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sábado, 8 de abril de 2017

Detective en el desierto

8/Abril/2017
Laberinto

Autor, humanista, músico
Por: Luis Xavier López Farjeat

La presencia de Sergio González Rodríguez en estos tiempos era esencial. Era capaz de pensar en las complejidades del mundo contemporáneo de manera profunda y crítica. Se caracterizaba por un espíritu autónomo, libre de prejuicios y moldes ideológicos. Pensaba por sí mismo, formulaba sus propias ideas y sus argumentos, algo que se echa de menos en muchos periodistas y columnistas predecibles. Fue un hombre de ideas dispuesto a encarar e interpretar prácticas, actitudes e ideologías que suponían un riesgo y una amenaza para la humanidad. Sus investigaciones bien conocidas sobre la violencia en México no son una mera concatenación morbosa de hechos perturbadores. Sergio trasladaba la crítica cultural, la teoría social y ciertas formas de comprender la filosofía, a la crónica periodística. Era capaz de construir horizontes de comprensión encaminados a analizar los fenómenos de manera detallada y en ocasiones ambiciosa. 

Como ya se vislumbraba en Campo de Guerra y en sus columnas periodísticas, le preocupaba, lo que él mismo denominaba, inspirado en Giorgio Agamben, el “ultracapitalismo de los dispositivos, las redes comunicativas y los sistemas integrados”. Nuestras más recientes conversaciones giraban en torno a la revolución tecnológica y sus repercusiones en la vida cotidiana. Coincidíamos en que los cambios tecnológicos plantean enormes dilemas éticos que apenas unos cuantos críticos y analistas empiezan a vislumbrar. Sostenía que la maximización de la economía, la expansión de las plataformas militares, la hegemonía mundial de las corporaciones y los intentos de homogeneización cultural, habían deteriorado desde hacía tiempo a la sociedad. Veía con claridad que los abusos actuales de la ciencia aplicada y la tecnología modifican nuestra forma de entender y valorar a los seres humanos: las personas somos unidades de un sistema (quizá de un entramado de sistemas) capaz de devorarnos a través de máquinas y dispositivos. Le inquietaba sobremanera el transhumanismo, la adopción de un horizonte post–humano en el que la biotecnología, la biomedicina, la nanotecnología, la informática y la inteligencia artificial terminarían degradando y aniquilando a los seres humanos. Parecería ciencia ficción si no fuera porque todo esto es cierto.

En nuestra última conversación le recomendé el libro Technology versus Humanity de Gerhard Leonard. Sergio había redactado un libro sobre ese tema, que fungiría como su tesis doctoral en Historia del Pensamiento. Pocos días después, en un nuevo prólogo para la tesis, había incorporado las reflexiones de Leonard. Sostiene en esa adenda que resulta decisivo alertar ante las amenazas que gravitan sobre el humanismo, de los riesgos enormes que corre la libertad de las personas, sus vidas, y la cultura en general. La reducción del humanismo, según sus palabras, deriva en la barbarie, la ignorancia, la injusticia, la falta de compasión, lo inhumano. Creo, lamentablemente, que ése es nuestro presente. La mirada de Sergio era esencial en tiempos tan decadentes porque más allá de sus diagnósticos controversiales,  intentaba articular una propuesta ética, un discurso que apuntaba hacia la revalorización del humanismo y el rescate de lo humano. 

Había estado leyendo al teólogo jesuita del siglo XX Henri de Lubac, autor de El drama del humanismo ateo (1943). En Lubac, Sergio encontró la prefiguración de nuestros tiempos: un ateísmo orgánico dispuesto a fragmentar el mundo y desplazar la imagen de Dios a la ciencia aplicada. En varias ocasiones le escuché decir que el anti–teísmo propiciaba un entorno idóneo para el anti–humanismo. Evocando a Vittorio Possenti y a Jacques Maritain, Sergio sostenía que para recuperar el valor de lo humano había que “recuperar el legado del humanismo medieval y Renacentista para abrirlo al mundo moderno sin perder lo esencial, el humanismo que une lo trascendental y lo humano en cada persona”. Confieso que me intrigaba su interés en algunos teólogos y filósofos cristianos que quizá muchos hemos leído de manera prejuiciosa. Sergio nos hará mucha falta, no solo como un crítico cultural, sino como un verdadero amigo de quien se aprendía a leer, a escuchar, a conversar, a debatir, a comprender, a convivir y a escuchar rock.



