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lunes, 9 de abril de 2018

Ramón López Velarde y José Vasconcelos: una cordial relación lejana

8/Abril/2018
Jornada Semanal
 Marco Antonio Campos

I
Según escribe Pedro de Alba, en su emotiva semblanza sobre el zacatecano Jesús Buenaventura González, alias Buffalmaco1: “Cuando sobrevino la caída del presidente Carranza, Ramón López Velarde tomó la derrota como suya y se impuso un huraño alejamiento de la vida pú-blica. No quería aceptar empleos o comisiones porque creía que con aquello traicionaba la memoria de su ‘padrino’, que así llamaba a don Venustiano”.2 La muerte de Carranza llevó a la cárcel al ministro de Gobernación Manuel Aguirre Berlanga, amigo de López Velarde, con quien trabajaba. En el desempleo, López Velarde tenía la intención, con sus 500 pesos ahorrados, de poner una planta avícola; José Juan Tablada lo disuadió diciéndole que en México todos querían hacerse ricos con las gallinas.
Muy diezmado económica y moralmente, tomando en cuenta ante todo que debía mantener a su madre y hermana(s), aceptó ir a ver a José Vasconcelos, rector de la Universidad de México. Sería tal vez febrero de 1921. Acompañado del médico Pedro de Alba, quizá su mejor amigo, llegó al despacho de Rectoría en la calle de Primo Verdad. Vasconcelos lo recibió con los brazos abiertos y le recordó que había colaborado con él en la Secretaría en la época de la Convención de Aguascalientes3, y añadiócon habilidad cordial que Ramón no era quien solicitaba trabajo, sino él, José Vasconcelos, quien se lo ofrecía a Ramón porque lo necesitaba en la Universidad, le hacía falta y debía ayudarle porque era su obligación servir a México. “Fue entonces cuando Vasconcelos le propuso que formara parte del cuerpo de la revista El Maestro y en una forma terminante le dijo: ‘Ya que usted no quiere servir en un puesto de los que consideran políticos, acepte una comisión para que escriba descansadamente y haga lo que quiera, le repito, que usted es el que nos hace un favor dándonos las primicias de sus escritos para nuestra revista, la que dirigirá Agustín Loera y Chávez, que también es amigo suyo’.” No hay una mínima sombra de insinceridad en el aprecio que le tenía Vasconcelos.
Enrique González Martínez, que era ministro pleni-potenciario en la embajada de México en Chile, recuerda en un artículo de 1951 que recibió entonces una carta de López Velarde, donde le decía: “Agotadas mis reservas morales y económicas…”.4 González Martínez entendió perfectamente el ahogo económico en que se hallaba el joven amigo que se veía obligado a trabajar para un régimen en que el presidente (Álvaro Obregón) era de hecho la mano homicida de don Venustiano.
Según precisa el laguense Pedro de Alba, una de las últimas conversaciones que López Velarde sostuvo, ya en la víspera de su fallecimiento, fue con Agustín Loera y Chávez, jefe de redacción de El Maestro. Agustín Loera y Chávez le había pedido a Pedro de Alba, cuando a causa de su enfermedad Ramón López Velarde ya no recibía sino a los más íntimos, que lo dejara saludarlo para entregarle en mano su sueldo de redactor que le llevaba de parte de Vasconcelos. López Velarde se lo agradeció y pudo preguntarle: ¿“Ya vamos a salir?”, es decir, si ya iba a salir la revista. En la proximidad del adiós sin regreso, a López Velarde le daba una gran ilusión ver editada “La suave Patria”. No sé si López Velarde se daba cuenta de que había escrito un poema civil que no se parecía a nada de lo que se había escrito antes y que nadie después ha escrito algo que en su belleza de los hechos, personas, costumbres y cosas mexicanas se le parezca.
López Velarde ya no pudo enterarse que de la revista El Maestro, por decisión de Vasconcelos, se tiraron, pocos días luego de su muerte, cien mil ejemplares. López Velarde tampoco habría imaginado que, a su fallecimiento, el mismo Vasconcelos mandó que el cuerpo se velara con todos los honores en el Pa-raninfo de la Universidad. La voluntad de la madre y las hermanas era velarlo en la casa de Jalisco 71, pero al fin vencieron sus resistencias y aceptaron el doble velorio.
Como se recuerda, en uno de los prólogos de El son del corazón (el otro es de Genaro Fernández Mac Gregor), un próximo a él, Juan de Dios Bojórquez (Djed Bórquez), quien en 1921 era diputado, hace un par de anotaciones muy interesantes. En Chapultepec, el día de la muerte de Ramón, Bojórquez comenta al pre-sidente Álvaro Obregón5 que ha muerto un gran poeta y dice unos versos del recién fallecido. Al mediodía llega Vasconcelos alborozado a la Universidad y cuenta a Bojórquez que tenían un gran presidente, que habló con Obregón acerca de López Velarde y que Obregón recitó los versos (Vasconcelos no lo sabía) que le había recitado Bojórquez. Le encargó que se hiciera al joven zacatecano “un suntuoso entierro” a cuenta del gobierno.
Y así se hizo.
I I
Vasconcelos y López Velarde se conocían desde septiembre de 1914, cuando Vasconcelos le tomó protesta como profesor interino de Literatura Española en la Escuela Nacional de Preparatoria, y, si con algunas dudas nos atenemos a lo escrito por Pedro de Alba, volvieron a encontrarse en octubre, en los días de la Convención de Aguascalientes, que llevó primero a la presidencia Eulalio Gutiérrez, y luego a Roque González de la Garza. Pero ¿qué tanto se habían leído? En un texto en prosa que rlv publicó en 1918 (“Metafísica”)6, menciona –es la única mención en toda su obra–, a Vasconcelos. En el primer párrafo se lee: “Acabo de leer el intrigante volumen en que Vasconcelos planea su ecuación vital. Vasconcelos es uno de los hombres que he respetado con mayor amplitud. Lo respeto con tal seriedad, que, siendo la violencia algo malsano para mí, le reconozco el derecho de emplear giros violentos porque está capacitado para conseguir que no pequen formalmente contra el buen gusto. Quizá hasta le disculpo su arrojo contra el padre Jerónimo Coignard.”7 El breve texto le sirve de punto de partida para explicar que él también ha andado a la búsqueda de su “ecuación vital”.
¿Vasconcelos conocía el texto que escribió el joven jerezano? Muy probablemente. Lo que parece mucho más claro es que, si no una amistad, sí hubo un trato cordial y respetuoso. Es difícil saber cuántas veces se vieron. Además de “La suave Patria”, que salió a pocos días de la muerte en la revista El Maestro, ¿qué más leyó Vasconcelos de López Velarde?
Mucho se ha repetido que no hay ninguna obra de un poeta mexicano que guarde más secreto que la del joven jerezano y que cada cosa que se descubre o devela de él, en vez de cerrar, abre nuevos mis-terios. Tal vez las líneas más citadas son aquellas de Xavier Villaurrutia en su ensayo de 1935: “Si contamos con poetas más vastos y mejor y más vigorosamente dotados, ninguno es más íntimo, misterioso y secreto que Ramón López Velarde.” Digo esto, porque el primero que resaltó vivamente el misterio como esencia de la obra y la persona López Velarde fue Vasconcelos, que poseía –quién lo duda– una innegable capacidad de observación de las personas. En 1921, en un artículo en la revista México Moderno8, que dirigía Enrique González Martínez, Vasconcelos es-cribió sobre rlv:
Me interesó siempre, por su afán de cosas recónditas; en su conversación se notaba que tenía muy vivo el sentimiento del misterio; a veces no acababa de expresar del todo sus ideas porque el sentido se le iba. Esto ocurre a menudo al que está poseído de algo profundo e inefable. Era un poeta profundo que no llegó a desarrollar su mensaje; tenía cosas nuevas y se llevó su misterio consigo, porque ni para sí mismo llegó a definirlo.
Las líneas son muy buenas. Sin embargo, hay un par de curiosidades en lo dicho: una, Vasconcelos con-sideraba el misterio un sentimiento; la otra, que López Velarde no llegó a desarrollar su mensaje. Pero ¿cuál mensaje? ¿De dónde sacó Vasconcelos que la poesía debía tener necesariamente un mensaje, sea de la índole que sea? 

