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martes, 26 de noviembre de 2019

De juegos y fuegos florales: tradiciones literarias que se niegan a la extinción

24/Noviembre/2019
La Jornada Semana
Juan Domingo Argüelles

Todo poeta, alguna vez, especialmente en su juventud, ganó algunos juegos florales. La gloria, poca, y la recompensa económica, muy útil, es parte de una tradición antiquísima que se remonta al siglo xiv en Francia.
Los juegos florales, en su época moderna, han servido –para quienes no los convirtieron en una burda industria del laurel y el peculio– como apoyos oportunos a los poetas jóvenes: como impulsores de vocaciones y ayudas económicas. Ya se sabe que los poetas, para su subsistencia diaria, tienen que trabajar en cualquier cosa porque la poesía, como el crimen, no paga.
Al referirse al poeta juvenil que fue, el querido y admirado Hugo Gutiérrez Vega le dijo lo siguiente a su entrevistadora Yolanda Rinaldi: “Hasta gané unos juegos florales, los de Sahuayo.” La confesión no es frecuente, porque, para un poeta ya consagrado, los triunfos en los juegos florales no dan lustre ni son para andar presumiendo. Los presumían, nada más, quienes, hoy olvidados, los coleccionaban como (dudosa) prueba del talento lírico: comenzaban con una “flor natural” y luego ganaban cinco cada año, durante décadas,
hasta montar un inmenso invernadero donde duraron más los trofeos que los poemas.
En 2007, en su “Bazar de Asombros”, al recordar que los Juegos Florales de la Feria Nacional de San Marcos son el origen del Premio de Poesía Aguascalientes, creado por el poeta y promotor Víctor Sandoval, Hugo nos entrega un trozo de invaluable memoria al referirse a aquellos poetas coleccionistas de “flores naturales” que las recibían no
por ramilletes, sino por kilos. A propósito de haber encarnado alguna vez la figura de “mantenedor” juegofloralesco en Zacatecas, refiere que el ganador, un poeta campechano para más señas, le cantaba en su poema ganador a una ciudad con palmeras, a causa de haber enviado, por equivocación, el canto a Zacatecas a los Juegos Florales de Mazatlán. Cuando Hugo le hizo notar que sería muy extraño que leyera, en la premiación, un poema tan tropical, “me dijo que no me preocupara: ‘La entrega del premio será dentro de tres horas. Tengo tiempo suficiente para escribir un canto a Zacatecas’. Salí admirado ante tamaña facilidad y le dije que me llevara el poema por lo menos una hora antes de la ceremonia. Así lo hizo. Ahora, a muchos años de distancia, creo recordar que el discurso del mantenedor fue casi tan malo como el poema pergeñado por el profesional de los florales”.
Hugo advierte que el velocísimo autor de ese “canto a Zacatecas” (un Aquiles criollo de pluma ligerísima) fue un juegofloralista que, como suele decirse, “hizo época”. Recorrió todo el país, pues, fogoso, ganó juegos florales y cosechó laureles en su estado natal, en Sinaloa, Nayarit, Durango, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Guanajuato, Hidalgo, Veracruz, Zacatecas, y en todos los sitios donde se convocaban estos certámenes. Y, como él, fueron muchos los que se dedicaron a cosechar, durante décadas, todo un jardín de flores naturales: por decenas, casi por cientos.

Juegos venidos de Francia
La historia de los juegos florales es un tanto nebulosa y, a veces, muy fantasiosa. Los precursores son los poetas provenzales del siglo xiv, y el auge se atribuye a Clemencia Isaura, de Toulouse, entre los siglos xv y xvi, “por su amor a las flores y a la poesía”. Según la Wikipedia, especialmente entre los siglos xv xix, de Europa (Toulouse o Tolosa, Francia, y Aragón, Cataluña y Valencia, España), la tradición se fue extendiendo en el mundo occidental, y en las primeras décadas del siglo xx llegó a Hispanoamérica (Argentina, Uruguay, Chile, México, Guatemala, etcétera), y, a pesar del avance de la modernidad y de internet, sigue vigente en muchos lugares, con instauraciones de ya larguísima historia, como los de Lagos de Moreno, Mazatlán, San Juan del Río y Ciudad de Carmen, entre otros muchos.
Los Juegos Florales de Aguascalientes, que se celebraron de 1931 a 1967, se convirtieron, a partir de 1968, por iniciativa de Víctor Sandoval, en el Premio de Poesía Aguascalientes cuyo primer ganador fue el poeta chiapaneco Juan Bañuelos, con su libro Espejo humeante. Otros poetas importantes en nuestra historia literaria los ganaron también en su juventud. Rubén Bonifaz Nuño y José Carlos Becerra ganaron sus primeros reconocimientos en los Juegos Florales de Aguascalientes, y Carlos Pellicer ganó el Premio de los Juegos Florales Ramón López Velarde, de Zacatecas, cuando Bonifaz Nuño obtuvo mención honorífica por La llama en el espejo, ni más ni menos. Y entre los miembros del jurado calificador, en los diversos Juegos Florales del país, destacaban los nombres de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Pellicer y Enrique González Martínez. ¡Vaya tiempos!
En una entrevista que le realizara Marco Antonio Campos, Rubén Bonifaz Nuño refiere: “En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit”. Fue así como el joven poeta conoció a Antonio Castro Leal, Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte y Carlos Pellicer, pues de ese nivel, como ya dijimos, eran los miembros del jurado. Recuerda Bonifaz Nuño que, en esa ocasión, “alguien empezó a leer uno de mis poemas de ‘La muerte del ángel’, el poema que me permitió el accésit... Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: ‘Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón’.” Para un poeta joven ese elogio era un gran aliciente en su vocación. Un año después, para el joven Bonifaz Nuño no fue el accésit sino el primer premio.
Respecto del apoyo económico que representaba para un joven un premio en los juegos florales, Bonifaz Nuño le dijo lo siguiente a Marco Antonio Campos: “Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos. Él era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2000 pesos.”

Las flores del olvido
Al revisar la antología de los Juegos Florales de San Luis Potosí (Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 1990), realizada por Pedro Félix Gutiérrez Turrubiates, veo que, de 1904 a 1976, fueron ganadores, entre otros ilustres, Rafael de Zayas Enríquez, Salvador Gallardo Dávalos, Margarita Paz Paredes, Rubén Bonifaz Nuño, Roberto Cabral del Hoyo, Miguel Guardia, Alfredo Juan Álvarez e Isaura Calderón. Cuando los ganó Zayas Enríquez, el presidente del jurado fue Manuel José Othón,
y cuando, en 1951, los obtuvo Bonifaz Nuño, los ganó con el poema “Saudade”, el mismo que incluiría, en su libro inaugural Imágenes (fce1953) con el nuevo y simple título “Liras”, porque,
en efecto, la forma que eligió el poeta es la lira: quince estrofas de quien, pocos años después, nos daría esa obra maestra que lleva por título 
El manto y la corona (1958), en las cuales ya se advierte su maestría formal y su profunda sensibilidad.
Bonifaz Nuño volvería a ganar los juegos florales potosinos en 1953, con sus “Sonetos a Eunice”. Estos sonetos constituyen una curiosidad, pues el autor no los publicaría, en su versión definitiva, sino hasta 1978, en el librito Tres poemas de antes (unam, Coordinación de Humanidades, 64 páginas), ilustrado por Elvira Gascón, y con el título “Cuando caigan los años”. La mayor parte de los poemas de Bonifaz Nuño pasan a sus compilaciones definitivas (De otro modo lo mismo, 1979, y Versos, 1996) sin variaciones importantes, pero los “Sonetos a Eunice” están entre las excepciones, pues no sólo desaparece el título, sino también el nombre de Eunice en el poema. En el primer soneto de “Cuando caigan los años”, leemos, en 1978:
“Cuando caigan los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de la canción que hice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volverte hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre agujas de insomnio se deslice./ Sube la tarde en ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los segundos. El alma se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
Pero en el poema inicial de la serie “Sonetos a Eunice”, en la versión original de 1953, con el que Bonifaz Nuño ganó los juegos florales de San Luis Potosí, leemos: “Cuando pasen los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de mi canción, Eunice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volver hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre sombras de insomnio se deslice./ Irá la tarde a ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los instantes. El aire se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
De los juegos florales, en México, han pasado al olvido muchísimos autores que los ganaron por puñados, pero siguen en lo más alto del recuerdo varios de nuestros más insignes poetas que, jovencísimos, fueron animados en su vocación, y ayudados en sus necesidades menos poéticas, más mundanas, crematísticas, por los juegos florales que hoy son una especie de una antiquísima tradición que se niega a extinguirse 

