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domingo, 5 de julio de 2015

Gazapo y Muchacho en llamas: un juego de espejos Guillermo Vega Zaragoza

5/Julio/2015
Confabulario
Guillermo Vega Zaragoza


Una de las primeras reseñas que me atreví a escribir y publicar fue la de Muchacho en llamas, de Gustavo Sainz, cuando apareció el libro a finales de 1987 en el suplemento cultural sábado del diario unomásuno. Debo confesar que entonces no había leído Gazapo, aunque sabía que todo mundo la consideraba una gran novela. Pero me sentí obligado a leerla porque quería saber cuál había sido el origen de Muchacho en llamas, aunque luego surgió la pregunta: ¿Gazapo produjo Muchacho en llamas, o había sido al revés?


Como se sabe, Gazapo apareció en 1965 publicada por Joaquín Mortiz en su entonces prestigiada Serie del Volador, una de las colecciones más codiciadas, ya que el autor que era incluido en ella de inmediato se consagraba. Y Sainz publicó su primera novela ahí. Gazapo, junto con La tumba, de José Agustín, causó conmoción en el medio literario de entonces fundamentalmente por tres aspectos: 1) el tema juvenil, que contaba las aventuras cotidianas de un grupo de adolescentes de la Ciudad de México (Menelao, Vulbo, Gisela, Bikina, Mauricio, Jacobo y Nácar, adolescentes que viven en las colonias Del Valle y Narvarte); 2) el lenguaje, propio de los jóvenes de la época, salpicado de modismos, coloquialismos y anglicismos, y 3) los recursos narrativos utilizados —influidos por la nueva novelística francesa y norteamericana, sobre todo—, que rompen con la linealidad y tienden a la fragmentación de voces, tiempos y espacios.


Como lo ha detallado Ignacio Trejo Fuentes en su relectura a cuarenta años de publicada la novela, Gazapo desconcertó porque en apariencia estaba concebida “bajo conceptos muy poco literarios, su lenguaje era el hablado por los jóvenes de clase media del Distrito Federal y las cosas que contaban resultaban ‛niñerías’, ‛insignificancias’”. Es muy probable que a los críticos de entonces les irritara que “los protagonistas hicieran albures, tomaran malteadas en el Sanborns de Lafragua o comieran hamburguesas en La Vaca Negra, que utilizaran grabadoras o se la pasaran hablando por teléfono, que recurrieran con frecuencia al idioma inglés y prefirieran el rock and roll antes que Ray Conniff”. Pero Trejo Fuentes advierte que “la aparente falta de composición era en realidad una serie de inteligentes estructuras, el lenguaje el más apropiado para los personajes y su circunstancia, y éstos, a fin de cuentas, rescataban por vez primera, en serio, a los adolescentes como protagonistas principales”.


Es cierto que unos años antes Agustín Yañez, Carlos Fuentes y José Revueltas nos habían presentado una Ciudad de México de incipiente modernidad, alejada de la narrativa de personajes rurales y revolucionarios, pero también lo es que a principios de los años sesenta la población juvenil, urbana y de clase media, se había convertido en protagonista fundamental de la vida citadina. En Gazapo, los jóvenes “se alzan como auténticas primeras figuras y por si eso fuera poco hacen suyas y personifican las ebulliciones que toda una generación a nivel mundial llevaba dentro, concentradas en la rebeldía ante la autoridad (familiar, religiosa, escolar, estatal).”


Desde entonces Gustavo Sainz se reveló como un novelista diferente a los que existían en la literatura nacional. De hecho, él no llamaba “novelas” a sus obras sino “ensayos narrativos”, y en efecto, nadie como él se arriesgó con cada libro a explorar y expandir los límites del género narrativo, a través de apuestas formales, temáticas, estructurales y estilísticas, intentando portentos extraordinarios como La muchacha que tenía la culpa de todo (Ediciones Castillo, 1995), una novela escrita con base sólo en preguntas.


