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domingo, 8 de mayo de 2016

Sergio Pitol, niño ruso

8/Mayo/2016
Confabulario
Álvaro Enrigue

Hay una historia que Sergio Pitol solía contar con frecuencia cuando todavía hacía vida pública y de la que dejó registro escrito en El arte de la fuga. A principios de los años ochenta pasó unas vacaciones de dos meses en el Distrito Federal, después de vivir por años en Barcelona, Varsovia, Budapest, Moscú. Tenía, por entonces, 45 años y seis o siete libros publicados; ya era el traductor de Conrad y Henry James y había sido el editor de la legendaria colección de libros Los Heterodoxos, publicada por Tusquets en España y con una circulación amplia por toda América. Al poco de llegar a México, recibió una llamada del PEN Club en la que lo invitaban a participar en una serie de diálogos entre escritores de generaciones distintas –una lectura, seguida de una conversación pública, entre un autor consagrado y uno joven. Aceptó y le anunciaron que leería con Juan Villoro. El evento casi resultó un desastre porque Pitol, 23 años y un montón de libros mayor que Villoro, pensaba, hasta que subió al escenario, que el joven en la mesa era él. Nada retrata mejor su condición de excéntrico: era una figura de referencia para toda una literatura y seguía pensando en sí mismo como una promesa literaria.

Es esa condición de excéntrico sine qua non la que le permitió a Pitol convertirse primero en un autor de culto y después en el escritor que volvió a poner en circulación una hermosa tradición secular de la literatura mexicana: la de los autores de libros sin género, más dispuestos a proponer una conversación, que a imponer una idea sólida del mundo mediante una ficción poblada de anécdotas y personajes simbólicos.

Leídos en el orden en que fueron publicados, los libros de Pitol cuentan la historia de un desprendimiento. El autor que empezó escribiendo cuentos deslumbrantes pero convencionales sobre la región remota de México en que creció, se fue deshaciendo paulatinamente de los temas y lenguajes que conseguían prestigio durante el siglo XX: la peculiaridad de una cultura regional, la relevancia de la nacionalidad, el ánima latinoamericana en las soledades del exilio.

Simultáneo a este desprendimiento –suicida en su hora– de los temas probados de la escritura regional, Pitol puso en práctica un experimento más arriesgado: desprenderse, también, de las supersticiones de la forma literaria –o tal vez expandirlas. Sus libros, poco a poco, dejaron de ser novelas o colecciones de cuentos o ensayos para transformarse en sesiones literarias en las que la distancia entre ficción, reflexión y memoria es irrelevante. Libros que son todo al mismo tiempo, lo que su contemporáneo Salvador Elizondo llamaba, entre filosófico e irónico, “libros para leer”.

En el momento de la publicación de El arte de la fuga y El viaje el gesto de abjurar de los géneros fue entendido como desafiantemente posmoderno: para que una escritura fuera total, tenía que prescindir de las convenciones mercadológicas que asfixiaban a las literaturas latinoamericanas durante el fin del siglo XX, en el que los grandes grupos editoriales parecían haber impuesto un gusto literario corto y chato como opción única en las librerías.

Pasado el tiempo, se puede ver con claridad que si es cierto que la aclamación que recibieron ambos libros fue inesperada, también lo es que Pitol no estaba actuando como un innovador desesperado, sino como el lector atento de una tradición que siempre encontró claustrofóbicos los géneros literarios. Los libros de Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello, José Vasconcelos o Alfonso Reyes –fundadores de la modernidad literaria mexicana– tampoco tenían un género transparente. En la generación misma de Sergio Pitol, brillante y poco atendida fuera de América Latina, autores como Margo Glantz, Alejandro Rossi o el propio Salvador Elizondo, nunca dejaron de insistir en que la producción literaria más resistente del país estaba fincada en escrituras desmarcadas de las convenciones genéricas.