viernes, 26 de abril de 2019

Juan José Arreola y la poesía

Otoño/2018
Luvina
Juan Domingo Argüelles

Entre 1971 y 1972, la editorial Joaquín Mortiz, con su fundador Joaquín Díez-Canedo al frente, publicó, en unas hermosas ediciones rojas, la colección que dio en llamar Obras de J.J. Arreola, en la cual vieron la luz (en versiones definitivas e insuperables, y hoy imposibles de conseguir) los libros emblemáticos del autor jalisciense: ConfabularioVaria invenciónBestiario y La feria, y el hasta entonces inédito Palindroma. En el plan de las ObrasConfabulario y Palindroma aparecieron en junio de 1971; Varia invención y La feria en noviembre de ese mismo año, y Bestiario hasta julio de 1972.
      En esta colección se reeditaron varias veces, pero de acuerdo con el plan editorial, se anunciaron, también, en las solapas y en la cuarta página de cada uno de los títulos, cuatro libros que jamás se publicaron y que, como es obvio, nunca se escribieron: Arte de letras menoresMemoria y olvidoHombre, mujer y mundo y Poemas y dibujos.
      En la bibliografía adicional de Arreola vinieron después La palabra educación (1973), texto ordenado y dispuesto por Jorge Arturo Ojeda, a partir de la «prosa oral» del autor; Y ahora, la mujer... (1975), texto ordenado y dispuesto para su publicación igualmente por Ojeda, con las mismas características del anterior, y, finalmente, Inventario (1976), una recopilación de breves artículos que Arreola publicó originalmente en una columna diaria («De Sol a Sol»), en el diario El Sol de México, entre 1975 y 1976, por iniciativa del entonces director del diario, Benjamín Wong Castañeda, a quien Arreola dedica el libro.
      Acerca de los libros anunciados y nunca publicados, poco se sabe. Lo que Arreola refiere, en El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, libro que Orso Arreola publicó en 1998 con motivo de los ochenta años de su padre, es de qué manera sus obras pasaron del Fondo de Cultura Económica a Joaquín Mortiz: «Cuando Arnaldo Orfila Reynal tuvo que dejar la dirección del Fondo en manos de Salvador Azuela, por las presiones políticas y económicas que ejerció de manera directa el presidente Gustavo Díaz Ordaz, varios de sus colaboradores, entre ellos Joaquín Díez-Canedo, presentaron su renuncia. Más tarde este último formó su editorial Joaquín Mortiz. Poco tiempo después, por solidaridad, tramité y obtuve legalmente la liberación de mis derechos de autor del Fondo y pasé mis libros a la nueva editorial de mi amigo Joaquín... Me costó mucho trabajo hacer todo esto, pero en la parte legal conté con la ayuda brillante y decidida de mi amigo Arturo González Cosío, quien logró, con la intervención final de Agustín Yáñez, que yo retirara mis libros del Fondo. Lo increíble de toda esta historia es que Agustín tuvo que tratar mi asunto en acuerdo con Díaz Ordaz, a quien le comentó mi decisión de retirarme del Fondo, ante lo cual Díaz Ordaz no hizo otra cosa que proferir insultos y majaderías en contra de mi persona».
      De los cuatro libros de Arreola anunciados por Joaquín Mortiz, y que nunca se publicaron, mi expectativa mayor se centró siempre en Poemas y dibujos. En El último juglar, el autor de La feria se refiere constantemente a la poesía y a los poetas, a su devoción por la palabra poética como esencia del idioma y al hecho de que poesía sea igual a verdad. «Toda mi vida he recitado poesía en voz alta», decía, y justamente Poesía en Voz Alta se llamó el programa emblemático que impulsó en la Casa del Lago de la unam en 1956. Pero siempre me pregunté cómo pudo ser aquel libro, Poemas y dibujos, y, en cierta forma, muchos años después, dos cosas me lo revelaron, si no con exactitud, sí con alguna aproximación.
      La primera de ellas es que, en 1996, la Secretaría de Cultura de Jalisco publicó, con un proemio de Artemio González García, el breve libro de poesía (apenas sesenta páginas) Antiguas primicias, en el que el oxímoron ya anuncia de qué trata: poemas de adolescencia y juventud, textos de circunstancias, especialmente décimas y sonetos, la mayoría escritos entre los diecisiete y los treinta años, y algunos (muy pocos) después de los cuarenta. La segunda revelación está precisamente en El último juglar, en cuyas páginas Orso Arreola incluyó algunas tintas y acuarelas de su padre, entre las que destacan dos autorretratos (1969 y 1971) y un Homenaje a Charles Baudelaire (1973).
      Parece claro que el inexistente libro Poemas y dibujos debía ser, para Arreola, el remate de sus Obras, un remate que, en 1971, aún no tenía, pero que pensaba conseguir en tanto avanzaba con Arte de letras menoresMemoria y olvido y Hombre, mujer y mundo que, como ya dijimos, también se quedaron en proyectos. Y no es difícil comprender por qué estos libros sólo existieron en el deseo y en la fértil imaginación de su autor, si éste de antemano hizo la siguiente «confesión melancólica»: «No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka».
      Podría argumentarse que esta declaración (no haber tenido tiempo de ejercer la literatura) era tan sólo una ironía o, en todo caso, una hipérbole muy del estilo arreoleano. Sin embargo, hay que recordar que Arreola dejó de escribir en 1971: Palindroma, que apareció en ese año, fue su último libro, y los anteriores aparecieron en el siguiente orden: Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1958) y La feria(1963). En veinte años escribió una obra prodigiosa y después guardó la pluma para siempre, salvo por contadas páginas y no precisamente de narrativa. Por ejemplo, su libro exegético sobre Ramón López Velarde y La suave Patria.
      Memoria y olvido, como es obvio, era el título de sus memorias, de una autobiografía de la que sólo se conservan las cuatro páginas intituladas «De memoria y olvido» con las que se presenta, a manera de proemio, en la edición definitiva de Confabulario, justamente en 1971. Ahí está el arranque de la maestría verbal en oralidad y escritura: «Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años...». Pero ahí está también, y esto no suele señalarse, el autor que da por cerrada su obra, aunque haya inventado cuatro títulos más que ya no escribiría: otra forma magistral de despedirse: borgesianamente.
      Advirtió: «Al emprender esta edición definitiva, Joaquín Díez-Canedo y yo nos hemos puesto de acuerdo para devolverle a cada uno de mis libros su más clara individualidad. Por azares diversos, Varia invenciónConfabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. (La feria es un caso aparte). Ahora cada uno de esos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio. Este Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se le parece. A Varia invenciónirán los textos primitivos, ya para siempre verdes. El Bestiario tendrá Prosodia de complemento, porque se trata de textos breves en ambos casos: prosa poética y poesía prosaica. (No me asustan los términos). ¿Y a quién finalmente le importa si a partir del quinto volumen de estas obras, completas o no, todo va a llamarse Confabulario total o Memoria y olvido? Sólo me gustaría apuntar que, confabulados o no, el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y resta entre recuerdo y olvidos, multiplicados por cada uno».
