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domingo, 12 de noviembre de 2017

Buenas y malas intenciones

12/Noviembre/2017
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Salvo casos muy particulares, rara vez nos enojamos —cuando menos no lo hacemos con vehemencia— al suponer las intenciones de novelistas o poetas. Usualmente aceptamos que quien escribe una novela o un libro de poesía lo que busca es, en el mejor caso, expresarse, pero sobre todo ganar fama, un premio, regalías, la posteridad. En suma, cualquiera de esos mojones tan elusivos que con frecuencia alimentan las conversaciones ante el espejo o los devaneos en la duermevela. Es decir, se asume que poetas o novelistas tienen el derecho de ver nacer su escritura de un doble impulso: uno elevado —la manifestación de un temperamento, una visión o aspiración o necesidad del espíritu— y otro elemental. El provecho más inmediato. La expansión del ego. Una cuenta bancaria abultada. Etcétera.
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Quienes escriben —escribimos— textos de crítica pareceríamos entrar en otro ramo. Daría la impresión de que tanto colegas del medio literario como lectores de a pie le regatean a los y las oficiantes de la crítica cualquier posibilidad de trascendencia. Escribe crítica y húndete en el olvido, quieren espetarnos, olvidadizos de Aristóteles, Longino o el doctor Johnson. La idea, supongo, sería esta: que nadie llega al paraíso de la literatura desbrozando los caminos de la crítica. Se entiende, de entrada, y quién sabe por qué, que toda persona al borronear unas palabras sobre una hoja de papel o en el procesador de la computadora tendría como justificación única, como avidez máxima, la inmortalidad. “¡Tan largo me lo fiais!”, citaba Esther Seligson al clásico cuando alguien, sin temblor ninguno en la voz, le aseguraba un futuro ilustre e indudable a sus libros La morada en el tiempoSed de mar o Todo aquí es polvo, obras, aún hoy, ya siete años después de su muerte, de muy escasa circulación y menor resonancia crítica.
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Frente a ese panorama de reivindicación final que auguraría la nombradía póstuma, la escritura exegética no tiene, se dice, gran riqueza que ofrecer. He visto con desconsuelo a autores y autoras jóvenes mostrar una indiferencia, a ratos un desprecio, ante la sola propuesta de encarar la página, sin las andaderas de la ficción o el lirismo mal entendido, para comentar un libro, una figura literaria, un tema lateral aunque sea. He conocido, también, a colegas de ya notorio talento en los campos de la narrativa de ficción, el ensayo personal, la poesía o la dramaturgia que aquí o allá —una reseña muy de vez en cuándo, el artículo en ocasión del centenario de un libro egregio— han dejado muestra muy enfática de dotes filosas para la aventura crítica, y que, sin embargo, no han reincidido en esta vía. Ante la sugerencia de garrapatear renglones de crítica con más tenacidad, lo descartan de forma muy espontánea. “No soy crítico”, me han dicho. “Lo mío es la novela”. “O la poesía”. Quizá tienen razón, me he dicho. Tal vez advierten con transparencia algo que, de este lado, por terquedad o mera costumbre, se nos sigue escapando. Pero sigo sin saber cuál puede ser esa verdad.
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Especulo que, de fondo, para perseverar en la crítica se requiere no esencialmente el talento, la inteligencia, la erudición y la capacidad argumentativa que durante décadas y siglos suponíamos se requerían. Para escribir buena crítica, por supuesto, esos atributos son vitales. Pero hablo de la persistencia en este ámbito, el seguir escribiendo que siempre resulta más arduo de sostener que el sólo escribir: aquí lo necesario es, supongo, algo que, a falta de un término más elegante, llamaría “el impulso adversativo”. Se trata de un ánimo inclinado por la confrontación, la puesta de duda, la exigencia polemista. El no poderse estar en paz hasta que no se escribe, se argumenta, aquello que nos ha provocado una lectura.
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¿De dónde vendrá esta energía? Tal vez anide en los genes, o la endilgan los astros al instante de hacer entrar en nuestro cuerpo la primera bocanada de aire, o la teje en alguna de nuestras almas uno de esos episodios de trauma, carencia o humillación que todo ser sufre en la precoz infancia. No estoy tan seguro de que el impulso adversativo se pueda adquirir con los años o con la práctica, quiero decir. Porque tampoco es factible esconderlo, o no sin repercusiones. Es un empuje que reclama hacerse presente, una y otra vez. Si no es perpetrando una reseña, escribiendo una tesis de grado o redactando un tuit de perspicacia, enojo o repulsión, se verá al momento de preparar el temario de una clase de literatura, al dictaminar manuscritos para una editorial o un premio, al organizar una actividad de promoción literaria. Pero estará siempre.
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Se manifieste de la forma que sea, este impulso no acepta quedarse estéril. A través de la palabra, queremos que este cuestionamiento mueva algo. Altere las cosas. Son unas ganas feroces, impostergables, de no dejar el mundo igual que como estaba antes. “¿Cómo?”, se dirá. “¿Qué tiene que ver el mundo en esto?” Lo que a veces no se entiende es que toda persona que escribe crítica no sólo está en una batalla al interior de la esfera literaria, buscando hacer espacio a propuestas que consideramos más valiosas, o retadoras, o exigentes, o cuestionando conceptos, prejuicios, famas. También las intenciones de quien hace crítica aspiran a desbordar las orillas del orbe literario y descomponer el orden ya fijado de lo real. Si leer un libro nos ha cambiado la percepción del mundo y ha transformado así nuestras ideas y nuestro actuar, ambicionamos conseguir que más y más personas lean esas páginas tan poderosas para acrecentar efectos tan necesarios.
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Por eso, cuando se descalifica un texto crítico arguyendo que quien lo escribió es alguien que se ha dejado llevar por la envidia, el despecho, el rencor, la cobardía o el arribismo, los y las oficiantes de la crítica sólo levantamos los hombros. Esa incomprensión es frustrante, sí, pero viene con el oficio; es algo que ya ni ha de preocuparnos. Sabemos que toda persona, sea novelista o poeta o crítico, puede tener inercias desviadas de la ética. Pero los alcances de la crítica —como los alcances de cualquier manifestación artística auténticamente vital— van más allá de nuestras limitadas condiciones personales, y de las supuestamente espurias intenciones de quienes la practican.

