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lunes, 18 de noviembre de 2013

Sabemos que usted es ilustre: ¿quiere explicarnos a qué se dedica?

Octubre/2013
Letras Libres
Juan Villoro

El caso de Jorge Ibargüengoitia es el opuesto. Si, como sugiere Julian Barnes, todo destino depende de una “pacificación de apócrifos”, es decir, de cancelar las otras vidas que podrían haberse elegido, el autor guanajuatense fue un lento pacificador de apócrifos. En la primera juventud destacó como boy scout, junto a su amigo de hierro, el pintor Manuel Felguérez. Formado como ingeniero, se hizo cargo de un rancho. Su sabiduría práctica le permitiría urdir enredos atractivamente concretos y beneficiaría sus descripciones geográficas y la composición de lugar de sus relatos. Las tribulaciones de sus protagonistas suelen ser más reales que imaginarias, rasgo que se desmarca del psicologismo y la inmersión en el yo que dominó la narrativa de los años sesenta.
Una vez que optó por la escritura, Ibargüengoitia dio un rodeo para llegar a los géneros que más le convenían. Ejerció la crítica teatral y la descartó después de escribir una reseña negativa de una pieza de Alfonso Reyes (que Carlos Monsiváis reivindicó, aludiendo a la incomprensión de Ibargüengoitia). Pasó por la dramaturgia, descubriendo, entre otras dificultades, que las marquesinas nunca tenían suficientes letras para escribir su nombre, y se despidió del género con una frase ya famosa: “Tengo facilidad para el diálogo, pero no para sostenerlo con gente de teatro.” Aunque escribió un libro de cuentos, sus tardíos géneros definitivos fueron la crónica y la novela.
Dotado de un oído excepcional para el habla y de un eficaz sentido del espacio, construyó escenas teatrales que, sin dejar de ser atractivas, carecían de un recurso que solo le brindaría la narrativa: la distancia para comentar lo sucedido, la mirada oblicua de la ironía.
Nacido en 1928, año del asesinato de Obregón, nuestro gran autor satírico se interesó en la vida íntima de los sucesos públicos. Su obra de teatro El atentado (1963) se ocupa del magnicidio con irreverente sentido del humor. León Toral entró al banquete que se le ofrecía al general Obregón simulando ser un caricaturista de la prensa. Iba armado con lápices pero también con un revólver. En vez de hacer un retrato grotesco del caudillo, lo transformó en mártir. El dato no escapó a Ibargüengoitia: en 1963 hizo la caricatura que quedó pendiente en el restaurante La Bombilla. El atentado desacraliza el poder, se burla de los próceres y las causas que luego se escribieron en letras de mármol, y confirma la sentencia de Marx de que la historia ocurre como tragedia para repetirse como farsa. En la dramaturgia de Ibargüengoitia, el líder de hombres no muere diciendo frases célebres sino pidiendo unos frijolitos.
Una y otra vez el autor guanajuatense mostró que lo más interesante de las contiendas históricas son los instintos privados y las minucias íntimas que los provocan. Una epopeya se entiende mejor contada como chisme. En Estas ruinas que ves, Benjamín Padilla, sabio provinciano, considera que “la Independencia de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. La frase encierra dos claves para entender de otro modo los conflictos sociales: toda gesta colectiva se origina por caprichos apersonales y su desenlace casi siempre suele ser una catástrofe que los vencedores disfrazan de triunfo. De ese modo, Ibargüengoitia construyó dos versiones de la guerra de Independencia, la obra de teatro La conspiración vendida y la novela Los pasos de López.
Publicada en 1964, Los relámpagos de agosto retrata a una caterva de generales de la Revolución deseosos de transfor- marse en políticos. Ineptos de tiempo completo, estos héroes inciertos fracasan en el campo de batalla y en las antesalas del poder. Su infinita vocación de intriga termina por revertirse contra ellos mismos. En esta primera novela de Ibargüengoitia el pueblo es un rumor de fondo, una borrosa multitud en cuyo nombre se enriquecen los líderes revolucionarios.
En El erizo y la zorra, Isaiah Berlin subraya una aportación decisiva de la novela histórica: mostrar que también en los grandes acontecimientos ocurren sucesos íntimos que contribuyen a definir la gesta. Ibargüengoitia extrema esta idea y convierte toda gesta en un hecho arbitrario, caprichoso, sujeto a bajas pasiones. Si en la novela picaresca el tunante viene de los márgenes de la sociedad, en Los relámpagos los oportunistas están en la cima: los “próceres” se apropian del dinero que años después tendrá sus efigies.