      Nada dijo entonces Arreola de Palindroma, porque justamente éste fue el único libro inédito que entregó a Joaquín Mortiz. Era un libro sin historia, a diferencia de Varia invenciónConfabularioBestiario y La feria, que ya tenían pasado y lectores. Nada dijo, tampoco, sobre los demás libros que aparecerían «a partir del quinto volumen», porque no había nada que decir acerca de unas obras que ni siquiera existían. Lo cierto es que la poesía de Arreola ya estaba escrita y se encontraba en La feria y en sus demás libros, amparada en la certeza que podemos leer en El último juglar: «Yo siento desde niño lo que es el soplo de la poesía, de ese viento que ordena las palabras».
      Por eso, cuando en 2001 publiqué la antología Dos siglos de poesía mexicana: Del xix al fin del milenio(Océano), al incluir a Juan José Arreola elegí dos de sus poemas en prosa que me parecen insuperables: «Homenaje a Otto Weininger» y «Gravitación», de sus «Cantos de mal dolor» de la edición definitiva de Bestiario, y, para mostrar su incursión en el verso y, particularmente, en las formas métricas clásicas y rimadas, el soneto «A don Julián Calvo, enviándole mis cuentos», una composición de 1949 que, como es lógico, acompañó un ejemplar de su primer libro: Varia invención.
      Tengo la certeza de que el poeta Juan José Arreola fue infinitamente superior en la prosa poética que en el verso, y él lo sabía. En el texto de presentación de sus Antiguas primicias escribió: «La publicación de estos versos no tiene disculpa, pero sí explicación. Acompañados de notas oportunas debían constituir un Ars poetica. Nada menos, y formar parte de mis memorias. Confesional por naturaleza a partir de San Agustín, no quiero irme de este mundo sin decir quién soy, aunque a nadie le importe. Salvo a mí mismo, porque no he podido ser el hombre que quise, que tal vez soñé y todavía quiere ser, para no saludarlo con tristeza en el último momento de mi vida. [...] Todos los hombres somos capaces, en algún momento de nuestra vida, de escribir un buen poema, y esto ya lo dijo, previsiblemente, Borges. Perdón, porque caigo aquí en una de mis redes-trampas predilectas: cada uno de nosotros somos todos: los que quisieron escribir un poema, aunque no fueran Shakespeare o Quevedo».
      «Pecados poéticos, cometidos desde la infancia inocente hasta la primera juventud irresponsablemente lírica y erótica». Así denomina Arreola sus tentativas y sus hallazgos, que también los tiene en el verso, pero que no le alcanzan para superar su prosa. En algunos de sus sonetos y en varias décimas se advierte la influencia inmediata de la lectura fervorosa que hizo de Pellicer, quien, por cierto, le dedicó un par de sonetos definiéndolo así: «Tú, que dices las cosas desde el vaso / donde se bebe el día entre diamantes». En El último juglar refiere cómo y cuándo conoció a Pellicer y de qué modo el gran poeta tabasqueño le entregó sus manuscritos de Práctica de vuelo para que los ordenara y los pusiera en limpio. Pellicer fue una figura tutelar para Arreola. Como el gran lector que fue, Arreola supo descubrirnos algunos de esos momentos insuperables de la poesía de Pellicer, que puso como epígrafes en sus libros. Por ejemplo, el «...mudo espío / mientras alguien voraz a mí me observa», en el pórtico de Confabulario, y el «...moverán prodigiosos miligramos», que no sólo hace las veces del epígrafe del memorable cuento, sino que también le da título («El prodigioso miligramo»), que es parte igualmente de Confabulario.
      En la sección «Prosodia» de la edición definitiva de Bestiario, Arreola nos dejó también algunos poemas en prosa de excelente factura, como «Elegía», «Loco de amor», «El soñado», «La canción de Peronelle» y «Apuntes de un rencoroso». Yo prefiero siempre el «Homenaje a Otto Weininger» de los «Cantos de mal dolor». Pero, también, tengo enorme debilidad, gran inclinación, por un soneto arreoleano de estirpe quevediana, que en 1971 publicó en su columna de El Sol de México y que, de alguna manera, nos entrega la imagen más íntima, metafísica y angustiada de este gran creador de sueños e invenciones:
Combatido por vientos y mareas,
      sitiado por humanas tempestades,
      sólo distingo sombras de verdades
      en el confuso mar de mis ideas.
Tú por quien soy me salves y me veas
      devuelto a Tus angélicas ciudades.
      Alcánzame en la sombra claridades
      y ocúltame al afán vanas preseas.
Soy como el pez de los abismos, ciego.
      A mí no llega el esplendor de un faro.
      Perdido voy en busca de mí mismo.
En la noche final del desamparo
      sólo me queda voz para este ruego:
      ¿Dirás por fin mi voz desde el abismo?
Este soneto lo acompañó su autor con el siguiente mensaje: «Perdónenme todos ustedes; a veces siento ganas de rezar. Y en el momento crítico, echo mano a jaculatorias infantiles: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal...”. Ahora he sacado, no sé por qué, este viejo soneto mío. Lo escribo de memoria, por primera vez, en una hoja de papel». En Antiguas primicias el soneto está fechado en 1949, pero la versión que ahí se incluye es inferior a la que reproduzco de las páginas de Inventario.
      Quizá nunca como en La feria Arreola fue más poeta. Todo el libro, toda esta novela atípica, inclasificable, es un largo poema coral del pueblo de Zapotlán. Pero, también, nunca como en La feria y en sus otros cuatro libros, fue tan prodigioso narrador de prodigiosos miligramos. Sus cuentos son extraordinarios y por ello se comprende que hayan tenido no sólo la aprobación, sino la admiración de Borges.
      Lo cierto es que la poesía siempre acompañó a Juan José Arreola. La leyó y la veneró. Amó el idioma como pocos y, como pocos, fue fiel en ese amor. En sus «Aproximaciones», última sección de Bestiario, tradujo libremente en prosa a Jules Renard, O. V. de Lubicz Milosz, Pierre-Jean Jouve, Henri Michaux, Francis Thompson y, muy especialmente, a Paul Claudel. En verso, trasladó al español poemas de Lanza del Vasto y Gérard de Nerval. De este último le obsesionó el inmortal soneto «El desconsolado» (ese que empieza así: «Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado / príncipe de Aquitania en su torre baldía. / Mi sola estrella ha muerto, mi laúd constelado / el negro sol ostenta de la melancolía»), que una y otra vez corrigió.
      En uno de sus últimos sonetos metafísicos («Sein und Zeit»), dedicado a Octavio Paz, y escrito en noviembre 1977, concluyó: «Yo soy la eternidad que se recrea / al hacer en mi ser otro segundo». La poesía no lo abandonó porque él tampoco la dejó: su prosa es poética siempre, y lo que él llama su «poesía prosaica» posee una gran intensidad. «Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje», dijo en una entrevista.
      Su obra pudo ser más vasta, pero si no escribió aquellos libros que imaginó y deseó escribir no fue por pereza, sino por fascinación de la existencia, como él mismo aseguró: «Procuro no escribir ni leer, preso de fascinación ante la misma vida». Y sentenció: «He escrito poco porque me limito a extender la mano para cortar frutos más o menos redondos. Sólo en casos muy contados he hostigado una idea».

