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sábado, 5 de agosto de 2017

Periodismo y suplementos culturales

5/Agosto/2017
El Cultural
Roberto Diego Ortega

UNA GENEALOGÍA ELEMENTAL

Aunque sus orígenes se remontan hasta la llegada misma de la imprenta en 1539, el antecedente directo de lo que hoy llamamos periodismo cultural en México tuvo lugar en las revistas que surgieron hacia el final del siglo xix, espacios fundadores de esta vertiente donde confluyen —sin jerarquías— los recursos del periodismo con la exigencia intelectual y literaria.
Como coinciden varios comentaristas, la revista iniciada en 1869 por Ignacio Manuel Altamirano, El Renacimiento, plantea por primera vez una literatura nacional que se despoja de sus lastres coloniales, enfrenta sus traumas ancestrales —muerte, devastación, saqueo, desigualdad, miseria— y se propone tareas muy precisas que responden a las urgencias de la hora: la conformación del discurso, la identidad singular del país desde el espacio de las ideas, las letras y las artes. Sus colaboradores son personajes históricos y fundan además la matriz de la literatura mexicana moderna: es, en efecto, el inicio que a partir del modernismo avanza hacia las rutas y los rasgos que con el tiempo definen su singularidad. Sólo a manera de ejemplo, Altamirano reúne en las páginas de El Renacimiento a figuras como Guillermo Prieto, Manuel Payno y Vicente Riva Palacio: sin su contribución, nuestra historia y literatura no existirían como las conocemos.
Aunque efímera —inició y terminó su existencia en aquel año de 1869—, El Renacimiento perfiló en poco más de cincuenta números una idea que continuaron otras revistas por venir. Hay recuentos detallados que registran decenas de publicaciones literarias surgidas durante el siglo xix —por no hablar del xx. Entre las más notables —aunque no las únicas— debe incluirse la Revista Azul (1894-1896), animada en su origen por Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo, y que de acuerdo con su nombre difundió a gran parte, si no a la totalidad de autores en activo del modernismo hispanoamericano. Es la primera que aparece en la forma actual de los suplementos, es decir, como un espacio habitual, asignado en un periódico o una revista (en su caso El Partido Liberal), con dirección, editores, colaboradores y en ocasiones consejo editorial propio, bajo un principio de independencia para ejercer sus decisiones y criterios. Mencionar a la Revista Moderna suma tres títulos que compartieron el propósito original de cuestionar desde las letras los desafíos históricos y culturales del país, con el decadentismo del fin del siglo xix y la inspiración francesa como ideal o modelo recurrente.
Con la ventaja de la retrospectiva, entre las contribuciones y herencias fundamentales de estos espacios destaca el interés por incorporar los nuevos tonos y sensibilidades, a la par de la voluntad crítica, de experimentación y riesgo, el aprecio y la convergencia de los diversos géneros, la decisión de mirar al mundo más allá de nuestras fronteras, en una fórmula virtuosa que pudo compensar el aislamiento y la inercia parroquial.
Tuvieron muchos sucesores que emprendieron nuevos proyectos durante el siglo xx, no sólo en la Ciudad de México —un recuento exhaustivo se antoja interminable. Me detengo sólo en dos estaciones emblemáticas: Contemporáneos (1928-1931), donde Novo, Villaurrutia, Cuesta, Pellicer, Gorostiza, Ortiz de Montellano —y no sólo ellos—, compartieron su novedoso mapa de preferencias literarias. En Taller (1938-1941), Octavio Paz reúne a los jóvenes Efraín Huerta y José Revueltas, a Efrén Hernández, Juan Ramón Jiménez o León Felipe, entre muchos otros. Nuevos vientos llegan a las letras mexicanas con estas y otras revistas que además traducen y en algunos casos descubren para nuestro medio las obras en marcha de autores que pronto culminaron piezas definitivas del siglo xx, como St. John-Perse, Paul Valéry, T. S. Eliot o James Joyce.

