Confabulario
domingo, 8 de mayo de 2016
Sergio Pitol, niño ruso
Confabulario
sábado, 18 de septiembre de 2010
Teoría del Coloso
El Universal
Al menos desde la Revolución de 1910, el Norte ha estado intensamente presente como generador de ideas que aglutinen la identidad nacional. La Novela de la Revolución Mexicana puede ser leída como una crónica de la primera embestida de los norteños en la parte neurálgica del país. Sobran las crónicas de ojos pelados en que los periodistas chilangos ven aparecer en sus estaciones a creaturas de sombrero de alas amplias y pantalones vaqueros en plan de gobernar a los catrines de zapatos con agujetas y pantalones de casimir. El águila y la serpiente de Guzmán cuenta esa historia; La sombra del caudillo, la de la improbable negociación que le permitió a la gente de acento curioso imponer sus usos y costumbres en el Centro, su sensación de ser por completo ajenos al contexto en que controlaban el país, y la idéntica sorpresa de los chilangos –que encontraban rarísimos a los generales en Cadillac– frente a ellos. Creo que el alzamiento de un norteño colosal en el zócalo como cúspide de los festejos del Bicentenario nos dejó igual de patidifusos.
La ciudad de México siempre ha funcionado, más que como una capital, como una metrópoli: absorbe un discurso y lo importa con idéntico vigor a Colombia o los Estados Unidos que a Veracruz o Chihuahua. Todo el mundo lo sabe: en 1968 se quebró definitivamente el pacto entre el Estado totalitario emanado de la Revolución y la sociedad que creía que se le había hecho justicia. Los años del Milagro Mexicano –con su extraordinario crecimiento económico del cinco o seis por ciento anual– produjeron una clase media con aspiraciones cosmopolitanas pero poco competitiva en el contexto de la globalización que empezaba a imponer su tabula rasa por todos lados. Además esa clase media tenía las libertades políticas de, digamos, los tibetanos: una teocracia regida por un clan cerrado y necio, oprimido por una jerarquía militar. Toda una generación, belicosamente dispuesta a demandar que le cumplieran lo que le habían prometido, encontró el nivel de competencia del régimen político: el lugar donde el gobierno tenía la flexibilidad de un tolete.
Creo que la identidad mexicana fue una cosa que existió solamente entre Benito Juárez y Díaz Ordaz. Era algo en lo que la gente creía, con lo que se identificaba: los campos de agave, las charreteras, Pedro Vargas con su carota de gachupín y su sombrero de brillos plateados. Hubo un momento terrible en que hasta los países más pránganas de América Latina eran democracias y nosotros seguíamos siendo tibetanos con credencial del sindicato de Pemex. Entre 1988 y 1994 la crisis de identidad del país terminó de tocar fondo. El imaginario nacional reventó completo y no hemos podido volverlo a sustituir porque reinventarnos como una democracia liberal ha implicado encontrar una identidad nueva que, a falta de modelos –no creo que nadie se quiera ver como Cesar Nava, además de César Nava y a lo mejor ni él mismo– ha ido siendo suplida por lo que nos llega desde el Norte y que vemos, como nuestros bisabuelos vieron a Carranaza y Obregón, entre azorados y fascinados.
En el Norte se dieron los primeros actos de resistencia política exitosos; ahí se registró el primer periodismo cien por ciento libre, ahí comenzó a funcionar, aunque muy limitadamente, un modelo económico que sólo oprimía a la mayoría y no a la mayoría absoluta. Los Tigres del Norte, con sus historias fabulosas de narcos y borrachos, sustituyeron al igualmente insoportable mariachi; las camisas estampadas fueron ocupando el territorio que se había quedado vacío de charros. Fue así como se aglutinó la nueva, fragilísima idea de la nación mexicana. Los mexicanos sin pedigrí que horrorizaban a Octavio Paz a fines de la década de los 50 terminaron siendo el territorio común entre los chiapanecos y los bajacalifornianos. Tal vez el Coloso sea la ofrenda con que el Centro reconoce al Norte para evitar divergencias insuperables en el futuro próximo: nuestra crisis de identidad anterior costó un millón de muertos.lunes, 26 de julio de 2010
Responso
Letras Libres
1. La muerte de un escritor representa la liberación de su obra: la figura se emborrona en el espacio reservado para lo que ya es sólo anecdótico y su escritura se organiza en un cuerpo por fin coherente, testimonial de todo su tiempo y no sólo de las facciones en que militó, perfecto en su no poder ampliarse más. De Monsiváis podíamos decir misa cuando estaba vivo, pero ahora que sus esfuerzos están concluidos, se afirma lo que probablemente le hubiera gustado más que dijéramos de él: era escritor. El duelo y sus lutos son para los que no pudieron ser lo que querían.
