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sábado, 15 de noviembre de 2014

El cine: otro campo de batalla

15/Noviembre/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

José Revueltas comenzó su carrera en el cine nacional en 1944, con la adaptación del cuento “El mexicano”, de Jack London, que redactó junto con el propio director de la película, Agustín P. Delgado. En aquel entonces ya había publicado las novelas que le acarrearon la crítica demoledora de Octavio Paz (Los muros de agua, 1941; El luto humano, 1943) y un volumen de relatos (Dios en la tierra, 1944), y desde aquella primera incursión en una industria boyante en apariencia pero agobiada por múltiples problemas como la farragosa obtención de financiamiento; las pugnas gremiales; un star system henchido de vanidad que se inmiscuía en la elaboración de los proyectos, y el nocivo, impune monopolio de los exhibidores (Jenkins, Alarcón y Espinosa), Revueltas se perfilaba como un discípulo avezado de Sergei Eisenstein: los textos teóricos que escribió años después sobre el arte y la estética cinematográfica estaban más que en deuda con las ideas que el creador de El acorazado de Potemkin y Octubre anotó en El sentido del cine, volumen esencial para afinar el instinto cinemático.

De su infatigable colaboración en cine, una buena parte de sus créditos correspondieron a adaptaciones de piezas narrativas o a desarrollos de argumentos originales de sus colegas escritores. Algunos de éstos fueron La diosa arrodillada (1947), basada en un cuento de Ladislao Fodor, que redactó junto con Roberto Gavaldón, Alfredo B. Crevenna y Edmundo Báez, dirigida por Gavaldón y que, por cierto, le acarreó una escaramuza periodística por su hipotético favoritismo por Rosario Granados en perjuicio de María Félix y los “cambios” al original que, según Améndolla, director de la revista Cartel, harían al mismísimo Fodor desconocer su propio relato; Que Dios me perdone (1947), adaptación junto con el director Tito Davison de un argumento de Xavier Villaurrutia; La otra (1947), junto con Roberto Gavaldón, basado en un cuento de Ryan James y por el que obtuvo el Ariel a la mejor adaptación; En la palma de tu mano (1950), adaptación junto con Roberto Gavaldón de un argumento de Luis Spota y dirigido por Gavaldón; La noche avanza (1951), adaptación junto con Roberto Gavaldón y Jesús Cárdenas de un argumento de Luis Spota y dirigido por Gavaldón; La ilusión viaja en tranvía (1953), adaptación junto con Mauricio de la Serna, Luis Alcoriza y Juan de la Cabada de un argumento de De la Serna y dirigido por Luis Buñuel; Sonatas (1950), adaptación junto con Juan Antonio Bardem y Juan de la Cabada de la novela de Ramón María del Valle–Inclán y dirigido por Bardem, y El apando (1975), adaptación de su novela homónima junto con José Agustín y dirigida por Felipe Cazals, película que la muerte ya no le permitió ver realizada.

Asimismo, de entre los trabajos que si llegaron a filmarse nunca se conocieron y otros apuntes que no trascendieron el destino del borrador, Revueltas dejó inconclusa la adaptación de su novela El luto humano, dirigida por él mismo y fotografiada por Manuel Álvarez Bravo, y el corto (recientemente encontrado) de Cuánta será la oscuridad, cuento incluido en Dios en la tierra, dirigido por él mismo y fotografiado, también, por Álvarez Bravo; 25 páginas de Pasión y sangre en la música, argumento original basado en la vida de su hermano, el músico Silvestre Revueltas; 32 páginas de lo que iba a ser la adaptación de El cadáver viviente, la obra que el propio Leon Tolstoi intentó filmar; 7 páginas de la adaptación de Tirano Banderas, novela de Valle–Inclán; el tratamiento cinematográfico de Los albañiles, de Vicente Leñero, y que Fons realizó en 1976 pero apoyado en otro guión, y 14 páginas de lo que iba a ser El jardín de las delicias, basado en su cuento “La palabra sagrada” de Dormir en tierra, entre una ingente cantidad de textos más.

Pero volviendo al punto de partida, aunque José Revueltas elaboró un aparato teórico que coincidía estrechamente con los preceptos de Sergei Eisenstein acerca del guión, el montaje, la construcción dramática y el análisis fílmico (compárense los hilos conductores de El sentido del cine y los ensayos de Revueltas agrupados en El conocimiento cinematográfico y sus problemas), la lógica de la industria le remitía la idea de un oficio burdo, una ocupación que solo demandaba sentido común, ortografía y sintaxis. La verdadera obra de arte derivaba, según sus reflexiones iniciales, de una inspiración que funcionara como “un nuevo vehículo material para expresar al hombre y que el hombre se encuentre”, pues el despropósito latente radicaba en que “el cine tiene que operar sobre una masa enferma, envenenada psicológicamente. Una masa nerviosa por la propaganda de los gobiernos, en tensión constante por los peligros que la acechan, y que va al cinematógrafo, no como una persona aislada puede leer un libro de Balzac, para disfrutar de un goce artístico, sino como un síntoma enfermizo, para liberarse por medio del olvido. Por eso el cinematógrafo capitalista es un compuesto tan banal, frívolo y estúpido” (“Cine y capitalismo”, publicado en El Popular, 11 de abril de 1940).