LA IMPRONTA DE FERNANDO BENÍTEZ

Esta historia ya ha sido contada. Sabemos que el trabajo de Fernando Benítez (1912-2000) resulta indispensable para comprender el desarrollo del periodismo cultural en México durante el siglo pasado. En su adolescencia, anota José Emilio Pacheco, Benítez “fue el último discípulo de Luis González Obregón que a su vez lo había sido de Ignacio Manuel Altamirano”, y este vínculo añade una fuerza simbólica a su papel de heredero, animador y director, en un trayecto de cuatro décadas —1949 a 1988— cuyo antecedente más cabal sería El Renacimiento.
En el principio, Benítez tuvo éxito al proponer el suplemento semanal México en la cultura (1949-1961) al diario Novedades. Sería un espacio clave que refrendó con eficacia algunos de los recursos que validaron sus ilustres precursores. México en la cultura fue campo de batalla, experimentación y consagración, núcleo aglutinador (sin olvidar su cuota de exclusiones) de quienes modelaron en buena medida el canon de la literatura mexicana del siglo xx, de Alfonso Reyes a Octavio Paz y Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, Emmanuel Carballo y Juan García Ponce, entre otros. Coincidió en el tiempo y compartió colaboradores, por ejemplo, con la segunda época de la Revista Mexicana de Literatura, que entre 1958 y 1965 estuvo a cargo de Tomás Segovia y Juan García Ponce; o con la revista Universidad de México durante la dirección de Jaime García Terrés.
Acaso la frecuencia semanal influyó para que éstas y otras revistas no alcanzaran la amplitud ni la presencia de México en la cultura; pero una explicación más viable puede ser que su identidad era ante todo literaria, mientras que la propuesta de Fernando Benítez se distinguió también por su beligerancia política: compartió el entusiasmo por la incipiente Revolución Cubana, las demandas o protestas sindicales y sociales del país, en un contexto de represión oficial, censura y sumisión casi absoluta de los medios ante el poder (con las honrosas excepciones, desde luego). En 1961, luego de doce años de existencia, estos factores determinaron la cancelación del suplemento; de ese episodio hay por lo menos dos versiones y su denominador común es que obedeció a la censura por el filo crítico y político desplegado en sus páginas.
Luego de la ruptura con Novedades, José Pagés Llergo hizo posible la continuidad en su revista Siempre! Benítez le dio la vuelta al título original, y México en la cultura reapareció muy pronto —un par de meses— como La cultura en México. Pagés Llergo le asignó un espacio en Siempre!, un semanario en ese entonces influyente, que bajo su dirección abrió espacios a la crítica o disidencia de algunos de los periodistas más reconocidos de aquellos años. Benítez encabezó este nuevo ciclo de 1962 a 1970, con la colaboración de los autores ya citados, más otros como Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Inés Arredondo. El régimen de la revolución institucional pasaba de López Mateos a Díaz Ordaz, en un proceso cuyo desgaste autoritario desató la represión brutal del movimiento estudiantil de 1968, cuestionada sin reservas en las páginas de La cultura en México.
En 1971, Fernando Benítez se retira del suplemento. Carlos Monsiváis lo continúa de 1972 hasta 1987. Con renuncias y relevos, lo acompañan varios consejos editoriales, integrados en sus diversas etapas —consigno algunos nombres de una lista más amplia— por Jorge Aguilar Mora, David Huerta y Héctor Manjarrez —renunciantes—, por Rolando Cordera, Carlos Pereyra, José Joaquín Blanco, Adolfo Castañón, Héctor Aguilar Camín, José María Pérez Gay, Luis González de Alba; y en el tramo final, su última década, Luis Miguel Aguilar, Antonio Saborit, Rafael Pérez Gay, Sergio González Rodríguez y quien esto escribe, más una larga relación de colaboradores que han persistido en sus diversos territorios a través de los años y hasta la actualidad. Todos ellos coincidieron en ese semillero diverso, antisolemne, divertido, exigente y combativo, que democratizó la cultura de un modo que hoy es evidente.
Por su parte, Fernando Benítez persistió en su idea del periodismo como “literatura bajo presión”, con dos nuevos periodos no menos brillantes, el primero en sábado (de 1977 a 1986), suplemento que surgió con el diario unomásuno, el segundo en La Jornada Semanal (de 1987 a 1988), que acompañó a su vez al nuevo diario, y donde Benítez puso el punto final a su labor espléndida. En mi experiencia, corresponde a Fernando Benítez y Carlos Monsiváis haber desarrollado esa noción del periodismo cultural que no se limita a la esfera de las (bellas) artes, sino que extiende su interés a las manifestaciones de la cultura popular, a los temas contemporáneos, sociales y políticos, nacionales e internacionales, y a los dominios de la historia, la filosofía y la ciencia. Un modelo que diversificaron algunas de las publicaciones subsecuentes —Huberto Batis en sábado, René Avilés Fabila en El Búho, Juan Villoro y Roger Bartra en La Jornada Semanal, Rafael Pérez Gay en El Nacional Dominical y Crónica Dominical, Héctor de Mauleón en la primera época de Confabulario.