La vida cumplida
Por: Fernando Solana Olivares 

Reunía los dos atributos del escritor: sintonizaba y focalizaba. En un caso su deidad tutelar era Hermes Mercurio y en el otro Efesto Vulcano. Construía continentes literarios y los poblaba de una prosa casi exacta (nunca es exacta la prosa) como filigrana. Era agudo y penetrante, deliciosamente irónico, divertidamente sarcástico: una vez más, la inteligencia, soledad en llamas. Hicimos juntos, cómplices y solidarios, conspiradores, la primera época del suplemento La Jornada Semanal. El grupo era una genealogía del periodismo cultural. Al modo de un crepúsculo que entonces no parecía serlo, lleno de luces, textos, autores, edición, escritura, imagen, tipografía, y conspicuos participantes: Fernando Benítez, Héctor Aguilar Camín, Vicente Rojo, Efraín Herrera, Arturo Fuerte. Y nosotros dos, delirantes y felices editores. Sabía cosas insospechadas, contemporáneas al modo de Walter Benjamin, de quien heredaría la condición epistemológica del paseante cultural crítico, atento a los bajos fondos como sostén de los fenómenos humanos lo mismo que a los dobleces de las cosas, a la ausencia de sus presencias. Así hizo su libro esencial,Huesos en el desierto, ese osario incandescente sobre los feminicidios de Ciudad Juárez que estremece por el hondo abismo al que se asoma y también por su estructura compositiva. La misma gran virtud formal de A sangre fría, aquí depositada en una lectura de prensa y estudios afines acuciosa y extrema —solo relaciona— que establece lo que valiente y moralmente dice, además, de modo inferencial, implícito, en el gran reportaje de horror mexicano que es una esperpéntica novela realista que pavorosamente se lee como una narrativa hermosa e irremplazable. Ella lo pondría en riesgo personal. “Lee lo anotado en rojo si quieres entender lo escrito en negro”, comunica uno de sus epígrafes. La historia del presente mediante sus contrastes más atroces y personales. Periodista sagaz, intelectual perseverante y notablemente culto, memorioso, coleccionista de eventos, referencias, noticias, entre otras tantas hermenéuticas personales, hijo de su tiempo y a la vez intemporal cuando frecuentaba la escritura. Dejará un añorante hueco: no habrá quien lo llene. Nadie llena los huecos de nadie en esta oscura desbandada. Descanse en paz y satisfecho. Toda muerte es una vida cumplida.  




Un escritor inusitado
Alberto Chimal

Sergio González Rodríguez era un escritor inusitado. Al menos en el idioma castellano es, y seguirá siendo, un autor capital por sus investigaciones del mal auténtico, concreto, que traen la violencia y el abuso del poder, y que él reunió en una trilogía de libros entre el ensayo y el reportaje. Tres entregas con perspectiva cada vez más amplia: Huesos en el desiertoEl hombre sin cabeza, y Campo de guerra.  

En estos libros, la reflexión va de uno de los casos criminales más vergonzosos en la historia mexicana a un examen del crimen organizado y la descomposición del Estado, y luego a una visión escalofriante y lúcida “del plan estratégico de militarización del mundo, del modelo global de control y vigilancia” que hoy podemos ver  con claridad —si estamos dispuestos— a nuestro alrededor.

González Rodríguez lo comprendió todo mucho antes que la inmensa mayoría de nosotros. Y se empeñó en mostrarlo, en decir lo que ni el poder ni la sociedad estaban interesados en escuchar, y pagó por elloincluso, padeciendo en carne propia la misma violencia que denunciaba. En esta época de imposturas y bravuconerías, él fue una persona de temple verdadero.

Algo más, que a veces se olvida: lo que vuelve grandes obras no es solamente su arrojo y su capacidad de observación. González Rodríguez registró en numerosos lugares porciones de la realidad, hechos concretos de vidas concretas. Pero buena parte de la potencia, de la facultad expresiva de esa escritura, venía de otro lado: de su interés por el lenguaje mismo, y de su enorme pericia en las técnicas y los efectos de la ficción.

