisiones pendientes y vidas que se postergan como si fuesen pendientes en una oficina de sellos burocráticos. Esa voz es la que cada escritor escucha en sí mismo al leer los ensayos de Montaigne: la voz que escuchan los demás cuando hablamos, la que evocamos en los sueños cuando parece que nos habla el Otro… la voz que acompaña los pasos al subir de vez en cuando una montaña entrañable.