TIEMPOS ACTUALES

Hasta finales del siglo pasado, la República de las Letras fue una circunscripción de contornos mucho más precisos que los actuales. Sus foros y dominios eran más visibles, y funcionaba en su mayoría como una élite compacta que reservaba su derecho de admisión.
Sin duda, el momento emblemático de Benítez, México en la cultura, tuvo a su favor un ámbito propicio para convocar a la minoría ilustrada, bastante más cohesiva y homogénea —la población de la Ciudad de México no rebasaba los cinco millones en 1960—, en contraste con la diversidad, proliferación y dispersión implacable de nuestra era de internet que multiplica día con día, en un regreso imprevisible a Contemporáneos, sus “archipiélagos de soledades” y constelaciones de “grupos sin grupo”. En su tiempo de esplendor, el suplemento de Benítez no tuvo competencia en su periodicidad semanal y pudo así concentrar la atención de un público, presentar y divulgar a los creadores de una fase de apogeo literario que produjo obras definitivas en la vasta geografía del idioma, sin competir con ofertas similares —eso llegó más tarde. México en la cultura y La cultura en México hoy parecen el fruto de una edad dorada, no del país, desde luego, sino de un tiempo en que la prensa mantenía el interés de los lectores y daba espacio a la expresión de una comunidad cultural que ahora resulta inconcebible.
En la actualidad, la oferta de suplementos culturales incluye por lo menos a cuatro que aparecen cada semana en periódicos nacionales y capitalinos: los más longevos a la fecha son La Jornada Semanal —luego de sucesivos cambios de dirección— y Laberinto del periódico Milenio; en años recientes aparece la nueva etapa de Confabulario en El Universal, y El Cultural —del cual me declaro responsable, en compañía de Delia Juárez— en La Razón. Pero sucede que la pródiga herencia se ha visto afectada por los nuevos medios y “tecnologías de la información”: han dispersado al público y la estima que antes gozaba la cultura escrita. Un efecto contundente de los tiempos de internet ha sido el repliegue, incluso la desaparición de algunos medios impresos. El mercado de libros, revistas y periódicos lo ha resentido y ha debido adaptarse a nuevas condiciones que implican su traslado al ciberespacio, es decir, su ingreso a una Babel virtual de opciones y ofertas alternativas: un mundo nuevo, sobre todo para los pre-millenials.
Los viejos cargos contra los suplementos y revistas —“mafia” y “elitismo”, entre los más comunes— resultan hoy inoperantes, pues la función tradicional y vertical de las élites culturales se ha pulverizado, junto con el consenso que antes pudo legitimarlas. Ningún medio detenta hoy un poder capaz de silenciar a la concurrencia: lo más que puede hacer es ignorarla y ser correspondido, o bien ajusticiado en los paredones del ciberespacio. Al calor de las redes sociales, el tono y el debate intensifican su virulencia, aunque no la claridad de sus argumentos; los desacuerdos no suprimen las invectivas ni la desacralización del prestigio intelectual, entre las controversias que forman parte del debate público de nuestros días. El panorama actual es desarticulado, heterogéneo, una fragmentación horizontal y múltiple, donde todas las voces pueden hacerse escuchar, dar rienda suelta a sus razones o motivos, o bien a su intransigencia y combatividad, su sordera y sus prejuicios. La plaza pública de las redes sociales y su aptitud para la réplica inmediata canceló la distancia que mediaba entre editores, autores y lectores, cuando la posibilidad de intercambiar respuestas era tan dilatada como un correo postal.