Los libros tardíos de Sergio Pitol, no son, entonces, caprichosos. Están fundamentados en una tradición y son producto de un procedimiento en el que ha trabajado, de manera consistente y serena, durante los últimos veinte años: la experiencia humana carece de valor hasta que se transfigura en escritura, pero si a esa escritura se le impone la geometría obtusa de un género, se traiciona su fundación irracional. “La inspiración —anota Pitol en El mago de Viena— es el fruto más delicado de la memoria.” No es una idea nueva: está en el fondo de la escritura de San Agustín, de Montaigne, de Albert Camus. Para el autor, el genio que mueve la literatura es el de la correspondencia: lo experimentado, según dice él mismo, es apenas “un conjunto de fragmentos de sueños no del todo entendidos”.

Es por eso que El arte de la fuga comienza con la descripción miope de Venecia: para poder ver lo que tiene valor en el mundo, hay que dejar los lentes de diario olvidados en el escritorio. La realidad está ahí, pero sólo es significativa cuando es desmontada por el borrado que implica seleccionar y hacer el montaje de una serie de episodios, lecturas, acotaciones. Es también por eso que El viaje incluye ensayos, pero también páginas de diario, anécdotas, relatos tan circulares que no podrían ser absolutamente verdaderos pero se cuentan como si lo fueran. La imaginación literaria, según Pitol, no progresa en el orden racional que demandan una novela, un ensayo o un cuento. Se parece más a una esponja marina que a una autopista. Es un bloque sólido, sin asideros, pero lleno de caminos interiores que conectan ideas, notas, recuerdos inventados.

El comienzo de El viaje no podría ser más clásico. El autor, ya cansado y un poco enfermo, se encierra a escribir en una especie de Torre de Montaigne tropical: una ciudad modesta, culta y provinciana del Golfo México. Recuerda sus años como embajador en Praga y nota que, siendo su ciudad preferida de las muchas en las que ha vivido, es también la única de la que nunca ha escrito nada. Extrañado, revisa sus diarios del periodo y descubre un vacío: contienen sólo anotaciones sobre encuentros, lecturas, problemas nimios de oficina; ni una palabra sobre sus paseos por la ciudad inagotable, sus museos espléndidos, su potente vida cultural. Lo que sí encuentra en sus cuadernos es, en cambio, un diario de viaje a Rusia que, al paso del tiempo, se volvió significativo: registra el momento del deshielo Soviético.

Es aquí donde el procedimiento de escritura de Pitol se vuelve extremo. El diario está reescrito y editado para que se lea como si fuera pietaje para un documental filmado en el instante en que la Perestroika era recibida por la gente de la Unión Soviética entre la esperanza y el escepticismo. Puesto en juego con una serie de ensayos sobre literatura rusa, con páginas dedicadas a los misterios del oficio de escritor y la proyección de recuerdos cuyas conexiones no están claras hasta que se ha llegado a la última línea del volumen, el diario produce reverberaciones que lo van resignificando conforme avanza. No hay que olvidar aquí que la apertura soviética fue un poco anterior a la transición a la democracia en México, que es el tiempo preciso en que Pitol escribió El viaje. El año 2000 en que se publicó fue el mismo en que concluyó el largo tránsito de los mexicanos a un sistema que garantizaba, por fin, todas las libertades civiles básicas. La burla descarnada que hace de los comisarios soviéticos y su ditirambo sobre los ciudadanos enloquecidos por la idea de libertad representan una mirada oblicua a la fiesta que fue México en esos años repletos de esperanza.

