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sábado, 13 de mayo de 2017

Geografías excéntricas de Juan Rulfo

13/Mayo/2017
El Cultural
Alejandro Toledo

El carácter excepcional de la obra de Juan Rulfo (1917-1986) lleva a los críticos a observarlo desde dos perspectivas extremas: aislar la obra de su contexto literario y cultural (al considerarla, como dijo Tomás Segovia, un “puro milagro”) o presentarla como imitación directa de otras escrituras. En los dos casos se falla (al reducir al personaje a un solo aspecto, sea la originalidad silvestre o el supuesto plagio), pues un autor es la summa tanto de sus vivencias como de sus lecturas, y en Rulfo esto no corre en paralelo sino que está perfectamente imbricado: lo que fue, lo que leyó... e incluso lo que vio y escuchó.
No todos los caminos llevan a El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), pero sí hay unos que muy claramente avanzan en esa dirección. Transito ahora algunos, desde mi perspectiva no muy frecuentados, no para restar originalidad a esos títulos; se trata sólo de asomarse a lo que pudo haber contribuido al desarrollo de una obra ciertamente breve mas de tal manera sustanciosa (o sustancial) que llevamos ya varias décadas intentando descifrarla (y así seguiremos). Y revisaré además cómo esa misma descolocación pudo haberse extendido a otros ámbitos.
Una influencia probable, ya examinada por Douglas J. Weatherford, es la de la cinta Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, que presenta grandes semejanzas con Pedro Páramo. En el ensayo final del Tríptico para Juan Rulfo (2006, recopilación coordinada por Víctor Jiménez, Alberto Vital y Jorge Zepeda), el especialista estadunidense revisa esos contactos entre filme y novela. Queda la duda de si Rulfo vio la cinta, pues no hay testimonio de que así haya sido. Ésta se estrenó en la Ciudad de México el 6 de junio de 1941, y habrá llegado a Guadalajara semanas o meses más tarde. Allá o acá, tuvo que haberla visto, dado su gusto por el espectáculo cinematográfico.
Aun cuando se carezca de esa certeza (el documento que pruebe que Rulfo vio la película), algunas señas parecen indicar que sí hubo acercamientos; por ejemplo, el que en unos primeros apuntes Susana San Juan recibiera el nombre de Susana Foster, lo que la emparenta con Charles Foster Kane, el protagonista de la cinta, y Susan Alexander, su segunda esposa.
Del ejercicio comparativo se obtienen numerosas coincidencias. Cito a Weatherford:
Para ambos protagonistas la notoriedad personal es transitoria, ya que la modernidad nacional llega a significar la pérdida de su poder. Xanadu se transforma en un mausoleo y Comala en una tumba. Además, como metáfora de su decadencia, ni Kane ni Páramo dejarán un heredero. La extinción de la línea familiar en ambas obras sugiere que el carácter nacional ha cambiado y que hombres como Pedro Páramo y Kane han llegado a ser reliquias cuyo lugar ya no se encuentra asegurado en el mundo moderno. Ninguno de los dos textos ha de ser leído como una afirmación de las virtudes del siglo xx. No obstante, cada uno parece indicar que la muerte del personaje principal masculino —símbolo de un orden social, político y económico superado e injusto— ofrece la oportunidad de un nuevo comienzo.
Está, también, el asunto de la infancia robada o perdida: a Kane le ocurre cuando su destino es puesto en las manos de un banco y un tutor, circunstancia que lo aleja de sus padres; en Pedro Páramo está la orfandad temprana, que es un golpe fuerte. Ambos, a pesar de su rudeza, sienten nostalgia por aquel universo en que crecieron, en un caso representado por Susana San Juan, la compañera de juegos; y en el otro a través de Susan Alexander, por una esfera de nieve encontrada en la habitación de ella y que traslada a Kane, en la memoria, al paisaje de su niñez y al trineo Rosebud, su último recuerdo antes de morir.
Además de todo lo que se puede encontrar al comparar la novela con el filme, que es mucho, las fechas encajan, ya que Rulfo pudo haberse encontrado con la cinta justo cuando en su mente se cocinaba el proyecto novelístico, por lo que Ciudadano Kane puede ser considerada una de las muchas influencias que contribuyeron a dar forma a Pedro Páramo.

Piedras y más piedras

Otra, sin duda, es Ramuz. En la edición moderna de Derborence (Nortesur, Barcelona, 2008) se incluye, en la contraportada, esta declaración de Rulfo: “[Me hubiera gustado escribir] sobre todo una: Derborence, del gran narrador suizo Charles-Ferdinand Ramuz”. Es algo que dijo a José Emilio Pacheco en aquella entrevista (“Imagen de Juan Rulfo”) que se publicó el 20 de junio de 1959 en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, y que in extenso se lee así:
La sola enumeración de mis preferencias me llevaría muchas horas. Leo tanto y tan desordenadamente que por eso no aprendo. Antes de tomar la pluma abro un libro de Hamsun. Su lectura me baja a la tierra, me vuelve al origen. Hay muchas obras que me gustaría haber escrito, pero sobre todo una: Derboranza, del gran narrador suizo Charles-Ferdinand Ramuz, tan despreciado y tan desconocido.
Por el título que da (Derboranza), se ve que leyó la primera versión al castellano (Editorial Juventud, Barcelona, 1947; la publicación original es de 1934), a cargo de Carlos Ventura. Rulfo, que era alpinista, habrá disfrutado un libro sobre las montañas. Éste abre con una conversación en una cabaña entre un hombre viejo y otro joven, en la que este último casi no habla, que es un anticipo de “Luvina”. La charla ocurre un 22 de junio hacia las nueve de la noche; y más tarde la montaña caerá sobre las cabañas de los campesinos y los enterrará, transformando a Derborence en un lugar de muertos.
Piénsese en este sitio (“inmenso agujero de forma oval”) como un antecedente de Comala:
Derborence es como la aparición del invierno en pleno verano, porque allí habita la sombra durante casi todo el día. Incluso cuando el sol está en su punto más alto en el cielo. Y no se ven más que piedras y piedras y más piedras.
Lo que sorprendió a Rulfo en Derborence no fue sólo la historia; sino además, o sobre todo, la forma de contarla: un modo de narrar a la vez seco y poético que parece nacer de las mismas rocas. Dice Déborah Puig-Pey Stiefel que un lenguaje-pulso, un lenguaje-respiración es lo que Rulfo encuentra en Derborence “en un pueblo desolado cuyo silencio bombea la sangre de los muertos”.
Una descripción como la siguiente tuvo un eco directo en la obra futura: “se dice ‘allá arriba’ cuando se viene de Valais, pero si viene de Anzeindaz se dice ‘allá abajo’ o bien ‘allá al fondo’”. En Pedro Páramo queda así: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”.
Algunas de las creencias que circulan en la novela del escritor suizo también tendrán repercusiones en Rulfo; como aquello de que los muertos pueden parecer vivos, aunque sólo sean sus espíritus los que deambulan:
Cómo se lamentan y se desesperan, pues no han encontrado el descanso. Tienen forma de cuerpo, pero sin nada dentro, y son carcasas vacías; sólo ellas hacen ruido por la noche, y se las ve, ¿verdad?
O bien:
Porque están con vida y ya no están con vida; siguen en la tierra y ya no están en la tierra. [...] A lo mejor tienen que pasar por el purgatorio en el mismo lugar donde murieron, pues murieron sin sacramento... Por eso vienen hasta aquí a quejarse ante nosotros... [...] Salen porque nos necesitan... A lo mejor nos ven y nos reconocen, aunque ya sólo sean aire...

