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domingo, 8 de marzo de 2015

El cuento de Amaramara

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
José Angel Leyva

“peor que morir es no haber nacido”, su nieto.
libro póstumo de juan gelman.
Como muchas otras veces Juan llamó, según sus palabras, para diezmar las carnes que acaban con el pasto. Nos vimos ante unos buenos cortes y apuramos vinos, por supuesto argentinos. Me preguntó de pronto: “¿Sabés dónde puedo publicar un librito de poemas con pinturas, un librito sí… de poesía, pero de arte a la vez, no un libro lujoso, pero de buen gusto?” No entendí le pregunta o no quise entender la propuesta y le dije que si alguien tenía claridad de dónde publicarlo era justamente él, que tenía las puertas abiertas de cualquier editorial mexicana, argentina o española. Enseguida me preguntó mi opinión sobre la pintura de Arturo Rivera. Él ya sabía mi respuesta; es un pintor extraordinario, con una estética inquietante, perturbadora, “como ciertos poemas tuyos”, le dije a Juan. Me miró con esos ojos que regalaba a los amigos y una sonrisita cómplice que dibujaba a la vez un acertijo: aprobaba o se burlaba. Para mí… estaba claro.
Un par de veces Juan volvió con el tema del librito medio de arte y de su título: Amaramara. Había hablado ya sobre el proyecto con Arturo Rivera. El fotógrafo Pascual Borzelli, una especie de sombra de poetas y artistas, dio testimonio del plan, pues él también había sido enterado de éste. En una de las citas para “abatir a las dadoras de leche y sus cornudos compañeros” (Gelman dixit), salimos a su casa, pues deseaba mostrar los dibujos que Rivera le había entregado para Amaramara. ¿Qué opinás, te gustan? “¿Y a ti, Juan, te gustan? Respondí con habilidad. Juan me miró con esos ojos y una sonrisita cómplice… Para mí… estaba claro. “Tiene que perder el miedo, no se trata de ilustrar sino de un diálogo”, me dijo.
Antes de viajar a Argentina para presentar Hoy, Gelman ya no me preguntó si podía sugerirle una editorial para Amaramara, sólo dijo, perentorio: “¿Lo vas a hacer… o no?” El poeta iba por última vez a su Buenos Aires amado; ya tenía sus planes, había decidido terminar sus días al lado de Sor Juana, la genio de Nepantla. Un amor que se consagró con las cenizas de Juan esparcidas en las faldas, literalmente, de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Juan y Juana en la memoria.
Juan dijo que ese puñado de poemas eran de amor, como lo indicaba el título: Amaramara. Algunos de esos textos los había leído con el trio Mederos, en su papel de “Comediante de la lengua”, como le gustaba llamarse. Dejó el libro revisado, con sus correcciones de puño y letra. Estuvo de acuerdo con el diseño, el formato, el prólogo, y cambió la contraportada por una imagen conmovedora en la que él y Mara parecen danzar en una atmósfera otoñal, luminosa, aérea. El tono de estos poemas responde a la poética gelmaniana, al gelmaneo, a la sintaxis abrupta y a la vez armoniosa que él lograba acomodar a su respiración, a su lectura en voz alta, voz grave y dulce, voz de bandoneón.
La poesía de Gelman es en esencia una poesía amorosa. No en el sentido convencional, edulcorado del término, sino en el sentido de la pasión, de la piedad, de la capacidad de conmoverse ante el otro, los otros. En Juan no hay un yo sin los otros, sin el nosotros. Este libro también es un diálogo con sus seres queridos, con el individuo, con el ser humano. Mara, su mujer, su compañera, su familia, su México y su Argentina, su pasado, pero sobre todo su vida madura es aquí la memoria, el hallazgo y la resolución, el día a día del ajuste de cuentas, de la ira, del Atrasalante en su porfía, de la justicia y el vacío. Pasión sin concesiones; mirada de amante dolido por la vida, por la cercanía de la muerte, por los que se quedan donde inicia el olvido. Es amor pleno de cólera y devoción a la vez, de lucidez y ceguera, de dolor y entrega. Amor que celebra y se despide a la vez.
Gelman quiso gelmanear a la Rivera de Arturo, ponerlo a trabajar, a él, el pintor, en la cuerda de la poesía. Gelman lo eligió porque ante todo le gustaba mucho su obra, y porque hay en esa paleta, en esa estética perturbadora, inquietante, la misma pasión lírica de sus versos: en la necesidad de vivir está la claridad de la muerte, en la necesidad de querer está la vida, en el emperrado corazón que amora. La pintura de Arturo Rivera responde con devoción a la convocatoria gelmaneana: pintar, no ilustrar; expresar al otro lo que siente el otro, cuando siendo uno mismo es también en la interlocución, en el diálogo.
La amistad, los afectos, estaban en las células intelectuales de Juan. Ser amigo de Juan significaba también una responsabilidad y una tarea, porque él lo elegía a uno y uno no ignoraba el significado de ese vínculo. Era parte de su endemoniada congruencia y claridad de hombre complejo, enredado como pocos desde que nació, y quizás desde antes de que fuera concebido. La inteligencia no puede ser simple, vive en el cambio, en la mutación constante, en el delirio proteico.
Amaramara es una síntesis de amor, en primer lugar por una mujer específica: Mara, del verbo amarar, del juego porfiado de cambiar lo que suena descompuesto, lo que no entona, lo que no dice, lo que no hace, lo que no día. Es un gelmaneo para nacer en Buenos Aires y celebrar la muerte en este México cruel donde los gobiernos, como Cronos, devoran a los hijos de la patria lacerada. Donde quiera que esté, Gelman emitirá el mismo grito que representa el emperrado corazón de los mexicanos y de quienes sólo buscan un mundo mejor, un porvenir, un derecho al futuro: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos.”
Como dijo Juan que dijo su nieto Iván a los cinco años, “peor que morir, es no haber nacido.” A estas alturas de la ausencia de Gelman, su obra poética se revela como una de las de mayor calado del siglo XX y lo que va del XXI, una de las más originales, más hondas, que mayor número de registros exhibe, una poesía que nos deja la tarea de leerla, descubrirla, amarla, porque además de todo corresponde a un hombre que hizo de su vida misma un acto poético, una acción amorosa.