2. México va a ser menos divertido sin Monsiváis evidenciando la estulticia de la clase política, el gusto atronador –por decir lo menos– de los millonarios, el resentimiento pueril de las clases medias. Fue nuestro contemporáneo con más capacidad para envenenar un dardo: en muchas ocasiones una sola línea suya decía más sobre el día anterior en México que la suma de todos los periódicos de la república.
3. Los jaloneos con el cadáver de Monsiváis durante su velación en Bellas Artes hubieran sido dignos sólo de una crónica de Monsiváis. Alguien dijo –juro que lo leí por ahí– sobre la negativa de su familia a bajar el féretro en el Zócalo: “Queríamos que pasara un ratito con los compañeros en huelga del Sindicato de Electricistas.”
4. Cuando un autor desaparece, nuestros plagios se convierten en intertextos, nuestros saqueos en influencias. Mientras escribo, siento que ya puedo dejar el frío de los incisos para hundirme en el gozo de los cabezales.
5. Hay una característica que Monsiváis compartía con Gutiérrez Nájera –fundador de su estirpe. Sus trabajos son tan vastos y curiosos de todas las manifestaciones de la cultura que se van a necesitar muchos años, innumerables profesores gringos y cantidad de editores argentinos para darles unidad. Sus obras completas van a ser como las del Duque Job: tan largas que llevan toda mi vida siendo compiladas en un cubículo de la unam y no se ve para cuándo terminen –el último tomo que vi y ya no compré era de un grado de especialización inquietante: Crítica de teatro iv. El tomo de las de Monsiváis que me gustaría compilar sería Panistas del Bajío.
6. Hace algunas semanas Fernando Serrano hacía notar en un artículo publicado en Excelsior que en los años ochenta temíamos que el español de México fuera avasallado por el inglés de Estados Unidos. Hubo un tiempo en que, efectivamente, las estaciones de fm tenían casi todas nombres en inglés. La hegemonía de la cultura popular estadounidense era tan absoluta que preferir a las bandas británicas era un gesto de izquierdistas. En los años noventa se invirtió la ecuación primero entre los intelectuales y luego masivamente. Ya nadie se ha de acordar, pero de pronto la clase media transitó de bailar a Gloria Gaynor a recuperar a Acerina, de conmoverse con Queen a servir de postre a Chavela Vargas. Ser mexicano podía ser duro, pero ya no daba vergüenza. Tengo la certeza indemostrable de que el motor de esa pequeña corrección en la autoestima nacional fue Monsiváis. A través de su escritura una producción popular que parecía impresentable se puso en conversación con los fenómenos del pop global y resultó que era competitiva, adquirió estatura literaria, reveló una complejidad que nadie había tenido la gentileza de notar.
7. Carlos Monsiváis se murió durante el solsticio de verano. La noche más corta y el día más largo como augurio para la obra de una figura tan extendida e imprescindible que nos resulta inimaginable que deje de ser leída. ¿Va a durar? ¿Qué les va a decir Amor perdido o Aires de familia a los mexicanos que nacieron el día de su muerte? Creo que conforme pasen los años y vayan desapareciendo los sujetos de sus alusiones, lo que hoy nos parece su trabajo más propiamente literario –los estudios sobre poesía, los innumerables prólogos, las genealogías a que era tan afecto– irá volviéndose material de especialistas, mientras sus crónicas periodísticas parecerán cada vez más complejas, cada vez más inteligentes en su disposición metafórica, cada vez más voluptuosas en su relación con el idioma. Tal vez le suceda lo que a Gutiérrez Nájera: sus contemporáneos lo leían como un poeta romántico que cada tanto tenía un desplante lírico más bien inexplicable, y nosotros lo vemos como el inventor de la prosa modernista.