Notas
1. El seudónimo de Buffalmaco lo tomó Jesús b. González –escribe Pedro de Alba en la semblanza del crítico teatral– luego “de leer El pozo de Santa Clara, uno de los libros de Anatole France en que habla de sus andanzas por la Umbria en busca de las huellas de San Francisco y de los discípulos del Giotto”. Pedro de Alba asegura que él fue quien prestó a López Velarde y a Jesús b. González los treinta tomos de Anatole France, los cuales leyeron ambos. López Velarde llamaba a González “Mi querido Pepe”, tomado de uno de los sainetes de Muñoz Seca. “Jesús –señala Pedro de Alba– seguía fielmente los pasos de López Velarde, lo acompañaba al teatro, a las redacciones de periódicos, a su despacho de Madero y a su casa de Jalisco 71.” Gracias a Buffalmaco también López Velarde le tomó gusto a la ópera. Alguna vez González se atrevió a escribir versos, pero como le dijo rlv, Dios no lo puso en ese camino.
2. Según Pedro de Alba, “López Velarde redactó algunos documentos históricos de aquel régimen y parte de los informes al Congreso del régimen de don Venustiano”.
3. Ibid. “Jesús Buenaventura González a la sombra de Ramón López Velarde”, unam, 1958, pp. 95-96. ¿Estuvo López Velarde en la Convención de Aguascalientes de 1914? ¿O es un acto fallido en la memoria de Pedro Alba? Como se sabe, Vasconcelos se inclinó por Eulalio Gutiérrez; no quería saber nada de Venustiano Carranza ni de Pancho Villa. En ninguna parte he encontrado que López Velarde haya vuelto a Aguascalientes desde que llegó a Ciudad de México en enero de 1914.
4. “La apacible locura”, Ediciones Cuadernos Americanos, 1961. Desgraciadamente no conocemos la carta. ¿Se perdió para siempre? ¿O es invención del poeta jalisciense? Los dos artículos que Enrique González Martínez escribió sobre López Velarde, el de 1921, recién muerto el zacatecano, y éste que mencionamos de 1951, son conmovedores. En eso, como su estricto coetáneo José Juan Tablada (ambos le llevaban diecisiete años al zacatecano), demostró una profunda nobleza. Por un lado, los artículos de González Martínez y, por el otro, el “Retablo a la memoria de Ramón López Velarde” y la carta a Rafael López de Tablada en aquel aciago 1921, se leen con lágrimas en los ojos.
5. ¿Cómo iba a imaginar López Velarde que la avenida Jalisco, donde él vivió, se convertiría oficialmente desde fines de los veinte en avenida Álvaro Obregón, es decir, del asesino de su “padrino”? Ambos –poeta y presidente– vivían en la misma avenida.
6. El texto forma parte de El minutero (1923).
7. Se refiere a Anatole France, sobre quien rlv escribió un admirativo ensayo corto en 1920, el cual se recogió después en libro El minutero en 1923, y lo tituló con el nombre y apellido del autor francés. “Lo supo todo y de todo gustó”, dijo de él rlv. Lo vio, sin duda exagerando, como un “portento armónico” y un “antídoto de la fealdad universal”. Era Anatole France, en suma –así lo dijo–, su “fetiche” (“La escuela de Angelita”). A France lo citó con alguna frecuencia en su obra en prosa. En 1915 tradujo para Revista de Revistas el artículo “Misticismo y ciencia”. El sabio e imaginativo abad Jerónimo Coignard, personaje de varios de los libros de Anatole France, era un escéptico espiritual y tolerante.
8. En ese número de homenaje, de noviembre-diciembre de 1921, también resaltaron esa inclinación al misterio en el zacatecano, Alfonso Cravioto, quien escribió que rlv dejó “una obra rara y misteriosa, pero no con más misterio que una flor, ni con mayor rareza que un astro”. Por su lado, Genaro Fernández Mac Gregor, con una prosa que nadie envidiaría, lo destacó sobre todo en el aspecto religioso: “genuflecto (sic) se halla ante el misterio, y se promete que, a la hora del cansancio final, los callos de sus rodillas le han de ser viático”.