MÍNIMA EXPOSICIÓN DE MOTIVOS

Ante ese panorama, en el caso de El Cultural apostamos por una agenda propia cuya oportunidad periodística incluye, pero no se limita a las novedades ni la coyuntura, la circunstancia o la efeméride. Más bien nos interesa organizar los temas, establecer y seguir en cada número el hilo conductor de una visión, un placer y sentido crítico motivados por la voluntad de distinguir, matizar y contrastar.
Además —con la lección de los maestros— reconocer vasos comunicantes, transiciones, rupturas entre el pasado y el presente; revisar temas, periodos, tendencias; registrar con rigor la creación y la crítica en México y más allá de nuestro territorio y nuestro tiempo; transitar de la obra a los autores y la historia cultural; reconocer la originalidad del pasado y del presente, con sus afinidades y diferencias; alimentar desde esa conjunción el diálogo, el deslinde.
Reunir a colaboradores y lectores, en fin, al cultivar un gusto, con sus apuestas o sus riesgos, sin ánimos sectarios ni lastres generacionales.
Rescatar y documentar esos momentos culminantes de la imaginación que relega la prisa del mercado. Continuar una línea de puertas abiertas a los diversos géneros: del reportaje a la crónica y la entrevista, del ensayo a la narrativa y la poesía, y de la experimentación a las fusiones que los conjugan a su antojo.
La disolución virtual de las fronteras instala un escenario que desborda los filtros o distancias del antiguo régimen, con su árbol genealógico de la tradición y el canon. Ese consenso también ha sido erosionado y las consecuencias sólo podrán evaluarse con el tiempo. Pero más allá de las pantallas infinitas, es necesario atender y valorar el pensamiento y la creación del mundo actual, así sea sólo por motivos de comprensión y claridad. El porvenir del siglo xxi lo requiere.
Una versión previa de este escrito fue leída en una mesa del ciclo Un alto en el camino. ¿Hacia dónde va el periodismo cultural?, celebrada el 19 de julio pasado en el Centro Cultural Elena Garro de la Ciudad de México.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Esplendores y miserias del plagio

Octubre/2012
Nexos
Roberto Diego Ortega

Las controversias y denuncias desatadas por el tema del plagio tocaron a los medios literarios por segunda ocasión en 2012, a raíz de la concesión de dos premios relevantes: el Villaurrutia, que distingue al mejor o los mejores libros del año, y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que se otorga a un autor como reconocimiento al conjunto de su obra.

El año que vivimos
No sin alguna polémica, antes de 2012 estos premios recayeron en obras y escritores cuyo mérito no fue cuestionado. La novedad de este año es que las distinciones resultaron pieza de escándalo por un solo motivo: que en sus antecedentes, los ungidos fueron señalados una y otra vez como plagiarios —atrapados en flagrancia, con las manos en el texto—, y a pesar de las acusaciones y las pruebas los jurados en turno decidieron premiarlos.