El autor de Los relámpagos de agosto nunca se privó de leer testimonios del ridículo. En las librerías de viejo de la ciudad de México y Guanajuato, encontró memorias de generales revolucionarios que pretendían justificar su cuestionable paso por la historia. Uno de ellos era el propio Obregón, de quien tomó el episodio del tren dinamitado para Los relámpagos de agosto. El humorismo involuntario de los militares que aspiraban a ganar su última batalla con una pluma ineficaz fue un estímulo esencial para que el dramaturgo pasara del coloquio teatral a una novela armada como el desternillante monólogo de un sátrapa que se pone la soga al cuello al defenderse. José Guadalupe Arroyo, narrador en primera persona, habla contra sí mismo. Mientras más se justifica, peor queda.
De esa voz ridiculizada, Ibargüengoitia pasaría al tono autobiográfico que definió su estilo. Más que ficciones, los cuentos de La ley de Herodes (1967) parecen los episodios de un memorialista irónico; el protagonista se confunde sin trabas con el autor. El relato no lo lleva a fabular sino a decir incómodas verdades.
Esos textos anuncian el tono de las columnas que publicaría dos veces a la semana en el periódico Excélsior. Ibargüengoitia gana ahí la perspectiva crítica que le faltaba en el teatro. El autor comenta los hechos con creativa mala leche y reconciliadora compasión. Es implacable con las molestias de lo real y al mismo tiempo se reconcilia con el inevitable sino de vivir ahí. Entender el desastre es un acto crítico, pero también una señal de afecto: identificarse con el caos no lo mejora, pero lo hace llevadero.
En la galería de personajes ridiculizables, el más significativo es el propio Ibargüengoitia. Su estética de conjunto se resume en el título que escogió para la columna que publicaba en Vuelta, luego del golpe a Excélsior: “En primera persona”.
Heredero de James Thurber y Evelyn Waugh, el cronista de Autopsias rápidas cultivó la claridad en las descripciones, el humor como signo de inteligencia y un ritmo de relojería que le permitía mantener la tensión a lo largo de ciento cincuenta páginas. Trabajaba dos años para escribir un libro que se leía en dos horas.
La engañosa sencillez de su estilo se desplegó en un entorno literario donde el idioma crecía como las intrincadas frondas de la selva y las novelas se concebían como magnas catedrales. Desde el punto de vista formal, Ibargüengoitia parecía menos espectacular que sus contemporáneos. Enemigo del énfasis, trabajaba como los mineros que tan bien conocía, buscando vetas de oro con sabiduría artesanal.
Consentido de los lectores, fue visto por la crítica como divertido pero poco profundo. En la tradición inglesa resulta casi imposible que un clásico carezca de sentido del humor. En la tradición hispanoamericana, el ingenio se disfruta pero se asocia con un entretenimiento superficial. Con temple militante, Ibargüengoitia escribió un espléndido ensayo sobre las limitaciones para aceptar la risa como atributo de la inteligencia: “Humorista: agítese antes de usarse”.
Lo “infraordinario”, tan celebrado por Georges Perec, tuvo un insólito representante en nuestra literatura. Mientras la mayoría de los escritores latinoamericanos se adentraban en complejos experimentos intra y metanovelísticos (Paradiso, Rayuela, Conversación en La Catedral, Yo, el supremo, El otoño del patriarca, Terra nostra, El recurso del método), Ibargüengoitia descifró “misterios de la vida diaria”.
La trayectoria a contrapelo del “humorista agitado” alcanza un momento superior en Estas ruinas que ves (1974). A los 46 años el escritor guanajuatense perfecciona su estética. La novela comienza con la descripción de Cuévano, nombre literario de Guanajuato, y las curiosas hazañas de los ciudadanos que le dan lustre. Uno de los preceptos de Horacio Quiroga para el “perfecto cuentista” es el de escribir como si el autor formara parte de los personajes. Lo mismo hace Ibargüengoitia: la autoridad de su voz dimana de quien pertenece a un microcosmos. El forastero no tiene ahí derecho de opinión. En Maten al león, un español se niega a hacer comentarios por estar al margen de ese delirio tropical y en Estas ruinas que ves un capitalino se declara incapaz de intervenir en las polémicas de Cuévano. Solo quien nació en esa ciudad sin “más forma que la que le dieron los cerros” está facultado para hablar de ella.
El estilo arquitectónico cuevanense es “fácil de reconocer pero imposible de definir”. La frase también se aplica al espíritu del lugar. Ahí, la pretensión oculta la falta de méritos y la decencia pública los vicios privados. En Cuévano la contradicción es el segundo nombre de lo real: el gobernador ofrece “una comida íntima para ciento cincuenta personas”, los intelectuales alardean de su cultura polemizando sobre las linternillas de la iglesia y un periodista es capaz de preguntar: “Sabemos que es usted un cuevanense destacado, ¿quiere explicarnos a qué se dedica?”