Y sin embargo, desde aquella primera incursión de 1944 en El mexicano, José Revueltas ya no abandonó el quehacer cinematográfico. Afrontó altercados y caídas, como el célebre episodio en que como secretario general de la Sección de Autores y Adaptadores Cinematográficos, impugnó las maniobras gangsteriles del monopolio de William Jenkins, Gabriel Alarcón (Asociación Nacional de Exhibidores) y Manuel Espinosa (Operadora de Teatros) desde las páginas de la revista Hoy, usos y costumbres político–empresariales de un México que no ha cambiado nada. Recordemos cómo operaba el monopolio: firma de contratos de explotación exclusiva con los distribuidores. El distribuidor no podía alquilar su película a los exhibidores que se encontraran en otras plazas no controladas por el monopolio. Sistema de porcentaje por cuatro días. Luego de este plazo, se establecía un precio fijo y la mayor ganancia era para el exhibidor, quien tenía el derecho de explotar y subdistribuir los filmes durante dieciocho meses. El distribuidor estaba impedido de recurrir a exhibidores independientes bajo amenaza de que las cintas no se “corrieran” en otras latitudes del país bajo control del monopolio.


Ese affaire ocurrió en 1949, Miguel Alemán era presidente. El público prefería las cintas nacionales, lo que garantizaba un jugosísimo negocio en detrimento de las productoras y los distribuidores y aunque el conflicto se resolvió poco después, a Revueltas le costó la renuncia a la secretaría general de la Sección de Autores y Adaptadores Cinematográficos. El cine también fue uno de sus campos de batalla.


sábado, 14 de junio de 2014

La mirada

14/Junio/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Contempló a la ciudad como un esteta de lo triste, lo sórdido, lo umbrío. Desentrañó el signo de los árboles y sus alambradas mecidas por la noche, versificando el universo prostibulario, la mesa de cantina, los sueños de celuloide y ese otro mundo, no menos irreal, que se expresaba en los impalpables lamentos del espíritu. El poeta inmortalizó prodigios y monstruos peregrinos, reconociendo en el alba la eclosión de una acuarela caprichosa, así percibía al temperamento de la urbe: atrabiliario e inestable, necio y solitario. Su mi- rada trazó un viaje monumental de los labios a las nalgas femeninas, supo descifrar la línea tenue entre besos y blasfemias (cuántas revelaciones fue tejiendo en cada línea de vocablos indomables, al fin y al cabo, la poesía es así, no restringe —ni reprime— el ímpetu voraz de las esencias).
 
Hay ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que vitalizan y estremecen. Imposible huir del desconcierto del paisaje oxidado y las sombras que lo habitan, esos espectros de eternidad forjada en la belleza extraña, la insensatez, la existencia en bancarrota. Digamos “La muchacha ebria”, cuya boca sabía a taza mordida por dientes de borrachos,/ y sus brazos y piernas con tatuajes,/ y su naciente tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada recrea el nebuloso frenesí por poseer los harapos de un misterio genital marchito y vano; imposible no olfatear en los abrazos de la muchacha del sonreír estúpido y la generosidad en la punta de los dedos un encanto de resaca. Digamos, también, la sublime fugitiva de un “Juárez–Loreto”, la que rebasa por la derecha y ve de arriba abajo el chamagoso firmamento de la Ruta 85, transporte que solapa a los ladrones porque Rozadora, pescadora en el río revuelto/ de las horas febriles; ladrona de mi mala suerte,/ abyecta cómplice del “dos de bastos”, hembra de los flancos/ como agua endemoniada;/ cachondísima hasta la parada en seco/ del autobús de la muerte: la agonía de El Cocodrilo es epifanía de cadáveres, lágrimas, quejidos, rastros de entelequia que se quedan en la piel humedecida por el llanto o tan solo por la lluvia, esas tormentas que —decía Paul Valéry— el poeta no debe mencionar sino crear: el rocío que se desborda es emblema recurrente en los episodios cotidianos, sea el Agua espesa, divinamente pantanosa/ agua de olvido, espesa de tinieblas,/ agua donde penetra el alma y nada se oye./ Fresca agua para el rostro, para toda la carne/ mancillada y expuesta/ sanguinolenta en todos los mercados. Agua —como la patria— abierta en canal (“Agua del dios [2]”).
 
Hay ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que perturban y armonizan al sosiego con el desorden impulsivo. El Tajín, Circuito interior —la Transa poética—, algunas barbas que desatan la lujuria o el nalgaísmo transplantado en confesión de polvo de amor de la maldita lengua: el auténtico poeta sabe conciliar lo bello con la palabra impía, reconcilia al cuerpo con todo lo que hay en él de inexpresable.

sábado, 25 de enero de 2014

Mediocris Habilis

25/Enero/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Qué razón tiene Gabriel Zaid: cuando el éxito es la única meta en la vida, las mañas para conseguirlo son ilimitadas. En el apartado “¿Qué hacer con los mediocres?” de El secreto de la fama, Zaid esclarece la angustia ontológica que provoca la descalificación, el limbo de la indiferencia o, peor aún, el fracaso estrepitoso. En consecuencia, surge el trepador cuyo credo dicta winning is all.