domingo, 23 de septiembre de 2018

Juan José Arreola, poeta

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Juan José Arreola (1918-2001) amó la poesía, la sintió y la comprendió, la intentó en verso, pero únicamente la consumó en prosa, lo mismo en sus ceñidos textos que escribió, deliberadamente, con un propósito poético, que dentro de sus cuentos, narraciones breves y en La feria, esa novela atípica donde el protagonista es todo un pueblo.
Sus poemas de circunstancias u ocasión, reunidos en 1996 en el brevísimo tomo Antiguas primicias, revelan a un buen hacedor de versos, pero no a un gran poeta. En esas pocas páginas hay, si acaso, dos o tres composiciones que poseen algo más que decoro, pero que no alcanzan jamás el nivel de calidad de su prosa narrativa y poética.
Arreola, es cierto, nunca presumió de ser poeta, pero, al igual que Borges, se enorgulleció de la poesía leída y amada. Por ello dedicó muchas horas al estudio y al gozo de La suave Patria y, en general, de la obra lopezvelardeana. Tradujo magistralmente a Claudel, a Nerval y a otros poetas y sabía que le era imposible vivir sin poesía, aprendida de memoria y expresada en voz alta con maestría. Justamente, al referirse a Claudel, escribió: “Hago mías sus palabras restándoles grandeza al repetirlas en mi pobre lenguaje de ciudadano común y corriente, porque no soy como él, un gran poeta.”
Juan José Arreola, el poeta, está especialmente en sus libros Bestiario (1959) y Palindroma (1971). En el primero, todo el libro está escrito en poesía en prosa (incluidas sus traducciones que él llamó “aproximaciones”), pero en particular las secciones intituladas “Cantos de mal dolor” y “Prosodia” contienen lo que denominó “prosa poética y poesía prosaica” (“no me asustan los términos”, aclaró). En el segundo son notables, poéticamente, los textos que integran “Variaciones sintácticas”.
Del Bestiario, notables son sus prosas poéticas “El sapo”, “El bisonte”, “El carabao”, “El búho”, “El oso”, “El elefante”, “Camélidos”, “La boa”, “La cebra”, “La hiena”, “Cérvidos”, “Aves acuáticas” y “Los monos”. Estos “poemas prosaicos” nos revelan no tanto al animal humanizado, como al ser humano animalizado. Las taras y los vicios humanos sirven para mostrar nuestra bestialidad, y poco ganan los animales (que son nuestros espejos) cuando, por accidente o por fatalidad, nos imitan o se nos parecen.
“El sapo” es uno de los poemas paradigmáticos de Arreola: “Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón./ Prensado en bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias./ 
Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.”
Más lírico, aunque no menos filosófico que Julio Torri, Arreola coloca cada imagen, cada metáfora en su lugar preciso. Su poesía, como la de Borges, está asociada siempre a su cultura libresca, pero no hay frialdad en ella. Lo intelectual, lo mismo que en el caso de Borges, no apaga lo emotivo. Si los seres humanos podemos vernos en el espejo del sapo no es nada más por la fealdad y por ser todo corazón, sino también, o mejor dicho, sobre todo, por la savia rencorosa que nos hincha, lo cual también nos emparienta con la hiena, ese “animal de pocas palabras”.
Arreola es certeramente implacable cuando, en su poema sobre este criminal montonero, concluye: “Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido en vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.”
Mitad hiena, mitad sapo, en la sangre del ser humano corre savia rencorosa. Nuestra fealdad y nuestra cobardía, nuestra naturaleza criminal y montonera no resultan contradictorias, sino complementarias del mono que, visto también, en su momento, por Lugones (“Yzur”), se niega a convertirse en hombre.
“Ya muchos milenios antes (¿cuántos?) –dice y se pregunta Arreola–, los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.”
Somos monos, pero, a diferencia de ellos, no somos libres: atrapados en nuestra racionalidad y expulsados del paraíso. Sapos y hienas son nuestros espejos: en fealdad, los primeros; en maldad, los segundos. Pero los monos, que son los animales que más se parecen a nosotros, en lo simiesco, se niegan a imitarnos en fealdad y en maldad. En el cuento de Lugones y en la prosa poética de Arreola los hombres, con su ciencia y su necio empeño, fracasan en sus afanes de convertir a Yzur y a Momo en seres de razón. Ellos se niegan, obstinadamente: prefieren la muerte o la dependencia, antes que la razón y la libertad. Y la imagen que nos queda, después de tal fracaso, es la que vio José Juan Tablada con síntesis admirable: “El pequeño mono me mira.../ ¡Quisiera decirme/ algo que se le olvida!”
Narrador de raza y cuentista prodigioso (descubridor y tesorero de “prodigiosos miligramos”), Arreola es, probablemente, el más grande cuentista fantástico de las letras mexicanas y, como la cabra tira al monte, siguiendo la lección de Scheherezada, Arreola relata hasta cuando es poeta. El mayor elogio que Borges hizo de él es el más grande elogio que desearía todo escritor por parte de un lector inteligente: “Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos. Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo.” Su característica más notable, como creador, añade Borges, es la “libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia”.
Que Borges haya leído a Arreola ya es un mérito en sí del autor y del lector. Que Borges haya elogiado al escritor mexicano habla bien no sólo de Arreola, sino de Borges que no era dado al elogio fácil o a la aceptación inmerecida. Pero si bien en los cuentos fantásticos de Arreola hay también poesía producto del “amor profundo de las palabras” (como él lo dijo), en sus textos más deliberadamente poéticos hay también imaginación e inteligencia, lo que lo hace diferente, en su poesía, a sus pares y a sus contemporáneos. Sus “Cantos de mal dolor” y su “Prosodia” son ejemplares en este sentido. Su “Homenaje a Otto Weininger (Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll)” es su poema por excelencia y, a mi juicio, uno de los mejores poemas en prosa de nuestras letras:
Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse./ Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita./ No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados./ Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.)/ Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome...”
El ritmo de este poema en prosa es admirable. Su contenido, concentrado, simbólico, metafórico y a la vez realista, es insuperable. Ni una palabra de más ni una de menos. Es poesía como lo es todo aquello que no admite ser leído sino como poesía. Tema y ritmo, sustancia y espíritu le dan a esta prosa poética su carácter de inolvidable.
En las “Variaciones sintácticas”, de Palindroma, el poema prosaico puede alcanzar la concisión del aforismo, como en el siguiente (“Ciclismo”): “Se me rompió el corazón en la trepada al Monte Ventoux y pedaleo más allá de la meta ilusoria. Ahora pregunto desde lo eterno en el hombre: ¿Cómo puedo emplear con ventaja los tres segundos que logré descontar a mi más inmediato perseguidor?”
En sus “Doxografías”, que dedicó a Octavio Paz, Arreola el poeta extremó la síntesis: “No olvide usted, señora, la noche en que nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo”; “Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte”; “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.”
La poesía en verso no se le dio. La musa, esquiva, rejega, enfuruñada, por las muchas atenciones y homenajes que Arreola concedió a la narrativa, lo hizo sufrir un amor no correspondido. Él lo supo y a sus versos los llamó “tentativas”. Algunos, pocos, son más que eso, pero la musa de la prosa lo recompensó grandemente y le abrió su jardín de maravillas. Fue poeta, a despecho del verso mediante el cual dijo una vez: “Yo soy la eternidad que se recrea/ al hacer en mi ser otro segundo.”
Para Arreola, lector de poesía en voz alta y sabedor de memoria de la mejor poesía que lo acompañó hasta los últimos momentos, “poesía es verdad”, y afirmó, convencido: “Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje, de que haya movimiento y drama. Esta evidencia de la plasmación del espíritu me impide ser materialista.”
Como en la historia de Aristóteles a quien cabalgó la belleza, venciendo a la razón y a la inteligencia (Arreola lo refiere en su memorable texto “El lay de Aristóteles”), el mismo Arreola hubiera podido decir para él las resignadas y a la vez orgullosas palabras del filósofo: “Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.”
Arreola, el poeta, está en su prosa. Y en ella sobrevivirá, invicto, victorioso. Y no debemos olvidar lo que, para él, significaba el triunfo: “Lo digo por última vez: la idea de triunfar en la vida frente a los demás, nos derrota íntimamente. La única victoria que vale la pena obtener es la que se gana dentro de las paredes de nuestra casa. Y para ir todavía más lejos o para llegar más cerca, creo que la única victoria valiosa es la que gana el corazón, dentro de nuestras propias y más íntimas costillas.”
Después de esto no hay nada más que decir.