En esta época en la que está de moda despreciar con argumentos simplistas y fariseos la invención literaria, Sergio González Rodríguez hablaba de la “posibilidad en la literatura de reinventar la realidad” (como dijo en una entrevista con Diego Enrique Osorno). Este es un motor secreto de su obra: los relatos, las novelas y los textos experimentales —desde El plan Schreber hasta El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic—, que hubieran bastado para darle un lugar como un escritor erudito y excéntrico de la literatura mexicana, y que fueron el reverso (y a la vez la evidencia) del poder de sus ensayos y crónicas. Era uno de los grandes realistas, y también más complejo y más extraño que casi cualquiera de ellos: nunca dejó de creer en la capacidad del lenguaje para potenciar nuestra percepción de lo real; sus libros demuestran que tenía razón.

Sergio González Rodríguez sobrevivió al año nefasto de 2016, pero se ha marchado en un momento en el que probablemente nos hará mucha más falta. No ha disminuido la violencia que él estudió, y en cambio ahora estamos enfrentados a una amenaza adicional: el avance de una nueva embestida xenófoba dirigida contra nosotros desde los Estados Unidos, a la vez que presente en muchos regímenes de este mundo, que supuestamente estaba dejando atrás la idea misma del Estado nacional. Las convulsiones de los últimos meses terminaron con muchas de las certidumbres del siglo XX que aún se resistían a morir; estamos ahora en un territorio inexplorado de la Historia, sin los mitos y las ideologías que hicieron creer a muchas generaciones que comprendían el devenir de las sociedades. Nos va a hacer falta un Sergio González Rodríguez para ir indagando en este mundo nuevo y terrible: para trazar el nuevo mapa del presente.

Ojalá alcance la fuerza y la lucidez a quienes quedan ahora obligados a seguir su ejemplo, ya sin él.



El visionario
Iván Ríos Gascón

A nadie pasa desapercibido el carácter premonitorio de Huesos en el desierto. La exhaustiva investigación en torno de los feminicidios de Ciudad Juárez que Sergio González Rodríguez publicó en 2002, vaticinaba la hecatombe en la que México se embarcaría a partir del sexenio de Felipe Calderón. La corrupción, la impunidad, la bancarrota del Estado de derecho, el desgobierno institucional en contraste con el gobierno de facto del crimen organizado, la violencia de género, la fatal vulnerabilidad de las clases marginales y la descomposición del tejido social fueron los elementos con que González Rodríguez ensambló, apoyado en documentos, testimonios y evidencias, un relato perfecto del horror, el mapa de un territorio devastado que más pronto que tarde se extendería hacia otras regiones del país, porque solo el mal suele propagarse con tal eficacia y rapidez, sobre todo cuando ese mal se tolera, se fomenta e incluso se crea, en el núcleo de la sociedad: “A finales del siglo XX, el crimen organizado en México construyó un teatro de fantasmas y simulaciones que se prolongó hacia el XXI. La corrupción generalizada erosionó, hasta hacerlas casi inútiles, las más altas instituciones judiciales, militares y policiacas del país. Inútiles para su razón de ser, funcionales para el manejo escénico y el juego de apariencias de los que ha dependido hasta la fecha el crecimiento del narcotráfico en México a través de una estrategia de complicidades y protecciones”. Escritas hace quince años, esas líneas describen puntualmente lo que vivimos hoy. Y si leemos lo que sigue, llegaríamos al foco de la crisis sistémica que no solo no tiene solución probable sino que aún puede empeorar: “En los últimos quince o veinte años, se ha visto crecer el narcotráfico mientras el Estado abandonaba sus obligaciones básicas: la defensa de la ley, la soberanía, la paz social, el monopolio de la violencia. A cambio, y mediante el dispositivo de trasvasar las identidades, de prolongar la fantasmagoría que difumina o encubre la mano negra del poder público, se ha puesto el propio aparato del Estado al servicio de los negocios ilícitos. El mayor de ellos” (Huesos en el desierto, pág. 108)

Sergio González Rodríguez tenía vocación de hermeneuta, explorador, pensador y detective: a Huesos en el desierto le siguieron El hombre sin cabeza y Campo de guerra, su trilogía de los fenómenos extremos, y escribió también la crónica–ensayo Los 43 de Iguala, en el que confirma lo que ya había expresado en su libro sobre los feminicidios de Ciudad Juárez: la aciaga condición existencial de nuestra sociedad, en la que la barbarie es parte de la costumbre y la crueldad ya no es atroz ni abominable sino el ambiente que delimita la supervivencia.