Pero El viaje no es un libro político, o es mucho más que eso. Está enmarcado por tres escenas que al reflejarse entre sí, van revelando la visión personal de la escritura de un autor en su hora de plenitud creativa. En la introducción praguense hay una escena, entre terrible y cómica, en la que Pitol, deambulando por los callejones de una de las partes viejas de la ciudad, nota a un viejo tirado en el suelo que increpa a los peatones sin poder levantarse. Cuando el novelista se acerca, descubre que no es que esté borracho, sino que se ha resbalado en su propia caca y cada que se intenta alzar patina en ella. Más tarde, cuando Pitol finalmente llega a Tbilisi, Georgia, asiste a una comida que ofrece en su honor una asociación de escritores y directores de cine. Ha estado, desde que llegó a la ciudad, en éxtasis: la encuentra despierta, vibrante, crítica, infinitamente más libre y alegre que Moscú o Leningrado. En ese estado de efervescencia, se levanta del banquete a orinar y, como hay fila en el baño, uno de los comensales le dice que vayan a desaguar al río, que es lo normal. Pasado de vino, acepta la invitación y encuentra una escena perturbadora: en Tbilisi cagar en público no sólo es un acto socialmente aceptable, sino una oportunidad de socialización. En el último episodio del libro, Pitol regresa a su infancia en el pueblo minúsculo de Potrero, Veracruz, en el que toda la comunidad vive de un ingenio azucarero. Dado que era un niño enfermizo, tendía a la soledad y el aislamiento. Uno de sus paseos favoritos consistía en perderse por las naves del ingenio los domingos –cuando estaba cerrado–, para llegar al sitio en que se acumulaban montañas inmensas de bagazo, la mierda inane que deja la producción de caña de azúcar. Ahí, enterrado entre los deshechos vegetales, fantasea sobre la ilustración de un álbum infantil en la que aparece un niño eslavo definido como “Iván: niño ruso” y se vislumbra como su gemelo. Luego confiesa que de todas las imágenes que ha tenido de sí mismo, ésa —la más delirante— es la que aún le “parece ser auténtica verdad”.

El periplo que cuenta El viaje no es, como parece en un primer acercamiento, el que hizo el embajador Pitol a la Unión Soviética del deshielo, sino el del niño solitario que acumuló caras, nombres, viajes, recuerdos, y los devolvió en forma de libro. Entre las muchas cosas que incluye están las notas que el autor fue haciendo para escribir Domar a la divina garza –tal vez su mejor novela y un libro verdaderamente salvaje. Cuenta el hallazgo de un rito de primavera en el que toda una comunidad de Tabasco es inundada de mierda por sus pobladores en un paroxismo emancipador.

El viaje es, al mismo tiempo, una lección de sutileza y un ardid de dinamitero. Es un volumen sobre cómo construye un escritor. Sobre la libertad y su falta, y esa libertad última e indomable que es soltarse, dejar que las cosas salgan: contar. Es por eso que el libro trabaja sobre la mente del lector no historia por historia, sino en el juego de reflejos entre una serie de relatos escatológicos, un cuerpo de ensayos sobre las humillaciones que padecieron los escritores rusos que optaron por pagar el precio de decir lo que se les daba la gana, una colección de estampas documentales en las que el lector ve en directo a la generación soviética que se emancipó abonada por el sacrifico de esos autores y el marco autobiográfico del escritor que optó por no atenerse a ningún parámetro para llegar a ser quien quería ser: un niño ruso.

Hay una historia memorable en el diario habanero con que concluye El mago de Viena: siendo muy joven y de camino a Europa en barco, Pitol pasó por Cuba. Una noche en La Habana levantó una borrachera de marino y perdió la consciencia. La mañana siguiente amaneció en su habitación, con unos zapatos ajenos, lo cual le preocupa hasta que descubre que son italianos, nuevos, están magníficamente cortados y le quedan a la perfección. Para Sergio Pitol todo está en todo y escribir es la única forma de revelar las conexiones secretas que le dan sentido a la realidad. La escritura está ahí para que nos queden los zapatos.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Teoría del Coloso

18/Septiembre/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

Al menos desde la Revolución de 1910, el Norte ha estado intensamente presente como generador de ideas que aglutinen la identidad nacional. La Novela de la Revolución Mexicana puede ser leída como una crónica de la primera embestida de los norteños en la parte neurálgica del país. Sobran las crónicas de ojos pelados en que los periodistas chilangos ven aparecer en sus estaciones a creaturas de sombrero de alas amplias y pantalones vaqueros en plan de gobernar a los catrines de zapatos con agujetas y pantalones de casimir. El águila y la serpiente de Guzmán cuenta esa historia; La sombra del caudillo, la de la improbable negociación que le permitió a la gente de acento curioso imponer sus usos y costumbres en el Centro, su sensación de ser por completo ajenos al contexto en que controlaban el país, y la idéntica sorpresa de los chilangos –que encontraban rarísimos a los generales en Cadillac– frente a ellos. Creo que el alzamiento de un norteño colosal en el zócalo como cúspide de los festejos del Bicentenario nos dejó igual de patidifusos.