lunes, 10 de noviembre de 2014

Revueltas y el mal

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

En Revueltas vida y obra funcionan como un todo orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de Tacuba”, publicado originalmente en El Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones, simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer su razón y su diagnóstico.
Revueltas no hizo de este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo Truman Capote en A sangre fría. Quedan sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios.
La visión revueltiana envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser en la diferencia, en el otro. En su libro El mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí […] la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento “Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de “justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.”
Safranski cita a Einstein cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota de la capacidad humana para  rebasar sus límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un apando. Lo abyecto sucede en ese ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El caso Tulayev. Tarde o temprano, los inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas.
Es poco probable que Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad del mal”. En su novela Los motivos de Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos humanos por parte del Ejército de Estados Unidos durante la guerra de Corea y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los comunistas que representaban el demonio. Estaba pues justificado degradar al enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños, bárbaros.
El mejor ejemplo de esa perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero próximo… El Fut: Sí señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor…  Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…?  El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien…

miércoles, 18 de junio de 2014

Gelman, la memoria o cómo derrotar la derrota

Primavera/2014
Luvina
José Angel Leyva

La memoria en Juan Gelman se convierte, más que en otros poetas, en motivo y energía para la construcción del presente, en sustancia fundamental de la palabra por venir, en nominación del tiempo. Para el poeta la historia no es el acontecimiento pretérito sino la presencia del ayer en el momento que transcurre y en el horizonte del mañana, es sueño y es constancia tangible de lo vivido y por vivir. Dolor y sufrimiento por las ausencias, alegría por su evocación, por la permanencia de sus significados y el sentido de sus presencias, de sus vidas; razón de existir y morir de manera simultánea, reconocimiento de que no se puede claudicar en tiempos de paz contra el agravio, de que no se puede dejar en paz a la injusticia por razones de salud mental, de que las emociones no se pueden guardar en eufemismos y en silencios. La palabra no puede nacer sin riesgos semánticos, sin atributos, sin cargas y reminiscencias, sin marcas, sin voces de los muertos que imaginaron ser, que lucharon por el ser. Gelman lo resumía así en la crónica de la aparición de su nieta tras una larga, penosa e indefectible insistencia en todos los ámbitos: ella estaba viva y había sido entregada a los militares, y ante mi pregunta de si no había sentido la necesidad de abandonar una búsqueda que se advertía inútil, poco menos que imposible, como la exigencia de los restos de su hijo y de su nuera, asesinados por la dictadura argentina: «El hombre no debe renunciar a la memoria a cambio de la comodidad y la placidez que da el olvido, porque el hombre ¿es memoria o qué?».
     En Juan Gelman la palabra no es certeza, es hito, es señal de múltiples caminos. Comparte con la mayoría de los escritores la conciencia de la inutilidad de la poesía y la pregunta simultánea: ¿por qué entonces seguir cultivándola, por qué lo mismo no es lo mismo al ser revelado en y por el poema? La poesía de Gelman nos ofrece una visión del pasado inconcluso, de un ayer abierto a la vida que transcurre, a la mente y la sensibilidad en proceso de aprendizaje, en la praxis. Hay acontecimientos históricos cuya caducidad no ha tenido lugar, permanecen archivados o encapsulados, ocultos como los rollos del Mar Muerto. Hay raíces humanas emergentes desde los profundos y hondos juegos del lenguaje, de la oralidad y de la escritura, de la gestualidad cotidiana, de lo extraordinario y lo divino, de lo mundano y lo íntimo. En el hoy y mañana y ayer (antología personal, unam, México, 2000), Pesar todo (antología, fce, México, 2001), Valer la pena (Era, México, 2001), País que fue será (Era, México, 2004), De atrasalante en la porfía (Seix Barral, Argentina, 2008), títulos recientes escritos en México, apoyan este ejercicio reflexivo sobre una de las vetas más relevantes en la poesía gelmaniana: exploración y rescate del tiempo, de los sucesos de un ayer insepulto, abierto aún al escrutinio y la conciencia en tránsito.
     A la manera de Vallejo en su conjugación invertida del tiempo y de los neologismos, Gelman disloca los acontecimientos para crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: «Así vendrán tristumbres, la madre general, las deudas del olvido» («La sed»), o «Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más» («Vínculos»). La invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. «La lengua del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será» («Interrupciones»). Pero lo más trascendente de esta posición indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas consecuencias, es no contagiar el edificio poético con la ideología, no sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su militancia, su insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética sí se refleja en los contenidos de su poesía, sí habla a través de sus versos y de su respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política, pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos que avivan la pena no sólo por los hijos torturados y desaparecidos, por la patria violentada, sino por los ausentes antes de tiempo, por lo que debía ser y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el momento en que la propia sed de decir lo exige; la poesía responde a sí misma.

La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no
me pertenece
               («Torcazas»)

Siniestra corte es la memoria /el sentido
normal del padecer /pequeño
sería así el pasado
en un rostro que nunca supe dónde
está
[...]
La memoria no se quiere apagar/
lo sabe
el animal dolor/razón
del gran silencio/sombra
de lo que ya no fue /vacío
lleno de rostros.
               (De Incompletamente)