Triunfar a toda costa y sobre el cadáver de quien seaodeloquesea:“La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocris habilis.”

Bastaría con una breve panorámica del mundillo literario para corroborar que esa es la lógica imperante. Tirajes, autores, prestigios, galardones y popularidades (sin soslayar el dudoso Olimpo de las becas en este México obstinado en las sinecuras) tan perecederos como un bote de leche. Libros que se venden mal o que si llegan venderse no se leen (se acumulan, son adornos de repisas para puro título de moda), nombres que suscitan un efímero interés, pues sus legados no soportan la relectura ni sobreviven al paso de las generaciones ni tampoco serán la referencia de absolutamente nada o un ejemplo extremo: trepadores trepados a sus viejas glorias para exonerarse de sus faltas y conseguir el laurel a pesar de todo (¿o ya se nos olvidó el affaire de Bryce Echenique y su premio FIL?).

Este es el siglo de los escaladores. Nada inspira más codicia que los logros del trepador, mientras más burdas o patéticas sean sus añagazas más conversos va sumando porque en el trepadero hay una sola regla, y ésa es la complicidad: tú me ayudas y algún día yo también haré lo propio, al fin y al cabo, de victorias anodinas para todos hay porque recuerda: la negación del éxito y la fama es para aquellos que no posean las herramientas o el talento olagraciaoelkarmaolas relaciones sospechosas que eufemísticamente llaman afinidades electivas, para mercadearse provechosamente, no todos tienen (por fortuna) la habilidad del climber.

Zaid desmenuzó la virtud de la medianía, dilucidó el carácter lapidario que la moderación adquirió a través de los siglos (el latín mediocris describe una posición de altura mediana) y sus nociones relativas. Lo mediocre asumió un sentido de tabú en la cadena alimenticia de los egos, las únicas poleas para salir de tan horrible fango son el afán de progreso, la voluntad por la superación cueste lo que cueste porque, claro, todo hombre común es un winner en potencia.

El mediocris habilis lo entendió perfectamente: “Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza desde abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez o su verdugo”, observa Zaid en su disquisición acerca de la mediocridad y sus embrujos, relatos que en el mundillo de las letras hay de sobra

martes, 10 de abril de 2012

Una playlist disponible para el viaje

Abril/2012
Nexos
Iván Ríos Gascón

En Los once de la tribu, Juan Villoro comentó que si José Agustín hubiera cobrado las regalías de todos los libros que leímos gracias a él, estaría forrado de billetes y nadando en la alberca de Elvis Presley. No sólo estoy de acuerdo con Villoro. Agregaría que si muchos incluyéramos en los libros propios un sincero agradecimiento del porqué o por quién comenzamos a escribir, José Agustín sería el mismísimo Elvis Presley.

En mi quinto cumpleaños Ana y Francisco me obsequiaron un ejemplar ilustrado de los Cuatro cuentos de Perrault. Ése fue, formalmente, el primer volumen de mi biblioteca (todavía lo tengo, no tan maltratado a pesar de las batallas y mudanzas que ha padecido) a la que fueron llegando Dickens, Twain, Stevenson y muchos más, pero debo reconocer que el placer de la lectura y la inquietud por escribir se hicieron ruidosamente manifiestas en sexto de primaria con De perfil: el desparpajado periplo de un adolescente clasemediero, rebelde y confundido, que cautiva por la energía de su lenguaje, su mirada socarrona, sus delirantes aventuras. De perfil me contagió el anhelo de contar historias. Sus bacilos, como un germen apocalíptico e incurable, invadieron mi sistema y se declararon un padecimiento terminal a mediados de los ochenta, cuando escribí La mitad de la luna, mi primera novela rigurosamente inédita ya que, por fortuna, Francisco fue implacable: “Hijo, tu libro es un patético remedo de José Agustín”.

¿Qué podía argumentar en su favor un chavo de 16 años que sólo por haber redactado un mamotreto de 150 páginas, ya se creía heredero de Salinger, Capote, Kerouac o William Faulkner pues, si bien, mis lecturas se ampliaron a través de los libreros de mi padre, esas estanterías con las que Ana batallaba para sacudir el polvo y conservar los forros impecables, en mi estilo palpitaba la vibra de La tumba y De perfil?

Música, personajes, aventuras. Tras el desaliento de La mitad de la luna, mi perspectiva literaria se transformó en una especie de cine proyectado en la hoja en blanco. Escuchaba a Joy Division, The Cure, Depeche Mode, The Pixies, Siouxsie and the Banshees. Alternaba a Burroughs, Mailer y Maugham con Carlos Fuentes, García Ponce y Revueltas, sin perder de vista a Balzac, Milan Kundera o Michel Tournier.

Durante la prepa y la facultad viví un periodo de cuentos malos, extrañamente parecidos a mis amores y desgracias. Ocupaba buena parte de mis noches en garrapatear relatos y poemas, armado únicamente con el Sony Walkman del que brotaba un frenético soundtrack para esas voces y criaturas acorraladas por dilemas pasionales, tribulaciones surrealistas, pesadillas mortuorias. El desafío de otra novela semejaba saltar una cerca y cruzar un enorme patio custodiado por un mastín de mandíbulas babeantes, pero al fin superé el trance y acabé Tu imagen en el viento, que sí se publicó y no conservaba ningún trazo (visible al menos) del contagio de la Onda.