Luego de Gazapo, Sainz publicó Obsesivos días circulares (Joaquín Mortiz, 1969), La princesa del Palacio de Hierro (Joaquín Mortiz, 1974), Compadre Lobo (Grijalbo, 1977), Fantasmas aztecas (un pre-texto) (Grijalbo, 1982) y Paseo en trapecio (Edivisión, 1985), con diversos resultados de crítica, aunque uno de ellos es el más celebrado, analizado y copiado de todos hasta la fecha: La princesa del Palacio de Hierro, que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia de 1974.


Así, a finales de 1987, Sainz publicó Muchacho en llamas en Editorial Grijalbo. Se trató de su séptimo ensayo narrativo, 22 años después de haber publicado el primero. Como se sabe, el siete es el número perfecto de la tradición cristiana, también era significativo para Gustavo Sainz, según hizo constar en la dedicatoria del libro. Sin embargo, más allá de consideraciones cabalísticas, este es el libro en el que muchas de las preocupaciones arrastradas por Sainz a lo largo de lo que hasta entonces constituía su carrera literaria, así como los aciertos logrados en el mismo lapso, se plasman con mayor contundencia y perfección.


Por principio, Muchacho en llamas es un libro obsesivo, como casi todos los de Sainz. Sofocles Alejo Díaz, escritor en ciernes   —y uno de los alter ego del autor—, padece todo un rosario de obsesiones (indecisión amorosa, el sexo y las mujeres, los perros, una extraña somatización del interés por el fenómeno de la combustión espontánea, la licantropía, la situación familiar) que convergen en una sola: la escritura de su primera novela.


Armado con base en el diario que el autor llevaba antes y durante la escritura de Gazapo, (el inicio de la obra está fechada en abril 2 de 1961), los recortes de periódico, los anuncios copiados, los letreros urbanos e incluso la referencia a personas y situaciones reales, sólo sirven para ubicarnos temporalmente, los chistes y comentarios ocurrentes le dan sabor y vitalidad a la lectura, pero los párrafos subrayados de libros, casi todos referentes a la condición del escritor, los fragmentos de entrevistas hechas por Sofocles a Rodolfo Usigli, José Revueltas y Carlos Fuentes, junto con las propias interrogantes del protagonista, nos enfrentan a una reconsideración del trabajo literario, que, obviamente, Sainz experimentó al escribir su primera obra y nos lo trasmite de nuevo, 26 años después, con una brillantez desbordante.


Si en Gazapo destaca la deslumbrante forma narrativa escogida y en Obsesivos días circulares se dice que el protagonista es el lenguaje, en Muchacho en llamas la estrella es el propio escritor y, como diría Sábato, sus fantasmas, con sus momentos de desesperación y lucidez. De esta forma, el pivote de la tragedia de Sofocles es el cuestionamiento obsesivo y recurrente de su propia vocación literaria.


Conforme avanza el libro, domina en el lector la sensación de déjà vu. Ya habíamos sido presentados con los personajes y sus situaciones; cambian los nombres y los escenarios (aunque siempre en una Ciudad de México a principios de los sesenta, que los personajes asumen como suya y advierten su paulatina degeneración), pero todo esto es aledaño. Estamos ante un verdadero juego de espejos entre la realidad y la ficción, entre los mundos narrativos que se entrelazan, se bifurcan y se confunden entre sí y con la vida real, que intenta el imposible objetivo de toda gran novela: abarcar la totalidad.


“Aunque esto no es propiamente una novela —ni tampoco una pieza de teatro, ni un ensayo, ni un poema, ni un cuento, ni una entrevista, ni un collage, ni un cut-up, ni un fold-in, ni una complicada   yuxtaposición de textos, ni un diario. Se debe volver a hallar en estas páginas ese difícil estado de libertad que es propio de la creación sin límites. Podemos autorizar todas las interpretaciones que se deseen”, nos dice Sainz. ¿Estamos ante una novela que habla sobre otra novela, ante una suerte de falsa autobiografía novelada, o ante un artefacto narrativo inclasificable?