sábado, 20 de mayo de 2017

La guerra del padre y el hijo

20/Mayo/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Un arriero cuenta la historia. Tranquilino Herrera se presenta como un testigo de los hechos. Conoció a los protagonistas, un padre y su hijo, ambos de nombre Euremio Cedillo, pues fue compadre de uno y padrino del otro.
Tranquilino narra cómo Matilde Arcángel, la madre, murió en un accidente del cual quiso proteger a su hijo. Esto fue tomado por el esposo —ahora viudo— como una razón para detestar al recién nacido ya de por vida: “Se hizo arco [ella], dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo”, alega Euremio.
Así que, contando unas con otras toda la culpa es del muchacho [...] Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera saborearla.
La narración que hace el arriero en “La herencia de Matilde Arcángel”, el penúltimo cuento de El Llano en llamas, no deja sitio al matiz: Euremio Cedillo es un padre que busca la destrucción de su hijo. Se dedicó a la bebida y a dilapidar sus bienes para no heredarlo; lo golpeaba con frecuencia. La existencia del muchacho fue miserable. “Todos los días amanecía aplastado por el padre que lo consideraba un cobarde y un asesino y si no quiso matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia”. La historia sólo termina con la muerte de uno a manos del otro.
El viejo Euremio Cedillo sólo puede querer junto a sí a alguien que le avale un beneficio. No es que amara a su mujer, sino que, por tratarse de una mujer hermosa, él habría deseado tenerla más tiempo para “saborearla”; por añadidura, ella le traería muchos hijos, los que él quisiera. Y los hijos serían, claro, una afirmación de su hombría y una prolongación de su propia persona.
He aquí, pues, la representación de una paternidad de rasgos sociopáticos, que sólo se define por el lazo biológico. Es este el perfil de un Saturno que devora a sus hijos. Hay, pues, una resonancia muy antigua en el hacer y decir de Euremio Cedillo: el eco de una sociedad de rasgos primitivos, tutelada por un macho alfa cuyo bienestar, placer y dominio son la única ley que sustenta la existencia de la familia.
EL SACRIFICIO INSUFICIENTE
Me interesa detenerme en la representación del ejercicio de la paternidad de El Llano en llamas, una de las obras supremas que conoce la nómina universal de la ficción breve. Querría abundar con ánimo exegético en los comportamientos que harían suponer un oficio, asumido o no, de ser padre. De entrada, ha de aclararse que las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas no son por entero negativas. También incluyen la ternura, el sacrificio y el afán de protección.
El cuento “No oyes ladrar los perros” invierte los términos presentes en “La herencia de Matilde Arcángel”: el hijo es un criminal que ha llenado de deshonra y angustia a sus progenitores. La historia se sostiene en la difícil, cansada travesía que el padre realiza, con su hijo herido en la espalda, en busca de un médico. Su sacrificio parece no ser recompensado, y la nota final es una de vehemente desesperanza.
Otro caso está en “El hombre”. Uno de los personajes es un individuo que persigue al asesino de su pequeño hijo. Él se había comprometido a protegerlo. Siente remordimiento por no haber estado a la altura de su palabra, además de que el chamaco fue ultimado por equivocación, en lugar suyo. “Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado en nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí”.
En estos casos, y en algún otro, como en “Es que somos muy pobres”, tenemos a hombres que no reniegan del compromiso emocional con sus descendientes. Pero fracasan: su actuación no consigue alterar los movimientos de un destino trágico. La suya es una paternidad más valiosa por los propósitos que por los resultados.
LOS PADRES ENEMIGOS
A pesar de estos ejemplos, habría que señalarlo: la mayoría de las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas tienen un cariz adverso.
La narración de “Paso del Norte” consta de tres diálogos; el primero y el tercero son entre un hombre que, llevado por la pobreza, ha decidido irse de mojado a Estados Unidos, y su padre. En la elección de la técnica narrativa, de un absoluto talante escénico, se hace ver un rasgo orgánico: los personajes son dejados a la deriva de su confrontación, sin una voz externa u omnisciente que les desmenuce el escenario o indague en sus motivaciones más allá de las palabras. El diálogo es ríspido, como ríspido ha sido el vínculo entre los dos personajes; no se asoma un árbitro o un testigo que otorgue con su presencia un respiro o una explicación neutra. El hijo recrimina al padre nunca haberlo proveído de armas para valerse por sí: “Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás”.
Juvencio Nava es otra instancia de la paternidad egoísta. “¡Diles que no me maten!”, uno de los cuentos perfectos que ha conocido la humanidad, parte de un momento presente: un anciano ha sido detenido y será fusilado. De ahí, a través de los movimientos de su memoria, se reporta la historia: décadas atrás mató a su compadre, Guadalupe Terreros. Desde entonces —alega—, ha tenido que comprar cara su supervivencia. Ha vivido a salto de mata, temiendo a cada instante ser aprehendido y juzgado. “He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos”. Sin embargo, fiel a los ecos juveniles que involucra su nombre de pila, se apega a la existencia: “Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran”.
Juvencio miente, y de un modo que lo delata. No le han quitado todo; tiene algo más que sólo la vida: una familia. Su hijo Justino, su nuera y sus nietos. Pero, así como tiempo atrás, por un pleito de tierras y aguas, asesinó a su compadre, rompiendo un vínculo sagrado pues involucra dotar de un guardián a la descendencia, ahora no tiene reparo en arriesgar la vida de su hijo y el futuro de su familia con tal de, una vez más, salvarse a sí mismo. Insta a su hijo a pedir clemencia. Éste lo hará no sin temor de revelar su parentesco: —Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Podría, ciertamente, cuestionarse la reluctancia de Justino a buscar el perdón a la vida de su padre. Sin embargo, Justino también es fiel a su nombre, y por eso su elección es la opuesta a la de Juvencio: por una cuestión de intuitiva justicia, su preocupación es la supervivencia de la familia que depende de él.
LA LEY DEL HIJO
En “¡Diles que no me maten!” conocemos también la otra franja de la historia: la de la muerte de Guadalupe Terreros y el devenir de su familia. El hijo huérfano de Terreros abunda:
Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
Guadalupe Terreros no tuvo modo de ejercer la paternidad, pues al momento de ser asesinado sus hijos eran muy pequeños. Uno de ellos es ahora un coronel que no habla otro lenguaje que el de la venganza: ha ordenado la detención y asesinato extrajudicial de Juvencio Nava. Podemos suponer que esta búsqueda suya es un rasgo individual, el de quien ansía valerse de la antigua y despiadada ley del talión llevado por el deseo de infligir un daño letal al asesino de su padre. Pero también podría ser la consecuencia de lo que significa crecer sin el horizonte ético que, de acuerdo con Freud, se derivaría de la figura del padre, figura que se identifica con la ley y que exige su necesario respeto para la convivencia en sociedad.
“¡Diles que no me maten!” enlaza, así, las dos manifestaciones que tomarían los vínculos destructivos entre los padres y los hijos: el ejercicio abusivo y egoísta de los primeros, del cual es emblema Juvencio Nava, y la repercusión adversa en la órbita emocional de los segundos, ejemplificada por los ímpetus de venganza del coronel Terreros.
EL PADRE AGACHA LA CABEZA
No es difícil señalar que el vínculo destructivo entre padres e hijos es mucho más que un asunto recurrente en la obra de Rulfo. Tan sólo el protagonista de su única novela es el arquetipo del padre como un sociópata. La agonizante Dolores Preciado pide a su hijo Juan cobrarle caro a Pedro Páramo el olvido en que los tuvo. Las instancias que he glosado de El Llano en llamas hacen ver, a través de un puñado de seres abusivos, un retrato más amplio: el de una sociedad regida por la precariedad, la lucha por la supervivencia, la agresividad y la venganza como sustituto de la justicia.
Se disciernan o no sus vínculos con la figura paterna, la raíz de los personajes rulfianos está vulnerada. “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó”, confiesa el coronel Terreros. Esta condición sería no sólo la de personajes que, como él, han crecido sin un padre. El resto de las creaciones rulfianas también parecieran moverse en una parcela de orfandad que los hace fáciles víctimas de una realidad política y una naturaleza contrarios.
Es decir, no es sólo la figura del padre la amenazante. Hay en los parajes de El Llano en llamas inundaciones y sequías; hay funcionarios rapaces, corruptos y viles; hay traiciones entre hermanos, padres, hijos, compadres. La familia, la naturaleza y las instituciones del Estado forman una trinidad de poderes aciagos para los personajes. Parecería haber un escaso sitio para la solidaridad, el consuelo y el auxilio que viene de confianza en la otredad.
Los campesinos que avanzan por una tierra seca en “Nos han dado la tierra” no hablan de sus padres, pero el representante del Estado, un funcionario a cargo de labores de reparto agrario, es una figura de autoridad que, con la displicencia de un padre insensible, entrega una dádiva inútil, una tierra “deslavada, dura” en que no “es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá”.
Aunque, ¿no se está yendo demasiado lejos al llevar a la esfera social lo que sería una deriva más que nada discernible en el interior de la familia? Esto ocurriría si la familia y la sociedad fueran entidades separadas, sin el menor enlace entre sí. Y no es de este modo. Antes bien, las historias de El Llano en llamas pueden ser leídas como un conjunto de representaciones en torno a los efectos sociales de paternidades abusivas, lo que hace discernir los lazos que llevan y traen la violencia de la infancia y la familia a los espacios abiertos en que se despliegan los vínculos con la otredad.
Todo tiene un eco. Los personajes traen una herida fundacional: son huérfanos, real o simbólicamente. Crecen carentes del cuidado necesario para sobrevivir, y por esto van desprovistos de las armas emocionales de la seguridad y el equilibrio con las que salir al paso de las adversidades. Además, no traen consigo una educación ética que les permita otra respuesta ante la otredad que no sea la de recurrir a la violencia o dejarse vencer por el fatalismo. La supervivencia ante un estado de cosas injusto y una naturaleza agreste va, de antemano, amenazada.
Por esto, se notan entrañables las instancias, así sean fugaces, en que surge la esperanza de una mutación. “El Llano en llamas” es el recuento de las atrocidades cometidas por un grupo de revolucionarios. El narrador es un hombre conocido como El Pichón. Él dedica la casi totalidad de sus palabras para hacer constar, sin la menor nota de compunción, episodios de pillaje, barbarie, estupro y cobardía. En las dos últimas páginas pasa con velocidad por un hecho: fue encarcelado. Al terminar su condena, lo espera una mujer a quien él raptó y violó años atrás. Ella le anuncia: ha traído consigo al hijo de ambos.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena.
El relato termina con un lacónico apunte del narrador: “Yo agaché la cabeza”, en que habría de quedar condensada la vergüenza y acaso también el arrepentimiento por una conducta que El Pichón no quisiera ver repetida en su hijo. Quizá no sea tan inocente la elección del título del libro: no sólo “El Llano en llamas” da nombre a la recopilación de los cuentos de Rulfo por la sonora hermosura de la aliteración. También podría esconder la insinuación de una esperanza: la educación ética, contraria a la deriva natural de las generaciones, no se dio del padre al hijo pero podría darse en sentido contrario. Como Justino Nava, el hijo de El Pichón se negaría la reiteración de una conducta violenta. Tal vez no sea total el pesimismo de la obra rulfiana: el hijo puede convertirse en el maestro de su padre a la hora de firmar la renuncia a un pasado de brutalidades.

sábado, 15 de abril de 2017

Aquí en la vida todo es diferente

15/Abril/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Elogiado por su prosa de orfebre y su prodigiosa imaginación, Juan José Arreola (1918-2001) ocupa ya un alto sitio en el ramo de los autores irrebatiblemente clásicos del siglo XX literario de México, gracias a títulos como Confabulario (1952), La feria (1963) y Bestiario (1972). Creador de una obra breve y compacta que no por ello se negó a ser plural en sus intereses temáticos y registros de estilo, Arreola ha alcanzado la austera posteridad de un referente más citado y leído que estudiado. Su nombradía se ha sostenido en el plano de las reediciones y la fidelidad de los lectores de a pie antes que en el aún insuficiente interés de los críticos y estudiosos, debido quizás a la forja de una visión que lo delimita y congela: el prosista sublime que es también, y casi nada más, el fantasioso ocurrente.