domingo, 12 de noviembre de 2017

La narrativa de Amado Nervo: una antología

12/Noviembre/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En mayo de 2019, en poco más de un año, se conmemorará el centenario del fallecimiento de Amado Nervo. Gracias ante todo a la tarea detallada de Gustavo Jiménez Aguirre, su mejor especialista, se ha recuperado y ha vuelto a circular en amplia medida la obra de Nervo en las dos últimas décadas. A esto habría que añadir que Jiménez Aguirre ha sido, en otros ámbitos, el alma principal en estudios y divulgación de la novela corta a través de estudios y compilaciones, y últimamente ha publicado una atractiva antología de la crónica mexicana decimonónica.

Salvo en la academia y tal vez en sus estados, nuestros escritores modernistas de la transición de siglo están lejos de ser mínimamente leídos. Es una paradoja que el poeta en lengua española más atendido por los lectores en las dos primeras décadas del siglo xx, admirado aun por las élites en aquel tiempo, viviera para poetas y críticos a través de las generaciones siguientes, en una casa olvidada y oscura, donde apenas entraba la luz. Sin embargo, como señala Gustavo Jiménez Aguirre, “su nombre y parte de su obra literaria se preservaron en la cultura popular y de masas”. En otro orden de predilecciones resulta también paradójico que en estas dos úl-timas décadas, Nervo haya sido más admirado por la crítica y la academia como prosista que como poeta. Un aparte: en sus crónicas, cuentos y novelas cortas no es dable hallar, o en grado mucho menor, al alma herida que encontramos en su poesía íntima y a menudo moralista.