En aquel entonces mi trabajo como periodista cultural se mezclaba con el de locutor de radio. Junto con Jairo Calixto Albarrán, conducía un programilla nocturno llamado Pepe el Toro es inocente en la estación Rock101, capitaneada por Jordi Soler. Sin embargo, el título nobiliario de Escritor era algo que se me escapaba. Llamarse a sí mismo de esa manera no sólo era chocante, tampoco servía de nada. A las chicas les gustaba más oírme que leer mis artículos de Excélsior, la crítica fue en mayor medida indiferente, pocos se tomaron la molestia de explorar mi ópera prima.

Música, personajes, aventuras. De mis vueltas recurrentes a los discos, emergió una idea: Morrissey cantaba con The Smiths “There is a Light That Never Goes Out”, una rola melancólica sobre lo sublime de morir al lado de quien amas, transfigurada en el choque aparatoso en una carretera oscura. Los Smiths me inspiraron Luz estéril. El estribillo, las guitarras y las percusiones invocaron a un puñado de criaturas que poblaron mi desvelo y, por vez primera, experimenté una imbatible obsesión por alcanzar el punto final.

Con Luz estéril se gestó, también, lo que hoy es mi liturgia narrativa. Un vaso de whisky, un cigarrillo y una playlist disponible para el viaje pues, con frecuencia, a mi mente llegan decenas de canciones cuando escribo. Cada personaje tiene sus manías auditivas, el ensamble incluye un Billboard personal, como si fuera el ultrasonido de sus entrañas o sus temperamentos. Al fin y al cabo, todos conservamos en la piel o en la memoria una banda sonora para cierta etapa de nuestras vidas.

Nunca he asistido a talleres literarios. Realmente no sé si sirven de algo. Tampoco suelo torturar a nadie con los embriones de novelas, ni pido opiniones sobre el libro terminado. Mis únicos interlocutores son los editores, con ellos discuto lo que se queda o lo que se va, la palabra que se altera, el párrafo que ha de transformarse, exactamente como subir a un tren y cerrar los ojos porque al abrirlos sabremos que el destino ha comenzado.

sábado, 21 de enero de 2012

Strindberg, Usigli, Ibargüengoitia

21/Enero/2012
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Rememorando a Rodolfo Usigli, Jorge Ibargüengoitia contó una curiosa anécdota sobre la creación y la responsabilidad estética que el autor de Dos crímenes, por su juventud e inexperiencia, le atribuyó al notable poeta, ensayista y dramaturgo mexicano: inscrito en Filosofía y Letras pero aún sin tomar clases con Usigli, Ibargüengoitia acudió al Teatro Ideal para ver la puesta en escena de Noche de estío. El recinto semivacío apestaba a orines, tenía una pésima iluminación y la tipografía de los programas era una suerte de impreso para martirizar al público cegato.

De las interpretaciones ni qué decir. Ibargüengoitia deploró a Miguel Ángel Ferriz y su sombrero tejano en el papel de Gran Elector, a Fernando Mendoza como presidente de la República y a Isabela Corona en el rol de la prostituta que anima el conciliábulo del que saldrá el próximo mandatario. Al término de la función, Ibargüengoitia estaba muy molesto. El teatro solitario, el hedor a orines, los focos mortecinos y el programa, estaba convencido, habían sido ideados por Rodolfo Usigli.

La percepción de que entre el autor, su obra, el montaje y la penosa sala había una grotesca complicidad, fue enmendada por Ibargüengoitia años más tarde, pero la sospecha resultó de lo más injusta con un hombre incapaz de arruinarse a sí mismo y, mucho menos, de estropear a otros.

En 1977, dos años antes de la muerte del autor de El gesticulador, la UNAM publicó en su colección Poemas y Ensayos coordinada por Juan García Ponce, una traducción de Vivisecciones de August Strindberg, que Usigli realizó a fines de los años sesenta, luego de un largo trajinar por librerías de viejo y de tratar con incontables bibliófilos, debido a que Strindberg escribió aquellos textos en el exilio y, convenientemente, en francés, porque en sueco Usigli no sabía ni decir “gracias”. En el prólogo, el traductor aventura ideas sobre la naturalización de ciertos escritores que abandonaron o hicieron una pausa en la lengua nativa para escribir en francés (“The french flu”, como la llamó Arthur Koestler), después discurre acerca de la inexacta y extraña prosa de Strindberg y culmina con su particular punto de vista sobre la traducción, un oficio en el que —aseguró— se debe abandonar cualquier principio estético e interpretar fielmente el original porque, de lo contrario, se estaría peligrosamente cerca de la fórmula traduttore/ traditore. Así, exculpándose de antemano por cualquier giro verbal oscuro o por una frase ininteligible, Usigli exploró los laberintos psíquicos de un Strindberg que exhibía su misoginia, su homofobia, su misantropía, su mal humor y su ironía con una franqueza casi palpable, un recorrido en el que lo más conspicuo es el espíritu recalcitrante que la pluma de Usigli extrajo del mayor pupilo de Swedenborg.