martes, 24 de julio de 2018

La China Mendoza: Ausencia Bautista soy yo

22/Julio/2018
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hacia fines de la década del ochenta y hasta mediados de los noventa, busqué y entrevisté a los escritores mexicanos cuya literatura me interesaba o había despertado en mí alguna seducción. Fue así como conversé con varios de ellos, y este fue el caso de María Luisa la China Mendoza, cuya novela De ausencia (1974) me parece notable. No la traté muchas veces, pero coincidimos en varias actividades literarias. En una de las últimas compartimos mesa, en la Sala Manuel m. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en julio de 2012, durante la presentación del libro Nahui Ollin: Sin principio ni fin, de Patricia Rosas Lopátegui, con la autora y con Beatriz Espejo, Silvia Molina y Nadia Ugalde. María Luisa Mendoza murió el 29 de junio de 2018. Rescato esta entrevista que realizamos en mayo de 1990, con motivo de sus sesenta años de edad.

Al recordar su infancia, se define como voraz devoradora de libros, en lo cual mucho tuvo que ver la debilidad de su organismo. “Fui una niña enfermiza –dice–, siempre estuve en cama, tuve todo el inventario de las enfermedades infantiles y ello provocó en mí a la ávida lectora, lo mismo que debió provocar a la escritora. En mi infancia, mientras mis primos jugaban al sol y se metían al mar o al lago, yo leía; porque estaba encerrada, maniatada por alguna enfermedad que podía ser tos ferina, rubeola, anginas, tifoidea, eczema nervioso, reuma, en fin una de tantas enfermedades que hicieron nacer en mí la vocación de lectora y escritora”.
Es María Luisa Mendoza, a quien sus amigos del medio literario conocen como la China; autora de tres novelas significativas en nuestras letras, la segunda de las cuales es, sin duda alguna, su obra más destacada: Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), De ausencia (1974) y El perro de la escribana(1980). Ha publicado también un libro de cuentos: Ojos de papel volando (1985) y dos volúmenes de ensayos: La O por lo redondo (1971) y Las cosas (1976). En 1989 apareció un tomo que recoge una parte sustancial de su obra periodística: Trompo a la uña.
Guanajuatense (nacida el 17 de mayo de 1930), María Luisa Mendoza ejerció el periodismo muchos años, sin descuidar su vocación de narradora. Con un estilo inconfundible paladea las palabras, las arracima y luego las va desgranando en la página para llegar a donde desea. Huye de la línea recta; prefiere el camino oblicuo. A propósito de esta actitud, el crítico estadunidense John s. Brushwood ha escrito: “El lenguaje de María Luisa Mendoza trastoca la realidad con sus largas oraciones, con varias reflexiones intercaladas, con sus juegos de palabras y su ritmo coloquial que genera un efecto de canto sin fin, su proustianismo popularizado”.
Con voz segura y por momentos enfáticamente disgustada por el trato que, a decir de ella, le han dado los grupos intelectuales de México, María Luisa Mendoza les reclama y les advierte: “Es increíble la misoginia que hay en México. A las escritoras nos ningunean; desde luego ya no nos pueden evadir o ignorar, pero sí ningunear. Yo soy una gran ninguneada de la literatura de mi patria y a veces mis más íntimos amigos me ningunean. Pero no me importa, porque no soy monedita de oro, pero sí voy a ser muertita de oro, porque cuando yo me pele, mi obra será validada cuando toda la runfla de mafiosos desaparezca de la faz de mi tierra, de la faz de mi país.”