Novelas poéticas

El juego planteado es un tanto alevoso porque tenemos las piezas del rompecabezas ya más o menos acomodadas... y lo complicado fue crear el rompecabezas. En ambos casos (Ciudadano Kane y Derborence), es como si dos estampas con escenas del todo distintas al superponerlas a Pedro Páramo coincidieran en muchos de sus elementos. Es decir, la relación no se da tanto en la superficie sino en su configuración; hay que imaginar a un joven Rulfo que asimiló esas experiencias artísticas (al ir a una sala cinematográfica o leer un libro) para integrarlas, consciente o inconscientemente, a una idea de novela que se cocinaba en su interior: una historia en fragmentos de un hombre que se hace poderoso mientras se aísla de los otros y termina muy lejos de sí mismo; otra sobre campesinos suizos resignados a vivir en un páramo que los aniquila... Y hay más.
Un día, Juan Rulfo le confesó al escritor argentino José Bianco que La amortajada (1938) de María Luisa Bombal era un libro que lo había impresionado mucho en su juventud. A partir de ello, Bianco propone: “Quizá en Pedro Páramo podríamos discernir alguna influencia de La amortajada”. Otro argentino, por cierto, Jorge Luis Borges, intentó convencer a la autora chilena de no escribir esa novela:
Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos. La zona mágica de la obra invalidaría la psicológica o viceversa; en cualquier caso, la obra adolecería de una parte inservible.
Y no ocurrió así: en lugar de eliminarse, ambos elementos (lo humano y lo sobrehumano) se fortalecieron. Acaso estemos ante una manifestación temprana del realismo mágico. Y tal vez, para seguir con el tono especulativo de Bianco, esa misma fórmula es la que da sustento a Pedro Páramo.
Hay otra anécdota de cómo Rulfo pudo encontrarse con La amortajada: refiere el crítico Emmanuel Carballo, quien fue vecino de Rulfo (vivían en el mismo edificio, en Tigris 84, entre Lerma y Pánuco, en la colonia Cuauh-témoc), que al corregir él para el Fondo de Cultura Económica pruebas de la Historia de la literatura hispanoamericana de Enrique Anderson Imbert, cuando llegó al punto en que se hablaba de María Luisa Bombal y su novela bajó corriendo al departamento de Rulfo y le dijo:
—Mira, Juan, lo que acabo de encontrar: lo que tú estás haciendo lo hizo María Luisa Bombal en La amortajada.
Cuenta Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana:
Esa mañana, juntos, nos dimos a la tarea de conseguir La amortajada, novela que en cierto sentido coincidía con la que Rulfo estaba escribiendo. La encontramos en la Antigua Librería Robredo. Rulfo la leyó de inmediato y cambió la estructura del libro. Estaba a punto de comenzar la Semana Santa, y Juan, a quien le habían extraído la dentadura, aprovechó esos días para escribir febrilmente una nueva versión de la novela. El personaje fundamental, Susana San Juan, desapareció y en su lugar surgió como protagonista Pedro Páramo.
Con Rulfo ocurre algo bastante extraño: quienes dicen haber estado cerca del proceso de escritura de su novela suelen contar historias delirantes o que no encajan del todo. Eso es prácticamente normal cuando se trata de Rulfo y Pedro Páramo. Acá lo tenemos, primero, refiriendo a Bianco su encuentro temprano con La amortajada; luego está Carballo, quien sitúa ese hallazgo alrededor de la Semana Santa de 1954... Puede ser.
¿En qué se parecen La amortajada y Pedro Páramo? Prima facie, en el hecho de que los muertos no están del todo muertos. La protagonista de Bombal tiene conciencia de su condición de recientemente fallecida; y así, hasta cierto punto liberada de la vida, narra un último proceso, en el lento camino del velorio a la tumba: “Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos”.
En Rulfo, claro, esa segunda muerte parece no tener fin: los muertos no mueren del todo, siguen su existencia en ese pueblo de fantasmas como si nada hubiera pasado, y suelen incluso tener coloquios entre ellos. Comala, diría Cyril Connolly, es una tumba sin sosiego.
La influencia mayor de Bombal, me parece, no está en esa afinidad argumental (aquello de que con la muerte arranque la historia), sino en la forma fragmentaria de concebir una novela. Tanto La amortajada como Pedro Páramo siguen ese régimen. Quizá Rulfo, si le creemos a Carballo, se sorprendió menos por la coincidencia de tratar con muertos-vivos que por la forma de narrar de Bombal, quien presumía de “hacer poesía con la prosa”, y su construcción en bloques como si se armara un prosemario. Una y el otro (o los otros, si sumamos a Ramuz) escribieron novelas poéticas.
Debe decirse, por último, que hay una diferencia radical entre La amortajada, profunda, entrañablemente femenina, novela de humedades; y Pedro Páramo, una novela más bien seca y masculina... que tiene, no obstante, esos pasajes en los que Susana San Juan expresa sus deseos más acuosos.

Lecturas formativas

En varias páginas de Apuntes de Arreola en Zapotlán (2004; segunda edición, 2014), de Vicente Preciado Zacarías, en donde se transcriben los dichos de Juan José Arreola sobre muchos temas, hay referencias a las que pudieron ser las lecturas formativas de Rulfo. Dos cree Arreola que fueron significativas: los escritores rusos posteriores a la Revolución y William Faulkner.
De este último asegura Arreola que sin duda Rulfo leyó El sonido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930) y ¡Absalón Absalón! (1936); y que el relato “Todos los aviadores muertos” anticipa su mundo de espectros. “Rulfo se entiende mejor a través de Faulkner”, dice Arreola.
En cuanto a los otros, expone que Guillermo Rousset Banda proveía al grupo de amigos ejemplares de la Revista de Occidente en la que aparecían traducciones de los rusos. Asegura Arreola: “Los cuentos rusos crean la atmósfera en la que se mueve su pensamiento y sus esquemas sintácticos”.
Y da algunos ejemplos interesantes: en Saschka Yegulev (1911), de Leonid Andréiev, “la banda de rebeldes le otorgó a Rulfo el sentido del lenguaje en comunidad y la imagen del héroe, prototipo del pantocrátor derrotado”; “El niño”, de Vsevakid, y Los tejones (1925), de Leonid Leonov, “le dieron el paisaje: Juan describe el llano jalisciense como los rusos describieron la estepa”; “El farol”, de Yevgueni Zamiatin, “le procuró a Rulfo el sentido de la fatalidad en el ser humano, principalmente en el indígena y el campesino”; en El tren blindado n. 14-69 (1922), de Vsevolod Ivanov, “está el flashazo, la instantánea como táctica narrativa”; y en “La vieja”, de Lidia Seifulina, “los diálogos tajantes de la madre y Antipka, el hijo, son patéticos; esquemáticamente iguales a los de Pedro Páramo”.

La llegada

Encuentro, también, algunas semejanzas (que pueden ser sólo eso) con La invención de Morel (1940), del argentino Adolfo Bioy Casares... Aunque quizá se trate de un principio en el que muchos relatos se parecen: la llegada de un hombre a un lugar (un pueblo o una isla) en donde empiezan a ocurrir sucesos que uno llamaría fantásticos o sobrenaturales, aunque en el caso de Bioy hay al fin una explicación que parece razonable o científica (la activación por la marea de un reproductor de hologramas). En los dos casos alguien vivo llega con los muertos y se integra a ellos.
También ocurre así en Aura (1962), de Carlos Fuentes, cuando el joven historiador ingresa a un edificio de la calle de Donceles, en el Centro de la Ciudad de México... El motivo del arribo al sitio encantado es frecuente en las novelas de caballerías; y la vuelta a casa tendría como fuente original, sin duda, la Odisea de Homero. En literatura todo avance es un retorno.
La influencia de Rulfo en la narrativa latinoamericana empieza a notarse en los años sesenta. Si se ha especulado aquí sobre los caminos que tomó Rulfo para llegar a Comala y alrededores, también puede pensarse en aquellos que lo siguieron. Uno fue el mexicano Fernando del Paso, cuya novela José Trigo (1966) tiene, entre muchas otras fuerzas motrices (Joyce o Faulkner), un enorme aliento rulfiano. Y otro es José Donoso, quien en El lugar sin límites (1966) lleva a un fundo (o hacienda) de Chile la base rulfiana de un cacique que controla la vida de todos los que viven ahí.
Lo rulfiano también se desarrolla en la narrativa del escritor chihuahuense Jesús Gardea, más en el modo de escribir (un ritmo, una respiración) que en los temas, en un orbe simbólico (heredero de Comala) que es Placeres.
Pero éste, el de la influencia de Rulfo, es un tema que acaso habrá que explorar con mayor detalle en el futuro.
Y en cuanto a sus lecturas, uno siempre se quedará corto. En la exploración la biblioteca se amplía de forma considerable: dos o tres títulos se transforman en docenas de ellos. El lector de Rulfo sabe que atrás de cada línea hay una summa de experiencias vitales y toda una literatura, que pudo ser leída ordenada o desordenadamente pero que ahí está. En este recuento apenas apareció, al paso, el noruego Kunt Hamsun, del que también gustaba Efrén Hernández, maestro de Rulfo.
En Noticias sobre Juan Rulfo (2004; segunda edición, 2017), Alberto Vital agrega a los nombres de Ramuz y Hamsun (sin considerar en primera instancia a Bombal, Faulkner o a los autores rusos) a Jean Giono, Rainer Maria Rilke y Hermann Broch, para decir:
Por eso el concepto de influencia no basta para acercarse a Rulfo: no se avanza cuando sólo se busca rastrear y demostrar tal o cual eco en los cuentos o en las novelas, como si el autor no hubiera tenido el propósito de hacer que los lectores percibieran justo las resonancias de varias literaturas; de hecho, allí se encuentra uno de los efectos y de los secretos de Rulfo: en una capacidad de síntesis para reunir en textos breves registros que aprovechan, depurándolos, legados fundamentales del repertorio literario.
Y no se ha hablado aquí de la literatura mexicana, y en específico la novela de la Revolución o la novela cristera, que Rulfo conoció muy bien. Todo esto (y más) quedó fundido en un par de libros que sólo en ese sentido, como concentración de un destino y sus estímulos artísticos, es un puro milagro.

lunes, 8 de mayo de 2017

Rulfo y sus biógrafos

Mayo/2017
Nexos
Alejandro Toledo

Como toda historia rulfiana, ésta empieza con la muerte… O quizá antes, pues Juan Rulfo (1917-1986) fue su primer biógrafo, y debe reprochársele su inexactitud, por ejemplo al referirse al lugar y año de nacimiento, que a veces es Apulco o San Gabriel o Sayula y en 1916, 1917 o incluso 1918, como si el afán por hacer ficción, una vez que cerró la obra, se hubiera extendido al relato de su vida. En las entrevistas le gustaba sorprender con lo que hoy llamaríamos “verdades alternas” sobre su presente y su pasado.
Esto crea un raro principio de incertidumbre en torno a su persona y sus escritos. Incluso en algo tan aparentemente simple como enlistar sus títulos se arman discusiones instantáneas: unos dicen que es autor de un libro de cuentos (El llano en llamas, 1953) y una novela (Pedro Páramo, 1955), no más de eso; y otros agregan, como segundo trabajo novelístico, El gallo de oro (1980), escrito para el cine. Un hilo suelto más: la palabra “Llano”, ¿se escribe con mayúsculas o con minúsculas? Hay defensores de una y otra forma.