“TODA BELLEZA  ES FORMAL”

Es Arreola, cómo negarlo, un maestro de la palabra. “Obra de artífice, la prosa breve de Arreola está troquelada hasta resultar definitiva. Arreola estiliza como un clásico, con sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria”, escribió el poeta y crítico argentino Saúl Yurkievich. Una de las “cláusulas” en Bestiario se destila en cuatro palabras: “Toda belleza es formal”. Ciertamente, las prosas de la primera sección del mismo Bestiario —por elegir una instancia a la mano— son un deslumbrante ejercicio de elevada dicción poética; pero no sólo eso. Acudiendo a la tradición de los bestiarios medievales, Arreola entrega descripciones del reino animal con las que se figura un surtidero de inclinaciones y ansias humanas. “Insectiada”, por ejemplo, encubre el aterrado vislumbre del varón ante la bullente sexualidad femenina:
Pertenecemos a una triste especie de insectos, dominada por el apogeo de hembras vigorosas, sanguinarias y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay veinte machos débiles y dolientes.
El breve texto hace ver uno de los más furibundos miedos que gravitan en el inconsciente masculino: la posibilidad del coito como una estación peligrosa pero inevitable, pues la compulsión del sexo traería consigo la muerte violenta a manos de la pareja:
El espectáculo se inicia cuando la hembra percibe un número suficiente de candidatos. Uno a uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y despedaza al galán. Cuando está ocupada en devorarlo, se arroja un nuevo aspirante.
La deriva formal de la escritura de Arreola no impide, pues, que el filón de la belleza sea discernido como algo más que un atributo técnico. Arreola no era sólo un poeta de la prosa sino también un histrión, un monstruo de la escena. Y, así como el actor no interpreta un papel sino muchos y a veces contrapuestos a lo largo de su trayectoria, no hay con el Arreola autor una realización única en el terreno del estilo. Su prosa se apega, mediante la ironía y la parodia, al renglón de distintos modelos: la noticia periodística, el anuncio publicitario, la carta, el diario personal, la nota necrológica, la dicción religiosa, el documento científico o histórico... y es Arreola también el dueño de un oído acogedor a la oralidad campesina. El prosista es proteico: escapista, muta de forma y se niega a asentarse en una sola voz que lo perfile. A esa diversidad se refiere Felipe Vázquez en su libro Juan José Arreola. La tragedia de lo imposible cuando llama la atención sobre
... la amplitud de sus registros escriturales, la riqueza de su repertorio formal, su destreza para intertextualizar —para troquelar un texto que amalgama huellas provenientes de diversas literaturas occidentales, de la historia, la religión y la ciencia—, su virtuosismo para hibridar materias y materiales en una forma inédita que incluye una resonancia interior de baja intensidad.

LOS LENGUAJES DE LA NUEVA CIUDAD

En lo que sigue me detendré en una arista de las muchas que se podrían elegir cuando se cruza el territorio literario de Arreola: los vínculos del lenguaje con el poder. El enfoque tiene como propósito leer la operación intertextual de Arreola en tanto un ejercicio de espesor político que no se agota en sus privilegios formales. Esto se debe a que la pluralidad de simulaciones discursivas que hallamos en los escritos de Arreola lo hace un autor dotado de una puntual conciencia lingüística que le habría permitido entrever la imbricación de los usos sociales del lenguaje con el devenir político de las comunidades. En el marco de la historia cultural, Arreola sería, junto con ejemplos tan dispares como Antônio de Alcântara Machado, Oswald de Andrade y Roberto Arlt, uno de los primeros narradores latinoamericanos conscientes de la nueva realidad urbana que define la vida de los seres humanos en la época de la cultura de masas, constricción que se afianza mediante formas rígidas del lenguaje.
De cuna campesina, el temperamento de Arreola se vio favorecido por una formación humanista de sello universal (lo que se traduce a fin de cuentas como “eurocentrista”). Esta educación en las más prestigiadas alturas del espíritu literario de Occidente no le impidió verse poroso a los estímulos de la ciudad industrializada, en la que brotan con estrépito los influjos del cine, la radio y el periodismo escrito. El maestro de la palabra habría sabido identificar la vigorosa naturaleza lingüística de los nuevos escenarios culturales que resultaron del avance tecnológico y la expansión capitalista en el México emergido de la lucha revolucionaria. Esto lo lleva a mimetizar en algunas de sus páginas, por ejemplo, las manifestaciones de la prensa y la publicidad; Arreola subraya así la capacidad que tienen estas dos fuerzas en tanto creadoras de visiones del mundo y de realidades. El anuncio comercial de una compañía, que en su origen se amolda a los prejuicios de la sociedad, también los robustece pues tiene repercusiones en el estrato íntimo de los habitantes.
Un expresivo ejemplo lo hallamos en el famoso “Anuncio”, de Confabulario. Una compañía abunda en las bondades de su marca de muñecas de tamaño humano que cumplen con todas las funciones de la amante y la esposa, sin traer consigo ninguno de sus gastos, desventajas e incomodidades. En este ejemplo, destaca la sátira de la complaciente actitud que asume el capitalismo ante las misóginas expectativas de los varones:
Donde quiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial, ya sea en la alcoba del soltero, ya en el campo de concentración, el empleo de Plastisex© es altamente recomendable.
Al mismo tiempo, el “Anuncio” deja constancia de las consecuencias que los productos ofertados por la publicidad llegan a tener en los consumidores, quienes proyectan en los artefactos sus traumas y necesidades emocionales (“nos acusan de fomentar maniáticos afectados de infantilismo”). Hay en la veta paródica un doble filo: bajo el pretexto de que las muñecas combaten la prostitución y redimen a la mujer de su rebajado estatuto de objeto sexual, el texto exhibe, por un lado, los mecanismos que facultan la eficacia mercantil del capitalismo
Y por lo que toca a la virginidad, cada Plastisex© va provista de un dispositivo que no puede violar más que usted mismo, el himen plástico que es un verdadero sello de garantía.
Por otra parte, la condición paródica no se revela si no se cuenta con un lector suspicaz que lea entre líneas y que detrás de un ejercicio humorístico atine a desarticular un sistema económico puesto al servicio de una masculinidad educada en la cosificación de la mujer. “Anuncio” es un texto, en el mejor de los sentidos, incompleto: sólo existe en su plenitud si del otro lado de la página está la contraparte de su autor.