La pasión por escribir

¿Cómo se inició en la literatura?
–Escribiendo mis diarios; los prodigiosos, llevados y traídos, cursilones, diarios. Un diario es siempre cursi, pero escrito por una mujer es aún más cursi. Sin embargo, cuando releo esos diarios, avergonzadísima de la cursilería espeluznante de toda mi adolescencia, veo que hay en lo profundo de toda aquella hojarasca la pasión por escribir. Los diarios son deleznables, nada de ellos es recuperable, salvo el ejercicio mismo de la escritura. Por otra parte, yo aprendí a escribir leyendo. Si no se lee no se puede escribir, es inútil.
¿Qué es para usted la literatura?
–Es mi geografía real, el mapa de mi destino, donde me desenvuelvo mejor que en otro lugar; porque allí no envejezco, no carezco de belleza, soy un ser feliz. La literatura es el universo de la imaginación. A mí no me importa estar sola, no ir a un viaje o no recibir una presea, pero sí me importa carecer de un libro o perder la vista. Dejar de ver es terrible, pero dejar de leer es peor; mejor es morirse. (Hace cinco años yo estuve a punto de perder la vista y fue algo realmente angustiante.)
¿Dentro de qué generación literaria se inscribe?
–Formo parte de la generación del ’30. Y tengo tanta importancia como escritora en esta generación, como las moneditas de oro que se echan los críticos al aire para ver si sale águila o sol. Yo soy un águila o un sol y les aseguro que siempre estaré presente aunque los críticos no me nombren.
¿De qué escritores se siente deudora?
–De Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que fue la gran revelación de mi vida literaria urbana. De Marcel Proust, quien junto con Carpentier es mi punto de apoyo literario, y de muchos otros aventadores de oro, del oro de las palabras perfectas: Virginia Woolf, Thomas Mann, Henry James, Scott Fitzgerald, Simone de Beauvoir, Georges Simenon y, desde luego, Cervantes y Pérez Galdós. También del teatro de O’Neill y García Larca. Y entre mis preferencias poéticas están Gorostiza y Sabines.
¿Qué tanto cree en la disciplina y qué tanto en la inspiración?
–Creo que son más importantes el método y la disciplina que la inspiración, aunque la pobre inspiración está tan desprestigiada que hay que defenderla de nuestros antirrománticos y cursilones contemporáneos que la consideran como una tomadura de pelo. La inspiración existe, no es un acto de fe, existe, pero no puede llegar al escritor que no está ejercitándose en una técnica y en un plan preconcebido. Sin esto último sencillamente no se puede hacer literatura. Hay que tener entrega y escribir todos los días. Los escritores de fines de semana no existen. Yo he mermado mi literatura pretendiendo escribir nada más los fines de semana. El sueño de mi vida sería dejar todo y nada más escribir. Admiro mucho a los escritores como Gabriel García Márquez que escriben a diario. En una ocasión él me dijo: “Si no sientes la necesidad de escribir todos los días, no eres escritor.”
¿Cuál es su relación con las palabras?
–En mi literatura jamás voy directamente a las cosas, voy bogando en un mar revuelto para poder llegar al punto. Esto también lo he tenido que domar. A veces no quisiera barroquear tanto. En mi literatura las palabras pesan y cuelgan mucho de las ramas. En mis últimos libros me he exigido no ser tan glotona y atascada en el paladeo de las palabras. Me he puesto a dieta de palabras. Con todo, este paladeo refleja la recuperación de una sensualidad que en mí es evidente. Lo que nunca podré es escribir como Voltaire o como Ramón Xirau, que es mi ideal en severidad.

La literatura femenina no existe

¿Cuál es su libro más satisfactorio?
–De ausencia. Ese es mi amor. Es la novela que escribí con más gusto y con más plenitud. Puse en la protagonista todo cuanto yo hubiese querido ser. Ausencia vivió un tiempo que a mí me hubiera gustado vivir: el final del siglo pasado y el principio de este.
¿De dónde tomó las características de Ausencia Bautista?
–Todos los escritores tomamos a nuestros personajes de nosotros mismos: de lo que quisimos ser o de lo que quisiéramos llegar a ser. Desde luego, también de la observación de personajes reales. Yo no me juzgo Proust ni mucho menos, pero en mi pequeñísima circunstancia hay una recuperación de la historia. Ausencia Bautista surge de la recreación, de un caso real de una mujer que, junto con su amante, mata a un inglés. Esta crónica se halla en un libro del padre Marmolejo y corresponde a un hecho de fines del siglo pasado. En un principio, la idea fundamental era el crimen, el hecho de sangre, pero al final de mi novela quedó tan sólo como un episodio más. En De ausencia ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ese crimen se realiza, y esa es la duda que yo quise dejar en el lector. Desde luego, y parafraseando a Flaubert, Ausencia Bautista soy yo. Claro que sí.
¿Existe la literatura femenina?
–No, existe la literatura escrita por mujeres, que es distinto. Y es muy buena literatura. En el medio literario mexicano hay graves omisiones. Por ejemplo, dos mujeres de las que nunca se habla son Martha Robles, muy buena novelista e investigadora universitaria, y Marcela del Río, que es una dramaturga muy respetable y una novelista de muy buena factura. Jamás se habla de ellas. Se empieza a hablar de Ethel Krauze, que también solía omitirse. Desde luego, estas omisiones no son privativas para con las mujeres. Ahí está el caso de ese grandísimo escritor que es Ricardo Garibay, del que muy poco se habla. En los resúmenes de fin de año, que sin falta se hacen en las páginas culturales de los diarios, se omite. ¿Cómo es posible? Entre estas omisiones agrégueme a mí, porque mi precioso nombre, castellanísimo, no lo registran por lo visto.
¿A qué escritores mexicanos admira?
–A Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, José Gorostiza, Miguel Guardia y su poesía íntima y cerrada y de la que tampoco nadie habla, Margarita Michelena, Vicente Leñero y Ricardo Garibay que, como ya dije, me deslumbra.
¿Qué es lo que más admira en un escritor?
–En primer lugar el hecho de que pueda dejar la pompa y la carne de este mundo para escribir con asiduidad. Desde luego, la palabra y el estilo. Por eso adoro a Sabines, porque me devuelve una palabra prístina, tremendamente sensual y con una alegría y una libertad extraordinarias, además de una formidable carencia de esnobismo. Creo que lo que más admiro en un escritor es la vocación, la disciplina y el estilo, junto con la palabra. Por eso sor Juana Inés de la Cruz es otro de los personajes de mi vida; adoro a sor Juana, porque también fue una escritora con las palabras preñadas: todos los hijos que no tuvo están en cada una de las sus palabras. Además, vamos a ver quién duda de su inteligencia.
¿Y qué me dice de Rosario Castellanos?
Ella tuvo todo eso de lo que le estoy hablando: vocación, fidelidad a la escritura, disciplina. Ahí está su gran obra. Como poeta me parece formidable y me gusta mucho como novelista. Hay quienes la ven como perdonándole la vida por sus novelas. Pero Balún Canán es una gran novela. En general, toda la obra de Rosario Castellanos es magnífica, como lo es también la de Elena Garro, en quien igualmente hay una espléndida vocación.

La ingratitud de la crítica en México

¿Cuál es su relación con el poder?
–Muy cercana, muy plena. Yo vengo de una familia política. Mi padre era un político bastante sobresaliente, y me refiero a su brillantez y a su honradez, a su honestidad intachable. Yo crecí entre políticos, y cuando tuve la posibilidad de una actividad política protagónica la ejercí. Me gusta mucho la política en sí. Lo que me cansa es la batalla dentro de la política, ese intríngulis en el cual yo no entro y que tiene que ver con la adulación y el sobajamiento de dignidades.
¿Cuál es su opinión de la crítica literaria mexicana?
–La crítica literaria en México es muy ingrata, muy poco generosa, muy atada a las convenciones de los papados ya sea del Kremlin o del Vaticano o, en fin, de los símbolos que usted quiera de un poder circular. Los críticos mexicanos están metidos en su propia y pequeña visión y no quieren salir de ella porque les da miedo estar fuera del rebaño. Cometen adulación o estragos en el honor de los escritores. A los que no formamos parte de ese cogollo poderoso sencillamente nos silencian. Como verá, no tengo buena opinión de la crítica literaria mexicana, si es que se le puede llamar así.
¿El problema, entonces, son los grupos literarios?
–Es lo mismo. Los grupos literarios son pedantes, racistas, interesados. No es un edén tratarlos. A mí, quizás, lo que me falta es pedantería y vanidad.
¿Le preocupa la vejez?
–Sí, profundamente. La rechazo, me asusta mucho lo que habrá de ser esa carencia de eficacia, de cuerpo rápido, de movimientos inmediatos, de pensamientos ágiles, de posibilidades amorosas, en fin, de futuro. Lo contrario, precisamente, que mueve a la juventud: tener un futuro, saber que mañana todavía hay tiempo. La carencia de tiempo es lo que más me asusta de la vejez. Claro que es preferible llegar primero a la vejez que a la muerte.
De no ser escritora, ¿qué le hubiese gustado ser?
–Escritora, nada más. O sí, tal vez me hubiese gustado ser guapa. No es cierto, es mentira; sólo escritora. Eso sí, me hubiera gustado ser escritora de éxito