8. A mí me gustaría que Monsiváis fuera el precursor de algo que todavía no tiene nombre y nosotros confundimos con el periodismo sólo porque entendemos sus referentes. ~
sábado, 10 de julio de 2010
Por qué sí leer
El Universal
A 90 años exactos de la llegada de José Vasconcelos a la Rectoría de la Universidad Nacional, la preocupación central de los editores, los escritores, los profesores, los funcionarios encargados de gestionar asuntos de educación y cultura en México, sigue siendo que haya más lectores.
Esta semana estuve en una presentación de libro en la que el Secretario de Educación Pública comenzó su participación reconociendo, con sorpresivo realismo, que es en ese empeño en el que más rumbosamente han fallado las sucesivas administraciones del Estado nacional moderno.
Los 90 años de experiencia y conocimiento acumulados desde el momento en que Vasconcelos se propuso un primer gesto de colonización masiva de la forma de pasar el tiempo libre de los mexicanos, mediante la edición masiva de clásicos griegos y latinos, ha modificado hasta cierto punto -aunque no el deseable- los hábitos de entretenimiento de los ciudadanos de a pie: no leemos como alemanes o ingleses, pero nuestro mercado de libros es correspondiente por primera vez a nuestra aportación demográfica a la lengua. Los que nos dedicamos a cosas editoriales seguimos teniendo pesadillas con el promedio fatídico de 2.5 libros al año por lector, pero la encuesta Nacional de Lectura en que basamos ese mal sueño ha envejecido: García Canclini ha hecho notar, por ejemplo, que, por el año en que fue hecha, no midió los hábitos de lectura en Internet, que tal vez supongan hoy el mayor porcentaje de lectoría en el país.
Y hay otros signos: la industria editorial mexicana ha dejado de ser artesanal y empírica; ya no depende de los cerebros fugados de países que sufrieron el maltrato de la Historia; representa un ecosistema muy saludable en el sentido de que es diversa a pesar de las desdichas que supone el problema de distribuir libros en México: la Feria del Libro Independiente de este año aglutinó a 50 editoriales, muchas de las cuales compiten en su campo de especialidad honrosamente contra los grupos trasnacionales que tanto temíamos hasta hace pocos años. Y es esa industria editorial independiente la que trae al canon por el cuello: los escritores y los lectores duros hace años que abandonaron, en general, a los trasatlánticos del libro para buscar sus lecturas entre sellos -locales y extranjeros- que se mueven a vela: Yuri Herrera publica en Periférica, Emiliano Monge en Sexto Piso, los libros de Gonzalo M. Tavares o Rodrigo Rey Rosa nos llegan a través de Almadía -para señalar poquísimos ejemplos.
Pero la pregunta persiste: ¿Todo esto para qué? ¿De qué nos va a salvar leer? El poder de la lectura, desde la masificación de la industria editorial a principios del siglo XIX, es discreto pero preciso: leer no hace millonario a nadie, pero sí reivindica a una clase media que es el garante de estabilidad en los países; nadie se ha vuelto mejor porque leía, pero una visión crítica de la realidad sí aumenta los puntos de vista a partir de los cuales se pueden administrar los recursos morales propios de una manera más inteligente; la lectura no garantiza la civilidad, pero sí gramaticaliza al mundo: le impone jerarquías útiles; la lectura no nos hace más libres, pero sí afirma los valores ilustrados que fortalecen la sensación de ciudadanía del que emana nuestra voluntad de ser soberanos en lo privado y tolerantes en lo público. La lectura, en fin, no desemboca en una persona buena, pero sí en un buen ciudadano.