EL MAESTRO DE LA MALICIA

La ficción de Arreola raramente afirma lo que dice. Sus voces han de ser sopesadas con recelo: a menudo cumplen la función de sugerir más de lo que el narrador en turno sabe o quiere. Arreola es un educador en la malicia: los muchos lenguajes de la modernidad se hallan en la calle o en la radio o en las páginas de un periódico, se manifiestan en el espacio social, compiten por la atención y, en tanto buscan persuadir y engañar, sólo dotado de un espíritu crítico el ciudadano tendrá los elementos para desenmascararlos. Esa lectura desconfiada habrían de instigar los textos proteicos de Arreola en quien se acerque a sus páginas.
Los lenguajes oficiales no sólo viven en la calle. También se incrustan en el orbe privado, uniformando y volviendo esquemática la expresión de la vida interior. El primer texto de Varia invención (1949), “Hizo el bien mientras vivió”, ya desde el título hace evidente la facultad de las frases hechas para etiquetar la existencia humana. Un diario personal dibuja la vida cotidiana de un hombre soltero dueño de una empresa, miembro de la Junta Moral, en vías de casarse con una rica mujer viuda. Él acostumbra guiar sus días y noches por preceptos cristianos que juzga universales... hasta que sus anotaciones van haciendo ver cómo caen las imposturas de quienes lo rodean. No es improbable que el lector advierta, antes que el personaje mismo, las dobleces de su entorno. Previamente, el diarista confiesa que escribe en su cuaderno por consejo de su prometida, Virginia, cuyo ejemplo también lo instruye en algo que él sin embargo no cumple: sólo dejar testimonio de lo positivo. “Ella escribe su diario desde hace muchos años y sabe hacerlo muy bien. Tiene una gracia tan original para narrar los hechos, que los embellece y los vuelve interesantes. Cierto que a veces exagera”. Virginia lleva un diario, sí, para embellecer las “cosas desagradables”, pero esto significa querer fijar —con la permanencia a la que aspira la expresión escrita— una noción de la sociedad dominada por la hipocresía y el atropello clasista. El diario exhibe el proceso, en este caso fallido gracias al proceso de anagnórisis que vive el narrador, de interiorización de una moral del decir sustentada en no cuestionar la corrupción, sino en ocultarla. La escritura defendida por Virginia se vuelve cómplice del estado de cosas que ampara los abusivos privilegios de su clase social. La palabra no es en sí buena ni mala; no es rebelde ni reaccionaria por sí sola; está a la merced del sesgo que cada hablante le otorgue. “Hizo el bien mientras vivió” parte de una dicción traicionada hasta llevar al narrador a la revelación de los entramados convenientes de una sociedad que usa el lenguaje para apuntalar la falta de ética y la injusticia.
La impostación subversiva de códigos lingüísticos reaccionarios parecería ir en dirección contraria a una de las más famosas afirmaciones del autor: “Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka”. La intermediación que hace su prosa entre los lenguajes oficiales y la realidad del individuo oprimido pondría mayor énfasis en el develamiento de ese tejido de intereses políticos y económicos superpuesto al habla y la escritura, antes que en la manifestación del espíritu, cualquier cosa que entendamos por eso. Es decir, la función sería más política que estética. Hay, podemos decirlo, una expresión virada a lo sublime en “De memoria y olvido”, el texto liminar de la edición definitiva de Confabulario, de donde procede esa cita. Pero la contradicción es sólo aparente.

MOVIMIENTOS DE LIBERACIÓN

“Manifestar el espíritu”, suponemos, significaría llegar a la verdad pura y dura mediante la palabra. Sin embargo, para esto se requeriría primero escombrar el muy habitado y sucio jardín de la lengua. Arreola hace un primer movimiento con los textos que mimetizan y desnudan los lenguajes oficiales, como el ya glosado “Anuncio”, o “En verdad os digo” o “El guardagujas” (de Confabulario), en que se satirizan las absurdas búsquedas de un científico y la ineficiencia de una empresa de ferrocarriles, o en varios fragmentos de La feria en que toman la voz los representantes del poder. El siguiente paso implicaría hacer oír la recuperación de la palabra por los hablantes, ya sueltos de los gravámenes que vuelven inmóvil el lenguaje.
“La vida privada”, de Varia invención, tiene como narrador a un hombre que se enfrenta a un conflicto: su mejor amigo y su esposa tienen, según todos los indicios, una relación adúltera. Los dos probables amantes participan como protagónicos en el montaje de una obra, cursi y unidimensional, llamada La vuelta del Cruzado, y en las representaciones el marido cumple el papel de apuntador. Su historia parecería en un primer momento correr en un problemático paralelismo con la de la pieza dramática, pero el final trastoca cualquier similitud:
En el último acto Griselda alcanza una muerte poética, y los dos rivales, fraternizados por el dolor, deponen las violentas espadas y prometen acabar sus vidas en heroicas batallas. Pero aquí en la vida, todo es diferente.
Cuando el narrador llega a este momento, se ha evadido de los prejuicios sociales que le exigen, en tanto marido agraviado, una salida violenta. La oposición entre literatura y vida se desvanece, dentro del texto, claro, con un desafío: se trata de una apuesta por la espontaneidad y la improvisación, con lo que se renuncia a la opresión retórica y tópica de la exitosa, por conservadora, obra teatral. En efecto: en la vida verdadera, sin imposturas ni restricciones, todo es diferente: hay libertad, en primer término, para usar la palabra con el fin de defender el derecho a no acatar lo que las convenciones exhortan.
Este impulso liberador se puede apreciar en dos relatos de Confabulario: “Una mujer amaestrada” y “Parábola del trueque”. Cada uno de los narradores hace uso de la voz para dejar el testimonio de su proceder atípico, por excepcional, en circunstancias en que se manifiestan patrones de dominio viril sobre la mujer. Ambos intervienen; rompen con la pasividad reinante; se distinguen por una conducta anómala. En “Parábola del trueque”, un mercader recorre las calles de un pueblo lanzando el grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!”. El narrador es el único varón del pueblo que, a pesar de verse tentado, no acepta el trueque. Su decisión lo vuelve objeto de mofa entre sus vecinos, y también despierta la suspicacia y el regaño de la esposa, quien se siente culpable, inferior: “¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!”. Al poco tiempo, la estafa se descubre:
Las rubias comenzaron a oxidarse... Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
“Parábola del trueque” es un relato genial por varias razones. Primero, sin rodar hacia el fácil panfleto, hace la punzante sátira de una masculinidad perennemente ávida de juventud y belleza en la mujer. Hay, además, una aprehensión de la confluencia que se da entre misoginia y racismo. Sobre todo, me interesa la dicción vívida y flexible del narrador, que va de la mano de la libertad con que él mismo actúa fuera de los consensos machistas de los demás varones. Su conducta parecería depender menos de la fidelidad a su esposa que de la inmovilidad rebelde ante una transacción sospechosa y, sobre todo, de fondo, inmoral.

LA NOVELA DE TODOS

Ejercicio más elocuente y ambicioso es La feria, novela coral en que la palabra aspira a asumir casi todas las formas. Hay aquí diálogos, cartas y edictos en que las estructuras del poder y el dinero —el Estado, la Iglesia, los terratenientes— hacen una manifestación enfática de sus afanes y aspiraciones de dominio, en relación con la propiedad de la tierra, uno de los temas nucleares de la obra, mientras avanzan los preparativos para la gran fiesta anual, dedicada a San José. La acción ocurre en Zapotlán, pequeño pueblo jalisciense, en la época posrevolucionaria. El problema agrario tiene fuertes raíces en la era colonial; esto —y muchas cosas más— lo sabemos gracias a que en La feria también está la voz de los pobres, los pequeños comerciantes, los indígenas, en suma: las víctimas y los testigos, a través de vivos diálogos y deposiciones que sirven como la contracara de los alegatos que lanzan los agentes del poder.
El caleidoscopio verbal de La feria se logra por la alternancia de una serie de historias que se desarrollan simultáneamente a lo largo de un año, gracias al recurso del fragmentismo. Arreola afirmó en una ocasión: “he tratado de expresar fragmentariamente el drama del ser, la complejidad misteriosa del ser y estar en el mundo”. En su estudio ya canónico sobre Arreola, Un giro en espiral, Sara Poot Herrera ha señalado cómo “el fragmento produce la entrada de la oralidad en el texto”. El autor de La feria habría hecho un trabajo de curaduría teniendo como estrategia el ensamblado de una pedacería de voces. Esta dialéctica entre voces de fuerzas opuestas confiere a La feria una vitalidad dramática que, si bien no deriva en la resolución del conflicto por la tierra, hace ver al lenguaje como la arena en que el poder y sus críticos cimientan el devenir y la interpretación de la Historia con mayúscula. La feria es una novela sobre la lucha social que se da por la tierra y por la fiesta en el terreno de la palabra, en la oralidad no menos que en la escritura.
El efecto es revelador: novela sin centro, La feria democratiza la creación de la diégesis, vuelve horizontal y múltiple el punto de vista. En sus páginas ocurre lo que en las calles de Zapotlán durante los días de feria:
Ahora se ve mucha revoltura y la gente del pueblo ha transgredido la barrera social con evidente insolencia. Como sería penoso y difícil llevar el caso ante las autoridades, y menos en estos días de feria, las personas distinguidas han optado por abandonar el campo en vez de someterse a esta intolerable y mal entendida democracia.
Mediante la diatriba y la aclaración, la queja y la burla, un tropel de voces populares destruyen el monopolio que el poder podría ambicionar sobre la fijación de las versiones en torno del pasado y el presente:
Yo estoy indignado. Esa fiesta tan lujosa es un verdadero insulto a la población. No se hizo más que para los ricos, que a la hora de la hora y como siempre, se colgaron los galones. Iban vestidos como príncipes, de frac y con sombrero montado. Yo los estuve viendo entrar. El más ridículo de todos fue don Abigail, con su traje de Gran Caballero de Colón. Parecía que todo le quedaba apretado. Lástima que no fuera Sábado de Gloria, porque daban ganas de tronarlo así, vestido de mamarracho.
La feria vive en una valoración paradójica, en una suerte de limbo genérico. Es la novela inusual —díscola, rupturista— de un autor de minificciones y cuentos que a menudo rayan en lo perfecto. Artefacto que con énfasis se aparta de lo convencional y reniega de las etiquetas sancionadas por la tradición, La feria buscaría su temple orgánico, su carácter más específico, en la apuesta por una convivencia de voces en que no se borre la naturaleza conflictiva de la convivencia social. No es difícil advertir en sus páginas, pues, un aliento de rebeldía y crítica. La abundancia rijosa y carnavalesca de voces demuestra cómo, ante el hieratismo del poder —ante la frialdad y la mentira del artículo periodístico o el documento legal, dos de sus foros privilegiados— en la vida todo es diferente. La agudeza y espontaneidad de la gente común en su uso del lenguaje ofrece la visión de una realidad más festiva y abierta: la de la vida verdadera, un río suelto de historias, agravios y anhelos, ímpetus y pregones gozosamente liberadores.