La ciudad de México siempre ha funcionado, más que como una capital, como una metrópoli: absorbe un discurso y lo importa con idéntico vigor a Colombia o los Estados Unidos que a Veracruz o Chihuahua. Todo el mundo lo sabe: en 1968 se quebró definitivamente el pacto entre el Estado totalitario emanado de la Revolución y la sociedad que creía que se le había hecho justicia. Los años del Milagro Mexicano –con su extraordinario crecimiento económico del cinco o seis por ciento anual– produjeron una clase media con aspiraciones cosmopolitanas pero poco competitiva en el contexto de la globalización que empezaba a imponer su tabula rasa por todos lados. Además esa clase media tenía las libertades políticas de, digamos, los tibetanos: una teocracia regida por un clan cerrado y necio, oprimido por una jerarquía militar. Toda una generación, belicosamente dispuesta a demandar que le cumplieran lo que le habían prometido, encontró el nivel de competencia del régimen político: el lugar donde el gobierno tenía la flexibilidad de un tolete.

Creo que la identidad mexicana fue una cosa que existió solamente entre Benito Juárez y Díaz Ordaz. Era algo en lo que la gente creía, con lo que se identificaba: los campos de agave, las charreteras, Pedro Vargas con su carota de gachupín y su sombrero de brillos plateados. Hubo un momento terrible en que hasta los países más pránganas de América Latina eran democracias y nosotros seguíamos siendo tibetanos con credencial del sindicato de Pemex. Entre 1988 y 1994 la crisis de identidad del país terminó de tocar fondo. El imaginario nacional reventó completo y no hemos podido volverlo a sustituir porque reinventarnos como una democracia liberal ha implicado encontrar una identidad nueva que, a falta de modelos –no creo que nadie se quiera ver como Cesar Nava, además de César Nava y a lo mejor ni él mismo– ha ido siendo suplida por lo que nos llega desde el Norte y que vemos, como nuestros bisabuelos vieron a Carranaza y Obregón, entre azorados y fascinados.

En el Norte se dieron los primeros actos de resistencia política exitosos; ahí se registró el primer periodismo cien por ciento libre, ahí comenzó a funcionar, aunque muy limitadamente, un modelo económico que sólo oprimía a la mayoría y no a la mayoría absoluta. Los Tigres del Norte, con sus historias fabulosas de narcos y borrachos, sustituyeron al igualmente insoportable mariachi; las camisas estampadas fueron ocupando el territorio que se había quedado vacío de charros. Fue así como se aglutinó la nueva, fragilísima idea de la nación mexicana. Los mexicanos sin pedigrí que horrorizaban a Octavio Paz a fines de la década de los 50 terminaron siendo el territorio común entre los chiapanecos y los bajacalifornianos. Tal vez el Coloso sea la ofrenda con que el Centro reconoce al Norte para evitar divergencias insuperables en el futuro próximo: nuestra crisis de identidad anterior costó un millón de muertos.

lunes, 26 de julio de 2010

Responso

Julio/2010
Letras Libres
Álvaro Enrigue

1. La muerte de un escritor representa la liberación de su obra: la figura se emborrona en el espacio reservado para lo que ya es sólo anecdótico y su escritura se organiza en un cuerpo por fin coherente, testimonial de todo su tiempo y no sólo de las facciones en que militó, perfecto en su no poder ampliarse más. De Monsiváis podíamos decir misa cuando estaba vivo, pero ahora que sus esfuerzos están concluidos, se afirma lo que probablemente le hubiera gustado más que dijéramos de él: era escritor. El duelo y sus lutos son para los que no pudieron ser lo que querían.