domingo, 8 de julio de 2018

De la perfección al silencio: cien años de Alí Chumacero

8/Julio/2018
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Junto con José Gorostiza, de todos los poetas mexicanos el más concentrado, el menos desbocado y uno de los más intensos es Alí Chumacero, acerca del cual José Emilio Pacheco afirmaría (en su ensayo “Chumacero o hay demasiada luz en las tinieblas”) que, desde su primera composición publicada en 1940 (“Poema de amorosa raíz”), encarnó la paradoja, en nuestro ámbito, “de ser el más intelectual y el más antiintelectual”.
Nacido en Acaponeta, Nayarit, el 9 de julio de 1918, y muerto en Ciudad de México en 2010, Chumacero buriló una obra breve, ceñida, en la que regaló a los lectores algunos de los poemas perfectos de la lírica mexicana del siglo xx, pues, como poeta, Alí Chumacero pertenece a ese siglo, en gran medida heredero, como él mismo lo reconoció tantas veces, de los Contemporáneos, sus maestros.
Para Pacheco, “su aprendizaje en el silencio fue también su aprendizaje del silencio. En dieciocho años hizo lo que tenía que hacer, dijo cuanto tenía que decir, y desde entonces limitó su actividad poética a la no menos difícil e inventiva de lector”.
No pocas veces se ha hecho el paralelismo de brevedad y silencio entre la obra narrativa de Juan Rulfo (1917-1986) y la poética de Chumacero. Tres libros componen la producción literaria de Rulfo: El Llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1956); tres libros también integran la obra poética de Alí Chumacero: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). En ambos la obra no se mide por la cantidad de páginas, sino por la intensidad y la maestría en Chumacero, y por la genialidad en Rulfo.
Dos veces entrevisté a Alí Chumacero: en febrero de 1992, cuando tenía setenta y cuatro años, y en septiembre de 2009, cuando había cumplido ya noventa y uno. (Moriría un año después: el 22 de octubre de 2010.) Ya era un gran escritor maduro cuando lo conocí a mediados de la década de los ochenta, y dos cosas que lo hicieron célebre, además de su maestría y su silencio poéticos, eran su sentido del humor y su ausencia absoluta de solemnidad. A propósito de ellas, Pacheco escribió que, en el trato diario, la conducta de Chumacero, fue siempre “una defensa contra la solemnidad de quienes se toman en serio a sí mismos y andan por el mundo proclamando que son poetas hasta cuando no escriben”.
Pasión, rigor formal, autocrítica, cultura literaria, perfección y silencio caracterizan la obra de Chumacero. A Marco Antonio Campos, amigo suyo y uno de sus mayores estudiosos, le dijo: “La autocrítica, que en mí fue extrema, es en cierta forma la reversión de lo que he opinado sobre la obra ajena: mis juicios acerca de las otras obras se han revertido sobre aquello que en horas muy solitarias he decidido convertir en palabras.”
Sin embargo, contra toda suposición obvia y contra toda lectura superficial, Chumacero no es un poeta intelectual en el sentido libresco, sino inteligentemente emotivo. En 1992 le pregunté: ¿Qué es lo que domina en tu poesía: la inteligencia o la pasión? Y su respuesta no pudo ser más lógica para quienes nos hemos emocionado con poemas tan entrañables como “Poema de amorosa raíz”, “Elegía del marino”, “Monólogo del viudo”, “Alabanza secreta”, “La imprevista”, “La noche del suicida”, “Al monumento de un poeta”, “Salón de baile”, “El triunfo del sosiego”, “Losa del desconocido” y otros más que forman parte de lo que Octavio Paz denominó “una liturgia de los misterios cotidianos”. En aquella ocasión, el autor de Palabras en reposo me dijo:
“Pienso que la poesía sin sentimiento, sin pasión, es endeble y más bien libresca. La poesía debe ser un arranque del ser, del sentimiento; del corazón, diríamos cursimente. Y no debe ser, de ninguna manera, una cosa inventada. No es un ajedrez, sino un juego de futbol: un juego en el que se pone todo; una forma de que el ser mismo se exprese. Para mí, la poesía arranca del sentimiento, de la sensibilidad, de la emoción, y se convierte en palabras a fin de que quien lea esas palabras pueda, a su manera, resucitar esa emoción que tuvo el poeta. Diríamos que la poesía es un punto de referencia, de comunicación, entre el poeta y el lector, con la idea de que éste logre recrear en sí mismo la emoción inicial que produjo esa poesía.”
La afirmación, la certeza, el principio de que la poesía no debe ser nunca “cosa inventada”, fantasía, ficción, es lo que hace que este gran poeta intelectual y a la vez pasional que es Chumacero consiga hacer vivir en el lector una experiencia íntima y no un trozo de “literatura”. En la creación literaria, como lo supo Verlaine y como lo reafirmó Chumacero, con excepción de la auténtica poesía, “todo lo demás es literatura”.
Fruto de esta emoción es el arranque inolvidable del “Responso del peregrino” (“Yo, pecador, a orillas de tus ojos/ miro nacer la tempestad”), que cumple todas las expectativas de la pasión, lo mismo que cada uno de los versos del “Monólogo del viudo” que así inicia y nos transforma para siempre: “Abro la puerta, vuelvo a la misericordia/ de mi casa donde el rumor defiende/ la penumbra y el hijo que no fue/ sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo/ que en ácidos estíos/ el rostro desvanece. Arcaico reposar/ de dioses muertos llena las estancias,/ y bajo el aire aspira la conciencia/ la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba/ en el descenso turbio.”
Y ni qué decir de la perfección de “Alabanza secreta”, “Salón de baile” y “Losa del desconocido”. Son poemas que hay que leer una y otra vez y que, en cada lectura, brindan su esencia de palabra precisa y profundo sacudimiento emocional. Pero no sólo es la emoción, es también la inteligencia que se cumple en el espíritu: “Inmóvil a la orilla del torrente,/ yo era el aprendiz de la violencia, el sorprendido/ olivo y el laurel mudable, porque a solas/ solía renacer cuando salía de aquel inmundo cuarto.”
Pocas veces la poesía mexicana es más profunda y a la vez más sencilla, más elemental sin ser jamás superficial, como en la obra de Alí Chumacero. Pocas veces nos hace ver, como escribió Rosario Castellanos, “que la palabra tiene una virtud:/ si es exacta es letal/ como lo es un guante envenenado”. De “Salón de baile”: “Sudores y rumor desvían las imágenes,/ asedian la avidez frente al girar del vino que refleja/ la turba de mujeres cantando bajo el sótano. [...]/ Desde su estanque taciturno increpan los borrachos/ el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas/ la tiranía agolpa un muro de puñales. [...]/ Cuando cede la música al fervor de la apariencia, grises/ como las sílabas que olvida el coro,/ casi predestinados se encaminan los rostros a lo eterno.”
Quizá no haya dístico a la vez más enigmático y más sencillo en su cifra y en su significado que este barroco, elemental e inolvidable que abre la “Losa del desconocido”: “Cuando hayas terminado, mira este muro ardiente/ donde la bestia cumple su reposo.”
En 1992, Chumacero me reiteró lo que ya había dicho otras tantas veces: “Dejé de escribir precisamente porque ya había dicho todo.” Y al preguntarle cómo juzgaba, pasado el tiempo (medio siglo), su obra poética, sentenció:

Pienso que mi último libro, Palabras en reposo, va a quedar como un libro digno de aprecio en la literatura mexicana. Los dos libros juveniles no creo que sean reprochables; son textos muy vivos; todavía no tienen la concentración del último, pero en conjunto los tres se complementan. Creo que ayudan a dar una imagen de un escritor.