“Recuerdo de Rodolfo Usigli”. Así se llama el texto de Jorge Ibargüengoitia donde también cuenta que en el estreno de Jano es una muchacha, él y Luisa Josefina Hernández se rieron a carcajadas y fueron reprendidos en la siguiente clase, y evoca una entrevista del diario Novedades donde Usigli lo excluyó de la lista de oro de los jóvenes dramaturgos del país. Como es de suponer, Ibargüengoitia respondió con una nota virulenta en el mismo rotativo aunque, quizá, su mordedura más letal fue cuando creyó en el autosabotaje de Noche de estío. ¿O es que se puede ser traductor y traidor, incluso de uno mismo?

sábado, 10 de diciembre de 2011

Políticos, proles y lectura

10/Diciembre/2011
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Eliot decía que “la cultura no es la mera suma de varias actividades, sino que es un estilo de vida”, pero el estilo del 99% de los políticos mexicanos aborrece las expresiones culturales, menosprecia a la literatura, la plástica, la música, la danza, el teatro y el cine, quizá porque el arte es un fastidio para sus espíritus adictos al relumbrón del canal de las estrellas, las revistas del jet set y las zonas de confort del Twitter o el Facebook, donde es muy fácil disimular el analfabetismo funcional.

El numerazo de Enrique Peña Nieto en la FIL no sólo es un episodio más en las anécdotas de las que surgieron José Luis Borgues o la Rabina Gran Tagora de las lenguas de Vicente Fox y Martha Sahagún, ni del oprobioso expediente de los asambleístas del DF que le endilgaron al maestro José Emilio Pacheco la autoría de Un tranvía llamado deseo y Crónica de una muerte anunciada, sino que se apunta en la execrable tradición del político ignorante, demagogo, acartonado y fraudulento: Peña Nieto pisó la misma sala de la FIL donde estuvieron Vargas Llosa y Herta Müller, para presentar su supuesto libro México. La gran esperanza, que ahora sabemos que no escribió y, mucho menos, ha leído, porque la letra impresa es algo que al candidato presidencial del PRI ni con sangre le entra.

Hay personajes que al intentar eludir el fango se hunden más en el légamo de su miseria (intelectual, por supuesto), sin medir las consecuencias. El dislate de EPN en la FIL estuvo cargado de veneno. ¿Alguien reparó en que al confundir a Carlos Fuentes con Enrique Krauze agravió a ambos intelectuales? ¿Sabrá hoy EPN que existe un libro de Krauze titulado Textos heréticos, cuyo primer capítulo se llama “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, acompañado de un escolio: donde el autor, con malevolencia, intentó manchar el aura inmaculada del creador de Aura?

Ahora bien, si EPN en verdad hubiera leído La silla del águila, el título de la discordia, le habrían sido muy útiles las siguientes líneas: “Hemos vivido con los ojos pelones, sin saber qué hacer con la democracia. De los aztecas al PRI, con esa pelota nunca hemos jugado aquí”. Y sobre todo: “La realpolitik, sabes, es el culo por donde se expele lo que se come —caviar o nopalito, pato à l’orange o taco de nenepil—. Los principios, en cambio, son la cabeza sin ano. Los principios no van al excusado. La realpolitik atasca los inodoros del mundo y en el mundo del poder tal como es, no tienes más remedio que rendirle tributo a la madre naturaleza”.

Hay quienes opinan que un político no requiere entrenamiento literario, los Winston Churchill son excepcionales, irrepetibles, y, por tanto, debemos ser piadosos y dejar los libros para los proles, ese ejército de pobretones invisibles que con su voto entregan cheques en blanco, pero esa idea empeora el de por sí aciago panorama de nuestro tiempo mexicano: en el país donde engendros como Laura Bozzo telemoralizan a la población en horario estelar y la educación pública sigue en manos de Elba Esther Gordillo (y seguirá, ya lo hizo patente el culto Peña Nieto), el perfil intelectual de quien aspire a la presidencia de la República debería catalogarse como un asunto de emergencia nacional, pues no todos seguimos siendo como esos mexicanos de las décadas de 1950 y 1960 que Carlos Fuentes retrató como seres ciertamente bípedos, discutiblemente racionales, mayoritariamente mestizos, obligados a creer en la Revolución Institucional y destinados a vivir y morir en la República Hereditaria que la encarna.

sábado, 7 de mayo de 2011

Un escritor y sus fantasmas

7/Mayo/2011
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Decía que no hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. El pintor Juan Pablo Castel, su más célebre personaje, se volvió perpetuo en la insensatez del crimen: sorprendida, horrorizada, María Iribarne preguntó: “¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?” “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo”. Agarra los cabellos de ella con la mano izquierda y clava el cuchillo en su pecho.