Arreola, biógrafo equívoco

Al correr por el mundo la noticia de su muerte a los 67 años de edad —el martes 7 de enero de 1986 en su casa de la calle Felipe Villanueva 98, departamento 301, colonia Guadalupe Inn, Distrito Federal—, los reporteros se encontraron con la obligación de contar a los lectores quién fue y qué hizo. Un libro que refleja ese momento es Los murmullos: antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo (1986), con materiales seleccionados por Alejandro Sandoval, Felipe de Jesús Hernández y Arturo Trejo Villafuerte.
Se incluye ahí una crónica de Carlos Monsiváis sobre lo que aconteció en el velatorio de la agencia Gayosso de Félix Cuevas, en particular lo que decía ahí, hablándole a la viuda y otros dolientes, Juan José Arreola. Éste contó de un día, en la Sala Manuel M. Ponce, de Bellas Artes, en que Rulfo participó en un ciclo confesional, y pidió que subiera Arreola para que hablara de él; y ocurrió que lo que decía Arreola, lo contradecía Rulfo; que tal cosa no pasó en ese pueblo sino en este otro; que Fulano no se ordenó de sacerdote…
Y se crea aquí un nuevo laberinto, pues si Rulfo gustaba reinventarse, ese desapego por lo cierto (o amor a lo simbólicamente exacto, diría Borges) era también natural en Arreola. ¿Cómo pedir “verdad” en lo narrado a dos extraordinarios fabulistas? Por su cercanía con el personaje, en los meses siguientes el autor de La feria y Confabulario se convertiría, a los ojos de los reporteros, en fuente primaria para saber de Rulfo; pero debe entenderse que lo que Arreola decía de Rulfo, en este caso decía tanto de uno como del otro y acaso poco verdadero de ambos.
Así, con esta idea de visitar a Arreola para que retratara a Rulfo, fue como se presentaron, el jueves 23 de enero de 1986, Vicente Leñero, Armando Ponce y Federico Campbell en un departamento de la calle Guadalquivir, colonia Cuauhtémoc, Ciudad de México, para una larga charla que luego Leñero presentaría como “entrevista en un acto”. El libro se llama ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987).
Arreola será, pues, un biógrafo equívoco de Rulfo (como el mismo Rulfo lo era), o una fuente para saber de él cosas hasta cierto punto ciertas… como aquello, que debe ser pura invención (porque se ha investigado, y el original del Centro Mexicano de Escritores, que Rulfo ya había entregado cuando se topa con Arreola, es similar al del Fondo de Cultura Económica), de cómo Arreola manejó las cuartillas del manuscrito como si fueran naipes y dio su forma definitiva a la novela, para decirle: “No te hagas bolas, Juan: Pedro Páramo es así”.
Otra antología periodística que toca aspectos biográficos es Rulfo en llamas (1988), con materiales aparecidos en el semanario Proceso, con temas variados: los indígenas, el homenaje del Estado y el conflicto con el Estado (cuando dijo que en México se había logrado la tranquilidad y se habían evitado los golpes de Estado gracias a la corrupción y el enriquecimiento de los generales, lo que ameritó incluso una corrección presidencial), los 30 años de Pedro Páramo, la polémica con la editorial Grijalbo (al publicarse la antología Para cuando yo me ausente) y la muerte.
Uno de los hijos, Pablo (en entrevista con Armando Ponce), habla de lo que era convivir con el silencio rulfiano: “Lo que afectaba es que no hubiera… comunicación. Pero era de él ese espacio. Y muchas veces no hay por qué compartirlo. Hay cosas íntimas que no se pueden compartir. Quizá él no pensó si lo compartía o no. Él era así. Básicamente era un ser melancólico. Eso se respira donde vivió, en los paisajes de su infancia. Ahí sólo se puede cuidar vacas o ser melancólico”.

Alteraciones y omisiones

Dos biógrafos tempranos fueron Ramiro Villaseñor Villaseñor (Juan Rulfo: biobibliografía, 1986) y Federico Munguía Cárdenas (Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo, 1987), investigaciones regionales hechas con la intención de buscar el dato duro básico, como las actas de registro y bautismo. Según el primer documento, ante el teniente coronel Francisco Valdés, presidente municipal de Sayula y encargado del Registro Civil, el día 24 de mayo de 1917 compareció el ciudadano J. Nepomuceno Pérez Rulfo, casado, agricultor de 28 años de edad, originario y vecino de esa ciudad, quien expuso “que en la casa número 32 de la calle de Francisco y Madero nació en 3er lugar y a las 5 de la mañana del día 16 del actual el niño que presenta vivo a quien puso por nombre Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno”.
Según Munguía, en el segundo documento el nombre varía: Carlos Juan Nepomuceno. Por otra parte, la premisa de Villaseñor es de nuevo inevitable: que la biografía de Juan Rulfo está llena (y lo estará perpetuamente, agrego) de alteraciones y omisiones.
Novelar la vida del escritor es lo que buscó la catalana Nuria Amat en Juan Rulfo (2003), título inserto en una colección de Vidas Literarias. Encuentra un símil que parece afortunado con el escritor suizo Robert Walser. Dice: “Walser, como ocurre también con Rulfo, es un artista. No es un intelectual. Asume que no tiene nada que decir ni escribir aparte de lo que ya ha producido. Se siente acosado por la sociedad y los editores. Y sus reacciones son intempestivas en estas situaciones sociales. Tanto Walser como Rulfo se sienten víctimas de conspiraciones de amigos y editores. Se sienten perseguidos”.
No con esa intención ficcional, pero en la práctica ejecutándola, aunque sin buen estilo, Juan Ascencio realizó Un extraño en la tierra (2005), con un subtítulo alarmista al parecer sugerido por los editores: Biografía no autorizada de Juan Rulfo. (Uno se pregunta: ¿no autorizada por quién? La respuesta viene más adelante.) Parte del principio de que trató a Rulfo, como apoderado legal y confidente, y por ello debemos confiar en lo que narra. Recrea, por ejemplo, aquella cena en casa de José Luis Martínez en la que al parecer tuvo Rulfo un altercado con Octavio Paz, quien lo zarandeó. Y vuelve al final, Ascencio, a la funeraria Gayosso y a Arreola, a quien, en una escena bufonesca, uno hincado y el otro de pie (la escena muy cerca del féretro con los restos mortales de Rulfo), Fernando Benítez perdona todos sus pecados.
Hay también un intento exhaustivo por recoger todo lo que se ha escrito sobre el jalisciense, con un amplio rastreo bibliohemerográfico, en Un tiempo suspendido: cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo (2008), de Roberto García Bonilla, que es un modelo para armar, pues se deja en manos del lector discernir si lo que se recoge es posible o imposible. Acepta las diversas versiones que puede haber, de nuevo, sobre el nacimiento del escritor (entre muchos otros temas), incluso dichas por él, como esta que dio a Jorge Ruffinelli: “Nací en un pueblito muy poco conocido, Apulco, el 16 de mayo de 1918, pero muy poco después nos fuimos a San Gabriel”.
Según el crítico e historiador José Luis Martínez (citado por García Bonilla), en la región decir que se era de Sayula implicaba la mayor injuria e incluso se llegaba a los golpes. “Entonces, Juan hizo toda una serie de enredos para distraer la atención y negar así que hubiera nacido en Sayula”.
En cuanto a asuntos polémicos, en Un tiempo suspendido hay esta entrada referida a 1964: “La doctora Emma Dolujanoff confirmó al autor de esta cronología —en una conversación telefónica (en junio de 2002)— que el escritor estuvo en el sanatorio Floresta, de Tlalpan […], sometido a ese tratamiento [antialcohólico], aunque se negó a dar más datos sobre el tema. Nuria Amat afirma —también sin abundar— que en el Floresta, Rulfo recibió una cura antialcohólica. Ciertamente, este y otros hechos en la vida del escritor sólo se comprobarán con documentos hasta ahora desconocidos”.

O no sé qué

Y, por último, hay un libro reciente, Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016), de Cristina Rivera Garza, que indaga en áreas que la autora considera poco exploradas. Este tomo amerita una revisión más detallada, porque tiene sombras y luces. Entre lo desconcertante se dice, con cierta ingenuidad, que Rulfo, “en tanto empleado de empresas y proyectos que terminaron cambiando la faz del país [durante el alemanismo], fue parte de la punta de lanza de la modernidad corrupta y voraz que, en nombre del bien nacional, desalojaba y saqueaba pueblos enteros para dejarlos convertidos en limbos poblados de murmullos”.
Como apunta Nuria Amat, Rulfo era artista, no un intelectual… y los trabajos que tuvo fueron alimenticios, sobre todo ante la urgencia de cumplir con sus responsabilidades familiares. Acusarlo, así, de colaboracionismo, o de que puso su fama de escritor al servicio del gobierno, es en este caso errar el tiro. Hay acusaciones indirectas a cargo de personajes secundarios: una nativa de Luvina, Oaxaca, señala a Rulfo por haber desprestigiado a su localidad, mas la del autor jalisciense es una Luvina irreal, no geográfica, y eso parecen no tenerlo claro ni la autora ni su informante; o la asistenta de un archivista lo tilda de cómplice de aquellos que reubicaron pueblos en Veracruz para la construcción de una presa…
En esos temas falla Cristina Rivera Garza. Ella insiste en que buscó hablar de su Rulfo, suyo de ella, con una rara comunión de amor y odio, enfrentado a esos extraños claroscuros: una narrativa vibrante y original que entra en contradicción, para ella, con sus múltiples chambas oficiales.
(Antes de entregar esta nota ha sucedido que la Fundación Juan Rulfo acusó al libro de Rivera Garza de ser difamatorio; y se pidió a la Universidad Nacional cancelar los homenajes del centenario que se realizarían durante la Feria del Libro y de la Rosa porque en el mismo espacio se presentaría Había mucha neblina… Es un libro con el que se puede no estar de acuerdo, pues tiene fallas claras; sin embargo, la censura está fuera de lugar y, contra lo pensado, como un bumerang, está ayudando a que el libro sea tomado en cuenta. No hay mejor publicidad que la censura.)

