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jueves, 24 de octubre de 2013

El espesor emocional

12/Octubre/2013
Confabulario
Nadia Villafuerte

En la obra de Alice Munro sobresale la profundidad psicológica, un acercamiento compasivo y despiadado a la vez de vidas en apariencia cotidianas, de personajes que más allá del escenario geográfico o de la época poseen un mundo emocional contradictorio, un mundo interior que adquiere espesura y demuestra por qué por encima del tiempo, el alma y la psique humanas continúan siendo un territorio de permanente perplejidad. No hay verdad que habite en los extremos, y así los personajes de Munro se convierten en prismas de emociones contrapuestas: tedio y ansiedad, deseo de huir y remordimiento por querer hacerlo, resignación y desobediencia conviven a veces en la misma mente; normalidad y atrocidad se sirven muchas veces en el mismo plato.


La escritura de Munro no se plantea grandes rupturas formales, aunque ya elegir el cuento como género literario significa en sí un acto de subversión. Pero es Munro una autora que, con sobriedad al desplegar sus recursos, consigue recombinar elementos dispares que por un lado preservan la tradición, y por otro consiguen calar hondo en los mecanismos de la exploración psicológica moderna (de qué otro modo decir lo que sigue haciéndonos seres humanos obstinadamente insatisfechos), o amplían los alcances del género, por poner dos ejemplos. Porque en los cuentos de Alice Munro el tiempo es una materia importante, y sus relatos pueden ser atisbos de novelas: condensan una semana, un mes o una década en un espacio breve (ella lo ralentiza y de súbito lo echa de nuevo a correr), pero en conjunto funcionan como un universo orgánico, sutil pero orgánico, al mismo tiempo que parecen retratar la naturaleza fragmentaria de la vida. “Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí”, ha dicho Munro.



Tazas y cortinas

A menudo se repara con énfasis en el hecho de que Alice Munro habla de mujeres. Me temo que está afirmación está cargada de sospechas. Resulta curioso que a los escritores no se les inquiera sobre las razones por las que fundan un “universo viril”. Sigue pareciéndome prejuicioso que a una escritora se le cuestione los tópicos sobre los cuales decide hablar. Que Corín Tellado o Elfriede Jelinek hablen de mujeres, la primera ratificando el modelo patriarcal del amor romántico, la segunda poniendo en crisis ese modelo falocéntrico, no debería ser en sí el punto en cuestión. Sigue preguntándosele a las escritoras por qué eligen lo que eligen contar. Hay un menosprecio, en esta acotación, de lo que se denomina “femenino”. Como si antes o después y a pesar del feminismo, la vida doméstica fuera un escenario menor. A ningún escritor que se haya dedicado a explorar las derrotas íntimas del ser humano —pienso en el mismo Chéjov, en Carver, en Cheever—, se les cuestiona que escriban sobre los estallidos emocionales que ocurren en un garage o en una cocina. Los estereotipos literarios han tenido cabida tanto en las obras de escritores como de escritoras. Sólo que a los escritores se les integra en el canon y a las escritoras se les categoriza y, encima de eso, se las cuestiona.


Así que en este sentido la aportación de Munro es doble. Primero, porque no menosprecia el entorno que heredó: a su alrededor había mujeres, y fueron ellas las que quizá le enseñaron a ver de una determinada manera las relaciones afectivas entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, entre hombres y hombres. Sus propias lecturas, las influencias de las que ha hablado, son las grandes narradoras norteamericanas del siglo XX: Katherine Anne Porter, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Carson McCullers.