Insuficiencia del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y por lo mismo es nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus poemas de 1961, en su «Arte poética»: «Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...] todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre». Nada es tan lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercana al sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.
     Juan no es poeta de un solo registro. Su obra no se circunscribe a una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos, sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas distintas pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en otras direcciones emotivas y racionales. Leitmotivs, marcas, señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos en la vida y las situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus riesgos. No me refiero de manera exclusiva a la utilización de las barras y a ese discurso entrecortado que refiere Evodio Escalante en el prólogo a En el hoy y mañana y ayer, o a la recurrencia de neologismos y efectos fonéticos, o a la presencia indiscutible del dolor, a la pérdida, al exilio, a la dimensión de lo sagrado que, anota Eduardo Milán —en Pesar todo—, es «la dimensión de la sobrevida o del sobreviviente» y de allí a la búsqueda de «las dimensiones olvidadas de la lengua en Dibaxu (1985)», porque, aunque están presentes tales rasgos, es innegable, no siempre usó Gelman las barras ni siempre fue un discurso de tajos, ni vivió siempre en el exilio, aunque tal vez la noción de la mudanza sí haya estado en el sentido de pertenencia e identidad del poeta por su propia biografía familiar, por su estrecha convivencia con el ruso y los recuerdos de una geografía paterna, por la sombra histórica del judío errante. Dejo de lado la infancia, el juego, también la carga política que pueda influir en la lectura de su obra, o el peso de lo ético sobre lo estético. Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: «Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte» («Arte poética»); «a gelmanear a gelmanear les digo / a conocer a los más bellos / los que vencieron con su derrota» («Héroes», en Cólera buey, 1962-1968).
     El mito de Prometeo resuena en esa declaración gelmaneana donde la «tristumbre» adquiere sentido y carta de naturalización por lo vivido, pero sobre todo por la ausencia, por los ancestros y los nietos, los hijos y los sueños, por la condición humana, por un dios desmemoriado, por los desaparecidos, por la lucha y su dolor sin frutos: «Alma que sólo ves un animal herido al fondo del espejo: cesa ya de jadear» («El espejo»). El héroe (poeta) está consciente —como lo advertía Thomas Carlyle— de su heroísmo en la derrota, de su lucha sorda e inútil, pero al fin lucha en medio de la nada, de la muerte. Como lo expresa en su poema «Babas»: escriben papeles que nadie alcanza a ver. Gelman no encaja en el héroe-poeta de Carlyle representado por la figura de Dante, triunfal en su emergencia del Infierno (del poema), donde salva y condena, según sus filias y fobias políticas, donde el florentino se advierte al lado de los grandes genios literarios.
     Gelman, por el contrario, se visualiza como sobreviviente, como el personaje sujeto a la roca de la memoria embestido por los recuerdos y los nombres, los rostros anónimos, el pájaro libertario y la rama de lenguaje rota, la palabra que lo nombra y que lo borra al mismo tiempo. La inutilidad del nacer, pero más del morir, el caer estentóreamente en el silencio absoluto, el que duele en carne viva, con dos filos: la memoria del dolor y el dolor de la memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no es, en el pronunciar la palabra pájaro para decir libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.