El Villaurrutia, concedido a Sealtiel Alatriste, detonó un revuelo incontenible en los medios impresos y las redes sociales. Desde 2008, Guillermo Sheridan lo había exhibido en repetidas ocasiones. La pesquisa reveló en “sus” textos plagios a discreción de fuentes diversas que incluían a Wikipedia. El affaire culminó con la renuncia de Alatriste no sólo al Premio Villaurrutia sino también a su prominente cargo y presupuesto como directivo de Difusión Cultural de la UNAM, una responsabilidad que en medio del vendaval se volvió insostenible.

En el reciente premio de la FIL, el rechazo inicial provocado por la designación de Alfredo Bryce Echenique añadió a su idéntica ignominia de plagiario —exhibido también de modo irrefutable—, la ignominia de un jurado que votó de forma unánime por la complacencia, y de manera implícita por la renuncia al rigor intelectual indispensable para un escritor. El mensaje y el acto canjearon este principio elemental por la aceptación solapada de una complicidad.

La parodia, el collage, la paráfrasis, la glosa, la cita, son medios de apropiación conocidos, entre otras razones porque no ocultan sus referencias. No sucede lo mismo en la calca, la transcripción literal, o el maquillaje de cambios superfluos —sinónimos, omisiones y añadidos, algún pastiche o giro en la sintaxis— que los plagiarios aplican con el único fin de encubrir el despojo: el denominador común es el procedimiento de usurpar un texto ajeno.

¿De dónde surge esta coincidencia —o connivencia— de grupos particulares, jurados que en el plazo de unos meses y sin mayores reservas otorgan premios literarios a plagiarios comprobados? Para llegar a esto, hace falta ignorar la intención del presunto “autor” que se propone engañar a un lector al firmar como propio un texto escrito por otro. Es decir, que para estas premiaciones ha sido un requisito soslayar esa mezcla que compone el plagio: esa combinación del robo, el fraude, la estafa, la simulación, la falsificación, la impostura, todos esos factores desaparecidos de la escena —mediante los oficios del jurado— como puntos irrelevantes para la valoración de un escritor.

El esplendor del plagio

No se trata de rasgarse las vestiduras ante la desfachatez o el cinismo del plagiario, sino tan sólo de precisar la línea que separa a un escritor de un simulador. La noción del autor como el dueño de una expresión propia, el productor de una obra original, data quizá de la modernidad baudeleriana. De modo que la vara para medir el préstamo, inclusive en el plagio “innovador”, no puede ser la misma; las copias e imitaciones a mansalva que alimentaron los orígenes no implicaban la acción clandestina de engañar a un lector mediante la falsificación.

A estas alturas, sin duda resulta más o menos anticuado defender la dudosa originalidad. Transitamos por la avalancha y mezcolanza de la información —indiscriminada, promiscua— que circula y explota en internet, por no mencionar los flujos comunicantes de la intertextualidad, la hipertextualidad y demás, o las posibilidades donde el plagio puede ser un recurso para subvertir, con el estatus del autor, el fetiche caduco de la originalidad.

En la dimensión literaria, una lectura primordial avanza en el sentido que comprende al plagio como un dispositivo, un recurso creador: una potencia distinta —ajena y superior a la trapacería de la copia sin imaginación, de la reproducción mecánica— que lo relaciona y comunica con los antecesores y contemporáneos: con esa tradición que se renueva, adapta y actualiza —el consabido make it new de Pound.

Hace ya algunos lustros, en la Revista de la Universidad (abril de 1977), un Luis Miguel Aguilar que rondaba los 20 años abordó el tema en un ensayo que la portada anunció como “La creatividad del plagio”. Desde ese ángulo, mencionaba la idea de Carlyle: “la historia de la literatura se resuelve en la historia de un inmenso plagio, que todos los escritores perpetran y tratan de evitar, y en la que también los plagian”. Abundaba en esa “casi paráfrasis perfecta” de T. S. Eliot, La tierra baldía, que “puede ser, además, una guía de lectura de los clásicos”: 403 versos y siete páginas de notas (luego de las que suprimió el autor) que integran, con Edmund Wilson,

... citas de, alusiones a, o imitaciones sobre, cuando menos 35 escritores diferentes (algunos de ellos, como Shakespeare y Dante, contribuyendo muchas veces), así como varias canciones populares; asimismo, introduce pasajes en seis lenguas extranjeras, contando el sánscrito.