Exploración de la doble moral, la novela trata de Gloria, una muchacha voluptuosa vista por Paco, el narrador, como una intangible mártir del deseo. En una borrachera, un amigo le dice que Gloria tiene un defecto en el corazón y morirá de un infarto al experimentar su primer orgasmo. La chica hace el amor en un parque y coquetea con Paco, pero él la juzga inalcanzable. Profesor de literatura, el narrador no comparte los prejuicios de sus paisanos, pero cae en otro, inventado por su amigo. El efecto cómico de la novela proviene en gran parte de este error de apreciación. Enamorado de Gloria, Paco no entiende lo que ve. Mientras tanto, ella practica un erotismo tan atrevido como su forma de manejar (“sospecho que no sabía que la velocidad de los coches se puede regular”, comenta el narrador).
Los ricos juegos de perspectiva se plantean desde el primer momento, cuando el narrador toma el tren Zaragoza rumbo a Cuévano. Paco está en el “vagón fumador” con otro pasajero. Ambos leen, en espera de que se desocupe el baño. Un pasaje descrito con enorme precisión visual anticipa las tensiones de la trama: “Así estuvimos un rato, él leyendo, yo mirando, en el manuscrito, las letras, a través de la ventanilla, los huizaches negros sobre el campo oscuro, en el vidrio mi reflejo, y en el interior del vagón, la puerta cerrada, la pantalla de vidrio amarillento con sedimento de insectos muertos, y en el perchero un saco que se movía como un péndulo.” El saco pertenece a Rocafuerte, el pretendiente de Gloria, que ocupa el baño durante 32 kilómetros. El hombre que lee es Enrique Espinoza, el marido de Sarita, que será la amante de Paco. Las líneas de fuerza de la novela se insinúan en ese párrafo.
En el teatro de la simulación de Cuévano, la hipocresía se da por sentada. A nadie le extraña que la realidad se perfeccione en forma ilusoria (servida en un banquete, la sopa de papa y berro se llama potage à la cressonnière). Estas falsificaciones pertenecen a la costumbre y son observadas con sentido protocolario. En ocasiones, las ínfulas son imaginarias, como lo revela la inolvidable descripción de un personaje: “Para evocar a Sebastián Montaña, lo mejor es agregarle atributos de elegancia, por ejemplo, imaginarlo de esmoquin, al esmoquin ponerle cuello de palomita, a los cigarros que fuma, boquilla de carey, a los dedos, anillos. Al despedirse se pondrá fedora y bufanda antes de salir a la calle. Un bastón y polainas gris perla completan el atavío. Pero esto no es más que una metáfora. La manera en que Sebastián se vestiría si las pretensiones de su alma se convirtieran en ropa. En realidad, la que usa es común y corriente.” Lo que podría tener el personaje define sus inalcanzables aspiraciones.
Pero no solo la tradición depende de apariencias. Los personajes crean nuevos prejuicios. Uno de ellos dice: “¿Crees que me atraiga una mujer por honesta? A veces se me ocurre que soy un degenerado.”
Nadie se libra de la mixtificación: Justine no se llama así por ser francesa sino venezolana, la liberada Gloria es vista como una santa y los Siete Sabios de Cuévano ni son siete ni son sabios.
En sus diálogos, Ibargüengoitia ofrece los momentos cruciales en que se dicen cosas incómodas, absurdas, decisivas. En un pasaje revela su método. Paco comenta que olvidó su conversación en una cantina pero no las interrupciones. Así construye Ibargüengoitia sus parlamentos: la plática general se diluye y quedan los exabruptos. En cuanto al tono, explora las posibilidades de un idioma espontáneo sin calcar el lenguaje coloquial. Ajeno a ese recurso mimético, que ha causado estragos en el cine mexicano, parodia modismos locales, como empezar una frase con “pos” para acabarla con “tú” (“¿pos qué no ha llegado el Doctor, tú?”) y utiliza lugares comunes para llenar los vacíos del drama: cuando la catástrofe es inminente, alguien dice: “¡qué bonitas plantas!” o “¡qué calorón!” Maestro del contraste, sabe que lo solemne convive con lo nimio. Cuando un conferencista inicia su perorata citando una máxima latina, el narrador se interesa en otra zona de la realidad: “la siguiente hora y media que duró la conferencia la dediqué a observar narices”.
Sin ser una de sus marcas dominantes, la adjetivación deja significativos destellos a lo largo del libro: una calle se vuelve “precipitosa”, ciertas mujeres se adornan con peinados “convexos” y un disertador tiene voz “escupitosa”.
A partir de Estas ruinas que ves el estilo literario de Jorge Ibargüengoitia fue tan sugerente e idiosincrático como el de Cuévano: fácil de reconocer e imposible de definir.