La biografía oficial

No obstante los prejuicios que pueda haber contra la Fundación Juan Rulfo por vigilar (a veces con celo excesivo) el nivel de lo que se escriba sobre su autor (y con atención al uso del nombre “Juan Rulfo” como marca registrada), en lo editorial no ha hecho mal las cosas. Y el título más completo (y más aterrizado) es sin duda el de Alberto Vital, Noticias sobre Juan Rulfo (2005), considerado como la biografía oficial, de la que se anuncia para este 2017 una nueva edición, aumentada y corregida. Vital va a los documentos y fija, o intenta hacerlo, una vida de por sí esquiva; las fotografías son un apoyo básico. Tuvo acceso a los archivos personales y se llega a estar muy cerca del personaje. Pese a ello, el escritor impone siempre la duda. Aquello del lugar de nacimiento Vital lo resuelve de modo salomónico: “Si Juan Rulfo nació en Sayula, su lugar electo fue Apulco”.
En una página puesta a manera de prólogo en Noticias sobre Juan Rulfo, la viuda, Clara Aparicio, marca ese terreno variable y ondeante en el que se mueven los biógrafos de su esposo. Dice: “Hay tantas incógnitas en la vida de Juan que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras”.
Esto refuerza, para doña Clara, lo que Rulfo apuntó: “Nadie ha recorrido el corazón de un hombre”.
De estar entre nosotros tal vez haría lo que hizo en la Sala Ponce con su amigo Juan José Arreola: invitar a los biógrafos a relatar su vida, para enseguida dedicarse a contradecirlos.

sábado, 25 de marzo de 2017

Una conversación asombrosa

25/Marzo/2017
El Cultural
Alejandro Toledo

La posibilidad de reunir en volúmenes su columna Inventario le causaba verdadero espanto a José Emilio Pacheco (1939-2014), pues implicaba, para él, un ejercicio infinito de reescritura. En verdad al emprender la faena se hubiera puesto a revisar cada artículo y una primera serie de errores detectados (pues incluso Homero dormita) lo habría conducido al abismo... Además, la columna era work in progress: tenía que escribir la de esa misma semana, que le exigía, como le habían exigido las demás, un examen bibliográfico exhaustivo y una concentración absoluta. ¿Cómo detenerse para revisar todas las anteriores? Era como si hubiera navegado de Veracruz a Cádiz (o viceversa) y casi al llegar a puerto, luego de librar una penúltima tormenta, se le pidiera reconstruir el viaje.
Con seguridad muchos le preguntamos cuándo reuniría el Inventario; y la respuesta, el gesto instantáneo del escritor ante la posibilidad de iniciar algún día esa tarea, recordaba el pasaje más conocido de aquella novela de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) que adaptó para el cine, como Apocalypse Now, Francis Ford Coppola, y que uno fija en la mente con el rostro y la voz, al fin, de Marlon Brando: “¡El horror!” La empresa, por intensa y extensa, quedaba prácticamente descartada, pues José Emilio Pacheco, que respetaba el texto periodístico y entregaba a él lo mejor de su conocimiento y su pluma, tenía más respeto aún por lo que guardan los libros. El salto del semanario, un medio por esencia efímero o con fecha de caducidad casi inmediata, a las páginas de un volumen, era para él realmente mortal.
Su rigor era como el de Leonardo da Vinci: obstinado. Yo le presenté un día la primera edición de El principio del placer (1972) y recordó al instante que en la página 117, sexta línea de arriba abajo, decía “compararlo” en vez de “comprarlo”. Marcó la errata con su pluma fuente. Ante mi ejemplar de Las batallas en el desierto (1981; cuarta reimpresión, 1984) hizo algo similar: reconstruyó el arranque del capítulo siete (página 36), que decía: “Hasta que un día de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español”, y debía decir: “Hasta que un día nublar de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaban al español”. Es decir, agregó con su pluma fuente la palabra “nublar” y la ene a “llamaba”.

CUATRO DÉCADAS DE LA VIDA EN MÉXICO

Por otro lado, seguro sabía de la presión por recoger en libro la columna. Muchos consideraban que era necesario hacerlo. El proyecto se parecía a lo realizado por el mismo Pacheco al colaborar en la reunión de los escritos periodísticos de Salvador Novo para la serie La vida en México, que abarcó varios periodos presidenciales, e incluso podría haberse empleado ese título, porque lo que se cuenta en la antología de Inventario (Era/El Colegio Nacional/Universidad Autónoma de Sinaloa/UNAM, 2017, en tres tomos) prolonga la empresa de Novo al narrar, en cierto modo (aunque la visión geográfica es amplia, con asientos en lo latinoamericano o, mejor, lo hispanoamericano), la vida en México en tiempos de Luis Echeverría y los presidentes que le siguieron, por cuatro décadas, hasta nuestros días.
Curiosamente, Pacheco inicia su labor cuando está por morir Novo, quien deja este mundo el 13 de enero de 1974; y acaso hay ahí un paso de estafeta. Y el límite para José Emilio Pacheco es el último texto, al que le puso el punto final la noche del 24 de enero de 2014 (a cuatro décadas casi exactas del fallecimiento de Novo) luego de tropezar con unos libros y lastimarse la cabeza. Ese fue su “golpe de dados” (diría Mallarmé), el libro como salvación y condena, que esta vez sí abolió el azar.
Cuenta Pacheco (el 2 de junio de 1974) el chiste aquel sobre la corpulencia de Chesterton, según el cual en un ómnibus el escritor británico cedió el asiento a tres señoritas; acá, para realizar esa tarea pendiente de compilar el corpulento Inventario se precisó de cuatro editores (Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas) y un equipo de corrección (con los mismos más Virginia Ruano y Marcelo Uribe). No estaba José Emilio Pacheco para tomar la pluma fuente y cazar la errata.
¿Se actuó como hubiera actuado el escritor, con ese mismo rigor obstinado? Parece que sí, las erratas son mínimas. La compilación puede ser considerada el acontecimiento editorial del año, porque Inventario, lo sabíamos antes y se confirma ahora (con los tres volúmenes en el escritorio), fue más que una columna semanal. Pacheco creó un género a caballo entre el ensayo, la crónica y la creación literaria. Cuando abordaba un asunto tenía el compromiso (con él mismo y con los lectores) de saberlo todo sobre ese tema (lo que se había dicho antes y lo que marcaban las indagaciones más recientes) y decirlo con la mayor claridad expresiva, en su mejor español. Iba siempre a contrarreloj, con un inevitable calendario semanal; aun así, entregaba el texto más adecuado que definía el acontecimiento principal (histórico, social o cultural) de esos días.
Esta asombrosa compilación de saberes y definiciones sobre la época que nos tocó vivir, que se mueve entre la gloria artística y el sobresalto político (sus marcos de referencia), será, ahora, libro de texto o de cabecera, el que muchos querrán llevarse a la isla desierta.

CAPACIDAD DE REACCIÓN

Prima facie (en la revisión, que no lectura a fondo, del Inventario), debe anotarse que una constante es la increíble capacidad de reacción del escritor ante los sucesos significativos. Veamos: el 11 de septiembre de 1973 los militares y la CIA ejecutan un brutal golpe de Estado en Chile y dan muerte al presidente Salvador Allende; el 15 de septiembre, en el suplemento Diorama de la Cultura, del diario Excélsior, publica una breve aunque sustanciosa historia chilena, que ofrece el contexto más amplio posible en el que se dio, o por el que se dio, la asonada.
Días después, el 23 de septiembre, muere Pablo Neruda, en circunstancias que aun ahora no son del todo claras; el 30 de septiembre, en el mismo suplemento cultural, Pacheco revisa a profundidad su obra poética. La escritura ocurre siempre desde el presente. Pacheco (o JEP, su alter ego) no pierde de vista el día (y la hora) en que vive. Desde ahí tira la sonda para capturar instantes del pasado reciente o remoto. Responde al acontecimiento o se anticipa a conmemoraciones y celebraciones. Escribe a un siglo de la muerte de Manuel Acuña o seis siglos de la muerte de Petrarca, en el centenario de Chesterton, Machado, Jack London, Apollinaire, José Asunción Silva, el teléfono y un largo etcétera, el sesquicentenario de Tolstoi o en los dos siglos del nacimiento de Lizardi o los ciento veinte años del nacimiento de Oscar Wilde. El lunes 6 de julio de 1987 recuerda que el lunes 2 de julio de 1967, justo veinte años atrás, apareció en las librerías mexicanas Cien años de soledad, de García Márquez, con la portada del galeón encallado en plena selva.
Como se vio en el caso de Neruda, reacciona del mejor modo a la muerte inesperada. Fallece Novo, ya se dijo, la noche del domingo 13 de enero de 1974 y Pacheco publica el 20 de enero una nota que es resumen de lo que era entonces Novo para los mexicanos y lo que había sido para las letras:
Se enterró bajo pálidos honores oficiales al Cronista de la Ciudad y al Premio Nacional de Letras 1967. Sólo hubo silencio en lo que respecta al poeta incomparable, al primer ensayista de su generación, al gran periodista, al desacralizador, explorador, democratizador que a través de los medios masivos llevó la cultura de élite a todo el que tuviera la buena voluntad de acercarse a ella.
Del proyecto de La vida en México, por cierto, JEP dice de Novo lo que puede aplicarse al mismo JEP de Inventario, pues asegura que ahí figuran
... muchas de las mejores páginas de la prosa mexicana; páginas admirables por su agilidad, precisión, encanto, sabiduría sin esfuerzo, destreza para crear y recoger nuevas palabras [...] En las líneas de Novo no se escucha la voz que predica, amonesta, señala el camino: su tono es el matiz de quien conversa libremente con su amigo múltiple y sin rostro.
Otro ejemplo: muere Rosario Castellanos el 7 de agosto de 1974 y el 11 ya se podía leer la revisión que hacía de su obra poética, narrativa y ensayística:
Cuando pase la conmoción de su muerte, y se relean sus libros, se verá que nadie entre nosotros tuvo en su momento una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y de mexicana ni hizo de esta conciencia la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo.
Sabía decir las palabras justas en el momento justo. Tenía un sentido de la oportunidad que iba más allá de la urgencia periodística, pues podía en pocos días apropiarse del tema, reseñarlo desde sí mismo (encerrado en ese universo complejo que era su biblioteca), con la suma de sus lecturas y sus experiencias vitales.
Esa capacidad es puesta a prueba el 29 de noviembre de 1983 cuando mueren, en un avionazo en el aeropuerto de Barajas, en España, Ángel Rama, Jorge Ibargüengoitia, Manuel Scorza y Marta Traba, y el Inventario respectivo se dilata más de un mes. Escribirá (el 2 de enero de 1984):
Los libros de los muertos nos hablan desde la muerte. Las fotos de los muertos nos miran desde la muerte. Es doloroso escribir de ellos ahora y resulta imposible quedarse en silencio. Han pasado cinco semanas desde aquel intolerable amanecer de Madrid y uno sigue pensando en los amigos muertos. De nada sirven los recursos tradicionales del apunte necrológico. Decir: vivirán en sus obras, nos dejan el consuelo de su memoria, una gran parte de lo que hemos sido muere con ellos, es cierto y es inútil. No tenemos poder alguno contra esas dos palabras que presiden nuestras vidas y nuestras muertes: nunca más.
No obstante, sabrá dar a cada uno su lugar en la historia latinoamericana. Y la cifra de sus contribuciones, por el modo exacto como se les describe (cuatro destinos concentrados en un brillante Inventario), dará algo de consuelo ante la pérdida:
Si los muertos pudieran escuchar lo que los vivos dicen, sabrían los cuatro que sus obras y su memoria nos acompañarán mientras estemos sobre esta tierra que es más pobre y es más triste sin ellos.