Como ensayista, además de Los bajos fondos, el antro, la bohemia y el café y De sangre y solEl Centauro en el paisaje fue su obra maestra. Tributo a la lectura, al arte que erige ciudades imposibles y torres babélicas de la razón, El Centauro galopa sobre horizontes fatalistas con planicies donde lo imaginario, como decía Breton, tiende a volverse real, al igual de lo que suele pasar en sus novelas (El triángulo imperfectoEl plan ShreberLa pandilla cósmicaEl artista adolescente que confundía al mundo con un cómic, entre otros), porque Sergio González Rodríguez escribía con espíritu de arqueólogo y explorador, de rescatista, por ejemplo, aquella misteriosa historia de Wilfrid Ewart, el infortunado escritor inglés que murió en México la noche vieja de 1922, que Sergio recuperó en un artículo de 1989 y cuyas conjeturas entusiasmaron a Javier Marías al otro lado del Atlántico. 


Personaje de Roberto Bolaño en 2066, Sergio González Rodríguez tuvo incontables lectores dentro y fuera del país, se convirtió en un referente de la prensa y la intelectualidad, él mismo fue un lector insobornable (sus listas anuales de los mejores y peores libros publicados eran el hándicap con más rating en nuestra mullida república de las letras), un lector que ponderaba que nada es fortuito ni fugaz pues, visionario como era, lo explicó así en El Centauro en el paisaje: “los libros, como las medusas, las mujeres y los tranvías, llegan inevitables a cada quien”.


domingo, 3 de abril de 2016

La escritura invisible

3/Abril/2016
Confabulario
Alberto Chimal

Hace algunas semanas –durante un acto en una feria del libro; los detalles son irrelevantes– escuché a alguien preguntar si la escritura de minificciones no era algo sintomático de nuestra época. Si no se debía (lo repito como lo recuerdo) al auge de las comunicaciones digitales y en concreto de las redes sociales, que habría dado origen a una escritura fácil, desprovista de rigor y en general de nula calidad literaria, al contrario de la de un novelista.

Le contesté que no lo creía, y también que no se debía olvidar el hecho de que una gran cantidad de novelas –en realidad la mayoría– se escribe con poco o ningún rigor y es en general de nula calidad literaria. La discusión no siguió, pero desde luego esas palabras dejan ver prejuicios que existen todavía entre muchos lectores.

Los especialistas en minificción se han visto obligados a criticar esos prejuicios desde que empezaron a reconocer la práctica de la narrativa brevísima como algo distinto de la del cuento: un género en sí mismo, con rasgos propios que permiten reconocerlo. Y, como mínimo, ese reconocimiento comenzó en 1959, con la publicación de Obras completas y otros cuentos de Augusto Monterroso, que contiene las siete palabras de “El dinosaurio”. La popularización del uso de internet comenzó hasta mediados de los noventa, casi cuarenta años después, y para entonces la minificción estaba bien asentada en la literatura en castellano. No sólo tenía precursores reconocidos previos a Monterroso –de José Antonio Ramos Sucre o Julio Torri hasta Luis Vidales, Carlos Díaz Dufoo (hijo) o Nellie Campobello– y maestros indiscutibles como Juan José Arreola, José de la Colina, Ana María Shua o Guillermo Samperio: una cantidad notable de trabajos tanto de autores profesionales como de aficionados se podía encontrar en libros, periódicos y revistas, y ya se habían publicado varios de sus libros canónicos, incluyendo las antologías Cuentos breves y extraordinarios de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y El libro de la imaginación de Edmundo Valadés.

La idea de que la minificción se deriva del uso de Internet es un error, pues, debido a la desmemoria y quizá a la frecuencia con la que actualmente podemos encontrar en línea diferentes escrituras brevísimas.

Tampoco es que el paso de la minificción al mundo digital haya dependido de las redes sociales: por el contrario, se dio casi de inmediato, cuando las páginas web aún debían codificarse a mano y sin esperar la aparición de la tecnología de los blogs y o los primeros proyectos en línea de los grandes consorcios editoriales. Por ejemplo, uno de los primeros sitios literarios importantes de la red en español fue Ficticia (www.ficticia.com), fundado en 1999 por el narrador y periodista Marcial Fernández y todavía en línea, en cuyos foros se organizaron muy pronto talleres y concursos de microrrelato. Otras revistas, páginas personales  y colecciones tempranas –la mayoría, por desgracia, alojada en servidores gratuitos ya desaparecidos– incluyeron también minificción en sus contenidos de entonces.