2. México va a ser menos divertido sin Monsiváis evidenciando la estulticia de la clase política, el gusto atronador –por decir lo menos– de los millonarios, el resentimiento pueril de las clases medias. Fue nuestro contemporáneo con más capacidad para envenenar un dardo: en muchas ocasiones una sola línea suya decía más sobre el día anterior en México que la suma de todos los periódicos de la república.

3. Los jaloneos con el cadáver de Monsiváis durante su velación en Bellas Artes hubieran sido dignos sólo de una crónica de Monsiváis. Alguien dijo –juro que lo leí por ahí– sobre la negativa de su familia a bajar el féretro en el Zócalo: “Queríamos que pasara un ratito con los compañeros en huelga del Sindicato de Electricistas.”

4. Cuando un autor desaparece, nuestros plagios se convierten en intertextos, nuestros saqueos en influencias. Mientras escribo, siento que ya puedo dejar el frío de los incisos para hundirme en el gozo de los cabezales.

5. Hay una característica que Monsiváis compartía con Gutiérrez Nájera –fundador de su estirpe. Sus trabajos son tan vastos y curiosos de todas las manifestaciones de la cultura que se van a necesitar muchos años, innumerables profesores gringos y cantidad de editores argentinos para darles unidad. Sus obras completas van a ser como las del Duque Job: tan largas que llevan toda mi vida siendo compiladas en un cubículo de la unam y no se ve para cuándo terminen –el último tomo que vi y ya no compré era de un grado de especialización inquietante: Crítica de teatro iv. El tomo de las de Monsiváis que me gustaría compilar sería Panistas del Bajío.

6. Hace algunas semanas Fernando Serrano hacía notar en un artículo publicado en Excelsior que en los años ochenta temíamos que el español de México fuera avasallado por el inglés de Estados Unidos. Hubo un tiempo en que, efectivamente, las estaciones de fm tenían casi todas nombres en inglés. La hegemonía de la cultura popular estadounidense era tan absoluta que preferir a las bandas británicas era un gesto de izquierdistas. En los años noventa se invirtió la ecuación primero entre los intelectuales y luego masivamente. Ya nadie se ha de acordar, pero de pronto la clase media transitó de bailar a Gloria Gaynor a recuperar a Acerina, de conmoverse con Queen a servir de postre a Chavela Vargas. Ser mexicano podía ser duro, pero ya no daba vergüenza. Tengo la certeza indemostrable de que el motor de esa pequeña corrección en la autoestima nacional fue Monsiváis. A través de su escritura una producción popular que parecía impresentable se puso en conversación con los fenómenos del pop global y resultó que era competitiva, adquirió estatura literaria, reveló una complejidad que nadie había tenido la gentileza de notar.

7. Carlos Monsiváis se murió durante el solsticio de verano. La noche más corta y el día más largo como augurio para la obra de una figura tan extendida e imprescindible que nos resulta inimaginable que deje de ser leída. ¿Va a durar? ¿Qué les va a decir Amor perdido o Aires de familia a los mexicanos que nacieron el día de su muerte? Creo que conforme pasen los años y vayan desapareciendo los sujetos de sus alusiones, lo que hoy nos parece su trabajo más propiamente literario –los estudios sobre poesía, los innumerables prólogos, las genealogías a que era tan afecto– irá volviéndose material de especialistas, mientras sus crónicas periodísticas parecerán cada vez más complejas, cada vez más inteligentes en su disposición metafórica, cada vez más voluptuosas en su relación con el idioma. Tal vez le suceda lo que a Gutiérrez Nájera: sus contemporáneos lo leían como un poeta romántico que cada tanto tenía un desplante lírico más bien inexplicable, y nosotros lo vemos como el inventor de la prosa modernista.