domingo, 20 de mayo de 2012

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~


sábado, 27 de noviembre de 2010

"Por lo pronto, ya estamos aquí"

27/Noviembre/2010
Babelia
Juan Villoro

De acuerdo con Friedrich Katz, autor de La guerra secreta en México y biógrafo de Pancho Villa, la Revolución mexicana es la única del siglo XX que mantiene vigencia porque sus ideales (justicia social y democracia auténtica) aún deben cumplirse.

¿No bastan cien años para erosionar la esperanza que llegó con la metralla? Los graves rostros de los héroes han "decorado" demasiados murales en las oficinas públicas y han comparecido en billetes color morado o verde limón que valen cada vez menos. Ciertas figuras pasaron al folclore de los irresponsables: el general Sóstenes Rocha, que bebía tequila con pólvora, inspiró un personaje de Valle-Inclán, y su colega Gonzalo N. Santos pasó a la historia del cinismo político con aforismos de este tipo: "La moral es un árbol que da moras". Las mafias sindicales, el reparto de tierras inservibles, el uso discrecional de los bienes públicos y un inagotable torrente de demagogia son algunos legados de la lucha que estremeció a México de 1910 a 1920. ¿No es daño suficiente?

Los héroes del hit parade revolucionario vivieron para aniquilarse. Jorge Ibargüengoitia observó con ironía que Zapata, un buenazo, luchó contra el buenazo Madero y fue liquidado por Carranza y Obregón, otros buenazos. Llamamos "Revolución mexicana" a la reconciliación póstuma de los adversarios.