Resulta que yo tenía veinte años, casi la misma edad que el protagonista, y a pesar de mediar más de 25 años de distancia entre la época que retrata la novela y mi actualidad de entonces, su sensibilidad, su experiencia, sus miedos y obsesiones me tocaban muy de cerca, casi como si yo las estuviera viviendo. Me recuerdo, incluso, leyéndola enfebrecido, en el camión, en la escuela, en la cama, en el baño, porque ese fuego que consumía a Sófocles era el mismo que me consumía a mí, el deseo de vivir, de escribir, de amar, de leer, de saberlo todo, de experimentarlo todo, de dar cuenta de todo. Pocos libros han sido tan significativos para mí y tan definitivos para marcar mi vocación literaria como Muchacho en llamas, porque me demostró que sí era posible vivir y escribir; que no sería fácil, pero que sería la decisión correcta, la única posible.


Entresaco algunos de los subrayados que aún sobreviven en mi ejemplar de entonces:



El rey Salomón, que era un sabio, poseía 700 mujeres y 300 concubinas.

Yo sería sabio con menos.


Si escribo bien terminaré diciendo lo que la gramática me permita, no lo que quiero decir. Mi vida corre al margen de la lengua, cierta clase de vida que no es transformable en palabras, y ésa es la que o quiero contar.


Pregunta para una entrevista: ¿Moriría usted si se le prohibiera masturbarse?


Escribo porque soy demasiado débil. Si pudiera, si tuviera el valor suficiente agarraría un hacha y me lanzaría al mundo a repartir hachazos.


Estoy leyendo un número reciente de la Revista de la Universidad de México y oigo que mi abuelita me llama. Bajo la revista. Estoy en el departamento de mi madre, no en mi casa de Polanco. (Esta nota me sorprende: no recuerdo por qué la subrayé, pero hoy trabajo precisamente en esa revista).


Si a la obra de arte no le falta nada, es que le sobra algo.


¿Y si yo escribiese un libro en el que no se dijera nada?


Pienso en la eficacia de un lenguaje que fuese la majestuosa y límpida celebración de la nada.


¿Por qué los novelistas tienen que vender su arte? ¿Para poder vivir? ¿Y para qué necesita el público leer novelas? ¿Para poder vivir?


Estos cuestionamientos invaden todo el texto, el cual se define a sí mismo. Incluso el autor se da el lujo de definir lo que será y no será su obra dentro de la misma obra:


Mi libro debe dejar la impresión de un campo en ruinas.


Las catástrofes serán el principio formal de mi narración.


El texto constará de un sinnúmero de esquirlas y fragmentos.

Representaré muchas formas de escritura: el dossier, la crónica familiar, la entrevista, el aforismo, la anécdota, el acta, la nouvelle clásica, el informe, la página de diario, el epigrama, la cita, el fragmento, en fin.

Formas logradas, redondas, no aparecerán por ninguna parte.

Tampoco habrá extensiones excesivas; será como si leyeran simples resúmenes, extractos, notas, treatments…


No dejaré que se hable de montaje, en realidad, si hago algo con los acontecimientos que narro es precisamente desmontarlos…


Visto a la distancia, podríamos decir que Sainz fue, entre nosotros, sin saberlo, uno de los precursores del blog antes de que existiera la Internet. Estoy casi seguro que si Sainz fuese hoy un joven escritor exploraría todas las posibilidades de la escritura digital, como lo demostró con La novela virtual (atrás, arriba, adelante, debajo y entre), publicada por Joaquín Mortiz en 1998, y que constituye la primera novela escrita en español que explora las posibilidades literarias de la Internet, en específico, las del correo electrónico, ese instrumento que ha revitalizado el género epistolar.