8. A mí me gustaría que Monsiváis fuera el precursor de algo que todavía no tiene nombre y nosotros confundimos con el periodismo sólo porque entendemos sus referentes. ~

sábado, 10 de julio de 2010

Por qué sí leer

10/JUlio/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

A 90 años exactos de la llegada de José Vasconcelos a la Rectoría de la Universidad Nacional, la preocupación central de los editores, los escritores, los profesores, los funcionarios encargados de gestionar asuntos de educación y cultura en México, sigue siendo que haya más lectores.

Esta semana estuve en una presentación de libro en la que el Secretario de Educación Pública comenzó su participación reconociendo, con sorpresivo realismo, que es en ese empeño en el que más rumbosamente han fallado las sucesivas administraciones del Estado nacional moderno.

Los 90 años de experiencia y conocimiento acumulados desde el momento en que Vasconcelos se propuso un primer gesto de colonización masiva de la forma de pasar el tiempo libre de los mexicanos, mediante la edición masiva de clásicos griegos y latinos, ha modificado hasta cierto punto -aunque no el deseable- los hábitos de entretenimiento de los ciudadanos de a pie: no leemos como alemanes o ingleses, pero nuestro mercado de libros es correspondiente por primera vez a nuestra aportación demográfica a la lengua. Los que nos dedicamos a cosas editoriales seguimos teniendo pesadillas con el promedio fatídico de 2.5 libros al año por lector, pero la encuesta Nacional de Lectura en que basamos ese mal sueño ha envejecido: García Canclini ha hecho notar, por ejemplo, que, por el año en que fue hecha, no midió los hábitos de lectura en Internet, que tal vez supongan hoy el mayor porcentaje de lectoría en el país.

Y hay otros signos: la industria editorial mexicana ha dejado de ser artesanal y empírica; ya no depende de los cerebros fugados de países que sufrieron el maltrato de la Historia; representa un ecosistema muy saludable en el sentido de que es diversa a pesar de las desdichas que supone el problema de distribuir libros en México: la Feria del Libro Independiente de este año aglutinó a 50 editoriales, muchas de las cuales compiten en su campo de especialidad honrosamente contra los grupos trasnacionales que tanto temíamos hasta hace pocos años. Y es esa industria editorial independiente la que trae al canon por el cuello: los escritores y los lectores duros hace años que abandonaron, en general, a los trasatlánticos del libro para buscar sus lecturas entre sellos -locales y extranjeros- que se mueven a vela: Yuri Herrera publica en Periférica, Emiliano Monge en Sexto Piso, los libros de Gonzalo M. Tavares o Rodrigo Rey Rosa nos llegan a través de Almadía -para señalar poquísimos ejemplos.

Pero la pregunta persiste: ¿Todo esto para qué? ¿De qué nos va a salvar leer? El poder de la lectura, desde la masificación de la industria editorial a principios del siglo XIX, es discreto pero preciso: leer no hace millonario a nadie, pero sí reivindica a una clase media que es el garante de estabilidad en los países; nadie se ha vuelto mejor porque leía, pero una visión crítica de la realidad sí aumenta los puntos de vista a partir de los cuales se pueden administrar los recursos morales propios de una manera más inteligente; la lectura no garantiza la civilidad, pero sí gramaticaliza al mundo: le impone jerarquías útiles; la lectura no nos hace más libres, pero sí afirma los valores ilustrados que fortalecen la sensación de ciudadanía del que emana nuestra voluntad de ser soberanos en lo privado y tolerantes en lo público. La lectura, en fin, no desemboca en una persona buena, pero sí en un buen ciudadano.

Leer novelas -si debería yo ser específico sobre mi oficio- es importantente porque por la vía positiva o por la negativa, una ficción es siempre un relato moral: una historia en que existe un correlato entre acto y responsabilidad. Lo que se cuenta está ordenado y eso implica la puesta en el centro de los valores liberales -tan de bajada en un país que, como el nuestro, libra una sorda guerra civil-: el que las lee reconoce la importancia de la igualdad de oportunidades, de la libertad cívica o del sostenimiento de un régimen legal vigoroso, porque de lo que se tratan las novelas es de lo humano a pesar de la variedad y la diferencia.

sábado, 19 de junio de 2010

El año de la muerte de José Saramago

19/jUNIO/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

No sé si las barbaridades con que los lectores de periódicos virtuales reaccionan al pie de los artículos sean fieles a alguna clase de espíritu —democrático y horizontal—, del tiempo que nos va tocando. Sospecho que no: que más bien es una sola clase de lector quien desespera por emitir una opinión y que, por lo mismo, no es el más reflexivo.