sábado, 4 de febrero de 2017

Juan García Ponce / De la Violencia a la Seducción

4/Febrero/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Prolífico, voraz y ambicioso. También: desmedido, irregular, reincidente. Con esos adjetivos y otros afines, el escritor Juan García Ponce, nacido en 1932 en Mérida, Yucatán, se fue de este mundo a la edad de 71, el 27 de diciembre de 2003. El temple creador de García Ponce asumió, gracias a la incesante estela con que entregó media centena de títulos a la imprenta durante poco menos de medio siglo, estaturas continentales: inició en la dramaturgia, se lanzó al cuento, la nouvelle y el ensayo sobre literatura y artes visuales, y se convirtió en uno de los mayores protagonistas de la novela mexicana. Ejemplo de un aliento fecundo —reiterativo, sí, pero raramente desprovisto de intensidad—, Juan García Ponce se volvió la figura mayor de su promoción literaria, conocida como la Generación de la Casa del Lago. Desde los primeros instantes, y a lo largo de casi toda su vida literaria, su escritura fue difundida con hospitalidad por sellos editoriales de relieve y admitió el reconocimiento de las voces predominantes en el concierto de la crítica.
GARCÍA PONCE DENTRO DE LOS LÍMITES
Expansivo y desmesurado como pocos, García Ponce atendió también la forma literaria discernida en la modernidad como el emblema de la contención: el cuento. De hecho, su primer registro en los territorios de la ficción fue en este género, en 1963, con dos libros: La noche e Imagen primera. No deja de ser significativo, sin embargo, que luego de este inicio doble, García Ponce sólo publicó, una por década, tres compilaciones de relatos, un ejemplo de perfección (Encuentros, 1972) y dos de medianía y decadencia (Figuraciones, de 1982, y Cinco mujeres, de 1995), mientras su fertilidad en la nouvelle y la novela, con todo y la enfermedad que lo dominó las últimas décadas de su vida, fue de abundosos resultados. Es el cuento, por eso, un sitio revelador de la escritura de García Ponce: una franja desafiante, quizá incómoda o insuficiente para su feracidad, también un vibrante laboratorio en que se dejan ver sus dotes superiores.
El primer movimiento del García Ponce cuentista trae ya una de las señales fundadoras de su escritura de ficción: el papel central de la mirada. El esquema es sencillo: un varón observa y especula. El objeto de su mirada es, usualmente, el cuerpo, el temperamento, el destino de una mujer. “La noche”, el relato que da título al primer tomo de cuentos, revela un narrador cuyo mayor interés se encuentra en seguir a hurtadillas, espiando detrás de una ventana, los desencuentros de un matrimonio vecino en su camino a la disolución, con especial énfasis en los cambios de conducta de la esposa. En “Tajimara” y “Amelia”, los otros dos textos de La noche, voces masculinas registran la vida ajena, sobre todo la de las mujeres.
El narrador de “Tajimara” desliza una oración elocuentemente contradictoria sobre esta tendencia de mirar, describir y calificar la otredad femenina: “ni he logrado que ella, la Cecilia verdadera, se vea tal cual es: niña frágil, absurda, tímida y descarada, exasperante, imposible, exigente y débil, sorprendente siempre y desesperadamente independiente, inasible, tan difícil de penetrar y tan desequilibrada, y a veces, también, tan tonta, empeñada en vivir en una edad irrecuperable...”. Hay, así, una inquietud del discurso en La noche que va de la observación a la especulación. A través de una prosa minuciosa y elástica, García Ponce pone en el centro de su escritura de una vista despierta y ágil en aprehender la complejidad de los seres y los sucesos, con el difícil propósito de reconocer su catadura moral: “es extraño que jamás descubramos el sentido de nuestros actos y, sin embargo, en una forma u otra, siempre seamos responsables de ellos”, consigna el narrador de “Amelia”.
LAS CEREMONIAS DE LA VISTA
Posterior a su debut en el cuento, y de entre los títulos de su primera década de existencia editorial en la narrativa, conviene destacar en García Ponce una novela publicada en 1969: La cabaña, el moroso arquetipo de una prosa sintácticamente viva y elaborada que se deshilvana en una multitud de pormenores, reflujos, derivas y evocaciones. El corazón de esta densa selva prosística es la mirada y sus imbricaciones con las pautas de la seducción y la posesión sexual. Claudia, la protagonista, es una profesora veinteañera que, luego de mudarse a una pequeña ciudad, conoce a un ingeniero. El deseo que surge requiere ceremonias oficiadas por la espera y el acercamiento merced a un paciente y magnético don: el sentido de la vista. En una escena inolvidable, en la que él le toma, a ella, al borde mismo de la desnudez, una serie de fotografías, la prosa levanta una marea de sensaciones producidas por el asedio del mirar intensa y obsesivamente, potenciada además por la resonancia erótica de la cámara fotográfica.
Hay en estas páginas una condensación del tempo narrativo que, al congelar la acción, lleva el enfoque de la voz narrativa al mundo de la sensorialidad, un lento, emocionante río de imágenes, figuraciones y repliegues de la condición experimental, anímica de la existencia. Más aun: antes y después de esa escena, la odisea interior de Claudia se despliega de forma meticulosa, con una incisiva capacidad de conocimiento psicológico que deja de lado otras premisas, como las de la velocidad y la facticidad. Ciertamente, estamos hablando de una novela. Traigo a colación este ejemplo, diríamos, extremo, del primer García Ponce, porque me interesa enlazarlo con la tendencia de su obra cuentística por comprimir, sin anular, las facultades de la mirada.
Mientras que en La cabaña narra de forma calmosa y a ratos exasperante los movimientos de la mirada, los relatos en cambio parecerían sí respetar una lógica de mayor contención, al mantenerse finalmente en los límites de lo episódico.
MÁS ALLÁ DEL TRABAJO
No olvidemos una cosa: los personajes de García Ponce viven en la esfera del placer. Las referencias al mundo laboral son escasas y, a menudo, intrascendentes para los efectos de la trama, como se puede apreciar en la novela corta El nombre olvidado (1970), sobre el heredero de una empresa maderera cuyo vínculo con el trabajo es muy tenue, al grado de que termina apartándose, o liberándose, de él. En general, los personajes viajan, van a fiestas, departen, buscan una pareja, hacen el amor, se desasosiegan a raíz de sus travesías por el reinado del cuerpo y sus efectos. Como señalara Ángel Rama en un ensayo de 1969, titulado “El arte intimista de Juan García Ponce”, el rol medular que tiene la esfera de lo lúdico convierte al narrador yucateco en “el autor donde más visible es la rebeldía contra el régimen de prestaciones que fatalmente impone la sociedad industrial del siglo XX”. El devenir del goce es una negación del utilitarismo burgués.