En la época en que apareció Muchacho en llamas, Sainz habló en una entrevista acerca de “la invisibilidad del escritor en México”. Y no dejaba de asistirle razón. La muestra es que sus obras más recientes no tuvieron la atención ni la resonancia debida por parte de la crítica. Muchas de ellas, por ejemplo, eran inconseguibles y hasta hace poco se volvieron a editar en tirajes reducidos. Sin embargo, eso no obsta para asegurar que Gustavo Sainz haya sido uno de los escritores clave, definitivos y de mayor influencia en las letras mexicanas, no sólo por sus innovaciones literarias, también porque es uno de los autores más mencionados como decisivo en la confirmación vocacional de muchos escritores.

lunes, 15 de diciembre de 2014

El novelista que se fue

7/Diciembre/2014
Confabulario
Guillermo Vega Zaragoza

Un escritor sin obsesiones no es escritor, pero aquel que no le es fiel a esas obsesiones y no se abisma en ellas es apenas medio escritor. En este sentido, Vicente Leñero fue un escritor completo, de múltiples obsesiones a las que les guardó fidelidad de las más diversas maneras, a través de la novela, el teatro y el cine. Volvía a ellas una y otra vez, las acometía con diferentes instrumentos, y en cada aproximación, nos revelaba a sus lectores algo novedoso. Esto se refleja de manera fehaciente en las 15 novelas que escribió a lo largo de cuatro décadas.

Mucho se ha mencionado y documentado de las obsesiones de Leñero: el cuestionamiento del catolicismo imperante; la crítica al poder político y la relación de este con los medios de comunicación; ciertos personajes y pasajes de la historia nacional; las limitaciones de lo literario para mostrar “lo real”. Muchos de estos temas se encuentran entremezclados en sus novelas, cuentos, crónicas, obras teatrales y guiones, pero a todos ellos los atraviesa una obsesión fundamental, reconocida abiertamente por él (“para mal o para bien”, como me dijo en una entrevista): la forma literaria, ¿cómo contar una historia? Otro rasgo fundamental es que la obra de Leñero está íntimamente ligada a su realidad personal: sus temas y personajes están tomados de su propia experiencia, de la historia y de las circunstancias inmediatas que le tocaron vivir. Leñero fue un escritor profundamente realista, que sin embargo buscó trastocar la interpretación de esa realidad a través de la literatura.

Su primera novela, La voz adolorida, publicada en 1961 por la Universidad Veracruzana, obtiene apenas unas cuantas reseñas, la más importante de Ramón Xirau, que a pesar de encontrarle algunas fallas, no duda en calificarla nada menos que como “la mejor novela publicada en México” ese año. La novela en sí es el largo monólogo del protagonista, el lúcido alegato de un enfermo mental que explica los vericuetos de su drama existencial al médico que lo atiende (o por lo menos lo escucha, no lo sabemos, pues el doctor podría ser el propio lector), lo que se asemeja por momentos al sacramento católico de la confesión. Años después, eterno insatisfecho, Leñero la reescribirá y publicará con el título de A fuerza de palabras. Sin embargo, en esa primera versión ya se manifiestan los mejores rasgos de su quehacer literario: agudo sentido del ritmo narrativo, profundidad psicológica de los personajes y necesidad casi obsesiva de pulimento del lenguaje.

Es célebre el episodio en que Emmanuel Carballo, entonces dictaminador del Fondo de Cultura Económica, rechazó Los albañiles. Desanimado, Leñero la lleva con Joaquín Díez-Canedo, quien decidió presentarla al Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, que en 1962 había ganado Mario Vargas Llosa con su primera, celebradísima novela, La ciudad y los perros. Sin embargo, contrariamente a la del peruano, Los albañiles obtuvo una respuesta contradictoria por parte de la crítica. Por una parte, se debía a la apuesta formal de Leñero, influido por el nouveau roman francés. Por otra, armado a la manera de un relato policiaco (subgénero que entonces no contaba con el prestigio que ganaría décadas después), Leñero no sólo desliza sus preocupaciones metafísicas (el velador muerto se llama nada menos que Jesús) sino que se adelanta y empata con autores un poco más jóvenes, como José Agustín y Gustavo Sainz, a los que se calificará errónea y apresuradamente como “de la Onda”.