VARIEDAD ESTILÍSTICA

Otro rasgo notable es la variedad estilística. Es digno de señalarse la cantidad de géneros a los que recurre. Lo usual es el modo que la academia llama “lógico expositivo”, propio del artículo de opinión, la columna o el ensayo. Cuando se cansa de ello, y a doscientos años de su muerte, escribe (el 10 de julio de 1978) ya no sobre Jean-Jacques Rousseau sino como, o desde, Rousseau, quien lleva la voz cantante, resucitándolo JEP para describirnos:
Vi en el México de 1978 una desigualdad más atroz que la padecida en la Francia de mi tiempo. Vi la miseria de muchos y la opulencia de unos cuantos. Vi la ley distante del interés común y flexible a los intereses de los pocos. Vi la política separada de la moral de que debiera ser inseparable. Vi amos y esclavos y en ningún lado pueblo soberano. Vi ansiedad, deseo de perjudicarse unos a otros, alcanzar el propio beneficio a expensas de los demás y obtener la abundancia y lo superfluo a cambio de la desgracia de muchos...
También (el 17 de julio de 1978) se viste de León Toral, el asesino de Obregón, y cuenta su historia personal del magnicidio... un asunto que desarrollará JEP en varias columnas.
Más: arma un encuentro (el 16 de julio de 1979) entre Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, El Nigromante, en una banca de la Alameda, y los pone a dialogar. Y hace lo mismo, pero con Amado Nervo y López Velarde (el 1 de diciembre de 1980), quienes comentan, desde ultratumba, la Asamblea de jóvenes poetas de México de Gabriel Zaid. Y también conversan, por JEP (el 10 de abril de 1980), Alfonso Reyes y Gabriela Mistral.
El 26 de noviembre de 1979 el Inventario presenta una serie de prosas poéticas, o poemas en prosa, en mínimo homenaje a Juan José Arreola, entre las que aparece, acaso por vez primera, aquella aventura de JEP al convertirse en amanuense de Arreola por el armado, o dictado, del Bestiario. Lo apunta ahí y tal vez olvida que lo contó, pues volverá sobre ello, sorprendido (el 10 de diciembre de 2001), cuando halla una nota de Christopher Domínguez en su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX en la que se le describe así, como amanuense de Arreola.
Incluso dirá: “Nunca oculté la historia, aunque tampoco hice nada por difundirla, y me llamó la atención que pudiera saberla alguien nacido cuatro años después de los acontecimientos”.
Lo que seguramente pasó (ahora puede uno darse cuenta) es que Christopher leyó ese primer bosquejo publicado en el Inventario de 1979.

RULFO, HUITZILAC Y DEL PASO

Entre sus columnas más citadas está (en el tomo I de esta antología) la del primero de agosto de 1977 en que reseña las Obras completas de Juan Rulfo de la Biblioteca Ayacucho de Caracas. Sale al paso de lo que llamó una “administrativa calumnia”, según la cual Rulfo no pudo concluir solo Pedro Páramo y tuvo que recurrir a la ayuda de Alí Chumacero (que habría recibido en el Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe cercano a las mil cuartillas) o Juan José Arreola... Unas cincuenta veces había escuchado JEP esas teorías delirantes y otras cincuenta veces “la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra”. (Y aún ahora hay despistados que vuelven a esto, en un asunto que ha sido muy estudiado.) Otro de sus grandes hits es la crónica de Huitzilac, publicada el 3 de octubre de 1977, en conmemoración de lo ocurrido los días 2 y 3 de octubre de 1927, medio siglo atrás, que en una versión un poco más afinada abrió el libro La sombra de Serrano (Proceso, 1981). Esta historia interesaba a JEP, en gran parte, por el breve aunque digno papel que tuvo en ella José María Pacheco, su padre (mas ese parentesco, acaso por pudor, no se consigna en la crónica), el que, como recordaría luego el mismo JEP
... aun bajo amenaza de fusilamiento se negó a firmar un acta que hiciera aparecer como resultado de un “consejo de guerra” la matanza del general Serrano y sus acompañantes en la carretera de Cuernavaca.
En su columna sobre Noticias del Imperio de Fernando del Paso (4 de enero de 1988), nos damos cuenta cómo pudo darle ya un valor amplio, permanente, a lo que era entonces una novedad literaria:
Noticias del Imperio no está hecha nada más para ser leída; está hecha para ser habitada semanas o aun meses enteros. Si sus ejes geográficos son dos de las grandes ciudades del barroco arquitectónico, Viena y México, si el modelo de su prosa son las grutas de Cacahuamilpa, donde Carlota encontró el perfil infernal de Dante, el dibujo que esta novela recorta contra la tempestad de la historia es la silueta de un castillo. Noticias del Imperio es la novela de los castillos —Schönbrunn, Miramar, Chapultepec, Bouchout— y tiene como ellos ventanales, salas del trono, pasillos, comedores, letrinas y albañales; la ambición de tocar el cielo y elevarse por encima de los demás y el descubrimiento final de que todo es polvo y ceniza, tierra hecha con los despojos de las víctimas del poder.

EL SÍNDROME DE NAZARET

Como Noticias del Imperio, esta antología de Inventario no está hecha nada más para ser leída y releída; hay que habitarla semanas o aun meses enteros. Es el trabajo de cuatro décadas y, a la vez, la concentración de una vida enteramente dedicada a las letras, aunque también a la historia. Si el nivel de exigencia personal, semana a semana, era muy alto, la calidad se mantiene en esa cima. Rara vez pierde el estilo, aunque lo hace, cuando caricaturiza, por ejemplo, uno creería que innecesariamente, al ensayista y bibliófilo Adolfo Castañón.
De todo lo que comenta tiene JEP los pelos en la mano. No hablará nunca de oídas. Cada línea ha sido pensada y repensada. Es casi imposible hallarlo en falta; y cuando ocurre, es él mismo el que se corrige, columnas adelante. Era un espíritu crítico con una fuerte dosis de autocrítica, algo inusual en nuestro medio.
Un ejemplo de su visión exigente y actualizada: en 1979 publica Premiá las Cartas de amor a Nora Barnacle de James Joyce, traducidas por Carlos Millet y con prólogo de Sergio González Rodríguez... y sabe JEP (como escribe el 8 de octubre de 1979) que ese epistolario íntimo “no apareció en su integridad hasta que Richard Ellmann, suprema autoridad joyceana, editó en 1975 Selected Letters of James Joyce”; y según todos los indicios la traducción ofrecida por Premiá fue hecha sobre unos volúmenes anteriores de Letters. Las “cartas sucias” de Joyce en esa primera edición de Premiá son limpias, están curadas de espanto, no por censura sino por desconocimiento. Y JEP lo señala: “En todo caso, debe quedar claro que se trata de un descuido sin dolo por parte de Premiá y no de una concesión a la campaña antipornográfica”.
En una columna sobre García Márquez (del 13 de julio de 1987), atiende JEP las siguientes paradojas: que el escritor más admirado en Colombia sea Octavio Paz y en México lo sea García Márquez; que el más atacado en Colombia sea García Márquez y en México, Paz. Que a uno se le reprochara su castrismo y al otro su anticastrismo. O que los mexicanos propusieran para el Premio Cervantes en 1981 a Juan Carlos Onetti y los uruguayos a Octavio Paz.
Estas paradojas lo llevan a definir el síndrome de Nazaret, expresado en estos términos coloquiales: “Cómo va a ser el Mesías si es el hijo del carpintero y yo jugaba con él en la calle”. Dicho de otros modos: no reconocer lo que se tiene en casa; o aquello de que nadie es profeta en su tierra.
Esto no debería ocurrir, ahora, ante JEP y esta antología de Inventario, encarnación de un milagro que puede lograrse, cuando se tienen las armas adecuadas, en el espacio por lo común efímero de las páginas periodísticas. JEP operó esa magia: con él, en estos tres tomos que antologan su columna semanal (ensayo, historia o creación, en sus múltiples y sorprendentes metamorfosis), lo fugitivo permanece y dura.
Se asoma uno a Inventario (en una navegación primera, aunque con el recuerdo constante de cuando se leían las columnas en el ámbito del semanario) para percatarse de que el diálogo está recomenzando. Pasarán muchas décadas para que esta conversación termine. Habrá que leer y releer lo que hay en esta antología de Inventario (tres grandes tomos de la mejor crítica literaria) para seguirnos preguntando quiénes somos y qué hacemos aquí. Valórese, pues (y consérvese y atesórese), el radiante paso de JEP por el periodismo mexicano.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Efrén Hernández y los escritores raros