Al mismo tiempo, este predominio anecdótico del placer incide en la acusada desdramatización de los textos narrativos de García Ponce. Es decir, en este autor hay un deslinde frente a la noción de conflicto dramático, por lo menos en lo que respecta a los conflictos que el personaje puede tener con su sociedad o su familia. Un ejemplo: el protagonista masculino de La vida perdurable (1970) vive en una familia y un entorno propicios, ante los que no halla oposición a sus inquietudes o búsquedas. Su atracción por la joven Virginia se desliza por los días y las semanas y los meses hacia las formas del amor y el matrimonio sin resistencias de ninguna clase, al grado de que cuando deciden vivir juntos la única contrariedad tiene que ver con el rechazo de ella hacia los perros que él ha tenido como mascotas desde siempre. Es decir, el conflicto no existe, o existe sólo a la manera de una fisura al interior de la pareja o del individuo; los perros significarían la última valla que ella no quiere traspasar en el camino de entrega total al destino de su esposo. Pero hasta ahí: no hay explosión. Ángel Rama apunta “una tenue afectividad que no encuentra sus rumbos, se disuelve y se rehace sin cesar, no alcanza las formas que se dicen adultas, y convive de modo oscilante con una melancolía que tampoco llega a ser tragedia”.
En este sentido, García Ponce sí constituye el ejemplo de una generación de escritores que desatendió la historicidad de los problemas de una sociedad tan desigual y represiva como la de México a mitad del siglo xx, en aras de una visión estetizante de lo literario, exclusivamente virada a los requerimientos de la creación, derivada del influjo de los autores de Contemporáneos y en general del ideal del arte por el arte de tan fuerte resonancia en occidente desde la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, este distanciamiento no impide la posibilidad de que, más allá de las probables intenciones del autor o su actitud ante los apremios políticos del entorno, podamos discernir en sus libros una visión relevante de los conflictos humanos.
LA VIOLENCIA ENMASCARADA
En García Ponce importa la insistencia en retratar la mirada del varón sobre el cuerpo y destino de las mujeres por lo que revela de las relaciones entre aquellos y éstas en una época y bajo unas condiciones determinadas.
Es decir: no es viable considerar la dinámica mujer-hombre de estas obras de ficción en tanto la manifestación de un fenómeno universal, como se desprendería del prólogo de Octavio Paz a Encuentros.
En este laboratorio, lo que tenemos es una pauta: el ansia de posesión sexual no es suficiente para el varón, pues también llega hasta el control de la voluntad y el mundo interno de la mujer, sin que haya una dinámica explícita de violencia. Al contrario: lo que hay es persuasión y tenacidad civilizadas. De manera significativa, la mujer no goza de los mismos recursos económicos y familiaries que el hombre. Puede vivir con libertad y decidir sobre el placer de su cuerpo, pero, aunque no veamos que se llame la atención sobre la dimensión económica, es el varón quien usualmente detenta un mayor dominio sobre los dineros. No sobra añadir que García Ponce se enfoca en personajes adultos, criollos de clase media alta de la capital del país, en el México de la modernidad, a partir de la década de los cincuenta. El hombre pertenece a una familia que le confiere una situación de privilegio. No sería desmesurado ver el ansia de posesión conciencial de los varones sobre las mujeres en García Ponce como un rasgo exacerbado por el color blanco de la piel, la crianza elitista y la sin duda generosa cuenta bancaria.
Encuentros presenta dos distintos ejemplos del temperamento masculino privilegiado. “El gato”, un ejemplo de maestría técnica y prosa exuberante, reduce el enfoque al interior de un departamento: D tiene una amiga con quien lleva una relación libre y placentera. El cuento está narrado en tercera persona, pero es la perspectiva del varón la que se ve focalizada. De ahí se desprende una dinámica en la que el placer físico le es insuficiente, pues también trastoca la consideración concreta de lo femenino, a partir del gusto por la contemplación del cuerpo de ella: “para D el cuerpo tenía casi un carácter de objeto”. Entonces, un tercero entra a escena, llevado por D. Se trata de un gato que, quién sabe cómo, ha tomado los pasillos del edificio como su residencia. En un primer momento, el gato es un sustituto. D lo introduce al departamento una mañana de domingo en que, mientras su amiga dormita, él sale a comprar los periódicos. El gato es una manifestación inconsciente de la necesidad de dominio del varón, más allá de su propio cuerpo, desde la ausencia así sea temporal. El gato se incorpora en el juego sexual de la pareja como el tercero sin el cual el placer parecería limitado, pero que también colabora para cimentar una relación que transita pronto por una época de falta de actividad sexual debido a que él enferma.
El otro ejemplo relevante es “La gaviota”, último texto de Encuentros, un relato largo sobre los días de verano que dos amigos adolescentes, Luis y Katina, pasan con sus familias en la playa. Profuso en diversiones, compañeros, escapadas y aparentes coqueteos, el cuento perfila el vínculo huidizo entre los dos chicos, y la ardua forma en que la atracción física debe pasar por las fronteras de la timidez, el desconocimiento, el orgullo y la incomunicación. Aquí también la voz narrativa se centra sobre todo en la visión del varón. Lo que distingue a este texto es el desenlace. Luego de semanas de flirteo, acercamientos y distancias, él fuerza el acto sexual. El episodio viene antecedido por un hecho: Luis dispara y mata a una g aviota. No está de más hacer ver cómo en este texto la dinámica se resuelve en violencia, aunque ella también parezca experimentar el deseo y el placer: “y de pronto él estaba ya en Katina sin que ella se quejara a pesar de que Luis podía sentir la resistencia del cuerpo de ella mientras entraba”. A diferencia de la historia de “El gato”, el conflicto aquí sí deriva en algo excesivamente parecido a la agresión. ¿Podríamos quizá sospechar que esto se debe a la edad, aún adolescente, de Luis? ¿Son los varones adultos más sofisticados porque han aprendido a canalizar su violencia hacia las formas de la persuasión y la seducción?
LAS SUPREMACÍAS
No sería correcto simplificar los asedios de García Ponce en torno de los temas del deseo. Me he detenido sólo en algunas páginas de su primera década, la más reveladora, según pienso, por plural, pues una obra literaria interesa por lo que tiene pero llama la atención muchas veces por lo que omite. García Ponce omite a grandes franjas de la población varonil de la sociedad y se enfoca en un tipo reiterado, el de la clase media alta domada por la cultura pero obediente a los impulsos de un deseo que pretende el dominio absoluto de la otredad. La seducción es una pátina exigua, pero una pátina al fin; debajo está todo un conglomerado de privilegios que sólo parcialmente esconde, pero no anula, una deriva violenta. Entre Luis y D hay una distancia, la del camino que se vive con los años, los cuerpos y el goce, pero algo pervive entre el adolescente de la playa y el adulto de un departamento citadino: el placer no como gozosa disolución de dos cuerpos en una sola identidad, sino como la última frontera de la supremacía de un sexo sobre el otro.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Ningún favor a Elena Garro