Leer novelas -si debería yo ser específico sobre mi oficio- es importantente porque por la vía positiva o por la negativa, una ficción es siempre un relato moral: una historia en que existe un correlato entre acto y responsabilidad. Lo que se cuenta está ordenado y eso implica la puesta en el centro de los valores liberales -tan de bajada en un país que, como el nuestro, libra una sorda guerra civil-: el que las lee reconoce la importancia de la igualdad de oportunidades, de la libertad cívica o del sostenimiento de un régimen legal vigoroso, porque de lo que se tratan las novelas es de lo humano a pesar de la variedad y la diferencia.
sábado, 19 de junio de 2010
El año de la muerte de José Saramago
El Universal
No sé si las barbaridades con que los lectores de periódicos virtuales reaccionan al pie de los artículos sean fieles a alguna clase de espíritu —democrático y horizontal—, del tiempo que nos va tocando. Sospecho que no: que más bien es una sola clase de lector quien desespera por emitir una opinión y que, por lo mismo, no es el más reflexivo.
Tengo la impresión de que la cobertura electrónica de la muerte de José Saramago —una noticia, en realidad, de una sola línea: “José Saramago no va a escribir más”— ha sido víctima de la misma urgencia que le resta legitimidad a lo que el escritor Emiliano Monge llama “el bloguetariado”: como supone reacciones inmediatas, agrega a lo único que hay de sustancia en la noticia elementos más bien anecdóticos que aderezan la duración de la nota.
Se ha hablado ya por 24 horas a este momento del estalinismo del escritor portugués, de su feroz oposición pública a la política exterior de Israel, de su angustia frente a un mundo que, contrapronóstico, se volvió posnacional siguiendo a los CEO de las grandes corporaciones y no a sus trabajadores —que dependiendo del país en el que vivan, siguen igual de apretados que antes. Y la verdad es que ninguna de las opiniones de Saramago tendría más importancia que la de alguno de los abuelos mediterráneos de izquierda o derecha, de no ser porque escribió novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis o La isla de piedra.
No tengo idea —no la puedo tener— de la fruición con que Saramago escribiría sus artículos periodísticos, mucho menos del tipo de viaje de adrenalina en que lo colocaría declarar en grande durante sus frecuentes tours ideológicos, pero la hiperproductividad literaria con que se convirtió en un escritor global a partir de sus 40 años me hace suponer que no le dedicaba al asunto más cabeza que la que le dedicó —antes del reconocimiento— a la venta de seguros. Ser radical no era su trabajo, sino lo que le permitía ejercerlo.
Saramago era novelista, y uno espléndido, aun si algunos de sus libros tardíos agregaban a lo obvio —El hombre duplicado simplificaba tanto los dilemas del liberalismo que recordaba más a Michael Ende que a Thomas Mann— y algunos de los tempranos eran demasiado duros para la parte gruesa de sus lectores: recuerdo la lectura que hice hace muchos años de la edición de Seix Barral de Memorial del convento como una revelación indudable, durante la que costaba mantenerse despierto.
El magisterio de un autor se puede medir por las libertades que le dejó a los que le siguieron y la de Sarmago es una herencia cuantiosa a un nivel que tal vez todavía no podamos descifrar. Fue un escritor duro, tan leal a sus estrategias discursivas, que en lugar de adaptarse a los lectores, forzó a una generación a entenderlo. Descubrió que una frase puede tener tantas cláusulas como las que requiera el autor para decir lo que tenía que decir; cambió la forma en que se encara el diálogo entre los personajes de un relato; resucitó al punto y coma, que tal vez represente el único tipo de pausa que podemos tolerar los pasajeros de la posmodernidad; liberó a la escritura de convenciones ortográficas que nadie ha vuelto a extrañar: si Alejandro Rossi decía que cuando veía un “mas” sin acento sacaba la pistola, Saramago nos enseñó que la escritura amplifica tanto la realidad que no requiere signos de admiración, ni de interrogación, ni comillas. Renovó los parámetros de la tradición fantástica regresándola a su origen kafkiano y demostró que la novela es irremediablemente política.