Por supuesto, la facilidad creciente de publicación a la que ha llevado el desarrollo de las tecnologías de Internet sí ha ocasionado una especie de explosión de la escritura de narraciones brevísimas. Pero este crecimiento, al menos en el caso de la minificción, fue en principio un traslado desde el mundo impreso al digital y no una reinvención. Las características esenciales de la narrativa brevísima siguieron siendo las enunciadas desde el siglo pasado, que el narrador y académico mexicano Rogelio Guedea –apoyado en estudios de Lauro Zavala y Javier Perucho, entre otros– resume así en el prólogo a su antología El canto de la salamandra (2013): textos anfibios —como las salamandras—, que pueden verse contaminados por otras especies —aforismo, viñeta, poema en prosa, cuento— y breves —de no más de 200 palabras—, que apelan tanto a la pulsión epifánica, a los contrapuntos inter y metatextuales, así como también al recuerdo, la ironía o la metáfora.

Se debe recordar que las transformaciones de la escritura, la lectura y en general la relación de las culturas con el lenguaje, si se deben a cambios tecnológicos, son precisamente como esos cambios: siempre más lentas y complejas de lo que quisiéramos creer cuando las miramos en retrospectiva. En los años ochenta, cuando Gabriel García Márquez reveló que había comenzado a usar una computadora para escribir, muchos autores de aquel momento declararon con indignación que jamás abandonarían sus cuadernos argollados y sus Olivetti Lettera para utilizar aquellos aparatos absurdos. Su actitud parece risible ahora, pero el proceso de aclimatación a la nueva tecnología no podía ser de otra manera. De hecho, el principio del siglo XXI estuvo todavía marcado por un deseo de “normalizar” el uso de internet: volverlo menos extraño y menos inquietante para las grandes poblaciones formadas lejos de la informática. Era inevitable que las primeras tentativas de nuevos usos de la tecnología fueran adaptaciones del nuevo medio a las prácticas antiguas (o intentos de adaptación) y no al revés.

Por ejemplo, aquel fue el tiempo de la primera proliferación de la “novela por internet”, que se entendía como prolongación del género literario más convencional y que no pudo, en realidad, hacer que los nuevos medios de entonces se ajustaran a su forma, su extensión y su necesidad implícita de una lectura sostenida y constante. En cambio, la importancia que se daba entonces a la necesidad de crear contenidoque pudiera verse de un solo vistazo en una pantalla parecía ideal para la minificción existente entonces, y ésta pasó a la red con pocos sobresaltos.

Lo que deploraba la persona que mencioné al comienzo de esta nota eran las adaptaciones actuales de la escritura brevísima, que van en dirección opuesta a las de hace veinte años: procesos todavía en marcha de mutación, diversificacióndifuminación y trivialización. Todos estos fenómenos han llegado después de los primeros años de popularidad de los navegadores de internet, a causa de cómo ha cambiado nuestra forma de relacionarnos con los medios digitales.

La mutación más notable de la minificción actual tiene que ver con su tamaño: la mayor parte de los microrrelatos nativos de internet son hoy mucho más breves que sus antecesores impresos. Las 200 palabras propuestas por varios autores como límite más o menos arbitrario de una minificción caben perfectamente en la mayoría de las plataformas digitales, pero lo común es encontrar, más bien, párrafos mínimos, renglones solitarios, o sólo unas pocas palabras, adosadas a veces a una imagen o una etiqueta (hashtag). Hay quienes encuentran estímulo, en lugar de constricción, en el límite de 140 caracteres que es el rasgo más distintivo de la red Twitter; otros recuerdan el cuento de seis palabras atribuido (al parecer erróneamente) a Ernest Hemingway y crean variaciones numerosas de exactamente la misma longitud.

Y hay un fenómeno paralelo aún más interesante: quienes escriben minificción en línea no son solamente autores ya consagrados que migran del papel a las pantallas, ni tampoco nativos digitales que avanzan en sentido opuesto, es decir, de darse a conocer en línea a buscar validación o (beneficio económico) publicando libros. Entre unos y otros hay muchos autores aficionados, que no provienen de los medios tradicionales, no quieren llegar a ellos y de hecho rara vez tienen interés en convertirse en escritores profesionales. Esto es una diversificación de la escritura mínima, que se abre ahora a personas ajenas a los especialistas pero con prácticamente las mismas facultades que ellos para publicar en línea. Y es un fenómeno que sólo ocurre en los primeros tiempos de las tecnologías de medios, antes de que éstas sean cooptadas por gremios o sectores empresariales que las cierren y las vuelvan excluyentes. Podemos ver a este nuevo tipo de autores en comunidades digitales –unas veces espontáneas y otras organizadas, unas veces estables y otras no– cuyos miembros escriben entre todos sobre temas de su preferencia y en general mantienen sus publicaciones en internet: aunque algunas puedan pasar después a libros digitales o hasta impresos, la intención no es siquiera colocar los textos creados en un depósito digital “permanente”, para que no se pierdan en las constantes actualizaciones de las redes sociales. Este desinterés pone en entredicho las ideas convencionales sobre la permanencia de la escritura; las fuentes de muchos de esos textos brevísimos, al ser referencias de la cultura pop o rehechuras de ideas de moda, fuerzan a reconsiderar nuestras nociones de autoría y apropiación.