Nada más lejos de él que el polemista incendiario. Ante la crítica, pese a ser vulnerable, se impuso el si-lencio, pero en determinado momento, como en el apéndice de su nouvelle, El donador de almas (1899), en un breve capítulo adicional, se quejó implícitamente. Las flechas envenenadas podían herirlo profundamente. En el antedicho apéndice entablan un diálogo Zoilo y Él. Zoilo, como suele llamársele al crítico fatuo que se cree proclamador y negador de famas, y Él, es decir, Nervo. Ante las pregunta de Zoilo de por qué “calla siempre”, lo cual es una suerte de acatamiento, Él responde que es porque cree en la labor y el silencio: “En la primera, porque triunfa; en el segundo, porque desdeña.”

Hace unos meses, en una coedición de Penguin Random House Mondadori y la unam, se publicó una notable antología de sus ficciones: El bachiller, El donador de almas, Mencía y sus mejores cuentos. La selección, prólogo y cronología es de Gustavo Jiménez Aguirre y la edición y notas de él, de Jorge Pérez Martínez y Salvador Tovar.

Católico, Amado Nervo creía asimismo en el espiritismo y la magia, que, como el catolicismo, guardan un fondo de misterio. Nunca le parecieron orbes contradictorios. O dicho por Alfonso Reyes centrándolo en su fe cristiana: “Como aquél que pierde su costumbre de beber y destila el agua de los otros alimentos que absorbe aún, Nervo busca la emoción religiosa a través del espiritismo y la magia”1. Dentro de su lite-ratura quizá los dos géneros literarios dilectos de Nervo –en los que mejor destacó– fueron el del horror y el fantástico. Alfonso Reyes2 subrayó que la impronta de todo eso le surgió desde lo vivido en la casa familiar de la infancia, tal vez, en especial, con las historias de la abuela, importancia que el mismo Nervo llegó a señalar. Una de estas historias –que parte de la repetida leyenda del tesoro enterrado– la hallamos aquí incluida en su cuento “Las varitas de virtud”.

Salvo excepciones, temáticamente en su narrativa Nervo tuvo un gusto morboso por la muerte y por lo sobrenatural (apariciones, trasmigraciones, reencar-naciones, fantasmas), por la sombría y destructiva vida eclesiástica, por los juegos de identidad en el que no excluyó el doble, y por la desdicha amorosa o el amor que no acaba de cumplirse, o al menos, no del todo. En varios cuentos es notable su preocupación por la ciencia (como experimentos crueles o la posibilidad de dominio de nuevas razas que ya no sería la humana), y creemos que uno o más de ellos podrían ser incluidos en antologías internacionales del género. Admirador ante todo de l’esprit francés y de la tradición española, adicto a los latinos, también leyó con provecho a Poe, a Hoffmann, a h. g. Wells y al flamenco Maeterlinck. En los cuentos seleccionados se puede advertir en variados momentos la huella de franceses como el Baudelaire de los Pequeños poemas en prosa; de Flaubert y de Guy de Maupassant. Un buen número de ficciones con trasfondo histórico se encuentran entre lo mejor de él, como Mencía o el arrebatado “Las casas”.



Del modernismo a la modernidad




Salvo instantes modernistas, el estilo en la poesía y la prosa de Nervo es sencillo, libre de adornos, un estilo donde, como en el caso de Manuel José Othón, se inscribió en el modernismo por los años en que le tocó escribir y no por el estilo y las formas poéticas y literarias a las que se abocó, ese modernismo del cual Rubén Darío fue el indiscutible sismógrafo. En esto quizá debería hablarse de la escritura de Nervo como de transición entre el modernismo y la modernidad3. Su notable prosa, con su economía de medios y delicioso humor, ya era perceptible desde sus ligeras y amenas crónicas sinaloenses (Lunes de Mazatlán (1892-1894)4, en las cuales, en dos o tres cuartillas, comentaba sobre diversos asuntos: la vida del lugar y los espectáculos teatrales y musicales, o dibujaba cuadros citadinos, o hacía en alguno reflexiones políticas e incluso llegó a redactar gacetillas frívolas que parecen notas de sociales. Sin embargo, en buen número de sus cuentos y nouvelles, Nervo cae con alguna frecuencia en defectos habituales en narradores de la época: referencias históricas, artísticas y literarias profusas, digresiones, lo explicativo, el mal adjetivo que debilita o anula la buena frase, líneas ampulosas, moralejas explícitas, interrupciones para dirigirse al “amigo lector”…

Arreola opinaba que el cuento debía ser un objeto orbicular; lo mismo podría decirse de su pariente consanguíneo la novela corta, que era en ficción la forma que Nervo prefirió en la narrativa. El nayarita escribió en su citado apéndice de El donador de almas: “Nuestra época es la de la nouvelle… y el viento hojea los libros.” No había libro de él, decía, que no se leyera en media hora. Con todo, creemos que Nervo fue en la ficción más un cuentista; sus novelas cortas son episódicas, o como diría Borges, una sucesión de cuentos.