Cierto, en la gran tradición literaria, de Platón a Shakespeare —quien no tuvo reparos para explotar a placer sus fuentes y modelos—, de Lawrence Sterne a T. S. Eliot, de Montaigne a Lautréamont (“el plagio es necesario”) y George Pérec —por ejemplo—, hay dosis mayores de apropiaciones que hoy están a la vista de todos. Son obras sostenidas por la certeza de que imitar no equivale a copiar sino a extender, a diversificar las resonancias de la tradición, rupturas incluidas. Con el filtro que impone el tiempo, los plagios imaginativos se consolidan como obras propias, diferenciadas. Su resistencia es en parte la medida de su autenticidad.

Figuras primordiales de la literatura mexicana del siglo XX, entre ellos Alfonso Reyes y Octavio Paz, rebasaron por mucho la frontera de los préstamos al cometer expropiaciones diversas. Lo documentó en nexos Evodio Escalante (quien además polemizó en torno al plagio con el autor del Premio de Poesía Aguascalientes 2009, Javier Sicilia). También fue señalado Carlos Fuentes, como tantos otros. Sucede tal vez que el veredicto del canon —de la mano del establishment— valida el conjunto de algunas obras primordiales, sin cancelar por obligación sus altibajos o caídas, y su volumen constituye un corpus que al final, de alguna forma, resiste a las pautas del mercado.

La miseria del plagio
Al revés, en los premios y episodios recientes, la calca, el hurto literal, desfiguran y degradan el oficio de escribir —y la exigencia de la literatura—: obedecen, de modo casi tangible, a la búsqueda de los dividendos del caso, desde el comercio y la paga de colaboraciones o servicios de prensa, hasta la ilusión de fama, prestigio, vigencia, you name it: todos los ingredientes que alimentan la tentación y usurpación plagiaria.

En cuanto a los jurados, queda la marca penosa de esa baja exigencia —trasplantada a una baja moral— que devalúa el propósito original de celebrar a la literatura y en su lugar privilegia el tráfico de las prebendas, los cálculos de las relaciones públicas o la mercadotecnia.

De acuerdo con El Universal, Bryce Echenique fue sancionado en 2009 por el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual de Perú; la suma fue de 57 mil dólares; la causa fue la publicación de 16 textos plagiados. Tres años después lo compensa el premio de la FIL, que multiplica la sanción y le atribuye 150 mil dólares (de los contribuyentes mexicanos, vale la pena recordar). La aberración del jurado y su defensa implícita (¿qué importa, si antes pudo escribir libros notables?) lleva el asunto a terrenos movedizos, proclives a la farsa, y los costos para la FIL quedan por verse. Con un recuerdo de Gerardo Deniz: ¿a quiénes beneficia tamaño gatuperio?

sábado, 7 de mayo de 2011

Así escribo (Roberto Diego Ortega)

Mayo/2011
Nexos
Roberto Diego Ortega

Escribo y leo a cualquier hora, en cualquier día, pero no de manera sistemática, mucho menos en horarios fijos. Voy no sólo en busca de mis gustos o afinidades —un lujo más intermitente— sino también a otras regiones, por mi trabajo de editor, hacedor de libros: vivo inmerso en palabras escritas —en revisarlas, precisarlas, destilarlas.

Soy —lo confieso— un lector afilado por el consejo borgiano de que en la escritura no se trata de sumar sino de restar palabras. Por eso al leer veo tantos párrafos de paja y redundancias, páginas y aun libros enteros completamente prescindibles, dictados por la complacencia, la vanidad, la debacle del sentido crítico: montañas de volúmenes destinados al polvo.