Tengo la impresión de que la cobertura electrónica de la muerte de José Saramago —una noticia, en realidad, de una sola línea: “José Saramago no va a escribir más”— ha sido víctima de la misma urgencia que le resta legitimidad a lo que el escritor Emiliano Monge llama “el bloguetariado”: como supone reacciones inmediatas, agrega a lo único que hay de sustancia en la noticia elementos más bien anecdóticos que aderezan la duración de la nota.

Se ha hablado ya por 24 horas a este momento del estalinismo del escritor portugués, de su feroz oposición pública a la política exterior de Israel, de su angustia frente a un mundo que, contrapronóstico, se volvió posnacional siguiendo a los CEO de las grandes corporaciones y no a sus trabajadores —que dependiendo del país en el que vivan, siguen igual de apretados que antes. Y la verdad es que ninguna de las opiniones de Saramago tendría más importancia que la de alguno de los abuelos mediterráneos de izquierda o derecha, de no ser porque escribió novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis o La isla de piedra.

No tengo idea —no la puedo tener— de la fruición con que Saramago escribiría sus artículos periodísticos, mucho menos del tipo de viaje de adrenalina en que lo colocaría declarar en grande durante sus frecuentes tours ideológicos, pero la hiperproductividad literaria con que se convirtió en un escritor global a partir de sus 40 años me hace suponer que no le dedicaba al asunto más cabeza que la que le dedicó —antes del reconocimiento— a la venta de seguros. Ser radical no era su trabajo, sino lo que le permitía ejercerlo.

Saramago era novelista, y uno espléndido, aun si algunos de sus libros tardíos agregaban a lo obvio —El hombre duplicado simplificaba tanto los dilemas del liberalismo que recordaba más a Michael Ende que a Thomas Mann— y algunos de los tempranos eran demasiado duros para la parte gruesa de sus lectores: recuerdo la lectura que hice hace muchos años de la edición de Seix Barral de Memorial del convento como una revelación indudable, durante la que costaba mantenerse despierto.

El magisterio de un autor se puede medir por las libertades que le dejó a los que le siguieron y la de Sarmago es una herencia cuantiosa a un nivel que tal vez todavía no podamos descifrar. Fue un escritor duro, tan leal a sus estrategias discursivas, que en lugar de adaptarse a los lectores, forzó a una generación a entenderlo. Descubrió que una frase puede tener tantas cláusulas como las que requiera el autor para decir lo que tenía que decir; cambió la forma en que se encara el diálogo entre los personajes de un relato; resucitó al punto y coma, que tal vez represente el único tipo de pausa que podemos tolerar los pasajeros de la posmodernidad; liberó a la escritura de convenciones ortográficas que nadie ha vuelto a extrañar: si Alejandro Rossi decía que cuando veía un “mas” sin acento sacaba la pistola, Saramago nos enseñó que la escritura amplifica tanto la realidad que no requiere signos de admiración, ni de interrogación, ni comillas. Renovó los parámetros de la tradición fantástica regresándola a su origen kafkiano y demostró que la novela es irremediablemente política.

Dice José Emilio Pacheco que a los escritores, como a los toreros, hay que recordarlos por sus grandes tardes. Tiene razón: ni el genio habita a nadie a lo largo de toda su vida, ni un autor está obligado a nada más que a ser fiel a sus ideas y la voz con que le costó tanto trabajo aprender a enunciarlas. La muerte de Saramago representa el silencio de toda una concepción de la escritura, pero no su desaparición; está en la lista de los autores que, otra vez, nos enseñaron a contar.

sábado, 6 de febrero de 2010

La orgía informática

06-02-2010
El Universal
Álvaro Enrigue

¿De dónde salió la burrada de que la Internet es un medio democrático? En algún momento de debilidad (mental) todos lo hemos dicho y escrito, con gestito mesiánico, como si la gimnasia y la magnesia fueran lo mismo. La democracia es un sistema para gobernar un Estado, Internet un medio de difusión masiva. No tienen absolutamente nada que ver.