El túnel subraya la negrura. María aprieta las mandíbulas, cierra los ojos, y Juan Pablo saca el filo sanguinolento. La mirada proyecta una agonía humilde y dolorosa, él vuelve a hincar la daga en el pecho y en el vientre. El túnel es más y más oscuro. Ese túnel profundo y solitario, la caverna que se agranda dentro de su cuerpo. Juan Pablo Castel, como Mersault de El extranjero de Albert Camus, se sumerge en el limbo de la perplejidad, mientras el mundo gira en su vacuidad y patético hermetismo…

Decía que el habitante cosmopolita de Buenos Aires es indiferente y apátrida, un hombre que vive ahí como se vive en un hotel. Sobre héroes y tumbas: formación, decadencia, informe sobre ciegos. La distancia (o desapego) es el hilo narrativo que sintetiza la historia de los Vidal Olmos, una estirpe trágica. La exaltación de la soledad y de la muerte, la línea casi invisible entre el bien y el mal o quizá la explicación de que ambos polos son lo mismo, que la virtud y el vicio configuran la célula esencial de la condición humana…

Decía que una autobiografía es inevitablemente mentirosa. Abbadon el exterminador, reminiscencia histórica, memoria personal. Autor protagonista, lector despreocupado, fabulador escéptico de una eternidad, también, fincada en el instante. Luces, sombras, fragmentos de otros seres imaginativos o insignificantes, donde la ideología es el espectro del tiempo perdido en el sueño, la ilusión, el paroxismo. Decía que los hombres escriben ficciones porque están encarnados, porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas…

Decía lo que decían los otros y sacaba conclusiones: “Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce al patíbulo, y que sin embargo todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos.

“Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo”.

Ernesto Sabato decía, siempre decía, que el gran tema de la literatura ya no era la aventura del hombre hacia la conquista del mundo externo sino la aventura del hombre que explora los abismos y oquedades de su propia alma. Sabato decía, como dicen los fantasmas, que un CREADOR (así, en mayúsculas) es un hombre que en algo “perfectamente” conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado.

¿En verdad exagerado?... Imposible no darle la razón, no aplaudir su magnífica elocuencia, cuando dijo que “si en cualquier lugar del mundo es duro sufrir el destino del artista, aquí es doblemente duro, porque además sufrimos el angustioso destino de hombre latinoamericano”. Anatema por partida doble, anatema poliforme. Metafísico, irredento, cognitivo, filosófico, cultural, existencial. Ni más ni menos…

sábado, 9 de octubre de 2010

La poción del aforismo

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Iván Ríos Gascón

Hay ideas que resplandecen en un párrafo o que asoman en el río revuelto de la conversación. Hay puñados de palabras que sintetizan una historia personal, el caprichoso rumbo de la experiencia o, tal vez, la longitud o brevedad de la certeza, la fe, el escepticismo. Hay frases en cuya dispersión podemos descubrir un temperamento. Sus disquisiciones metaforizan a nuestras obsesiones, omisiones, nuestras búsquedas constantes.

Un aforismo es el epílogo perfecto de la reflexión profunda, aunque a veces surge de lo espontáneo. Puede confundirse con el germen de un relato o con un silogismo, pero lo cierto es que únicamente es el punto de partida de un viaje intelectual ignoto.

Tras su muerte en 1799, el célebre maestro de física de la Universidad de Gotinga, Georg Christoph Lichtenberg, dejó varias libretas tapizadas de fragmentos, sus Aforismos, pues de la novela El príncipe duplicado sólo quedaron borradores. No obstante, aquellos textos que en realidad eran anotaciones incompletas, revelaban la actitud de un pensador que oscilaba entre la solemnidad y el desparpajo, la gravedad y la ligereza para explicar o personalizar ciertos dilemas: “¡Ah, si pudiera abrir canales en mi cabeza para fomentar el comercio entre mis provisiones de pensamiento! Pero yacen ahí, por centenas, sin beneficio recíproco.” Excelente sugerencia para resolver el paupérrimo, insubsistente trueque ilustrado.

Otras perlas lichtenbergianas para aliviar las deficiencias del ego en soledad o en compañía: “Amarse a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales”; “En la actualidad se incluye a las mujeres hermosas entre las virtudes de sus maridos”; “Se podría hacer algo con sus ideas, si se las recopilara un ángel”; “La simpatía es una pésima limosna”; “¿Quién está ahí? Sólo yo. Ah, con eso sobra”.

Como autobiografía, en “El hombre en la ventana”, escribió: “Uno no puede estar tan feliz como cuando tiene la certeza de vivir sólo en este mundo. Mi desgracia estriba en no vivir jamás en este mundo sino en sus posibles desarrollos …”; “He notado claramente que tengo una opinión acostado y otra parado …”; “Daría parte de mi vida con tal de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso”; “He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperen el último toque sino los rayos de sol que los despierten.”

Juan Villoro (traductor de Lichtenberg), apunta una interesante observación al medir al aforista desde su perfil académico, su formación de físico: “los aforismos están animados por energía centrípeta; los fragmentos por energía centrífuga”, y esto se acopla muy bien con la advertencia de otro autor de apuntes compulsivos, el francés Georges Perec, para quien “El aforismo es un guijarro. Es inexplicable. Resulta imposible encontrar al hombre en ese fenómeno monolítico. No se inscribe en un tiempo determinado, ignora y se burla del espíritu. Anula el por qué y el cómo. Es un hoyo, mientras la lengua no adopte su partido. El partido del mutismo elocuente. Poción mágica. Sí, expira limpiamente. Da muerte, una muerte dulce, a cualquier idea, a cualquier personalidad. Óptima farsa para nuestro orgullo, para nuestro Yo. Es ¿debo disculparme? como un pedo del cerebro, no esperado, que explota en medio de la más consecuente sociedad, o soledad. El cerebro trabaja como los intestinos. Es un gas del cerebro. Y tal vez olería bien, si pudiera oler a algo”…

sábado, 11 de septiembre de 2010

Fernández de Lizardi y la esplendorosa picaresca

11/Septiembre/2010
Laberinto
Iván Ríos Gascón

En una carta fechada el 30 de mayo de 1914 en La Habana, Cuba, Pedro Henríquez Ureña explicó a su querido amigo Alfonso Reyes, sus concordancias y desacuerdos con el ensayo “El Periquillo Sarniento” y la crítica mexicana, que Reyes publicó en la Revue Hispanique.