Quizá por no pertenecer al grupo literario predominante entonces, el libro no fue muy bien apreciado en las revistas y suplementos de la época. Por ejemplo, en La Cultura en México, dirigido por Fernando Benítez, la primera reseña en ese suplemento del chileno José Donoso, recién avecindado en México, fue sobre Los albañiles y le tundió amplia e implacablemente. Afirmaba Donoso que era una novela “fría, deshumanizada”, donde “todo está analizado y disecado, y tiene la seducción de esos dibujos técnicos hechos con compás, regla y escuadra, que a veces suelen ir tanto más allá de los propuestos por el dibujante”. Cierto: hay una evidente reminiscencia de su paso por la escuela de ingeniería.

No obstante, Leñero no se arredró sino que persistió en su obsesión por la experimentación formal en sus tres siguientes novelas: Estudio Q (1965), El garabato (1967) y Redil de ovejas (1973), aunque tiempo después se lamentara de esas incursiones. Me confesó en 2010: “En mi vida literaria siempre ha habido, para mal o para bien, una preocupación formal: ¿cómo contar una historia? Esa ha sido mi obsesión a lo largo de toda mi carrera, aunque a veces me arrepiento un poco… A veces pienso que me habría gustado ser un escritor más sencillo. Ahora, al final de mi vida, trato de serlo. Como quien dice: ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo?”.

Leñero trabajó un tiempo escribiendo guiones de radionovelas y telenovelas, así que para Estudio Q decidió ubicar sus preocupaciones metafísicas ahora en el mundo de la televisión: un actor de telenovela recibe de un director un papel que resulta ser el de su propia vida. ¿Podemos escapar del guión que nos ha tocado vivir? No obstante, lo intrincado de la forma, sus reiteraciones y juegos formales impiden que el lector pueda enterarse de todas las implicaciones que la novela entraña.

En El garabato, Leñero se adentra aun más profundamente en los vericuetos de la metaficción para desmontar el juego de la invención literaria: un autor que cuenta una novela que ha escrito a su vez otro autor, como un juego de cajas chinas que busca develar el misterio de la propia novela, llevar hasta sus últimas consecuencias las convenciones de la ficción. Cuando todo el mundo se encontraba maravillado por las novelas del boom, sobre todo, Rayuela y Cien años de soledad, Leñero se empeñaba en levantar el telón y delatar la forma en que los magos nos mantienen embebidos con sus trucos.

En 1971 Leñero estrenó El juicio, dramatización del proceso a José de León Toral, asesino de Álvaro Obregón en 1928. La investigación realizada para dicha obra le sirvió para la creación de Redil de ovejas, novela en la que, sin renunciar a la experimentación, mediante la utilización de múltiples voces y recursos narrativos, explora el asunto de la identidad religiosa en la sociedad mexicana durante los años cincuenta y sesenta, cuando se recrudece el anticomunismo de la Iglesia católica, sobre todo a partir de la expansión de las ideas comunistas en América Latina y el triunfo de la Revolución Cubana. En esta novela están perfectamente compaginadas, en el mismo impulso narrativo, la esfera psicológica de los personajes y la crítica social, en este caso, del fanatismo católico en México.

Sin embargo, las exploraciones sobre la fe religiosa tendrán que ser pospuestas en 1976 debido al golpe del gobierno del presidente Luis Echeverría al diario Excélsior, dirigido por Julio Scherer, de quien Leñero es cercano colaborador. Dos años después apareció Los periodistas, novela-testimonio de esos acontecimientos, donde el autor aplica un procedimiento parecido a Los ejércitos de la noche: La historia como novela, la novela como historia, de Norman Mailer, publicada en 1968, utilizando los recursos de la ficción novelística en el recuento de hechos realmente sucedidos de los que el autor es testigo y protagonista.

En 1979 aparece la novela más significativa para Leñero desde el punto de vista de sus convicciones religiosas: El evangelio de Lucas Gavilán, en la que emprende una puntual paráfrasis de la vida de Jesucristo trasladada a la realidad mexicana. Estimulado por las ideas de la Teología de la Liberación, de una Iglesia cercana a los pobres y más necesitados, la novela constituye una implacable crítica espiritual de la sociedad moderna.