En un sistema democrático un grupo de personas que junta características muy específicas –mayores de dieciocho años, que cumplan con un estándar negociado de racionalidad, sepan leer y no hayan cometido delitos que ameritaran cárcel—elige a un tercero con características todavía más específicas –que no sea nacionalizado, que tenga más de treinta, titulado- para administrar los bienes comunes, regular las actividades públicas y aplicar una violencia razonable contra quienes infligen las normas de comportamiento acordadas por otros funcionarios electos.

En la Internet no sólo no sucede nada de eso, sino que es un espacio esencialmente autocrático: cada quien sube lo que se le da la gana y el que quiera lo ve –no hay honestidad más triste que la del blog que numera sus visitantes.

La democracia es un un método de control, una forma acordada de ordenar, prohibir y castigar. La Internet es un espacio despojado de cualquier forma de la cohesión, la saturnal sin fin en la que todos pueden hacer lo que quieran sin pagar ninguna factura –literalmente una utopía, en el sentido de que ni siquiera ocupa un espacio-. Participar de la parranda virtual, de hecho, implica renunciar momentáneamente al acuerdo democrático porque el internauta tiene todos los derechos y ninguna obligación: es un niño –un “idiota”, decían los griegos para referirse a los que habían decidido sustraerse de sus obligaciones. Véanse si no las entradas de los lectores debajo de los artículos (con lectores) de la versión electrónica de éste periódico. Algunas son razonables y otras no, pero como ha dicho Nicolás Alvarado, el que participa en los foros no tiene que someterse ni siquiera a esa forma mínima de la normativa –y la cordialidad- que es la gramática.

La democracia es inclusiva y tautológica: para ser un ciudadano basta con serlo. La Internet es exclusiva: para ser un internauta hay que tener acceso a una computadora, gozar del rango de educación y fogueo cultural que permita ser usuario, leer y escribir en una lengua dominante –si sólo hablo huichol, estoy jodido--, pagar directamente por un servicio. Aún así, la democracia es necesariamente discriminatoria –si soy retardado no puedo votar y punto—, mientras que la internet es meritocrática –si aprendo español y gano dinero, puedo participar—: está hecha para el que se las arregle y junte los medios necesarios para utilizarla.

Hay que aclarar aquí una cuestión de ética: las cosas, para ser un valor, no tienen que ser necesariamente democráticas –sospecho que alcanzar un régimen electoral funcional nos costó tanto, que se entiende que queramos que todo lo bueno sea votado. La internet es muchas cosas: es liberadora, es buena onda, es educativa y mueve información a una velocidad que resulta saludable para los votantes cuyos derechos están en peligro de ser arrasados –los ciudadanos de Venezuela, Irán, China o hasta Puebla y Oaxaca estarían peor sin la red-; es guerrillera y punk; divertida, sobre todo: popular y populachera, pero no es democrática. No sólo eso, es antidemocrática en la medida en que su condición de existencia es, precisamente, que es el único mecanismo social que funciona por oposición a las decisiones colegiadas: el espacio de opinión pública virtual de las revistas y periódicos –cuerpos colegiados si los hay- sólo funciona si las reglas de participación son tan laxas que harían imposible la existencia del medio que lo sustenta.

Lo democrático es siempre macro -un sistema de estándares generales-, Internet es el reino de lo micro: cada blog es una empresa editorial de un solo hombre, que lo más probable es que sea también su único lector. La democracia no tiene contenido; su supervivencia depende de que sea una estructura fija. La internet es puro contenido y funciona gracias a su capacidad para violar cualquier estructura que no sea caótica.