12/Noviembre/2016
El cultural
Alejandro Toledo

Según un dicho popular, lo raro es hermano, o primo hermano, de lo feo. Un coloquio universitario, celebrado en la Biblioteca Nacional, propuso a escritores y académicos reflexionar sobre la noción literaria de “raro”, que proviene, claro está, del poeta nicaragüense Rubén Darío, quien así, aunque en plural (Los raros, 1896), llamó a un libro suyo de semblanzas en el que figuran Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Villiers de l’Isle Adam, León Bloy y el conde de Lautréamont, por señalar sólo algunos.
Resumo algunos apuntes recientes sobre el tema y avanzo hacia Efrén Hernández (1904-1958).
No hay en Darío, como acaso pediría la academia, alguna definición de lo raro o los raros; ésta se conformará a partir de los retratos que hace de esas personalidades, y ciertas señas puestas aquí y allá. Sin embargo, el primer texto revisa El arte en silencio de Camille Mauclair, un “sano volumen”, escribe el nicaragüense, en el que el crítico francés ha agrupado “a varios artistas aislados”. Lo raro se manifiesta, pues (según lo que llevamos expuesto, con la bandera ondeante de Darío), por el aislamiento artístico, la decisión de realizar su oficio sin gran ruido: un arte que se crea en el silencio.
Julio Cortázar publica en 1962 una colección de brevedades titulada Historias de cronopios y de famas. Hay ahí una sección, “Ocupaciones raras”, que parece recordar a Darío, en la que se apunta: “Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”.
Cortázar aplicó algunas veces el término “cronopio” a personajes queridos por él, como Louis Armstrong o Felisberto Hernández. Diríase que uno y otro, el raro de Darío y el cronopio cortazariano, son básicamente la misma especie. A propósito de Felisberto y Macedonio Fernández, también se habla (en el volumen Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata, Julio Prieto, 2002) de “la ex-centricidad como opción deliberada de quedarse fuera —o en un ambiguo borde— de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o, cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término”.
Para encontrar a los raros, hay que hacer a un lado a las figuras centrales del hit parade literario, aquellas que parecen mandar (uso el término taurino) en la República de las Letras, y (sigo en la plaza de toros) atisbar en la sombra acaso al espontáneo que aguarda, oculto en el callejón, el instante en que irrumpirá en el ruedo, no para llamar la atención sino para provocar una ruptura. O hacia aquel que torea en plazas de mala muerte y lo hace sólo por el gusto de armar, ante el asombro de sólo unos cuantos (y quizá no con toros reales sino con carretones, estos artefactos construidos con fierros y cuernos), su propia fiesta brava.
¿Cómo aplicar estas raras nociones a la literatura mexicana? El lector, a su manera, también puede ser un cronopio; y no mira en el teatro a los que están al frente de la puesta sino a quienes parecen fungir como extras, pero que desde su perspectiva algo dislocada (aunque exacta) dan a la obra su razón de ser o su contexto. Mas seguramente ocurriría que lo que un lector-cronopio considere significativo a otro lector-cronopio, sentado así nomás a un lado, en el asiento de junto, le parezca intrascendente, y observe hacia otra parte o simplemente se aburra y vaya a conversar con el acomodador o el que vende las entradas.
Hace más de dos décadas, Daniel González Dueñas y yo publicamos Aperturas sobre el extrañamiento (Conaculta, 1993), en donde reunimos a cuatro figuras marginales, dos de Sudamérica (Felisberto Hernández y Antonio Porchia) y dos de México (Efrén Hernández y Francisco Tario). ¿Por qué Efrén Hernández y Francisco Tario son raros? En estas explicaciones la pluma se pierde un poco. Según la frase de Tolstoi que abre Ana Karenina, todas las familias felices son iguales pero las infelices lo son cada una a su manera. Así pasa con los cronopios: cada uno es raro a su modo, y esa sensación de excentricidad puede ser parte del personaje y su escritura pero también se agrega algo de aquel que lo separa del paisaje. Es decir: cada quien, cada lector, arma su propia lista de escritores raros.
La obra de Efrén Hernández no es muy conocida por el “gran público” (¿otra condición de lo raro?), él hizo de la distracción o la divagación un método; Tario, arquero de futbol y pianista, es uno de los precursores del relato fantástico en nuestro país. El primero, divagante en sus narraciones, construye en el aire de castillos imposibles; y el segundo, animador de objetos (el traje gris, el féretro) y animales (el perro o la gallina), es artífice de algunos cuentos magistrales (como “La noche de Margaret Rose” o “Entre tus dedos helados”).
De una vez despidámonos
Vuelvo a Efrén Hernández, cuya obra nos fue presentada (a Daniel González Dueñas y a mí) hace ya varias décadas por Marco Antonio Millán, quien dirigió la revista América, y un tiempo tuvo al propio Hernández como subdirector. De forma espontánea, cuando lo visitábamos en su casa, Millán solía recitar poemas de Efrén Hernández; y hacia el final de nuestras largas conversaciones le gustaba decir estos versos:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir ni adiós ya se
pudiera.
Al encontrar este poema en las Obras (1965) de Hernández, editadas por Alí Chumacero, me sorprendió la variación en el último verso, en donde el “decir ni adiós” se convertía en “decir mi adiós”, que lo oscurece. Leámoslo así:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir mi adiós ya se
pudiera.
Si convertimos estos versos en prosa, cual si se tratara de un ejercicio de traducción, queda claro que es mejor despedirse de una vez porque el destino, así como vino, sin saludar, puede marcharse, cuando ya ni adiós se pueda decir. Bajo estas reflexiones, y sobre todo con el recuerdo de la recitación de Millán, consideré que había ahí una errata, la eme por la ene; y me permití corregirla en el volumen I de las Obras completas (2007).
De esa experiencia de escuchar a Millán hablar de Efrén Hernández González Dueñas y yo armamos el retrato “Una figura en el paisaje”, incluido en Aperturas sobre el extrañamiento, a la vez base de La invención de sí mismo, que son las memorias de Millán (Memorias Mexicanas, Conaculta, 2009); y de oírlo recitar esos textos pasé, claro, a la búsqueda de las páginas impresas. Fue de nuevo por Millán, quien me regaló la primera edición del poemario Entre apagados muros (1943), espléndido trabajo de la Imprenta Universitaria, entonces bajo la dirección de Francisco Monterde (como se lee en el colofón), con grabados en madera ejecutados por Julio Prieto. Ahora que tomo ese libro entre mis manos se desprende una hoja suelta con tres párrafos que firma Octavio Blanco, hoja de la que no tenía recuerdo. Leo ahí:
Una extraña emoción sobrecoge al leer este libro. Algo como una inmersión en una atmósfera apagada, de misteriosas esencias recónditas. Estos poemas, bañados en linfas clásicas corriendo, circulares, hasta fundirse en las sombras vírgenes, dan, paralelamente, un gusto desconocido y turbador, a sueño sin dormir y una emoción antigua, como el temblor de aquellas fuentes “de semblantes plateados” nacidas en la lengua original de San Juan de la Cruz.
Ya por la pura parte formal de sencilla elegancia, de solemne trazo, por la calidad y riqueza en sordina de sus palabras, ganaría el autor un sitio eminente entre los poetas de México y América.
Frente a esa poesía híbrida y descoyuntada, desabrida y peligrosa, asentada sobre suelos extraños, nace, ejemplificando, la nueva voz de Efrén Hernández. Su pequeño libro pulcro, sus diecisiete poemas verticales se levantan para señalar un nuevo rumbo y oriente.
La hojita fue impresa con posterioridad e insertada en el volumen, con párrafos entresacados de un artículo aparecido en la revista Tiras de colores el 16 de julio de 1943.
No soy bibliófilo, no ando a la caza de primeras ediciones, pero conservo en mi biblioteca algunas muy apreciables, y casi todas me han sido obsequiadas. De Efrén Hernández tengo, además de Entre apagados muros, la edición de autor de Cerrazón sobre Nicomaco (1946), labor de la Imprenta Claridad, de los Hermanos Ramírez, con portada e ilustraciones del propio Efrén; y La paloma, el sótano y la torre (1949), edición de la Secretaría de Educación Pública, con portada e ilustraciones de Gabriel Fernández Ledesma.
No es toda la bibliografía original de Hernández. Si vamos al listado que de ella hizo Luis Mario Schneider, actualizado por Yanna Hadatty Mora para el tomo II de las Obras completas (2012), el comienzo es Tachas (1928), edición de la Secretaría de Educación Pública, con epílogo de Salvador Novo, al que le sigue El señor de palo (1932), editado por Acento.
El tercer libro en la bibliografía de Efrén Hernández es el volumen Cuentos (1941), edición de la Universidad Nacional Autónoma, cuyo colofón es ya un ejercicio efreniano. Dice:
El Lic. Andrés Serra Rojas pidió al autor la colección de sus cuentos, y gestionó y obtuvo el amparo e impresión de este volumen, de la UNAM. Límites de entendimiento y medios —el insuperable Nadie puede añadir un codo a su estatura— han obligado al propio autor a resignarse a compensar tan desusado acto de generosidad, con este vulgarísimo de hacer de su gratitud un documento de dominio público; pues está convencido de que el medio de expresión por excelencia son los hechos, y que si un renglón sincero es edificante, lo es inmensamente más un hecho asimismo sincero, y lo supera, con ventaja que no puede encarecerse, en fecundidad. —Se imprimió en la Imprenta Universitaria, bajo la dirección de Francisco Monterde, y lo ilustró Julio Prieto con la portada y nueve grabados en madera.
Son nueve relatos: “Tachas”, “Santa Teresa”, “Un gran escritor muy bien agradecido”, “El señor de palo”, “Un clavito en el aire”, “Incompañía”, “Sobre causas de títeres”, “Unos cuantos tomates en una repisita” y “Una historia sin brillo”.
En la edición de 1965 de las Obras de Efrén Hernández vienen esos mismos cuentos, en ese orden, más “Don Juan de las Pitas habla de humildad”, “Carta tal vez de más”, “Trabajos de amor perdidos” y “Toñito entre nosotros (Estampa)”. Yo agregué, en el tomo I de las Obras completas de 2007, “Animalita”, hallado en sus papeles.
Por razones que desconozco, en 1965 el tercer cuento cambió su título. Se llamaba, en 1941, “Un gran escritor muy bien agradecido” y perdió el gran en el camino para ser simplemente “Un escritor muy bien agradecido”. Podría ser una decisión de autor o de editor. Sería consecuente con Efrén, afecto a las cosas mínimas, restarle grandiosidad a su protagonista, Jacinto José Pedro. Habría que apoyarse, para sopesar bien el asunto, en el tomo Sus mejores cuentos (1956), de la Editorial Novaro, que se publicó con Efrén aún vivito y coleando.
Éste trata de un joven poeta que al anochecer, para espantar el hambre, sale a caminar por el ahora llamado Centro Histórico de la Ciudad de México. Ese día, o esa noche, se distrae y llega a deshoras a la casa en que vive para descubrir que olvidó o perdió la llave; por abrir la puerta la portera tiene fijada una cuota de diez centavos, que en ese momento el protagonista no puede pagar. Esto lo obliga a quedarse fuera y recorrer, hasta que amanece, las calles de la ciudad, apesadumbrado por esa tragedia menor, ruda para él, al percibir la soledad y la miseria, incluso con la intención, en algún instante, de hacerse daño, de atravesarse el corazón con su navaja.
Irrumpe aquí una curiosa comunión de “haches”: en cuentos como éste, Hernández nos recuerda a Knut Hamsun, el autor noruego, sobre todo en sus novelas iniciales, Hambre (1890) y Pan (1894), sobre seres que pasan noches en vela y rondan por las calles, pues en su caída social han perdido los espacios habituales para vivir. Y en “Un escritor muy bien agradecido”, precisamente en esta parte en la que el abatimiento parece vencer a Jacinto José Pedro, de pronto Efrén se refiere además al violinista ruso Jascha Heifetz, que le da una base musical a su escritura. ¿A qué suena la obra de Efrén Hernández? Suena a Jascha Heifetz. La “trinidad de la hache” estaría integrada, pues, por Hernández, Hamsun y Heifetz.
Mucho de lo que escribe Efrén tiene una base autobiográfica. La paloma, el sótano y la torre describe su infancia en León. En Cerrazón sobre Nicomaco refiere sus extrañamientos de la burocracia posrevolucionaria, tan corrompida entonces como ahora. Y en sus narraciones suelen aparecer, además, quienes lo acompañaron en su tránsito por el mundo. En “Tachas”, por ejemplo, se nombra al Tlacuache César Garizurieta, quien como juez de paz transformó el enamoramiento de Efrén por Beatriz Ponzanelli, una muchacha de la alta sociedad, y un romance que parecía imposible para el muchacho pobre, en un matrimonio legal (realizado en el balcón, con el Tlacuache y Efrén apoyados en una escalera de madera), que es aquello que subyace a “Una historia sin brillo”, el último cuento del volumen.
En “Un escritor muy bien agradecido” surge la pregunta: “¿Cómo había de quererlo alguien, si no tenía ni los diez centavos para pagar la puerta?” Y en “Una historia sin brillo”, aún en sus penurias, el héroe logra sacar a la dama del castillo y la instala en su muy humilde morada, como se lee al final de ese tomo universitario:
Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio, y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias.
Así que en Cuentos, en esas nueve narraciones que lo conformaron, está dibujada su historia, desde su paso por la escuela (con Orteguita, “el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos”), sus extravíos citadinos como poeta novel, hasta el momento en que logra sentar cabeza, como suele decirse. Brilla ahí Efrén Hernández con sus rarezas.