El crítico Christopher Domínguez Michael ha señalado que si Leñero no fue el mayor novelista mexicano se debió a “la aridez de su horizonte intelectual”, pues “muestra sus limitaciones cuando se enfrenta a ideas religiosas o políticas”, ante las que se muestra como “un escritor simplista y dogmático, como la teología política a la que se adhiere”. Y abundó: “A este católico al parecer no le fue concedida la gracia que dramatiza a la literatura cristiana moderna: la crisis de conciencia. A diferencia de ancestros ilustres como Bloy, Bernanos o Greene, Leñero siempre aparece como un escritor demasiado seguro de sus convicciones, que son pocas y firmes. Su espíritu, tan hábil para armar las contradicciones fácticas del realismo, es parco al hallarlas en el mundo de la conciencia”.

No alcanzo a vislumbrar el motivo por el cual Domínguez Michael se equivocó tan drásticamente con Leñero, pues si algo caracterizó la obra de este autor, sobre todo la novelística, no fue la certeza sino precisamente la perplejidad. Todo lo puso en duda: el poder, el oficio periodístico, la idea de la novela, las posibilidades del teatro, sus creencias religiosas, su propia valía como escritor. Al analizar la evolución narrativa de Leñero, John M. Lipski, investigador de la Universidad de Nuevo México, lo explica con claridad: su búsqueda religiosa, entre otros factores, fue lo que motivó la repetida experimentación y la innovación narrativa. “Leñero no pretende ofrecer un paquete de best-sellers cursis. Su visión es más compleja y requiere que el lector comprenda la imposibilidad de una solución única. La equivalencia esencial de los caminos, la frustración de la búsqueda, se combinan con la difícil situación humana que sufre un escritor de sensibilidades religiosas que vive en la metrópoli de más rápido crecimiento del mundo moderno”.

Luego de El evangelio de Lucas Gavilán (que en 1986 Leñero convirtió al teatro como Jesucristo Gómez), el novelista pareció haberse liberado de esas ansias de búsqueda y se dedicó a escribir un libro donde, con gran sentido del humor, ajusta cuentas con su pasado como ingeniero y oficiante del nouveau roman. Ya encarrerado, Leñero da cuenta de la “novela sin ficción”, tan cacareada desde Truman Capote pero tan poco emulada por estos lares. Con Asesinato. El doble crimen de los Flores Muñoz, de 1985, de nuevo Leñero lleva la contraria: aborda el género de la true crime novel desmontándolo, enseñando las costuras para demostrar lo difícil que es escribir algo como A sangre fría en una realidad como la de nuestro país, donde “nadie sabe nada”, donde la mayor parte de los crímenes no se descubren, y la justicia no opera como en las novelas policíacas extranjeras.

Entonces Leñero hace un largo receso en la escritura de novelas, se dedica a cultivar el teatro y se convierte en el guionista cinematográfico más cotizado de nuestro país. En 1999, finalmente, aparece La vida que se va, en la que, él asegura, se quiso deshacer de todos los juegos formales de sus anteriores libros y se dedicó simplemente a contar una historia, la de una mujer, Norma Andrade, que trata de escapar de su destino, como si estuviera jugando una partida de ajedrez con la fatalidad. Esta es, a mi parecer, junto con La gota de agua, una de las novelas más disfrutables de Leñero, donde, en efecto, como era su intención, se dedica simplemente a narrar, a seguir a sus personajes sin meterse en vericuetos formales, o mejor: sin hacerlos evidentes, sin hacer que intencionalmente se noten las costuras.

Con La vida que se va, Leñero aseguró que se retiraba de la novela. Fue el cine el que lo llevó a su última parada con el género: El Padre Amaro, la novelización del guión de El crimen del padre Amaro, libérrima adaptación de la novela de José Maria Eça de Queirós, que dirigió Carlos Carrera en 2002 y que se convirtió en la cinta más taquillera del cine mexicano hasta entonces. En ese libro parecen resumirse las obsesiones que dominaron a Leñero a lo largo de su vida: la religión, el poder, el cine, el cruce de géneros, el periodismo, la búsqueda de la verdad y la imposibilidad de su hallazgo.