Sin embargo, inmediatamente después de lo es-crito sobre el gran momento de la novela corta, Nervo augura que el cuento será “la forma literaria del porvenir”. Quizá, si ahora viviera entre nosotros, ante la avalancha de los últimos treinta años, escribiría que la forma literaria del porvenir es la minificción. No está de más resaltar que en su relato-ensayo “Brevedad” 5, recuperado por Reyes y el cual anticiparía textos borgeanos6, preconizó por una máxima concisión.

Nervo escribió once nouvelles, de las cuales Jiménez Aguirre eligió tres en su selección. En ellas, por una u otra vía, una mujer debe, contra su voluntad, sacrificar su amor o sacrificar su alma. Quizá la más intensa de las tres y con un final escalofriante –no necesariamente la mejor– sea El bachiller, el cual es un oscurí-simo retrato de lo que puede llevar una de las exigencias más sombrías del catolicismo y uno de sus grandes desatinos: la imposición del celibato. La emasculación de Felipe para no tener el amor de la joven a la que ama y lo ama es una metáfora despiadada de la sustitución de las bodas terrenales por las bodas con Cristo.

Lo macabro y lo espeluznante no estuvieron lejos de las obsesiones de Nervo. No es otro el caso de cuentos como “Ellos” y “Los congelados”, y uno, que es quizá su obra maestra, “El automóvil de la muerte”. En “Ellos”, Nervo hace relatar al personaje –alguien dentro de él– acerca de la pérdida en el hombre de la carne, en la vida y en la muerte, comido parsimoniosamente por seres invisibles, igual que el hombre come bueyes, vacas y terneras; en “Los congelados” un doctor relata cómo los seres humanos pueden conservarse por largos períodos de tiempo en el hielo, pero la seguridad final en su vuelta luego de breves o largos períodos es azarosa; en “El automóvil de la muerte”, lo que al principio causa tristeza y piedad hacia los campesinos afectados, se vuelve de parte de estos un acto salvaje de calculada venganza que termina en una escalofriante tragedia que la pagan quienes no la deben. La combinación de patanería ignara, frivolidad elegante y criminalidad sin contrición es de una exactitud sobria.

La inmortalidad del alma, o si se quiere, la posesión de dos almas en un cuerpo, o dos almas que son un alma, es el asunto principal de El donador de almas, la novela favorita de Jiménez Aguirre. En mi criterio su principal virtud es abrirle caminos a la novela fan-tástica en México, sobre todo en aquella transición de siglo que prefería el realismo y el naturalismo.

Variando el tema sustancial de La vida es sueño calderoniana, Nervo hace un juego de siglos históricos en Mencía (1907), quizá su mejor novela corta. No es raro que la ficción histórica en una primera versión se llamara “Un sueño”, pero por fortuna Nervo no obvió un título que ya señalaba el tema principal y los tejidos de la trama. En el proemio Nervo aclara: “Es sí, un ‘cuento con ambiente histórico’, como diría un italiano. Lo que pasa en él, ‘pudo haber sido’.” Aquí Nervo combina un juego de dos geografías y un juego de dos vidas: un rey en el siglo xx se convierte a través de un sueño en un orfebre toledano del siglo xvi, casado con una mujer bella, acaso perfecta. Al orfebre le es dable conocer a Domeniko Theotokópoulos (El Greco) y al rey Felipe ii. El relato contiene una agradable ambientación con las páginas descriptivas de la ciudad de Toledo y se goza el gusto de Nervo por cuadros que habrá visto en el museo del Prado en su estancia madrileña, en especial de Tiziano, y cuadros famosos de El Greco que habrá visto en Toledo, entre ellos el Entierro del conde de Orgaz7. En uno de los momentos más emotivos, Mencía, la muchacha toledana, con sus veinte años bellísimos, trata de que el orfebre no se duerma para que no se desvanezca y vuelva al siglo xx y la deje sola. Como en el drama de Calderón, en la nouvelle el sueño es tan real como la vida.

Mencía está lejanamente emparentada con los cuentos “Las Casas” y “La novia de Corinto. “La novia de Corinto” versa sobre una joven de dieciocho años que muere sin conocer el amor. La entierran. Un joven llega a su casa. La muchacha vuelve de la muerte y previsiblemente entra a la habitación del joven con quien convive tres noches. Le da la clásica sortija para asegurarle que volverá. Es descubierta por una nodriza, que avisa a los padres, quienes van a buscarla la noche siguiente. Los recibe con frialdad. Le piden que regrese. Cae y muere de nuevo. La quieren volver a enterrar en su tumba, pero hechos adversamente funestos lo impedirán. De su ficción “Las casas” Jiménez Aguirre escribe con agudeza: “El tratamiento fantástico de este relato, la trasmigración de almas y la duplicidad de personalidades adquieren matices siniestros en un par de historias incluidas en este volumen: ‘Los mudos’ y ‘El del espejo’.” En la selección de Gustavo Jiménez Aguirre hay también poemas en prosa (“El país en que la lluvia era luminosa” y “Las nubes”) o fábulas (“La última guerra“ y “El obstáculo”). Leyendo las ficciones, da la impresión de que Nervo no sólo creyó en una o varias vidas después de la muerte, sino que en la vida que nos toca vivir sintió que vivimos varias vidas.