     «Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene / cuerpo, no tiene corazón y / en su hálito de niña pasa o puede pasar / y habla de lo que siempre no habla / […] / Un día sabrá que existieron como ella misma, / entre lo imaginario y lo real. / ¡Ah, vida, qué mañana / cuando termines de escribir!» («¿Cómo?»).
     La poesía de Gelman está sembrada de símbolos que transmiten un mensaje, que transportan una ofrenda, que refieren un juego de voces del pasado que no cesan de trinar, de aletear, de volar. Toda su obra está poblada y plagada de alas. Aves de todos los colores y estaciones, de todos los estados de ánimos. La ética de Gelman, su ideología, se vuelca en un misticismo sui generis, en una abierta admiración por los místicos, pero al mismo tiempo en el descreimiento de sus alcances, de sus encuentros con la divinidad y su metafísica. A su manera, Gelman acude a estos ejercicios ascendentes a través de la palabra para extasiarse, para salir fuera de sí y contemplar, si no a Dios, sí a la belleza de la creación, al amor de ser, al amor por el ser.
     Y de una gran hermosura gozan sus versos en Notas y comentarios, lo mismo que en Dibaxu. No «le ganó la tenurita», como escribe Evodio Escalante, sino la soledad, el descubrimiento del solo que dialoga consigo y sus pesares, que indaga más allá de sí. Como lo había ya hecho en Los poemas de Sydney West (1968-1969) en Argentina y lo hizo más tarde en Com/posiciones (1984-1985) en el exilio francés, en los que nos ofrece huellas de otros mundos, testimonios de vidas sometidas al olvido. Arquetipos, diría, pensando en Jung. La imaginación del poeta revive acontecimientos y nombres no pronunciados, sólo dichos por otros poetas y sabios que se revelan en la escritura apócrifa. Puede ser la impronta de Gallagher Bentham o las preguntas de Sammy McCoy en un Lejano Oeste, o la carnalidad del misterio que envuelven los rollos del Mar Muerto. Juan desentierra la memoria para llegar a la misma conclusión que Ramprasad: «cuando la Muerte te haga prisionero / tu casa / ¿de qué te servirá?». Mientras tanto, para quien lee esta sencilla reflexión, el poema funge como el ave que trae una ramita de olivo hasta el arca de Noé como señal de que hay tierra firme, de salvación, de continuidad de la vida.
     Gelman, como casi todos los poetas, vuelve al punto de partida donde lo estremecieron las incertidumbres y comenzó a ser lo que era, lo que sería, lo que es, lo que fue. «En mi corazón se agitan pájaros que en él sembraste / […] / Pero no puede ser. Porque estás en mí, tan viva en mí, que si me muero a ti te moriría». (De Violín y otras cuestiones, 1956). Convicción no es dogma, sino deseo, y el poeta ya en su madurez exclama: «El día que el corazón aprenda a leer y a escribir / se verán grandes cosas / […] / será un gran día, encontrarán / la palabra que se perdió / hace millones de dolores. / Véase lo que pasa: / el día que vino y se fue / será un gran día». («El menos pensado», en País que fue será). En los escombros del idioma, en los vestigios de la civilización, en el subsuelo del habla, en fosas comunes de la humanidad, en el exilio de algún paraíso o de algún infierno, en el pío-pío del tío Juan que gusta de cantar desde la fosa, en las pisadas sobre el agua de un sueño paterno o de un abuelo que amarró una carta a la pata de un pájaro que voló de país en país buscando el cielo, Gelman lee con esa voz que aspira la derrota y nos hace escuchar el ritmo, sí entrecortado, sí difícil, sí doliente, sí incrédulo de las palabras, sí mordaz, sí, a Pesar todo.