Segunda aportación: Munro no hace una apología ni una exaltación de la psique femenina, sino que deja fuera todo tipo de complacencia y se mantiene despiadada a la hora de juzgar el género al que pertenece. Cuando no es elegantemente sarcástica, es cruel con ellas: las mujeres de Munro traen dentro de su cabeza la violenta serenidad a la que las confina su destino: algunas no están donde querrían, aunque tampoco pueden huir a otro sitio, es probable que a veces ni quieran huir o cuando pueden hacerlo terminen por renunciar. Otras más, como ella misma lo hizo, deciden un trayecto u otro, una libertad conquistada o encontrada por equivocación, pero no como heroínas sino padeciendo o confrontando todas esas decisiones. Mujeres que eligen por convicción o por azar, lo que demuestran estos personajes es que los sucesos más corrientes, más triviales, pueden conducirnos a grandes disyuntivas morales que ya bien podemos tomar discreta y tranquilamente, o que podemos ignorar y colocar de nuevo en una alacena.


Es verdad que, como lo afirma Diamela Eltit, la crítica es más severa a la hora de cuestionar a la mujer escritora frente a su discurso literario. Pero no se trata, reitero, de insistir en por qué las escritoras eligen hablar de mujeres o por qué a los escritores no se les pone una cláusula dudosa si hablan de la vida doméstica. Se trata de ver cómo un autor o una autora deciden romper con los estereotipos de cualquier índole, porque un escritor ha de tener una mirada de escalpelo para cortar lo que haya decidido ponernos enfrente, sea una escena política o una bucólica.


Memoria y ficción

Hace algunos años escribí una reseña sobre The View from Castle Rock, que sigue siendo, por empatía estilística, el libro de Munro que prefiero. Es una colección de relatos que, en conjunto, puede leerse como una novela fragmentaria, y que juega, además, con la naturaleza fabuladora de la biografía, porque, aunque Alice Munro se propuso rescatar las historias de su álbum de familia, la escritura bifurcó su inicial cometido y borró las fronteras entre memoria y ficción. Así, la posibilidad de inventar el propio pasado, o saber que esas escenas del pasado pueden tener raíces imaginarias (Munro no lo plantea así pero uno como lector intuye que tanto la materia histórica como la imaginística están imbricadas), se convierte en una misma sustancia, una sustancia espesa, de naturaleza emocional. El espesor emocional que Munro recupera es, por cierto, otra de sus cualidades, otra de sus subversiones, pues vivimos en un momento en que ha triunfado el cinismo, y en el que volver la mirada a las emociones humanas no sólo parece un guiño pasatista, sino un cometido sospechoso o vergonzoso cuyo desprecio tiene más que ver con el pudor que con la supuesta “crítica corrosiva” de la época.


Por eso, a estas resultas resulta reduccionista y torpe seguir usando el término “la Chéjov canadiense”, o “la Chéjov con faldas”, para referirse a Munro: puede sonar bastante peyorativo en vez de halagador, pero entiendo las razones: que Alice Munro elija el cuento como género es una de ellas; que, como el autor ruso, encuentre en los escenarios comunes, en apariencia simples, el eco de las tragedias universales es otra; que así como los jardines eran simbólicos en las narraciones de Chéjov, en Munro los paisajes de su Ontario natal representen físicamente la geografía interior de los seres que lo habitan, con sus valores contradictorios, su belleza hermética, sus limitaciones y sus zonas de peligro, es una razón más.



Contar

Bastante se ha dicho respecto de las cuotas que parece pagar el premio Nobel (cuota de género, cuota política, cuota geográfica) más allá de lo que verdaderamente tendría que importar a la hora de la elección, es decir, la materia literaria. Esta vez se está premiando a un género al que le debemos gran parte de la tradición clásica y que, por razones de mercado editorial, se ha ido quedando en el margen. Construir historias y condensarlas en un puñado de páginas es un homenaje a una apuesta formal de difícil naturaleza pero que a cambio compensa al lector con un placer muy distinto (más parecido al espasmo) que al que se tiene con la novela. El cuento exige minuciosa construcción, exactitud, un trabajo casi arqueológico donde las piezas que faltan son a veces más importantes que las que están, y en la misma medida, un ejercicio de observación que pueda profundizar y complejizar el mundo incluso sobre esa superficie y esa intemperie en la que se convierte un fragmento de tiempo.

domingo, 25 de agosto de 2013

La herida que se resiste a cicatrizar

25/Agosto/2013
Confabulario
Nadia Villafuerte

Resulta imposible leer el principio de Los recuerdos del porvenir sin imaginar a Elena Garro (“el Tolstoi mexicano”, en palabras de Borges) repitiendo, para sí misma, el “Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra”… “Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme”. Si algo pulsa en la obra literaria de Garro es la evocación insistente, incierta y maleable de dos mundos: el suyo (ese universo interior turbio, contradictorio, enigmático) y el construido, a la manera de una geografía imaginaria, mediante su obra.

“Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico”, dijo la escritora y quizá por ello su obra posea esa “rara alianza entre invención verbal y fatalidad pasional”, destacada por Octavio Paz al referirse a la poética de e.e. cummings. Temperamento y visceralidad serían las palabras, el brillo maligno de la escritura como un proceso de expiación y confidencia. Para Elena, escribir es la incisión en las páginas, la herida que se resiste a cicatrizar, porque sus temas (ese conjunto obstinado y pesadillesco de sus recuerdos elegidos) se restriegan sobre la misma llaga.

No es casual sentirnos incómodos e impacientes al leer parte de su obra reunida (Cuentos, FCE, México, 2007). Reeditados los dos libros de relatos más importantes de Garro, además de un cuento inédito incluido, el lector se hallará ante un paraje de vastísimas voces en constante tensión: el México en perpetuo derrumbe que, no obstante su amenaza de caer, nunca estalla como debería; la revolución cristera y la guerra civil española; la cartografía del destierro; personajes tópicos (niños, mujeres, campesinos, desclasados, vulnerables y desprotegidos), escribiendo su versión de la historia desde la marginalidad; y sobre todo, una mujer: siempre Elena confundiendo sus nombres, extraviándolos en la necesidad de escribir para redimirse, explicarse y entender cada terreno minado donde se detuvo (México, España, Francia, Estados Unidos).

Con una introducción de Lucía Melgar, en que se enfatiza la relevancia literaria de Elena Garro por encima del controvertido papel de la autora en la escena pública y política (la tormentosa relación con Paz, sus declaraciones acusatorias contra los intelectuales en el movimiento estudiantil del 68, su presunta participación como ‘informante del gobierno de Díaz Ordaz’, las excentricidades y amoríos, el cruel exilio, el rumbo, en fin, de lo considerado para algunos ‘la exposición siempre pública y descarnada de su desdichado destino’), este primer tomo nos devuelve dos obras fundamentales: La semana de colores y Andamos huyendo Lola; junto a la posibilidad de examinar en su lectura, ya no digamos el guiño irónico o el diagnóstico político de sus personajes para revelarnos su visión del mundo, sino la belleza expresiva con la que Garro edificó hallazgos estilísticos irrefutables en la narrativa mexicana.

Lo atribuible a Elena Garro (ese sentido “fantástico” de sus historias después inscritas en la ominosa etiqueta del “realismo mágico”), tuvo un sentido distinto al atribuido en García Márquez, Rulfo, Carpentier. “En Garro, la palabra es invocación, advocación, maldición y presagio. La parte mágica de la palabra viene de la cosmovisión indígena pero también del teatro español del siglo de oro, donde el público se dejaba seducir por las imaginerías de un cuentero”, cita Melgar y agrega: “Garro amplía la dimensión de lo real sin romperlo, capta lo insólito que se esconde en los pliegues del tiempo o en el revés de las cosas, pero a diferencia de Borges, por ejemplo, no lleva una lógica al extremo ni construye una trama en función de casualidades causales, sino que percibe e inscribe como parte del tejido de la realidad otra lógica, otra forma de pensar y otro tipo de deseo”.

Pero, ¿quién podría negar incluso la ineludible influencia kafkiana o surrealista lograda gracias al humor negro, el lenguaje poético y delirante en algunos relatos de La semana de colores? ¿Cómo no sentirnos seducidos por el tono irónico y teatral existente en su narrativa? ¿O por el desconcierto producido ante la anulación específica del tiempo, creando en la lectura sensaciones de irrealidad, vértigo y vacío?