Al mismo tiempo, las fronteras entre la minificción y otras formas de escritura brevísima, de por sí difíciles de precisar, se vuelven aún más imprecisas cuando se observa que las comunidades en línea más grandes llegan a escribir textos legibles como minificción, acaso, sin proponérselo: sin otra aspiración que distraerse o jugar como parte de sus interacciones diarias en las redes. Se puede ver esta difuminación en juegos de ingenio, creación de memes, simples conversaciones y conflictos entre individuos; todas las herramientas de la minificción citadas en la definición de Guedea –referencias inter y metatextuales, memoria, metáfora, epifanía y, por encima de todas las demás, ironía– han sido adoptadas por personas que no conocen la minificción ni intentan practicarla. La narrativa brevísima, que en ciertas partes de la red se desarrolla, se trivializa en otras: se desliza a la expresión velada (pasivo/agresiva) del desencanto, la frustración o los enojos cotidianos, tan frecuente en interacciones en línea. Su carácter anfibio lo vuelve fácil.

Esto no significa que el anterior sea el aspecto más importante de las transformaciones actuales de la minificción. Lo es, en cambio, el resto de sus mutaciones, que son numerosas y abundantes por la facilidad que ofrece la red para la publicación, la revisión y hasta la eliminación de lo escrito. Por ejemplo, están los textos que, al llegar al límite del aforismo, se concentran en la textura misma del sustrato digital, y se convierten en un comentario de su propio contexto, del propio presente de la enunciación, como ocurre con los textos en Twitter de Cristina Rivera Garza y de una estela de autores más jóvenes, en especial ensayistas y poetas, que la siguen.

Esos textos limítrofes coexisten con otros que siguen atribuyéndose el deseo de ficcionar. Siguiendo la estela de las escuelas hispanoamericanas del microrrelato –muy diferentes de las de otros idiomas, y también a las de la narrativa impresa de la actualidad–, la minificción en sentido estricto de la red suele dividirse entre a) experimentos literarios donde destacan la intertextualidad y la imaginación fantástica, y b) estampas realistas con una mezcla de observaciones puntuales y conclusiones sentenciosas. Entre los creadores de estas variedades de historias se ha vuelto un modelo el trabajo de un narrador del primer grupo: José Luis Zárate, escritor que está llegando al canon desde los márgenes y justamente a causa del reconocimiento que reciben sus minificciones, creadas en series abundantes e ingeniosas, lo mismo alrededor de William Shakespeare que de Godzilla o de metáforas tomadas de la ciencia. Muchos de los que estamos en sus alrededores hemos seguido rutas diferentes, pero en cualquier caso nos anima el mismo impulso: aplicar el rigor particular de lo muy pequeño, por invisible que pueda resultar a algunos, en la creación de los pequeños reflejos de realidad que llegan a ser las minificciones plenamente logradas. Condensar el sentido de una realidad exterior (o interior) en lecturas que siempre se completan en los instantes posteriores a terminarlas, cuando la conciencia de quien lee alcanza al último eco de las palabras escritas y termina por ensamblarlas en una revelación o un sentido que parecía invisible.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Manifiesto del cuento mutante

Verano/2010
Luvina
Alberto Chimal

1
El cuento es antiguo pero no es una idea fija. El cuento cambia: se modifica: se adapta. Lo adaptan, a sus condiciones siempre distintas, quienes lo escriben y quienes lo leen. Habrá un momento en el que lo maten, también, o decaiga de manera irrecuperable, o desaparezca por indiferencia o por descuido. Por supuesto.
Pero todavía no. El cuento sigue vivo porque no se ha quedado aún sin un solo lector (evidentemente) y porque su forma no se ha agotado. He aquí parte de lo que ocurre ahora con esa forma.