domingo, 2 de febrero de 2014

El bestiario humano de José Emilio

2/Febrero/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

En la portada de la ya extinta revista de poesía Alforja, aparece José Emilio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para el José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes.
En su mirada hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos, iluminados, enmarcados de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores.
La memoria de José Emilio es de esos portentos que se combinan con el talento y la disciplina, la curiosidad y la malicia literaria. Él es un hueco enorme en los cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones, Alforja intentó en vano entrevistarlo. Siempre exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el Premio Pablo Neruda. En realidad, decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar la solicitud de la revista, incluso cuando se le señalaba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa.
Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Comencé a interrogarlo sobre su poesía, su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije: “José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí –aceptó–, pero he contestado consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer.
La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas quedó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano pero, en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria.
La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces, donde es común ver el juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja […] Particularmente en los poemas de la serie Circo de noche  […] algo recuerda a las Pinturas Negras de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.”
La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética I”: “Tenemos una sola cosa que describir: este mundo.” Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales, ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética II”). En esa entrevista que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres, halcones, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra/ y los encuentras:/ ahítos de humedad,/ pululando.”

domingo, 26 de enero de 2014

Gelman, en el nombre del hijo

26/Octubre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

Juan Gelman era justo del mismo año que mi padre, 1930. Un día, mientras devorábamos carne, bebíamos vino, reíamos intercambiando juegos de palabras o Juan evocaba alguna anécdota de su biografía, reparé en esa coincidencia. De inmediato cambió el gesto para poner los puntos sobre la íes. “José Ángel, yo no soy tu padre. Para mí tú eres igual que yo. Somos amigos, eres un interlocutor, sos un poeta.” También adquirí cierta gravedad y le dije para su alivio: “Tampoco puedo verte como un padre, Juan, el mío llenó a plenitud ese espacio, pero a él le encantaría saber que vieron la luz el mismo año.” Gelman no aceptaba que nadie pretendiera ocupar un sitio que él había consagrado a la memoria de su hijo. Cuando, en 2011, fueron condenados los verdugos de Marcelo Ariel y un año después el gobierno de Uruguay realizaba un acto de desagravio por las víctimas de la dictadura militar, entre ellas su nuera y su nieta Macarena, nacida en cautiverio, Juan expresó en diversos momentos y circunstancias que la justicia era indispensable para no enterrar la memoria, pero nadie le regresaría al hijo asesinado ni los años de privación de su nieta. “No hay nada que festejar, no tengo emoción de alegría, de perdón o de resentimiento, queda el vacío”, confesaba el poeta.
La pérdida del hijo adquirió en la obra de Juan Gelman una constante mística que invocaba “la presencia ausente de lo amado”. El poeta realizó una serie de diálogos parafraseando a Santa Teresa, San Juan de La Cruz y a otros místicos de la tradición cristiana y judía. En 1979 publica Citas (escrito en Roma) y lo dedica a su país, luego en 1978-1979 (escrito en Roma/Madrid/París/Zúrich/Ginebra) da a conocer Comentarios; un año más tarde (París-Roma, 1980) publica Carta abierta, en donde emerge con claridad la presencia ausente del hijo. Una época sin sosiego ni ancla, un nomadismo en busca de sus búsquedas. Viaja también a la tierra de sus ancestros y se encuentra con ellos, se re-conoce. Hurga en España los balbuceos de una lengua también expulsada, que no es la suya, pero también la adopta, el sefardí o ladino, y escribe Dibaxu.