El oficial de su oficio

Rubén Darío, en un soneto en alejandrinos, escribió sobre el amigo mexicano: “¡Bendita sea y pura la canción del poeta/ que lanzó sin pensar su frase de cristal!...”; en 1919, a la hora de su muerte, Ramón López Velarde lo llamó “el poeta máximo nuestro” y confesó: “Yo amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura”; “Qué buen oficial de su oficio”, exclamó Alfonso Reyes, también en 1919, en su conmovedor y hondo ensayo “Los caminos de Nervo”. Con el rescate y con su trabajo filológico y de divulgación impresa y digital de sus narraciones, poesía y crónicas, Gustavo Jiménez Aguirre ha vuelto a circular espléndidamente un Nervo total. Podrán gustarnos más unas u otras (nosotros preferimos la narrativa y la crónica), pero un siglo después de su fallecimiento, Nervo ha pasado con fortuna la prueba literaria del tiempo. Es nuestro allegado, nuestro contemporáneo •



Notas:

1. En el prólogo a la antología, Jiménez Aguirre añade sobre el asunto: “Para la heterodoxa espiritualidad de Nervo fueron determinantes lecturas y prácticas espiritistas, teosóficas, ocultistas e hinduistas que difunde con amenidad en crónicas, artículos y narraciones de varia extensión, incluso en minificciones como ‘Fotografía espiritista’ y ‘El obstáculo’”.

2. Cuando Reyes evoca a Nervo como persona, hay una honda nostalgia triste. Lo recuerda reservado y melancólico, pero con un espléndido sentido del humor. Don Alfonso se identificaba plenamente con “la cortesía suave” del nayarita. No creo que políticamente se hallaran muy distanciados.

3. En México, en poesía, la primera obra moderna –lo repitió la crítica a lo largo del siglo xx– fue la de López Velarde; la primera novela moderna fue Los de abajo (1916) de Mariano Azuela.

4. Debemos también el detallado rescate, claro, a Gustavo Jiménez Aguirre.

5. Ensayos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1922.

6. ¿Habrá leído el texto Borges? El relato versa sobre un califa que pide a los sabios del reino que reúnan la ciencia de la humanidad en algo que puedan cargar diez camellos; insatisfecho ante la copiosidad, pidió que lo dividieran en diez para que los cargara un solo camello; insatisfecho aún por el exceso, encargó que encontraran un solo libro que compendiara toda la sabiduría, el cual lee y relee; aún lejos de la satisfacción, les solicitó que se concentrara toda la sabiduría humana en una sentencia, una sola, que pudiera escribirse “en la gran esmeralda de una sortija”. La sen-tencia, una vez escrita, apuntaba por un lado, a la creencia absoluta en la infalibilidad de Alá, y por el otro, a no fiarse de las mujeres.

7. José Juan Tablada, en el artículo del 19 de mayo de 1919, “Amado Nervo”, que escribió a la muerte del poeta nayarita (Obras completas v, Crítica Literaria, pp. 310-311), dijo que Nervo parecía un “melancólico caballero de El Greco, de los mismos que decoran, con mística elación el ‘Entierro del conde Orgaz’.” Pero en enero de aquel 1919, al llegar a Bogotá como diplomático de la embajada de México en Colombia, entrevistado por el reportero Eduardo Castillo para El Espectador, a una pregunta sobre Nervo, repuso: “La filosofía Nervo como poeta es una filosofía propia de cocineras.” Cuatro meses después, a la muerte del poeta, llevó su opinión al polo opuesto: Nervo tenía el “genio poético”.