sábado, 2 de enero de 2016

Fernando del Paso, muerte y resurrección de la novela

Enero/2016
Nexos
Alejandro Toledo

En el último tramo del siglo XX se hablaba en Occidente de la muerte de la novela, que habría conquistado sus grandes cimas en los años veinte y treinta (con Joyce, Proust, Virginia Woolf y otros) para luego transformarse en oscuros ejercicios experimentales cada vez más alejados de la trama y del lector (el mismo Joyce con Finnegans Wake, Beckett y el nouveau roman), objetos literarios de difícil acceso. Un poco de acuerdo con este paisaje, Salvador Elizondo describía un periplo que iba de la Odisea de Homero al Ulises de Joyce, como una vuelta a lo mismo, cual si un círculo se cerrara, y lo que seguía era la imposibilidad narrativa. Un texto suyo, “El grafógrafo”, parecía cifrar ese callejón sin salida: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía…”.

Como se percató Fernando del Paso (ciudad de México, 1935), en Latinoamérica el cuento era otro. El boom y sus secuelas llevaron aire fresco a la novela y la hicieron ejercitarse (con Rayuela, de Cortázar, que avanza a saltos, o Cien años de soledad, de García Márquez, como refundación de un tiempo mítico). Cuando se le preguntó sobre esa presunta muerte de la novela, Del Paso, que ya había publicado José Trigo (1966) y Palinuro de México (1977), respondió con buen humor que se trataba, en tal caso, de los funerales de la Mamá Grande.

Piénsese ahora en otras obras mayores de esa época, aún surtidor inagotado: en España aparece Larva (1983), de Julián Ríos; en México, Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes, y Crónica de la intervención (1982), de Juan García Ponce… Más que novelas, novelones, trabajos de muy largo aliento a los que se vuelve una y otra vez. Quizá este ciclo cierre, de algún modo (o se continúe, porque cada gran obra es un fin y un comienzo), con Noticias del Imperio (1987), que será no sólo un éxito de ventas inmediato, llevando lo experimental al gran público, sino que además cruzará varios mares, vía las ediciones simultáneas en México y España o las numerosas traducciones, e instala de nuevo a la novela en territorios como el europeo, en los que parecía haber estado a punto de extinguirse, reconstruyendo a la vez un viejo diálogo.

Según el acta del jurado del Premio Miguel de Cervantes 2015, éste se le concedió a Del Paso “por su aportación al desarrollo de la novela, aunando tradición y modernidad, como hizo Cervantes en su momento…”, porque con Cervantes nace en nuestra lengua (y en otras, pues no se entiende a Laurence Sterne sin Cervantes, por ejemplo) la vía de la novela experimental. Y el cervantismo de Del Paso queda expuesto, además de estar presente de modo práctico en sus novelas, en su Viaje alrededor de El Quijote (2004), que es eso, un recorrido por la crítica quijotesca, y que arranca de este modo, como si reescribiera aquella otra historia: “Alguien, de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo acordarme, descubrió las enormes, irreparables pérdidas que sufrió el Occidente tras su encuentro con América”.

Del Paso fue un cronista de Indias a la inversa: con la historia de Maximiliano y Carlota mostró a los europeos un espejo mágico-realista. De forma inesperada, eso que creían lejano y extravagante, en sus lecturas de los escritores del boom, se convirtió en parte sustancial de sí mismos… y la agonía de la novela se transmutó, para decirlo con Gorostiza, en una muerte sin fin; o, para convocar aquí a Cyril Connolly, en una tumba sin sosiego.



¿Estamos frente a un genio? The Unquiet Grave (1944), tal es el título original del libro del ensayista británico en el que Del Paso se encontró (o reencontró) con el personaje Palinuro; aunque hay también un Palinuro en La feria (1963), de Juan José Arreola, un poeta de Guadalajara de ese nombre que visita el Ateneo Tzaputlatena y de cuya asistencia a ese círculo intelectual pueblerino se cuenta lo siguiente: “El resto de la velada fue más bien melancólico. Después de un breve periodo de entusiasmo y euforia, Palinuro cayó en una somnolencia profunda, como el piloto de la Eneida, y se quedó dormido con sus hojas de papel en la mano. Poco después se deslizó suavemente desde la silla hasta el suelo, y no pudo leernos sus poemas” (pp. 114-115, Mortiz, Serie del Volador).

En efecto, se trata del piloto de Eneas que en una noche de tormenta es vencido por el sueño y cae al mar para ser luego arrojado a una playa, en donde lo asesinan. Connolly asume al personaje virgiliano como un alter ego; y desde Palinuro arma un discurso ensayístico (en la tradición del Virginibus Puerisque de Stevenson) desde el que se observa el arte y la vida. Ahí habrá leído Del Paso esto que lo confirmaba en su camino: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”.

Connolly aconseja a los autores no distraerse en otros oficios relacionados con la palabra y dedicarse sólo a aquello que es su meta. “Los escritores enfrascados en cualquier actividad literaria que no presuponga el intento de crear una obra maestra”, escribe, “son víctimas de sí mismos y, a menos que estos autoaduladores se limiten a considerar aquellas actividades como su contribución al esfuerzo de la guerra, tanto los valdría el pelar patatas”.