11/Diciembre/2016
Confabulario
Geney Beltrán Félix

En 1981, luego de casi dos décadas de haber debutado en el género novelístico con Los recuerdos del porvenir (1963), Elena Garro da a conocer su segunda incursión en el territorio más emblemático de la literatura moderna con Testimonios sobre Mariana. A esta obra siguieron, durante esa década y los años noventa, varios otros títulos, entre novelas y nouvelles, que la autora habría empezado a escribir desde tiempo atrás: Reencuentro de personajes, La casa junto al río (1982), Y Matarazo no llamó… (1991), Inés (1995), Busca mi esquela, Primer amor (1995), Un corazón en un bote de basura, Un traje rojo para un duelo (1996) y Mi hermanita Magdalena (1998). A este listado hay que añadir, por supuesto, libros de cuentos, memorias y ensayos históricos, además de piezas teatrales.
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Garro publicó, en suma, y restringiéndome sólo a la ficción, cinco novelas, cuatro libros de cuentos y seis novelas cortas. Con todo, no es una exageración afirmar que en esta esfera sigue siendo valorada casi en exclusiva por Los recuerdos del porvenir y, en menor grado, La semana de colores (1964): son esas las únicas obras que se han mantenido sin falta, año tras año, en los estantes de las librerías y son citadas por escritores y especialistas como las piezas narrativas valiosas de Garro. Esta apreciación viene, por supuesto, de los altos valores de los dos títulos, pero también de un desconocimiento o una descalificación apresurada de muchas de las ficciones publicadas por Garro en los años ochenta y noventa.
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Así, se ha afincado la noción de que las obras supremas de la autora se hallan en su primera década de existencia editorial (1958-1964), y que lo salido de las prensas después de su exilio en 1972 ya no se halla a la altura de los antiguos logros. Tan sólo hace pocos días, en una actividad de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la escritora Beatriz Espejo habría afirmado (según reportó la prensa) que la segunda parte de la trayectoria literaria de Garro disminuyó de forma notoria en calidad. A la manera de un círculo vicioso, esta valoración negativa propició que casi ningún esfuerzo se hiciera por revisitar esa franja creativa de Garro para poner a prueba el decir común.
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Si algo ha dejado ver el caudal de actividades con que se ha celebrado el centenario del nacimiento de Garro, es que los hechos de su vida (su esposo, su activismo político, el año 1968, sus pasiones y rencores) hacen surgir el mayor interés en lectores, funcionarios, reporteros, mismos críticos. Es necesario, sin duda, hacer las puntualizaciones del caso en lo que concierne a su biografía; pero tanta compulsión por imbricarle vida y obra hace pensar que, a un siglo de su nacimiento, Elena Garro aún no es asumida como una autora irrefutablemente clásica de la ficción narrativa de México. Sigue siendo un elemento incómodo en el paradigma de lo que se considera aceptable en el escritor mexicano: a ratos parecería como si le estuviéramos haciendo un favor queriendo salvarla de sí misma, al decir que, aunque de conducta errática, falible o contradictoria, era una notable escritora.
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En esta situación aún tienen eco las beligerantes relaciones que tuvo Garro con el medio intelectual, en el cual habría figuras que aún hoy se sentirían acaso agraviadas por sus desencuentros. También deberá mencionarse el distinto rasero con que se estima la escritura y la actuación política de una mujer en un mundo regido, ayer y aún hoy, por los varones. Pero no estaría de más detenernos un poco e interrogar la última franja de su obra: ¿hay algo en esta ficción que la ha hecho casi invisible?
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En primer término, la prosa ha mutado. Gana en velocidad, transparencia y efectividad dramática, al tiempo que deja de lado el espesor y lucimiento lírico de los primeros textos. Esta evolución se observa con mayor énfasis en las ficciones que exploran el terror psicológico, como Reencuentro de personajes, La casa junto al río e Y Matarazo no llamó… Una dicción así se muestra orgánica, a ratos seca y ríspida, con descuidos y prisas, es cierto, pero potente y expresiva en su exploración de la tensa vulnerabilidad que conocen los personajes.
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Por otro lado, está el tema fundamental de la persecución y la huida. Sus protagonistas experimentan la paranoia, la ansiedad y el desasosiego al querer escapar de duros poderes; sin embargo, no es justo omitir la variedad de enfoques y soluciones técnicas con las que Garro delinea el destino de sus creaciones. Nada más distante, en términos de estructura, que Testimonios sobre Mariana Reencuentro de personajes; se trata de dos propuestas muy dispares de construcción narrativa. Más todavía, conviene recordar cómo el ciclo de persecución y huida se manifiesta en tanto una visión crítica de los nexos que tienen las derivas de corrupción y represión de la sociedad con las experiencias del machismo y la misoginia en la vida familiar y de pareja. Hay en esta Garro un registro ficcional de lacerantes realidades que siguen siendo vigentes: la violencia contra las mujeres, la pobreza, la migración forzada. Insisto: contrario a lo que a menudo se dice, Garro no se estanca en un solo tema ni toca una sola cuerda. En este amplio panorama se hallan ficciones de tonos muy encontrados; esto quedaría claro tan sólo con el contraste entre Un traje rojo para un duelo, una pesadillesca fábula sobre el mal desde la mirada de una adolescente, y Mi hermanita Magdalena, un veloz y gozoso recuento sobre la juventud, el juego y la luz que presenta a una protagonista audaz y descarada.
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Por último, y esto es quizá lo más notorio, la última Garro gana en visceralidad, la manifestación de un vehemente tenor dialógico con las pasiones humanas. Sus ficciones son opresivas, fuertes, perturbadoras; desafían las certidumbres y comodidades de quien la lee al exponer los dilemas de personajes vulnerados por fuerzas superiores, como el Eugenio Yáñez de Y Matarazo no llamó..., un burócrata hostigado por la policía secreta a partir de que se muestra solidario con varios obreros en huelga. Una novela como Reencuentro de personajes es el más incisivo y descarnado retrato que ha dado la literatura mexicana de la degradación del amor a través de la historia de una pareja de amantes en su descenso a los infiernos de la violencia verbal y física. Testimonios sobre Mariana entrega una revisión obsesivamente crítica de los modos y reinos de la misoginia, mediante una estructura caleidoscópica que cuestiona las mismas formas de construcción de conocimiento sobre la otredad.
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Este grueso talante de visceralidad, esta condición propia de quien busca llegar a lo profundo y escarbar sin piedad en las derivas humanas del odio, el miedo, la crueldad y el despecho, podría también haber provocado, desde los años ochenta, el rechazo en sus primeros lectores: hay obras amargas y extremas que no tienen lugar en su presente. Y estas de Garro en concreto, por hacer una crítica sin el menor edulcoramiento de las estructuras del poder masculino, difícilmente habrían de ser toleradas, ya no digamos bien vistas, por un sistema falócrata de elogios y prestigios fundado en la cortesanía y la corrección.
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Voy más lejos: Garro se apropia en su última ficción de un paradigma estético que choca directamente con el patrón de narrativa estilizada, apolítica y elitista ―propia de las grandes figuras de la Generación de la Casa del Lago (Arredondo, García Ponce, Elizondo) y de otros nombres (Hiriart, Rossi)― que para los setenta y ochenta se convirtió en central por el influjo crítico de la revista Vuelta, frente a búsquedas señaladas por una mayor “condición de mundo” (uso el término de Edward Said), es decir, con un mayor apego al realismo crítico-social, la oralidad, el periodismo (José Agustín, Garibay, Poniatowska, Bernal). La última Garro fue vista como “menos literaria” no porque en efecto lo fuera sino porque en México imperaba un discurso crítico que así lo venía dictaminando.
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Las décadas de 1980 y 1990 dejan ver cómo Elena Garro fue de hecho una autora multifacética, congruente en sus intereses temáticos y consciente de la poderosa naturaleza técnica de la escritura, una maestra de la palabra y la fabulación que no se negaba a la evolución estilística y la pluralidad creativa. Confío en que no pase mucho tiempo antes de que las nuevas generaciones de lectores descubran Testimonios sobre Mariana,Reencuentro de personajes, Y Matarazo no llamó…, Un traje rojo para un duelo no como títulos subsidiarios o rebabas, sino como las piezas mayores que son, obras palpitantes y cuestionadoras en el continente literario de una autora que no necesita que la salvemos de nada ni le hagamos condescendientemente ningún favor para leerla, estudiarla, disfrutarla como la más grande artista literaria del siglo XX en Hispanoamérica.

sábado, 16 de julio de 2016

José de la Colina Contra sí mismo

16/Julio/2016
El Cultural
Geney Beltrán Félix

En 1998 aparece el libro Tren de historias. Su autor, José de la Colina, nacido en Santander en 1934 y llegado a México en su niñez, luce ya la estatura de un animador de la cultura nacional. Sus aportaciones cubren los territorios de la edición y el periodismo cultural, la reflexión sobre las artes visuales y el cine, la escritura ensayística y la ficción breve. Cuando ha ya dejado atrás la sexta década de vida, el escritor recopila en Tren de historias una generosa muestra de textos narrativos muy breves, algunos de un solo párrafo o una sola frase; es una propuesta, así, en los dominios de la minificción.
Tren de historias hace honor a su nombre: los relatos señalan un itinerario velocísimo. En este caso, por la historia universal a través de reescrituras paródicas de emblemas y estancias del mito y la realidad, desde el origen del mundo según el Génesis hasta un episodio cómico del escritor y su esposa con un gato en el camellón de una avenida en el sur de la Ciudad de México a finales del siglo XX, en un amplio compás que integra gozosas visitas a Lilith, Ulises, Orfeo, Diógenes, Atila, Don Quijote, Poe, Greta Garbo...
En la vena de las apropiaciones librescas instituidas por Borges, Tren de historias es un ejercicio de consistente expresión posmoderna: lo suyo es aportar relampagueantes incursiones en las esquinas de la cultura universal y trasmutar la erudición, el tópico y la referencia en una forma iconoclasta del gracejo (“Era un genuino cristiano: si le pisaban el pie derecho, ofrecía al pisotón el pie izquierdo”), a través de una exploración fresca, a ratos protoaforística, del absurdo, lo impensado y lo fársico incluso, siempre con una dicción lúcida, una mezcla de sutileza y concreción estilísticas.

EN EL REINO DE ESCHNAPUR

Una de las narraciones de Tren de historias es un relato de dos párrafos que lleva el título de “La tumba india”. Fiel a la inclinación del cuento popular, “La tumba india” es facticidad pura: una secuencia de hechos ávidamente enlazados merced al polisíndeton.
La premisa viene dibujada con la soltura de una voz que no se exige la más mínima procura de particularización, pues ya el cargo y la función definen la personalidad de cada integrante del drama: “Había en Eschnapur un maharajá que amaba con locura a una bailarina del templo...” El conflicto no tarda en asomar: se debe a la traición de los afectos: “... y tenía un amigo llegado de lejanas tierras pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron...” Las motivaciones y el paisaje no requieren verse enunciados, sino que se desprenden del fraseo natural de las acciones, prerrogativa lograda por la exacta presencia de los adjetivos: “... y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos y los acosó de sed y los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas y de los tigres sanguinarios y de las mortíferas arañas...” Con el predominio de las acciones queda claro por qué hasta aquí no hemos tenido ningún signo de puntuación: “... y en el fondo de su herido corazón el maharajá juró matarlos porque ellos lo habían traicionado dos veces: en su amor y en su amistad...”, y a partir de que surge la primera recapitulación, la espiral de hechos se desencadena dando paso al hecho fundamental del relato, que conduce al único punto y aparte: “... por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado”. El segundo párrafo arranca con el indetenible flujo de la breve trama, como lo marca el uso de la conjunción: “Y entonces el conductor dijo: Señor siento que la mujer que amáis haya muerto”, aunque ahora lo que predominan son las palabras de un diálogo en que reposa el sentido todo del relato:
... pero el maharajá preguntó: Quién dice que ha muerto y quién dice que la amo, y el constructor se turbó y dijo: Señor creí que la tumba sería un monumento a un gran amor, y entonces le contestó el maharajá: No te equivocas, porque la construye ahora mi odio pero cuando pasen tantos años que esta historia habrá sido olvidada y nada se sabrá de mí, de esa mujer y de ese hombre, la tumba quedará sólo como un monumento de que tal vez alguien recordará que fue erigido en memoria de un gran amor.
Un brevísimo apólogo, redondo en su estatura clásica, con un aire de perfección y esencialidad narrativa. Y, para el lector contumaz de José de la Colina: un regreso. El depurado regreso a la juventud creativa del amor.