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domingo, 20 de agosto de 2017

El poder político en la narrativa breve de García Márquez

20/Agosto/2017
La Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

A la memoria de Víctor Manuel Cárdenas

I

Gabriel García Márquez publicó a lo largo de su vida tres libros de cuentos, o cuatro, si tomamos en cuenta los relatos juveniles que se publicaron por primera vez en una edición pirata argentina (Ojos de perro azul1, pero que a la larga incorporaría a sus obras completas. Los otros fueron: Los funerales de la mamá grande (1962), quizá el mejor de todos, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1968) y Doce cuentos peregrinos (1992). Publicó asimismo seis novelas cortas: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958, en revista, 1961, en libro), La mala hora(1962), Crónica de una muerte anunciada (1981), Del amor y otros demonios (1994) y Memorias de mis putas tristes (2004), una adaptación caribeña de una novela de Kawabata. Para el tema que nos ocupa nos interesan principalmente los cuentos y las tres primeras novelas breves, sin dejar de asociar con las otras y con sus novelas de largo hálito.
Los acontecimientos de los cuentos y las novelas cortas acaecen en Macondo2 o en pueblos caribeños de los que no menciona el nombre, pero todos se parecen mucho entre sí. En sus Memorias3, García Márquez hace este apunte significativo: “Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas me parecían iguales a los nuestros.” Yo me permitiría añadir que los personajes y hechos que suceden en los pueblos de las novelas y cuentos de García Márquez, tomándole la frase, “me parecían iguales a los nuestros”, o al menos, muy parecidos, y no sólo en el sureste mexicano.
Una virtud mayor del colombiano es que a los personajes más simples o pobres suele darles una dimensión entrañablemente humana, o de otro lado, insólita o mágica. En esos cuentos y novelas breves (protagonizados por alcaldes asesinos –militares o no–, comerciantes enriquecidos a la mala, ancianas encerradas a piedra y lodo, ladrones por hambre, un dentista liberal, el dueño del billar, párrocos centenarios o pobrísimos, el propietario del cine que vive aterrado ante el dedo admonitorio del párroco censor, esposas que en el apego conyugal protegen y cuidan la casa de maridos desbalagados, prostitutas de desahogo, agoreras que viven más (en) el futuro que el presente, carpinteros de prodigio, el gringo despilfarrador no necesariamente estúpido, el veterano inservible de las guerras civiles, viejos que tienen la ocurrencia de aparecerse alguna vez en un jardín como ángeles, bellos ahogados que perturban un pueblo costeño), ya estaba todo el orbe garciamarquesiano que culminaría soberbiamente en Cien años de soledad… Los centros de esparcimiento de los varones en el pueblo son el billar, la gallera, el cine y el prostíbulo.
Una de las columnas centrales que sostienen la casa literaria garciamarquesiana, aun en el ejercicio del periodismo, es el poder. La política, salvo sus debidas excepciones, es el arte de hacer el mal pareciendo que se hace el bien, y a quien se dedica a ella, de manera ine-vitable lo envilece y corrompe. Como escribía en una carta famosa el historiador Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, si bien él lo extendía también al poder religioso, empresarial, financiero y sindical. El poder político en la obra de García Márquez escasamente tiene bondades, salvo cuando se aspira a tenerlo o los ideales se hallan en flor; una vez que se tiene, cuando se le toma el gusto, el alma se deforma y el hombre puede con-vertirse en un monstruo. El ejercicio del mal puede provenir de un alcalde, un senador, un gobernador, un presidente de la república, y claro, de un déspota, personificado ante todo por el ultradecrépito viejo de su soporífera novela El otoño del patriarca. En sus no-velas –le contestó a Plinio Apuleyo Mendoza– lo que le atrajo hasta la fascinación fue tratar de explicarse, por un lado, el misterio del poder, y del otro, la soledad del poder. El misterio estaría prácticamente presente en su narrativa donde se halle un hombre con un mínimo o un máximo del ejercicio del dominio político. La so-ledad del poder la personifican ante todo el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad, el ancia-nísimo tirano de El otoño del patriarca y Simón Bolívar en El general en su laberinto, quien la vive en intensidad luego de renunciar a la Presidencia y caer en el des-peñadero de variada índole los últimos meses de su vida, precipitándose en una tristísima orfandad política, pero teniendo o conservando todavía el último resplandor de autoridad, el último “halo mágico” que da el poder, cuando vive –padece– una “agonía trágica”, como la llamó el crítico rumano Paul Alexandre Geor-gescu. Aun a esto habríamos que añadir una tercera, que quizá sea derivada del misterio: la invisibilidad del poder. Es el caso, por ejemplo, de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora y, sobre todo, de Cien años de soledad, en donde se siente el peso, pero no sabemos dónde están ni quiénes son esos políticos conservadores que gobiernan cruelmente desde una ciudad lluviosa y fría de la cordillera andina, situada a 2 mil 600 metros de altura, y contra quienes, por ejemplo, el coronel liberal Aureliano Buendía emprende treinta y dos guerras civiles. Esos mismos que mandan matar a sus diecisiete hijos de un disparo en la frente, cuando ante la brutalidad criminal, luego del Tratado de Neerlandia, pronuncia el coronel apenas una indignada frase de rebelión, pero que ante los hechos, ante la fatiga de la edad, era inofensiva.