2
Las preceptivas y teorías del siglo xix, que son todavía las bases de la discusión sobre el cuento actual, transformaron el género pero no lo inventaron. Hubo un tiempo en el que los cuentos —los más remotos antepasados de lo que hoy llamamos «cuento»— no se escribían siquiera: se memorizaban y se repetían de viva voz. El cuento no es breve para distinguirse de la novela, que es extensa, sino para aprenderse y repetirse más fácilmente: heredó la cualidad que lo define más claramente del tiempo anterior no sólo a la novela sino a la escritura, el de los orígenes del lenguaje, cuando comenzaron a inventarse y difundirse las primeras historias. Y ahora el cuento conserva esa brevedad aunque la brevedad haya perdido su sentido inicial, del mismo modo en que el cuerpo humano aún conserva —en el pelo que no lo abriga, en las capas profundas del cerebro— vestigios de sus antepasados animales. Más aún, la brevedad ya no puede perderse, como tampoco podría el cuento volver a ser oral ni a publicarse como se publicaba en el siglo xix. O en el xx.
La imagen más popular del cuento publicado es, en efecto, una idea obsoleta. La gran época de las historias individuales difundidas por medio de la prensa —las que dieron de comer a Edgar Allan Poe y a F. Scott Fitzgerald, las que completaron la fama de J. D. Salinger en los años sesenta— pasó y no va a volver. No es exactamente que el cuento se lea menos: de hecho todo se lee menos y la época se expresa, sobre todo, mediante imágenes: las historias escritas tampoco recobrarán jamás su antigua posición de privilegio.
Pero todo esto implica un cambio en nuestra relación con las historias breves. Antes, los libros de cuentos eran muchas veces reuniones de esas historias ya aparecidas en otros sitios, ya conocidas —incluso— por quienes las buscaban y las revisitaban. Ahora lo más probable es que el primer encuentro de cualquiera con un cuento sea en un libro o en otro tipo de serie, de colección, de reunión, que será percibida como tal. El medio no importa y ocurrirá lo mismo en los libros impresos que en los electrónicos, en las antologías académicas y en los archivos de un blog: en todos los casos la acumulación de los textos individuales, la impresión producida por el conjunto, puede llegar a contar tanto como el de cualquiera de los cuentos aislados.
Los cuentos como parte de un conjunto, como segmentos de un todo mayor, son una posibilidad de lectura distinta que trasciende, sin afectarla, la forma del cuento individual. El todo, como se dice, puede ser más que la suma de las partes. No importa si, al escribir una por una sus historias, el creador utiliza las reglas del cuento clásico al modo del siglo xix o si prefiere cualquier otra forma o técnica.
Los primeros pasos para utilizar este potencial expresivo se dieron durante el siglo xx. Hasta hoy, sin embargo, la mayoría de los ejemplos disponibles se valen, sobre todo, de una técnica que proviene de los orígenes de la novela actual en la Edad Media: el entrelacement (entrelazamiento), que consiste simplemente en introducir referencias o ecos de una historia en otra: intentar unificarlas todas en un solo mundo narrado que las abarque y en el que se pueda hallar —o inferir— cierta consistencia (1).La diferencia entre una novela y un libro de cuentos trabajado de este modo es que el segundo carece de una trama única y, en cambio, cada una de sus partes —cada cuento— puede, al menos en teoría, leerse aisladamente. A estos proyectos narrativos se les ponen a veces etiquetas («novelas-en-cuentos», «cuentovelas») que sugieren una fusión o una aproximación: las colecciones de cuentos se estarían convirtiendo en novelas, homogeneizando sus mundos narrados y a veces llegando a convertirlos en uno solo.
Para aclarar más la distinción entre las que podríamos llamar colecciones caóticas de cuentos (las más convencionales, que reúnen simplemente una serie de textos de un mismo autor, sin atención a su efecto como conjunto) y las «colecciones-novela», se puede considerar el entrelazamiento entre los diferentes segmentos del texto —que sería, evidentemente, notable en estas colecciones nuevas y más aún en las novelas convencionales, cuyos capítulos son divisiones de una única historia— y de la homogeneidad del mundo narrado. Se puede incluso intentar un esquema:

esquema 1

Esta división, sin embargo, tiene desventajas: no sólo sugiere una especie de «progresión» o gradación lineal del cuento a la novela (imposible, además, de medirse con precisión), sino parece implicar que el entrelazamiento es inseparable de la homogeneidad (o incluso la unicidad) de los mundos narrados; una lectura ingenua podría llegar hasta la conclusión de que ambos son lo mismo. En cambio, es posible considerar otra posibilidad: las colecciones de historias en las que hay entrelazamiento pero no homogeneidad de los mundos narrados.