Como buena parte de la generación nacida en la segunda mitad del siglo pasado, adquirí la pasión de la lectura a partir de las letras mexicanas y latinoamericanas del siglo XX; de ellas derivé por derroteros y estaciones que no viene al caso enumerar, aunque respecto a la literatura moderna la poesía fue tan definitiva como la narrativa.
Eso por lo que se refiere a la lectura. La escritura suele ser menos gozosa pues comprende —como exige el lugar común— cierta dosis de sufrimiento —a la par de su placer intenso. Más todavía en presencia de una maldición obsesiva, capaz de alcanzar atributos pesadillescos desde una certeza invariable: que cada verso, cada ritmo es irremediablemente perfectible, y por lo tanto puede ser —debe ser— más verdadero, más decantado, nítido, preciso. Y cuando ese proceso alcanza un fin, una posible solución, sólo es bajo la fórmula de Paul Valéry: “un poema nunca se termina, sólo se abandona”. Y si el poema resulta interminable debe ser también porque resuena la añoranza de Lezama Lima: “Ah, que tú escapes en el instante /en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.

En este sentido mi escritura no tiene alternativa: sólo así puede llegar a ser. No la confianza en el primer impulso, la inspiración, el rapto sentimental digno —para mí— de toda sospecha, sino ese desafío de tiempo completo que no aspira a la perfección pero sí busca la exactitud, la concentración, la síntesis. Puedo llegar al nudo ciego de un poema que de pronto parece deshacerse, perder el rumbo por alguna puerta falsa. Entonces lo abandono, durante semanas o meses, y tal vez al regresar una nueva mutación, un mínimo detalle resuelve, en una sola línea —como una pincelada—, el cuadro entero. Y puedo estar convencido pero jamás del todo, regresar una y otra vez, desde historias distantes, y acaso hallar algún atajo cuya necesidad sólo entonces advierto. Y dejo madurar el racimo de textos con el veredicto del tiempo: alternan su reposo. En el camino se transfiguran o desaparecen.

Sé que esta voluntad de elaboración y contención a lo largo de los años —en las antípodas de la urgencia o la costumbre de publicar— resulta perversa, ingenua, estéril para fines de trascendencia, becas, fama, honores, premios; no justifica la asistencia a los encuentros y congresos, ni el etcétera que alimenta la agenda o el status del escritor profesional, inscrito en el llamado mainstream de la literatura en cualquiera de sus ámbitos; ese mismo escritor presente en las editoriales y antologías que lo ameriten, algunas veces a todo galope en pos de ventas o reconocimiento, bajo el contrato y los modelos de los grandes consorcios: una sociedad a la que yo no pertenezco porque no está en mi naturaleza. Soy más proclive al “gesto huraño” que diría Owen.

Estoy además convencido de que la extensión de una obra es irrelevante: a fin de cuentas no se trata de la cantidad de títulos, sino de su exigencia sostenida, la eficacia de su pasión y su imaginación. Pero las novedades en librerías aparecen, muchas veces carentes de cualquier apuesta verdadera, con la prisa del mercado que sólo delata —en tantos casos— la infatuación de extender el breve minutero de la fama según Warhol, sin cancelar sus ventas y beneficios, desde luego. De ahí que la exigencia sostenida sucede como una rareza más que una costumbre: prevalece la reiteración o bien lo residual. Y ante el caudal incalculable de libros que existen y vendrán, lanzarlos a mansalva parece una descortesía, por no decir una vulgaridad mercantil. Por mi parte prefiero —así sea fatalmente— la puerta o la ventana de la obra breve.

En esas coordenadas, con sus atolladeros y asideros, luego de más de quince años publico un nuevo libro: abandono esa trama que ha concentrado mis empeños, bajo un título, una frase que hallé en algún momento del trayecto; tiempo después se me ocurrió verificarla en google y descubrí esta coincidencia: comparte el nombre de una calle en la villa de Algete, provincia de Madrid: Travesía del espejo.