A los noventa y un años me habló del que consideraba su mejor poema (“Responso del peregrino”) y al que ya se había referido, extensamente, con Marco Antonio Campos, para el indispensable libro de éste, El poeta en un poema (1998). “Responso del peregrino” es, sin duda, su obra maestra. Próximo a morir, resumió su génesis e intención con admirable síntesis:

Luego de la primera época a la que corresponden textos como “Poema de amorosa raíz”, empecé a hacer otro tipo de poesía, muy cercana a la de José Gorostiza; de ahí resultó el “Responso del peregrino”, el cual considero mi mejor poema; hecho entonces a mi novia que luego sería la madre de mis hijos. Es un poema que está dividido en tres partes que corresponden a tres momentos sucesivos de la creación poética. En la primera, hablo de la Virgen de Lourdes. Mi mujer, que ya murió, se llamaba Lourdes. Cuando escribí el poema, ella era mi novia, y el poema evoca a Lourdes confundiendo, y fundiendo, las dos personas: la Virgen de Lourdes y mi próxima esposa. Por eso escribo: “Elegida entre todas las mujeres,/ al ángelus te anuncias pastora de esplendores”, y luego digo: “Oh, cítara del alma, armónica al pesar,/ del luto hermana: aíslas en tu efigie/ el vértigo camino de Damasco/ y sobre el aire dejas la orla del perdón.” En la segunda parte hago un juego con la vida misma de los hombres casados con la mujer que aman, el nacimiento de los hijos y el paso de los años hasta llegar a la muerte. La muerte era, claro, la mía, en la idea de que ocurriría antes que la de Lourdes. El destino descifró mi misterio y me hizo sobrevivir, muchos años, a mi mujer, pero ahí se hace una evocación de lo que sería mi muerte y la presencia, al lado de mis restos, de los seres queridos. Finalmente, en la tercera parte hice una presentación de la posición de mi mujer, que era creyente en Dios, y la mía, que no es la de un ser muy creyente. Ahí se miran las dos posiciones, una frente a otra, pidiéndole yo a ella que rece por mí, que ruegue por este pecador, diciéndole que, en el fondo, soy un hombre bueno. Lo primero es absolutamente cierto y lo segundo a lo mejor también es verdad.

Nada habría que agregar después de esto. Pero si faltase algo por decir, únicamente sería que, en el centenario natal de Alí Chumacero, lo que celebramos son esas bondades del hombre, del poeta y de su poesía

domingo, 9 de julio de 2017

“Hija del azar; fruto del cálculo”

9/Julio/2017
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Entre todos los géneros literarios el de la poesía es el más íntimo. No es que no pueda serlo la prosa narrativa, pero en la prosa narrativa es más fácil distinguir el yo literario del yo personal. En cambio, en la poesía, incluso si no es autobiográfica, el yo poético del yo personal tiende a fundirse. Pensemos en Neruda y en Borges. Podemos abstraernos en lo poético, pero no hay duda de que en sus poemas están presentes siempre las experiencias personales de Neruda y de Borges.
Escribir poesía es siempre algo más intenso e íntimo y no obedece a urgencias ni a compromisos. La poesía no es un trabajo; la poesía es un milagro. La poesía sucede. Por ello no deja de ser algo extraño que alguien se proponga hacer un libro de poemas sobre esto o sobre lo otro, a menos por supuesto que esa sea la obsesión de su vida. De otra forma, la disciplina, con un tema determinado, sólo puede producir ejercicios poéticos, pero no necesariamente poesía.
La poesía más que un trabajo es una epifanía. Si la poesía no es una imperiosa necesidad emocional e intelectual, será simplemente un juego, un pasatiempo. Y no está mal que lo sea, pero como pasatiempo puede ser también bastante aburrido. Hay pasatiempos más divertidos. Por otra parte, la inteligencia es maravillosa, pero se enfrenta a un drama ineludible, el cual fue definido y descrito, lúcida y poéticamente, por Antonio Machado: “El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión.”
La poesía es también música. Ritmo. Ineludiblemente. Lo dice Carlos Pellicer (en su “Discurso por las flores”): “Las palabras con ritmo –camino del poema–.” Porque no hay nada, ningún arte, ninguna manifestación estética, más integral que la música. La poesía intenta ser música o al menos integrarse a la música desde los tiempos en que era acompañada por la lira. Pero la máxima virtud de la música es que no necesita de palabras para ser poesía. Carlos Edmundo de Ory, el poeta español, dice en un poema: “Maldito sea yo, que no sé tocar ningún instrumento.” Aunque, por lo demás, quizá sea mejor no tocar ningún instrumento si no es con la más alta maestría. Escuchar la música, gozarla, amarla, debe ser un mejor destino que echarla a perder.
La poesía es, además, inspiración, aunque ésta sea indefinible, inefable en el mejor sentido. Octavio Paz, en El arco y la lira, quizá el libro moderno más importante que se haya escrito en la lengua española sobre poesía, escribe: “La voz del poeta es y no es suya. ¿Cómo se llama, quién es ese que interrumpe mi discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman demonio, musa, espíritu, genio; otros lo nombran trabajo, azar, inconsciente, razón. Unos afirman que la poesía viene del exterior; otros, que el poeta se basta a sí mismo. Mas unos y otros se ven obligados a admitir excepciones. Y estas excepciones son de tal modo frecuentes que sólo por pereza puede llamárselas así.”
Nadie sabe qué es la inspiración, pero existe. El endecasílabo perfecto de San Juan de la Cruz “un no sé qué que quedan balbuciendo” es un milagro del espíritu, una epifanía. Millones de individuos que saben mucho sobre poesía y didáctica de la creación poética, académicos y lingüistas muy capaces, nunca podrán igualar algo así, aun si dedicasen cada minuto de su existencia a conseguirlo. No solamente no es probable, sino que, definitivamente, no es posible.
Por arte de inspiración, de pronto, unas palabras se transforman en algo inolvidable ya para siempre: “Abril es el mes más cruel...” Y hasta los peores poetas tienen sus buenos versos. Dijo Borges: “No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres.” Incluso al cerebral Paul Valéry se atribuye la siguiente certeza: “Los dioses facilitan el primer verso; los demás, los hace el poeta.”
Recordemos de qué modo Octavio Paz define, indefinidamente, la poesía, con todos los sustantivos posibles e imposibles: “Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. [...] Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivoObediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la Idea. Locura, éxtasis, logos. [...] Visión, música, símbolo.”
Es natural que un poeta, cualquiera, no se sorprenda del todo al conseguir, unas poquísimas veces, algo parecido a la belleza y a la música. Lo más probable es que eso que se salva, o lo que puede salvarse, se deba al arte de ese demonio del que habla Paz, invocado, rogado por el conjuro de la magia y el lenguaje primitivo. Sólo lo demás es suyo.