FÁBULA DEL DESPECHADO

“La tumba india” es también el título de un cuento incluido en La lucha con la pantera (1962), el tercer libro de ficción breve de De la Colina. Los dos párrafos que acabo de glosar se encuentran ahí enmarcados en una línea ficcional más amplia: en una cafetería se escucha jazz y ahí un joven se reúne con su ex amante, quien ha decidido cortar su relación para casarse con otro hombre. Así, “La tumba india” original desarrolla dos hilos narrativos: uno real y otro mítico, donde el primero es una actualización, pródiga en detalles, de la sucinta fábula de la antigüedad que tiene Eschnapur como escenario.
Pero ahí no termina la cosa. La historia moderna ocurre a su vez en dos niveles: uno en los hechos y otro en el pensamiento del protagonista, a través de la herramienta del monólogo, con que se da rienda suelta al silencioso despecho, rayano en la misoginia, del abandonado. La destinataria de sus ultrajes está frente a él; sin embargo, el hilo de su interlocución, revelado por las cursivas, se mantiene mudo. Así, “La tumba india” revela el entramado de tres niveles: el mítico, signado por la concisa relación del maharajá; el diálogo entre el hombre y su amada; el pensamiento furibundo del muchacho. La escala va subiendo de intensidad en la expresión de la furia, y esto se debe a la abundancia y extensión del discurso, generoso en pormenores e imprecaciones. Mientras más actual el escenario, más prolijo el conocimiento de la historia, más minucioso el desarrollo de la ruptura. He aquí dos formas de la ficción: la fábula antigua, con la facticidad que exige darle sitio sólo al hilo básico del conflicto; el cuento moderno regido por la percepción y la psicología del personaje.
Entre ambas versiones, entre 1962 y 1998, está el año 1976, en que —según informa De la Colina— Edmundo Valadés extrajo de La lucha con la pantera los dos párrafos sobre el maharajá de Eschnapur y los publicó, ya como un texto autónomo, en El libro de la imaginación. Valadés vio la esencia del cuento original y le confirió, en un ejemplo de curaduría creativa, un estatuto propio en su antología hoy clásica de minificción.
Hay algo más: la transición del cuento moderno a la fábula esencial no es un accidente. Señala de forma exacta la evolución de José de la Colina, de esa deslumbrante juventud en que dio a la imprenta dos piezas dotadas de un aire ineludiblemente moderno, ejemplares en la ficción breve mexicana (Ven, caballo gris, de 1959, y La lucha con la pantera tres años más tarde), a la madurez tan díscola cuanto sobria del posmoderno autor de minificciones en Tren de historias.

UN STEVENSON DE SAN ÁNGEL

En Zigzag (2005), De la Colina incluye un texto, nutrido del ensayo, la autobiografía y la ficción, titulado “Tusitala”. A partir del ejemplo de Robert Louis Stevenson, el contador de historias en Samoa, recuerda el autor la figura de Don Primitivo, velador de una fábrica de cerámica en San Ángel, a quien de niño le escuchó incontables historias protagonizadas por el mismo narrador que, sumadas, habrían dado una contradictoria e imposible biografía: Don Primo habría sido “peón de hacienda, oficial del ejército porfiriano, guerrillero de Zapata, dorado de Villa, fraile de regla de silencio, pizcador de algodón en los Yunaites...”. El propósito de “Tusitala” no es tanto hacer el retrato de ese “continuo susurro de historias” que fue Don Primitivo, sino recuperar la que sería la “obra maestra de la narración”, “un episodio de sus andanzas por la revolución que trataré de reconstruir ahora tal como lo emitió el chisguete de voz y no como lo conté en un cuento en que cometí la tontería de meter aportaciones propias”.
Así, con el coscorrón al joven que en 1959 publicó el cuento “Ven, caballo gris” en el libro homónimo, el narrador veterano da paso a la voz recuperada de Don Primo. Es un discurso en que el velador, dadivoso en giros populares, se narra como un soldado que una misma noche habría robado varios caballos, tenido relaciones con una joven Adelita y dado consejos al general sobre cómo atacar la población cercana. El relato es ágil, tiene una innegable llaneza lúdica, y dibuja al narrador como un personaje de la picaresca, aunque no podemos negar que este texto, en su segunda, más verista, versión, se ha visto reducido a una linealidad, a una pobreza unívoca. Es la misma anécdota que en “Ven, caballo gris”, pero “Tusitala”, aunque interesante, carece de la fugaz elusividad de un cuento. Ahora De la Colina parecería impelido por una búsqueda de autenticidad, por un prurito casi puritano de verismo, que rechaza las dotes estilísticas e imaginativas que le confieren a “Ven, caballo gris”, su cuento de joven, una potente belleza. Son dos paradigmas enfrentados, por supuesto, y resulta imposible olvidar que “Tusitala” requiere de la existencia previa del cuento juvenil que el autor rechaza para reafirmar su carácter fidedigno, franco, lo menos artificial posible.
Si hablamos del joven José de la Colina, aparece, en primer término, su cualidad de extremo prosista, es decir, una voz literaria que, por encima de las distinciones genéricas o temáticas, despliega un flujo verbal en que se distingue una notable calidad sinestésica, una voluntad de apropiación de la riqueza perceptiva, memoriosa y emocional de la sensibilidad humana. La escritura se expande, incorporando adjetivos y frases subordinadas, recurriendo con gran musicalidad al polisíndeton y los juegos verbales, señalando las numerosas y distintas categorías con las que podrían exprimirse las aristas esquivas de lo que entra en los sentidos y se ve sugerido fértilmente en la razón y la imaginación. Podríamos soltar la hipótesis que dotes tan extraordinarias de aprehensión sensorial derivan de un temperamento particular, casi de condiciones genéticas, pero en el inventario de las causas no estaría de más mencionar la omnímoda curiosidad artística de quien ha sido un amante del cine y las artes visuales y que ha tenido una inclinación venturosa por las amplias parcelas de la cultura humanística universal.
Sin el referente explícito de Stevenson, “Ven, caballo gris”, el texto original, presenta por su parte la figura de Benjamín, un viejo velador pensionado de la Revolución, que al anochecer acostumbra contar historias a los chamacos de la vecindad. El cuento desarrolla dos líneas temporales: la primera es la actual, en un año que podría ser 1942, y cuando entre el frío y la bebida el anciano, según dice la voz omnisciente, espera volver a ver la imagen de un caballo gris casi legendario que deslumbra sus recuerdos y sus sueños, mientras a lo largo del día pesa la amenaza de ser desahuciado de un edificio ya en ruinas y de pronta demolición. La segunda línea nace de la propia voz de Benjamín, delatada en cursivas tipográficas, y es su versión del antiguo episodio revolucionario, con el robo de la caballada y el nocturno encuentro sexual con una jovencita. La construcción paralelística, un sello de la casa en esta fase juvenil de José de la Colina, afirma un vínculo entre el pasado y el presente bajo el que surge la tensión dramática. No es una cosa explícita, pero por eso mismo el cuento se nos presenta como una pieza rotunda en su construcción y al mismo tiempo huidiza en su posible significado: hay un resquicio de la juventud de Benjamín en su derrotada vejez, una franja esperanzada de la que el caballo gris es símbolo obsesivo.
Tanto en la segunda versión de “La tumba india” como en “Tusitala” el autor ha buscado ir hacia lo esencial, lo auténtico y lo directo. Pero en ese trayecto ha renunciado a la imaginación de lo sensible, es decir, a la particularización de las emociones presentes en la experiencia concreta, en beneficio de la limpia materialidad de los hechos más elementales y antiguos: han quedado fuera el estudiante despechado en una cafetería con jazz en el cuento de 1962 y el viejo velador que en 1942 ansía volver a ver en su alto insomnio la figura emblemática de un caballo gris. Ha quedado fuera el individuo que no sabe vivir el presente porque se dedica con pertinacia a roer los obsesivos huesos del pasado: el autor ha negado sitio a la contemplación del despecho, el desánimo y la derrota.