Sus alterónimos son producto de esa carencia, del mismo dolor. El padre dialoga con el hijo y con figuras inexistentes que le hablan desde la pérdida y la desesperanza. Sus alterónimos nacen en el exilio, en la imposibilidad de volver a casa; especial atención en ese sentido merece Sidney West, a quien él dice haber traducido. Alguna vez Juan me contó que Sidney West era una fuga del discurso político, de la ideología, una recuperación del lenguaje poético en la voz de otro.
Con certeza, su sentimiento de orfandad del hijo es también la privación del hogar que su padre, víctima también de la intolerancia política en la Rusia zarista, encontrará en Buenos Aires, lejos de su natal Ucrania. Gelman, cuyo apellido adoptó el padre, José Mirotchnik, para salir de su país y entrar al nuevo mundo en América, es hijo también de una nueva identidad y de un olvido –aparente– de sus auténticas raíces. Juan, el argentino dentro de esa familia de emigrantes, es hijo del exilio, luego padre del exilio.
Jorge Boccanera, biógrafo de Gelman, confirma esta sospecha. Algunos de sus alterónimos responden en buena medida a la muerte de Marcelo y a la búsqueda de justicia por su asesinato, también a la clandestinidad. En Juan concurren muchas tradiciones, la hebrea por un lado, aunque su padre fuera un revolucionario y un agnóstico –su abuelo materno había sido rabino–; la rusa-ucraniana por la vía del idioma y la cultura literaria; la argentina y, más precisamente, la cultura bonaerense con sus atmósferas barriales. Boccanera refiere en particular a Eliezer Ben Jonon, que significaría en principio hijo de Juan, pero en la tradición hebrea Ben-Oní significa “hijo de mi dolor”, porque nace con la muerte de Raquel, su madre; también entendido como el hijo menor, el Benjamín. Marcelo también nacía del dolor de Juan, de su muerte como padre; el poeta es hijo de su dolor, de su carencia. La poesía insiste y se revela como el enigma del ausente, de lo imposible, de lo inexplicable: “árbol sin hojas que da sombra”. Ausencia, siempre presente, siempre amada.
este aroma de vos/¿sube?/¿baja?/ ¿viene de vos?/¿de mí?/¿en qué otro me debería convertir?/¿qué otro/ de mí/ debiera ser/ para saber/ ver/ los pedazos de mundo que en silencio juntás?” (fragmento: “La Lejanía”, eliezer ben jonon)
La paternidad en Gelman es un principio y una responsabilidad ética, más allá de lo literario, como lo deja ver su poema “Juguetes” (Partes, 1963): “hoy compré una escopeta para mi hijo/ hace ya tiempo que la venía pidiendo /…/ Y escribo para alertar al vecindario al mundo en general/ porque qué haría la inocencia ahora que está armada/ sino causar graves desórdenes como espantar la muerte/ sino matar sombras matar/ a enemigos a cínicos amigos/ defender la justicia/ hacer la Revolución”.
Finalmente, en Hoy, su libro epigonal, los poemas dedicados a su hijo marcan también un punto final del diálogo consigo mismo. En el primero de éstos curva el eje temático para juntar sus extremos: “Desvío sin límite ni fondo ni virtud. Las mismidad es un espejo roto en tercera persona y oigo su mano dibujando un pájaro azul.” Ahí mismo resuena aquel poema “Carta” de Otros mayos, publicado en 1963: “te escribo en un hojita de papel/ caída del cuaderno de mi hijo/ con una baca un vurro/ sumas restas/ esta carta que enviaré jamás/ tiene delicias y tristezas/ y cuando la leías/ te ponías muy dulce/ porque yo no escribía nada/ pero cantaban los pájaros/ azules de la izquierda”.
Quedaba, sí, la biografía que Gelman pretendía y deseaba escribir para aclarar asuntos delicados de su participación política y de la muerte de su hijo. Concluyo con unas líneas inéditas de Juan: “La primera mañana de mi clandestinidad porteña tomé un taxi, una revista descansaba en el piso con el siguiente titular de tapa ‘La trama negra de la subversión en Europa’ y adentro el artículo con una foto mía a toda página de cuando era más joven, sin bigote y gordito. No debía acercarme a Marcelo. Hice bien entonces, hice mal ahora, nunca lo volví a ver.”