En La muerte de Artemio Cruz (1962), Carlos Fuentes retrató los negocios de la Gran Familia Revolucionaria. Las consignas progresistas se tergiversaron para crear una nueva burguesía. Bildungsroman de la corrupción, la novela relata el irresistible ascenso de un combatiente que se convierte en potentado.

Y pese a todo, la Revolución mantiene viva su impronta. La prueba más clara es que dos partidos políticos y una guerrilla posmoderna se disputan su herencia. El PRI se apoyó en una contradicción de términos (la "revolución institucional") para gobernar el país durante 71 años con ideologías rotativas, poco afines entre sí. Este sistema corporativo repartió beneficios con la técnica del tráfico de influencias y demostró que "erario público" es el nombre secreto de "interés privado".

Los otros herederos virtuales de la gesta son el Partido de la Revolución Democrática, que representa a una izquierda dividida, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que aguarda en la selva el momento de reivindicar las incumplidas demandas indígenas.

¿Qué tan contemporánea puede ser una lucha tantas veces desvirtuada? La Ciudad de México tiene 178 calles Carranza. ¿No se agota así la evocación de un prócer? De manera asombrosa, en nuestro presente el pasado sigue en guerra.

En la película Revolución, estrenada para el centenario, diez cineastas proponen modernos relatos sobre el tema. Tienda de raya, espléndido corto de Mariana Chenillo, se ubica en un supermercado que paga parte del sueldo con cupones para comprar en la misma tienda. El destino amoroso de la protagonista depende de arreglarse la dentadura, pero el médico no acepta cupones. La diferencia entre Wal-Mart y la hacienda de Cananea, donde se atizó el incendio, es menor de lo que pensamos.

La presencia de la Revolución también tiene que ver con la iconografía. La lucha llegó acompañada de un invento del siglo XX: el cine. Ningún proceso histórico se había filmado tanto. Los ojos de Zapata, los sombreros de ala ancha, las cargas de caballería pasaron del campo a la pantalla y de ahí al inconsciente.

Ni siquiera en el plano historiográfico el tema puede darse por saldado. La extraordinaria biografía de Katz sobre Villa sugería que sólo quedaba espacio para minucias. Sin embargo, en 2006, Paco Ignacio Taibo II hizo un torrencial regreso al Centauro del Norte. Su Pancho Villa es una novedosa enciclopedia narrativa. Investigar y escribir un libro de esa envergadura hubiera dejado sin aliento a un maratonista. Taibo siguió de frente con Temporada de zopilotes, libro y programa de televisión para History Channel sobre Madero, iniciador de la contienda.

Ya en los años ochenta, Enrique Krauze había narrado las contradictorias vidas del panteón nacional en su muy leída Biografía del poder. En 2009 Pedro Ángel Palou volvió con éxito a Zapata, novelando lo que parecía agotado después de la espléndida biografía de John Womack. Muerto a los 39 años (la edad del Che, Sandino y Malcom X), el Caudillo del Sur es una incógnita que pide ser narrada. Fuentes ha anunciado una obra sobre su agonía, Emiliano en Chinameca. Alguna vez le pregunté cuándo pensaba escribirla. "La voy a dictar en mi lecho de muerte", contestó sonriendo. El gesto resume una vida en espejo de la Revolución: Fuentes nació en 1928, año del asesinato de Obregón, su rostro se ha perfeccionado como el de un jefe revolucionario y planea su último lance como un encuentro de caudillos, la emboscada literaria de Zapata.

El zapatismo estético va de los óleos de Alberto Gironella al rock de La Revolución de Emiliano Zapata, que en 1971 ganó en Tokio un concurso con la canción Nasty Sex. La tienda El Taconazo Popis no se quedó atrás y anunció zapatos a precios "zapatistas".