Dice José Emilio Pacheco que a los escritores, como a los toreros, hay que recordarlos por sus grandes tardes. Tiene razón: ni el genio habita a nadie a lo largo de toda su vida, ni un autor está obligado a nada más que a ser fiel a sus ideas y la voz con que le costó tanto trabajo aprender a enunciarlas. La muerte de Saramago representa el silencio de toda una concepción de la escritura, pero no su desaparición; está en la lista de los autores que, otra vez, nos enseñaron a contar.
sábado, 6 de febrero de 2010
La orgía informática
El Universal
¿De dónde salió la burrada de que la Internet es un medio democrático? En algún momento de debilidad (mental) todos lo hemos dicho y escrito, con gestito mesiánico, como si la gimnasia y la magnesia fueran lo mismo. La democracia es un sistema para gobernar un Estado, Internet un medio de difusión masiva. No tienen absolutamente nada que ver.
En un sistema democrático un grupo de personas que junta características muy específicas –mayores de dieciocho años, que cumplan con un estándar negociado de racionalidad, sepan leer y no hayan cometido delitos que ameritaran cárcel—elige a un tercero con características todavía más específicas –que no sea nacionalizado, que tenga más de treinta, titulado- para administrar los bienes comunes, regular las actividades públicas y aplicar una violencia razonable contra quienes infligen las normas de comportamiento acordadas por otros funcionarios electos.En la Internet no sólo no sucede nada de eso, sino que es un espacio esencialmente autocrático: cada quien sube lo que se le da la gana y el que quiera lo ve –no hay honestidad más triste que la del blog que numera sus visitantes.
La democracia es un un método de control, una forma acordada de ordenar, prohibir y castigar. La Internet es un espacio despojado de cualquier forma de la cohesión, la saturnal sin fin en la que todos pueden hacer lo que quieran sin pagar ninguna factura –literalmente una utopía, en el sentido de que ni siquiera ocupa un espacio-. Participar de la parranda virtual, de hecho, implica renunciar momentáneamente al acuerdo democrático porque el internauta tiene todos los derechos y ninguna obligación: es un niño –un “idiota”, decían los griegos para referirse a los que habían decidido sustraerse de sus obligaciones. Véanse si no las entradas de los lectores debajo de los artículos (con lectores) de la versión electrónica de éste periódico. Algunas son razonables y otras no, pero como ha dicho Nicolás Alvarado, el que participa en los foros no tiene que someterse ni siquiera a esa forma mínima de la normativa –y la cordialidad- que es la gramática.
La democracia es inclusiva y tautológica: para ser un ciudadano basta con serlo. La Internet es exclusiva: para ser un internauta hay que tener acceso a una computadora, gozar del rango de educación y fogueo cultural que permita ser usuario, leer y escribir en una lengua dominante –si sólo hablo huichol, estoy jodido--, pagar directamente por un servicio. Aún así, la democracia es necesariamente discriminatoria –si soy retardado no puedo votar y punto—, mientras que la internet es meritocrática –si aprendo español y gano dinero, puedo participar—: está hecha para el que se las arregle y junte los medios necesarios para utilizarla.
Hay que aclarar aquí una cuestión de ética: las cosas, para ser un valor, no tienen que ser necesariamente democráticas –sospecho que alcanzar un régimen electoral funcional nos costó tanto, que se entiende que queramos que todo lo bueno sea votado. La internet es muchas cosas: es liberadora, es buena onda, es educativa y mueve información a una velocidad que resulta saludable para los votantes cuyos derechos están en peligro de ser arrasados –los ciudadanos de Venezuela, Irán, China o hasta Puebla y Oaxaca estarían peor sin la red-; es guerrillera y punk; divertida, sobre todo: popular y populachera, pero no es democrática. No sólo eso, es antidemocrática en la medida en que su condición de existencia es, precisamente, que es el único mecanismo social que funciona por oposición a las decisiones colegiadas: el espacio de opinión pública virtual de las revistas y periódicos –cuerpos colegiados si los hay- sólo funciona si las reglas de participación son tan laxas que harían imposible la existencia del medio que lo sustenta.
Lo democrático es siempre macro -un sistema de estándares generales-, Internet es el reino de lo micro: cada blog es una empresa editorial de un solo hombre, que lo más probable es que sea también su único lector. La democracia no tiene contenido; su supervivencia depende de que sea una estructura fija. La internet es puro contenido y funciona gracias a su capacidad para violar cualquier estructura que no sea caótica.