domingo, 17 de febrero de 2013

Lêdo Ivo. El último poema

17/Febrero/2013
Jornada Semanal
José Angel Leyva
 

Bajo el calor intenso de Ciudad Juárez, Lêdo Ivo aseguraba que “La nieve y el amor” era su último poema. No conocí a Lêda, su compañera; al escucharlo pensaba en las fotos donde aparecían exultantes: Lêdo y Lêda. Él quería leer el poema esa noche de septiembre de 2009, y por alguna razón que sólo él supo, me pidió que le ayudara a traducirlo al español. Acepté la complicidad vencido por la sonrisa traviesa de sus ochenta y cinco años de edad. Jorge Lobillo, uno de sus primeros traductores en México –el primero fue Carlos Montemayor en 1980, con La imaginaria ventana abierta–, afirma que han aparecido otros poemas inéditos de Lêdo en España; el autor sostuvo siempre que ese fue su poema final.
No recuerdo con certeza el año que conocí a Lêdo. La dedicatoria de su Poesía completa tiene fecha de 2005; ya antes nos habíamos encontrado en Bogotá y seguiríamos coincidiendo cada año en algún lugar de Hispanoamérica, donde él sería más conocido y publicado que en su propio país, donde era miembro de la Academia Brasileira de la Lengua. No presumía de humildad ni de reconocimiento, no exigía reflectores ni los rechazaba, tampoco pedía condiciones especiales por su rango o por su edad.
Solía leer los mismos poemas efectistas: “Las viejitas de chicago”, “El ratón de sacristía”, “Los murciélagos”, “Los pobres en la estación”.  Su humor, su carácter empático y su apariencia lo hacían encantador, cómodo, entrañable. En Lima, una hermosa actriz colombiana cada vez que lo veía con su traje azul oscuro y sus tenis de adolescente, se le acercaba y le decía: “Yo a usted lo empaco y me lo llevo.”
El crítico Assis Brasil nos aleja de esas anecdóticas situaciones del poeta para colocarnos en la Perspectiva  poética de Lêdo, como lo hace Iván Junqueira en el Estudio Introductorio de las Obras completas (más de mil páginas), cuando advierte que emerge de una generación inmediata al modernismo brasileño, con otros grandes como Ferreira Gullar y João Cabral de Melo Neto. Assis nos conduce por su biografía crítica desde el convencimiento de una obra que se despliega por la transgresión y la modernidad, sin perder su preocupación por la realidad y la libertad creativa de la lengua, del lenguaje. Junqueira, por su lado, afirma que el vasto aparato discursivo de Ivo en la poesía sólo puede ser producto de un amplio registro escritural y de una erudición volcada en sus ensayos, en sus novelas y en sus traducciones del francés. No obstante, califica a Lêdo de poeta esencialmente elegíaco. De hecho, uno de los libros favoritos de éste era precisamente Réquiem. La melancolía de sus versos suele acompañarse de una particular ironía, algunas veces mal interpretada. Su famoso poema de "Los pobres de la estación", me consta, causó la ira de personas que no supieron interpretar ese sarcasmo; suponían que era una mofa clasista. En mayo de 2012, Antonio Cisneros, en su Lima natal, reivindicó el texto y ambos lo leyeron en portugués y español, respectivamente, entre las risas y los aplausos de un público multitudinario que Cisneros calificó de pobres, pero no de humor. Cómo imaginar que esa lectura era ya la despedida. Meses más tarde nos sorprenderían y dolerían sus muertes.
Lêdo me contaba aquella mañana en Ciudad Juárez, mientras traducíamos el poema, que su madre era una indígena nordestina y que él recordaba su infancia como la verdadera patria, en la atmósfera del Maceió de su niñez, en el suelo blando y pegajoso, en el olor de la pobreza y la herrumbre del astillero abandonado, en la disentería y el aleteo de los murciélagos. Sí, esas mismas imágenes de su poema “Mi patria”, que no se reconocen en la lengua portuguesa, sino en los primeros años de su vida. Me quedaba claro por qué esa nostalgia de geografías ajenas, de visiones, de la nieve, del saco roto de Fiodor Dostoievsky en el despertar de la imaginación y la lectura; luego, tras muchos viajes y ausencias, llegar a conclusiones sencillas:  “Es necesario tener un oído muy fino/ para oír la música de la nieve cayendo, casi en silencio/ como el roce de ala de un ángel –en el supuesto de que los ángeles existan–/ o el estertor de un pájaro./ No se debe esperar la nieve como se aguarda el amor./ Son cosas diferentes. Basta abrir los ojos para ver la nieve/ caer en el campo desolado. Y ella cae sobre nosotros,/ la nieve blanca y fría que no quema como el fuego del amor”.