3
Las podemos llamar colecciones mutantes: aquellas que en vez de acercarse a la forma convencional de la ilusión novelesca, con toda su solidez y su fuerza mimética, prefieren conservar la variabilidad de las colecciones de historias breves. Entre ellas no se crea la impresión de un «mundo común», fijo, anclado en descripciones, caracterizaciones y cronología consistentes, y el entrelazamiento se da en cambio por medio de temas, ideas, símbolos a partir de los cuales se crean variaciones. Claramente delimitados, los diferentes cuentos producen más fácilmente resonancias intertextuales porque éstas no se agotan en la tarea de reforzar una representación (o en la sugerencia de una representación, que de hecho es lo más que la literatura puede lograr). Además, se intensifica también el que podríamos llamar efecto de eco, que tiene lugar en toda narración breve: el vislumbre de implicaciones y asociaciones más allá de lo escrito que sólo puede llegar mientras las palabras escuchadas o leídas siguen aún en la conciencia del lector (2).
Las colecciones mutantes sugieren un espacio no físico sino conceptual que agrupa a las historias y que se encuentra en constante transformación: un espacio donde las ideas y el lenguaje pueden tener primacía sobre la representación «realista» sin necesidad de abandonarla. A la vez, considerar este tipo de colecciones permite modificar el esquema mostrado previamente y sugerir con él no un movimiento sino un campo: un mapa de las posibilidades de una colección de segmentos narrativos. En este nuevo esquema se puede suprimir la categoría de las «colecciones-novela» y adoptar, con más ventaja, la idea de las «colecciones ordenadas»: aquellas que tienden a sugerir un solo mundo ficcional pero no recurren al entrelazamiento.

esquema 2

Lo que se revela es un campo: un mapa de las posibilidades de una colección extensa de segmentos narrativos, en el que diferentes obras pueden situarse y diferenciarse. En él no sólo pueden compararse las diferentes orientaciones de las colecciones convencionales —o las variaciones entre libros de un mismo autor—, sino que es posible percibir acercamientos de la novela al cuento (y no al revés) e incluso descartar la jerarquía convencional. Diferentes textos «híbridos», o difícilmente categorizables por medio de la división binaria y tajante más utilizada (cuento/novela), pueden apreciarse más claramente:

esquema 3

4
Colecciones como Caza de conejos, La sueñera o Los sueños de la Bella Durmiente proponen estructuras y tratamientos inusitados: las tres mencionadas, respectivamente, son: una serie de variaciones —a veces contradictorias, a veces excluyentes— sobre una sola premisa fantástica; un conjunto de minificciones que toman como pretexto y lazo de unión la lógica de los sueños, y una serie doble —poemas y cuentos— entrelazada alrededor de muy precisas influencias de la literatura del fin de siècle. Además, son textos menos conocidos, incluso, que otros ejemplos de literatura experimental o vanguardista de la segunda mitad del siglo xx. Su relativo aislamiento en el mapa, como en las historias literarias, significa que el terreno del cuento mutante sigue siendo poco explorado: entre otros, éste es uno de los caminos que todavía queda por explorar para la narrativa breve. Puede intentar ese viaje el narrador que no esté interesado exclusivamente en reaccionar y acomodarse a los prejuicios actuales: las «muertes del cuento» que aparecen con frecuencia.

1.- El entrelacement se utiliza, por ejemplo, en el ciclo de la Vulgata artúrica, para ligar y unificar los materiales de diversas procedencias que lo forman (y que inspiraron, a la vez, la redacción más unificada –más novelesca– de La muerte de Arturo de Thomas Malory).

2.- El cierre perceptivo que Edgar Allan Poe llamaba «unidad de efecto» es un caso particular de este eco, que reconcentra la percepción del lector en elementos explicitados por el propio texto. En la minificción, por el contrario, el efecto de eco nos proyecta hacia afuera de ella, a partir de lo poco que nos dice. Los grandes autores de minificción pueden controlar el eco, o por lo menos encauzarlo por un camino particular de asociaciones, seleccionando qué ideas se destacan en el texto.