Con la arrogancia del autor de una primera obra maestra, se había presentado en sociedad Fernando del Paso al aparecer, en la naciente editorial Siglo XXI, José Trigo. Al anunciar esa novedad literaria, en el suplemento La Cultura en México, en lo que llamaban una apasionante incógnita de nuestras letras, se hacía esta pregunta: “¿Estamos frente a un genio?”. Ello, la posibilidad de haberse construido entre nosotros una novela total (o el intento por hacerla), generó en los críticos una curiosa distancia; y el mismo Del Paso se puso a la defensiva. Dijo alguna vez: “Me interesan los juicios sobre mi libro, y a ellos reacciono con respeto algunas veces, con desprecio otras, en ocasiones con agradecimiento y en ocasiones con risa… Por otra parte, de la misma manera que acepto el derecho de los críticos de pensar y declarar que José Trigo es un libro informe, disparatado, me reservo el derecho de pensar y declarar que los juicios de quienes así opinan abundan en adjetivos que reflejan sus propias cualidades”.

¿Habrá logrado Del Paso ese objetivo del libro total en su primer trabajo novelístico? En Joyce, el avance de lo sencillo a lo completo es paulatino: arranca con los cuentos de Dublineses, sigue con una ficción de base autobiográfica, Retrato del artista adolescente, y sólo entonces se enfrasca en el proyecto de Ulises y cierra luego con Finnegans Wake. Del Paso quema etapas y desde el comienzo intenta su Ulises, una novela estructuralmente compleja y temáticamente ambiciosa. Mas José Trigo es eso (un ejercicio joyceano) y otras cosas: están los asuntos históricos, la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero; y hay otras presencias: el mito original en el que se sustenta (el equivalente a la Odisea para Joyce en Ulises) es la mitología náhuatl, algo que se revela sobre todo en esa sección intermedia que es El puente; y están también, claro, Faulkner y Rulfo.

Desde la perspectiva actual podemos valorar el universo creado por Del Paso ya como un todo, pues sabemos cuál fue su inicio y hacia dónde llegó. Y cabe preguntarse qué lugar ocupa en ese cosmos José Trigo. ¿Será ya la novela total o sólo un primer intento por acometer esa empresa? Escribió José Luis Martínez en 1968 en la Revista de la Universidad: “De cierto puede decirse que José Trigo es una novela ardua y problemática y que acaso el tiempo nos dé la luz con que ahora no sabemos leerla u olvide su laboriosa fábrica”.

El tiempo la ha situado como un comienzo. En términos de escritura, implicó un sofisticado taller de creación literaria. Hay quien aún cree que se le nota demasiado lo joyceano (monólogo interior, juegos de palabras, técnicas distintas en cada capítulo…); y hay quien la celebra todavía como una primera obra maestra de su autor. Sabemos que en la ars poetica delpasiana circulan, por un lado, la compleja elaboración verbal; y, por el otro, el trasunto histórico, la exploración de pasajes de la historia, avenidas que en José Trigo están ya perfectamente trazadas.



La deriva. Sin saber lo que ocurriría más tarde en esos territorios de Nonoalco-Tlatelolco, explora Del Paso una geografía también marcada por la historia. Las páginas finales de José Trigo están llenas de anuncios de lo que sucedió después, en la Plaza de las Tres Culturas, y quizá este hecho hizo que su autor, que dedica Palinuro de México al movimiento estudiantil de 1968, no considerara es espacio para el momento final de su protagonista.

Se inscribe esa novela en una serie narrativa que tiene su importancia, la de la novela del 68, acaso tan significativa y tan nutrida como la novela de la Revolución. Se ha mencionado antes Crónica de la intervención, de Juan García Ponce, retrato de ese año festivo y fatal; y de él es también La invitación (1972), novela igualmente marcada por el sueño, según este epígrafe de Novalis: “El sueño se hace mundo, el mundo se hace sueño”.

De ese ciclo convendría citar también Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora; y Muertes de Aurora (1980), de Gerardo de la Torre… Mas la lista es larga y llega hasta el chileno Roberto Bolaño, que en el año 1999 publica Amuleto, con la historia de aquella mujer uruguaya que se quedó encerrada en los baños de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma por el Ejército de Ciudad Universitaria.

En Del Paso el movimiento estudiantil es un contexto; la esencia del 68 está concentrada en ese departamento que se sitúa frente a la Plaza de Santo Domingo, en el despertar erótico de Palinuro y su prima Estefanía y en las aventuras por el Centro Histórico del estudiante de la Facultad de Medicina con sus compinches.

Entre uno y otro libro, entre José Trigo y Palinuro de México, pasa el autor por una experiencia hospitalaria inesperada y un empleo bien remunerado en una agencia de publicidad, estancias de las que sale vivito y coleando. Renuncia a los bienes terrenales y se lanza, cargando con la familia, primero a una estancia como escritor en Estados Unidos y luego a un trabajo menor en la BBC de Londres, todo para lograr sacar adelante su segundo tabique. En éste mezcla la autobiografía con la ficción; es el mismo funámbulo de la palabra, y es a la vez otro. No necesita demostrar su genio, lo que algunos creyeron detectar en José Trigo; mas sus habilidades prosísticas siguen siendo sorprendentes.

No hay ya una construcción, como la pirámide de José Trigo; lo que el personaje de Virgilio dicta es una deriva: la de una generación que se deja arrastrar por los sueños y con ellos muere.

Palinuro de México no es una crónica del movimiento estudiantil; los personajes apenas participan en esos acontecimientos. Hay incluso quien la ha descalificado como parte de ese ciclo novelístico al contabilizar las pocas páginas que a éste se dedican… sin embargo, representa cabalmente lo que animaba al 68. Podría equipararse con Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, que tampoco se dedica a contar la Revolución, pero que lleva al lector a entender por qué se dio la revuelta. O se me ocurre un símil cinematográfico: la cinta Los soñadores (2003), de Bernardo Bertolucci, cuya trama transcurre mayormente en un departamento parisino, con el trasfondo del mayo francés. En los tres casos no se narra el día a día de esas jornadas; pero está ahí retratado, concentrado, el espíritu que les dio fuerza y sentido.



Lo históricamente verdadero. En los años ochenta del siglo pasado había la fama de dos autores de lengua española que asumían el reto de equipararse, en sus búsquedas narrativas, con James Joyce. Uno era Julián Ríos, y el otro Fernando del Paso. Se les consideraba entonces como figuras de culto; sus obras no se recomendaban a los lectores comunes: había que tener la costumbre de visitar las grandes cimas literarias para acometer esa escalada… Pero ello era parte de un malentendido que el tiempo ha terminado por diluir.

Cuando Del Paso publica Noticias del Imperio se convierte en un inmediato bestseller, sea por lo atractivo de los personajes Carlota y Maximiliano, o por ese monólogo enloquecido (a lo Molly Bloom) con el que se arma la novela. Ello hace que los recursos más extremos del autor sean asimilados. Siendo ardua su elaboración, en Del Paso siempre ha habido, como lo hay también en Joyce y Ríos, humor. Aunque sean novelas complejas estructuralmente, y donde se usan recursos como la variación formal o se plasman las corrientes interiores de la mente, al final se trata de libros en los que algo se está contando, y donde siempre se crean situaciones divertidas.

Fue un gran salto, de una ironía extraña, el que un escritor exquisito se convirtiera, repentinamente, en un autor exitoso comercialmente. Y en ello se ha apoyado la circulación de sus dos primeras novelas y los ejercicios literarios que ha realizado después. Como si se tratara del avance de un cometa, hubo un tramo en el que su andar fue solitario, o limitado a unos pocos acompañantes; pero de pronto esa vía extraña se convirtió en una enorme galaxia, quizá excesivamente poblada.

No sé si quienes se asombraron con Noticias del Imperio abordaron con el mismo entusiasmo José Trigo y Palinuro de México. El compacto tomito de Siglo XXI de José Trigo hacía ardua su lectura; hasta ahora, editada por el Fondo de Cultura Económica, ha encontrado un continente apropiado. En cambio, Palinuro de México se volvió una pareja extraña de Noticias del Imperio en su tránsito por diversos formatos comerciales…

Esa tríada da cuerpo a la obra de Fernando del Paso. Coinciden en el interés por asuntos históricos: la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero en un caso; el movimiento estudiantil de 1968 en el otro; y la invasión francesa y el reinado de Maximiliano y Carlota, por último. A Del Paso le gusta dialogar con una frase de Borges en la que se confronta lo históricamente exacto con lo simbólicamente verdadero. Parece haber preferido esto último en las dos primeras novelas, cuando altera las cronologías e incluso las geografías (al ubicar, por ejemplo, la Facultad de Medicina aún en el Centro Histórico, cuando ya existía Ciudad Universitaria) para dar realidad a sus ficciones. En Noticias del Imperio juega doble: realiza una investigación exhaustiva; refiere escrupulosamente los hechos, y sólo a partir de ese piso firme de historicidad es que se permite dar entrada a la fantasía. Es decir, intenta ser históricamente exacto y, a la vez, simbólicamente verdadero.

Del Paso es, sin duda, un autor que se desborda. Podría uno entretenerse en sus tres novelones; o empezar a frecuentarlo por aquello que escribió luego de su jubilación como gran novelista, incluida la pieza policiaca Linda 67 (1995), sus poemas adultos e infantiles, el ensayo literario e histórico o sus dibujos. Si fuera un parque de atracciones, diríamos que cuenta con tres grandes espectáculos (enormes montañas rusas, a lo Tolstoi o Dostoievski), y luego algunas secciones menores que tienen, no obstante, el sello maestro de su escritura.

Habría que ubicarlo, sí, con Julián Ríos, y a la estela de Joyce, en esa nómina peculiar de los escritores excesivos.