El conjunto de relatos de La semana de colores (publicado en 1964) linda entre lo extraordinario y lo común. Se trata de historias en las que lo sobrenatural se confunde con la vida cotidiana sin otorgar concesiones: alimentados por la imaginería y el absurdo, aquí a los personajes les corresponde escribir, desde su memoria reprimida y olvidada, su versión ante la historia “hegemónica, patriarcal, adulta, criolla, racional y razonable” del país que habitan.

En “La culpa es de los tlaxcaltecas”, acaso una de las mejores piezas de Garro, la culpa histórica —ese cáncer congénito identitario— se convierte en metáfora de una mujer casada a la vez con dos hombres: un soldado náhuatl combatiente de los españoles en Tenochtitlán, y un marido anodino del siglo XX. La traición —¡femenina y por tanto abominable!, valga decirlo— duplicada por el tiempo.

Si algo une los relatos de este libro (la voluntad estilística, la poética de la oralidad, la escritura ex-céntrica de seres en perpetua fuga, la evocación nostálgica de la infancia, el capricho del tiempo “todos los tiempos son el mismo tiempo”), algo también los confronta: la relación tensa entre contrarios; tensión resuelta en el lenguaje (el giro críptico de la palabra, la densidad del silencio) y las acciones. No hallamos amos y criados maniqueos, adultos tiranos y niños angelicales, hombres malvados y mujeres sumisas. Atrapados en su contradictoria naturaleza humana, los personajes van de víctimas a verdugos sin la menor sutileza, obligados a representar su violencia en escenarios de los que difícilmente logran escapar.

Andamos huyendo Lola (1980) significa, en cambio, una transición abrupta de temas y estilo. Escrito quizá en los años correspondientes al exilio de Garro, el rasgo autobiográfico se enfatiza. Aquí, distintas voces recuerdan desde su visión parcial la anécdota azarosa de haber conocido a dos mujeres cuya constante casi patológica es el misterio de un peligro inefable. La fuga de éstas, en compañía de sus gatos, tiene un telón de fondo sombrío: atmósferas sórdidas, tiempos y espacios más definidos, así el itinerario —si acaso existe— esté signado, de nuevo, por la incertidumbre. Si estos relatos se corresponden con el periodo neoyorquino de la autora (con sus vivencias en hoteles y pensiones), lo asombroso no es el cariz biográfico, sino el presenciar la sublimación literaria, ahí donde Garro es capaz de distanciarse de sí misma para verse con escarnio e ironía: ningún enemigo sino ella frente al espejo, ninguna errancia más sistemática que la suya. Bien lo señala Lucía Melgar: en Andamos huyendo Lola encontramos “la mirada sensible y crítica de Elena Garro sobre la marginalidad”, “una narrativa de la memoria y el exilio como la búsqueda de una voz a contracorriente”.

Podría reprochársele a Elena Garro haber sido insidiosa con sus personajes y tramas (la persecución in crescendo cercana a la locura se vive no sólo en estos relatos, sino en las novelas Un corazón en un bote de basura o Testimonios sobre Mariana), pero justo el trazo obsesivo de las mujeres protagónicas (van de pensión en pensión, de ciudad en ciudad fugándose de sus destinos ambivalente y letales) las vuelve hermosas por inadaptadas, outcast, como Elena decía.

Al final, y más allá de oír detrás de estos relatos la maquinaria infernal de la escritura como un ajuste de cuentas, como una reinvención fabuladora de la memoria, lo que resuena es el concierto de historias —inusuales algunas, abruptas y violentas otras— grabadas por la sensación de la melancolía, la soledad y el desamparo de todo aquello que conmueve por su intimidad, pero también por su intemperie.

Texto publicado originalmente en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, agosto de 2007. Incluido sólo en la edición digital de Confabulario.