Henríquez Ureña alabó las tesis sobre Fernández de Lizardi: la moral novelesca, la maestría para recrear el argot de la Nueva España, la liosa profundidad de sus personajes y el ajuste de cuentas con los letrados de la época, digamos la pedantería con la que Altamirano trató a El Periquillo Sarniento, aunque sobre este punto, Henríquez Ureña le enmendó la plana a Alfonso Reyes, recordándole que uno de los detractores más ácidos de Fernández de Lizardi fue el oaxaqueño Carlos María de Bustamante (1774-1848), para quien la historia de Pedro Sarmiento, apodado Periquillo por vestir de verde y Sarniento por la roña que adquirió de niño, era difícil de considerar útil o dañosa. Bustamante definió a El Periquillo como “un curso de tunancia práctica: es verdad que en su lectura triunfa la virtud sobre el vicio; pero también es una escuela práctica de prostitución en México”.

Los desacuerdos eran de índole metodológica. El desinterés de Reyes para explayarse sobre algunos temas, el descuido de la escritura al vuelo (Reyes se refirió a otra obra de El Pensador Mexicano como La Quijotita y su hermana, cuando en realidad era la prima), los supuestos vínculos entre El Quijote y Novelas ejemplares de Cervantes con El Periquillo, que Henríquez Ureña no veía por ningún lado, y la convicción de que en verdad se trataba de la primera novela mexicana, ya que ciertos autores citados por Reyes escribieron cuentos largos, no eran novelistas y tampoco mexicanos. De cualquier modo, aquel ensayo bosquejaba un estudio más profundo que Henríquez Ureña recomendaba al joven Reyes enviar a los intelectuales más ilustres “de toda España” como Azorín, Valle Inclán, Rodríguez Marín, Unamuno, doña Blanca de los Ríos, doña Emilia Pardo Bazán y los Menéndez Pidal, entre muchos otros: la valía de El Periquillo Sarniento debía pregonarse más allá del continente, pues José Joaquín Fernández de Lizardi, testigo incorruptible de su tiempo, incansable promotor del Estado laico, prisionero por dotar de armas a los insurgentes y excomulgado de la Iglesia por su Defensa de los francmasones (1822), había sido la conciencia informativa y literaria más activa del México independiente. Sus periódicos El Pensador Mexicano, Alacena de frioleras, Caxoncito de la alacena y El Conductor Eléctrico, y sus novelas, versos, folletines y obras teatrales plasmaron una radiografía político-social de interpretaciones infinitas.

La escritura proviene del aprendizaje y la experiencia, de la observación aguda y la franqueza intelectual a costa de la maledicencia colectiva. En un espacio de la novela, quizá como respuesta a la persecución y la censura, esa eterna sombra que cercó a Fernández de Lizardi, el Periquillo cita a don Francisco Xavier Peñaranda: “la deshonra ha de nacer de la ociosidad o de los delitos, no de las profesiones”. Y el oficio de la palabra llana, de la recreación y la meditación existencial, fue el pilar de la gloria y las caídas de un creador que, coincidían Reyes y Henríquez Ureña, ilustró a los libres con su esplendorosa picaresca…

sábado, 14 de agosto de 2010

Becas, vocación y vacas flacas

14/Agosto/2010
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Si se aborda la legitimidad o los alcances de las becas desde el concepto de sinecura, lucro o canonjía, el planteamiento de mi buen amigo Braulio Peralta en “La danza de las becas, la ausencia de libros” (Laberinto, 7/08/10) sería irrefutable: becar a un individuo por escribir un libro es un despropósito, sí, porque un artista no debería gozar (ni requerir) de la tutela del Estado para ejercer su vocación, desarrollar su talento, sostener una disciplina que responde sólo a intereses personales o, sencillamente, por una libertad creadora emancipada de El ogro filantrópico. Quizá es por eso que las becas huelen a dádiva, soborno o privilegio y que sean objeto de reproche, porque suele decirse que el artista es artista a pesar de la estrechez o el desamparo y que es más meritorio mantenerse en pie en los infinitos rounds de sombra con la inestable y caprichosa realidad.

Sin embargo, opino lo contrario. Y antes de aportar mi punto de vista sobre algunos argumentos de Braulio, aclaro que no disfruto de ninguna subvención, que me gano la vida con el temblor de mis neuronas y el sudor de mi laptop.