En La noche de Ángeles (1991), Ignacio Solares se ocupa de uno de los episodios más sugerentes de la Revolución: el regreso del general Felipe Ángeles. Director del Colegio Militar en tiempos de la dictadura, artillero formado en París, Ángeles fue el único intelectual militar de la contienda y luchó al lado del más contradictorio de los líderes, Pancho Villa, imponiendo una dosis de sensatez e incluso de pacifismo en plena guerra. Derrotada la División del Norte, huye a Estados Unidos, donde vive en la pobreza. Decide volver, sabiendo que va a morir. Vaga por el desierto, leyendo la Vida de Jesús de Renan, hasta que es arrestado. Lo llevan a juicio y asume su defensa. Este episodio dio lugar a la pieza teatral de Elena Garro Felipe Ángeles. En el Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua, el general imagina un país distinto, de reconciliación democrática. Su adversario es Venustiano Carranza. El público se entrega al mártir. Carranza manda un telegrama con un indulto. De acuerdo con su conveniencia, el telegrama llega tarde. Ahí se pierde la oportunidad de otra historia (al menos así lo exige la imaginación literaria). Adolfo Gilly, autor de La revolución interrumpida (1971), libro vibrante que mi generación leyó con perdurable asombro, acaba de concluir una biografía sobre Ángeles.

En esencia, no hay una Revolución. Sus contradictorias causas fueron captadas por Juan Rulfo en Pedro Páramo (1953):

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

-¿Y?

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

-¿Pero por qué lo han hecho?

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

A propósito de la novela histórica, Isaiah Berlin comentó que los hombres históricos no sólo hacen cosas históricas. En Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia extrema esta idea: sus revolucionarios no hacen nada histórico. Sus motivaciones son egoístas, caprichosas, personales. La comicidad de la novela deriva de la ineptitud de esos corruptos. Conspiran contra sus presuntos aliados, pero sobre todo contra sí mismos. En su obra de teatro El atentado, Ibargüengoitia hace que Álvaro Obregón, triunfador de la lucha armada, muera sin pronunciar una frase célebre. En un país donde las declaraciones son más importantes que los hechos, nada resulta tan trágico como morir después de pedir un plato de frijoles. Las famosas últimas palabras expresarán, para siempre, un antojo.

El triunfo de la Revolución fue consumado por los jefes sonorenses, seres pragmáticos, ajenos al romanticismo revolucionario de Villa y Zapata. Héctor Aguilar Camín escribió en La frontera nómada (1977) la historia narrativa de ese triunfo. Por su parte, Jorge Aguilar Mora recuperó en detalle las técnicas de la guerra y las formas de representación de la contienda en Una muerte sencilla, justa, eterna (1990).

Cuando los revolucionarios cambian los caballos por los Cadillacs, comienza la intriga de oficinas. En La sombra del caudillo (1929), Martín Luis Guzmán reconstruye la lógica del poder heredada de la Revolución: el Hombre Fuerte del país no depende de los votos sino de la adhesión de quienes podrían desafiarlo. En consecuencia, lo importante se resuelve en la sombra. No en balde, la política de impunidades ha sido bautizada como la "tenebra". Ahí se conjuga un verbo decisivo: "madrugar". Hay que anticiparse al enemigo; para lograrlo, es necesario intuir lo que él haría y actuar primero. En esta delirante dramaturgia, no hay mejor consejo que la paranoia: eliminar al rival es un acto preventivo.

Fuentes recogió en Gringo viejo (1985) una escena que le contó su entrañable amigo Fernando Benítez, autor de El rey viejo (1959), novela sobre la muerte de Carranza. Los zapatistas toman una hacienda. Al entrar en un salón descubren un desconocido artificio. Se trata de un espejo. Los revolucionarios se paralizan ante su propio rostro. ¿Quiénes son? ¿Por qué llegaron ahí?

La Revolución ha otorgado dimensión épica a una costumbre mexicana: la impuntualidad. Con cien años de retraso es actual.

Los rostros se asoman al espejo. ¿Qué justicia piden a través del tiempo? Por lo pronto, ya están aquí.

lunes, 26 de julio de 2010

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~