1) Las becas no le resuelven la vida a nadie. No liquidan la hipoteca, no garantizan el bienestar ni la riqueza. Sólo sirven, momentáneamente, para dedicarle más espacio a la obra en el disco duro cerebral. ¿Quién viaja para beber un tinto a orillas del Sena con la mensualidad del Fonca, si los montos son iguales o menores a la percepción de los mandos medios institucionales? Cuestionar la beca de un pintor o un escritor en este país en el que nuestros impuestos costean lujos y despilfarros de la clase política (funcionarios culturales incluidos), o rescatan bancos y empresas privadas o sostienen sindicatos charros, también es un despropósito, pues ¿acaso la ordeña del erario a través de un contrato sexenal sí es legítima, incontrovertible, en este México heredero del Tlacuache Garizurieta (“vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”)?

2) ¿Dónde están, qué trascendencia tienen los libros o los escritores beneficiados por las becas? Esto es ambiguo. A la obra la evalúan el tiempo y los lectores que recauda. Su virtud radica en la resonancia colectiva, sea ruidosa o marginal, y no en el índice de ventas. En un mundo donde el marketing es el dictaminador más poderoso (con excepción de las firmas independientes), la obra corre el riesgo de perderse. Y de eso, el autor (con o sin beca), no es responsable.

3) Las becas no son el dilema, se ha enrarecido su función. Jurados que favorecen a sus cuates o conversos; artistas con una situación económica estable pero que gozan del ingreso, dejando fuera a quien sí lo necesita; pugnas grupales por el control de los repartos. Se trata de un problema ético, no de políticas públicas ni de dignidad o romanticismo existencial porque las becas, efectivamente, no dan prestigio ni consolidan vocaciones pero sí sosiegan fugazmente los mugidos de las vacas flacas. Y claro, cualquiera podría insistir en que una beca es un regalo espurio, porque como dice Vila-Matas en Dublinesca “los escritores son resentidos, celosos hasta la enfermedad, siempre sin dinero y finalmente unos grandes desagradecidos, tanto si son pobres como pobrísimos”…

sábado, 16 de enero de 2010

Intimidad, lectura y beneficio

01-16-2010
Suplemento Laberinto
Iván Ríos Gascón

Si me preguntan lo que leo, evado la respuesta. Cambio el tema, hago una pregunta inocua o francamente absurda, y en ocasiones menciono alguna obra que leí mucho tiempo atrás, quizá porque revelar el título que concentra mi atención, sería como describirme en calzoncillos. Tal vez la imagen proviene de la idea de Lawrence Ferlinghetti, que dijo que la poesía es la ropa interior del alma o posiblemente sólo sea una especie de pudor mal entendido, o avaricia literaria o el reflejo por mantener cierto misterio en mi privacidad.

La lectura, observa Harold Bloom, es una praxis personal, más que una empresa educativa. Y aunque referir al libro o al autor que ocupa mi tiempo me parece un verdadero incordio, sucede lo contrario cuando alguien solicita sugerencias para ir llenando su biblioteca particular. Al fin y al cabo, recomendar novelas, ensayos o poemarios no es lo mismo que confesar la ruta por la que vamos caminando, un periplo que es más saludable recorrer en completa soledad, ya que a la insidiosa pregunta de ¿qué es lo que estás leyendo ahora?, generalmente le prosiguen otras: tu opinión sobre el ritmo de la obra, la valía del autor, el frenesí o el aburrimiento que el libro te provoca, y esas cuestiones no pueden responderse de improviso, es perentorio alcanzar la página final y luego meditar por un tiempo lo leído, para esclarecer las consecuencias. Después de todo, la sensibilidad es como una esponja. Puede absorber o expeler las sustancias intelectuales o emotivas que transpira el arte.

A la gente le encanta inmiscuirse en tus afinidades. Nunca falta quien merodee por tus estanterías. Que coja los volúmenes, los hojee, revise subrayados y, peor aún, te increpe por haber resaltado una frase o dos renglones, que pretenda analizar por qué determinada idea adquirió un aura fluorescente. En estos casos, lo recomendable es guardar silencio. El debate sería inútil, cada quien percibe distintas claves o pulsiones, se identifica con un párrafo, una escena, o se conmueve con versos y episodios que para ti o para los otros no tienen valor alguno: los libros hablan cuando súbitamente, por inercia, evocamos algo que creíamos haber perdido en alguna región ignota de la psique, y reclama su sentido.

Sin embargo, debo confesar que me llaman la atención aquellos lectores que buscan un beneficio personal. Los que no dejan de hablar de lo que están leyendo, los que adelantan comentarios o de plano, cuentan las tramas de cabo a rabo para privarte del asombro, el fiasco o la sorpresa. Los que presumen una memoria elefantina, aunque ya Patrick Süskind escribió sobre ese curioso fenómeno que es la amnesia in litteris (el olvido momentáneo o irreversible de las viejas lecturas), y los que llevan a cuestas una inabarcable casa de citas (librescas, por supuesto). De todos, quienes más me intrigan son los donjuanes eruditos. Sus estrategias de cacería (poses, dichos, temas), persiguen un objetivo peculiar, un ideal paradigmático que me recuerda lo que Lawrence Durrell escribió en Balthazar: “enamorarse de alguien más ignorante que uno mismo añade el delicioso estremecimiento que produce la conciencia de pervertirlo, de sumirlo en el barro del que nacen las pasiones, y los poemas y las teorías sobre Dios”…