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Igual que en buen número de sus cuentos, en las tres primeras novelas breves, la autoridad ejecutiva, inmediata y visible, es el alcalde, pero en La hojarasca y en El coronel no tiene que le escriba aparece de sesgo; en La mala hora, en cambio, es protagonista imposi-tivo4. En La hojarasca, no de derecho pero de hecho, el poder lo representa la compañía bananera, cuyos directivos no se ven pero inciden y determinan la vida en Macondo. Cuando la compañía se va, sólo deja en el pueblo la hojarasca: desempleo, pobreza, estrago. “Todo lo había traído la hojarasca” y todo lo bueno –si lo hubo– se lo llevó. El alcalde apenas aparece en las páginas y sólo para darle al coronel5 el permiso para que el médico, a quien odiaba todo el pueblo, fuese sin violencia enterrado.
En El coronel no tiene que le escriba se menciona de paso el contubernio para el saqueo –“el pacto patrió-tico”– entre el alcalde y el rico del pueblo, don Sabas, a quien sólo le importa la plata, y es capaz de hacer cualquier cosa para allegarse más, aun aceptar el crimen o la expulsión del pueblo de miembros del propio partido. No obstante, ambos personajes no se explicarían sin el estado de sitio que ahoga al país desde diez años atrás. No está dicho pero se sobreentiende sin dificultades que se vive bajo una dictadura, por ejemplo, cuando se habla del toque de queda, o cuando se refiere que no hay esperanzas para unas prontas elecciones, o cuando el médico comenta con el coronel sobre los perió-dicos que le llegan: “Es difícil leer entre líneas lo que permite la censura.” Pero esa dictadura en el país no se ve; está encarnada criminalmente en el breve horizonte municipal en el alcalde que, como en otras narraciones, es un teniente. De los representantes de la dictadura en el centro del país, por ejemplo, el propio déspota o los ministros, no sabemos quiénes son. Los jóvenes opositores en el pueblo, entre quienes se contaba el hijo del coronel, reparten hojas clandestinas pero no sabemos quiénes las hacen o quiénes las mandan desde otras partes. El coronel espera desde quince años atrás una carta donde le confirmen su pensión de veterano de guerra, pero la carta no llega, y no sabemos quién o quiénes, en esa burocracia de pesadilla, debe mandársela. Algo aún más triste: el coronel tiene el antecedente de sus compañeros en la guerra civil que murieron sin que les llegara el correo de la confirmación de la pensión. Nunca sabrá si eso ocurre por morosidad burocrática o porque se la roban desde la ciudad nublada y fría del Centro. Debajo o entre la historia del coronel, que espera a sus setenta y cinco años la noticia alentadora para salir de una vida de pobreza al límite con su mujer, corre la historia de la (frágil) resistencia política contra la asfixiante dictadura. Nada sugiere más al gobierno despiadado bajo el que viven en el pueblo que, cuando al principio de la novela su mujer y él asisten a un entierro, que es todo un acontecimiento, y lo es, porque como opina el coronel con magnífico humor negro, “es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”.
En La mala hora el poder absoluto lo tiene el alcalde; el párroco Ángel, el juez Arcadio y los ricos (don Sabas, Chepe Montiel) o carecen realmente de poder o son cómplices. A veces los toma en cuenta pero no tienen poder de decisión. El padre, un hombre pobrísimo, es de hecho una figura decorativa; su función es sólo para calificar las películas según su moralidad, que los pobladores vivan como católicos, buscar dar consejos en algunos momentos al alcalde para refundar la moral y que en su iglesia no proliferen los ratones. Al final se da cuenta que todo el bien que quiso hacer sólo fue levantar una estatua en honor a la nada.
Pero ¿cómo se hizo el alcalde del poder en los años del terror? Luego de una visita del juez que le pide inútilmente un salvoconducto para transitar en las calles durante el estado de sitio, trata de dormir:
Estaba desvelado en pleno día, empantanado en un pueblo que seguía siendo impenetrable y ajeno, muchos años después que él se hiciera cargo de su destino.
La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo a cualquier precio, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.
Ni Vitela, el juez anterior al juez Arcadio, se escapó de ser acribillado. Cometió la infidencia en una borrachera de que haría respetar el sufragio.
En La mala hora el asunto fundamental es la historia de los pasquines difamatorios contra hombres y mujeres del pueblo –salvo excepciones–, que mantienen en alerta a todas y a todos y que llega a causar asesinatos o que gente se vaya del pueblo, pero debajo o entre la historia de los pasquines corre la política como un pasado de crímenes. Un pasaje de la novela es ilustrativo de la enérgica capacidad de decisión que tuvo el alcalde en los años del terror. Una madrugada unos policías iban a entrar a casa del doctor Giraldo, no se sabe si a matarlo o a aprehenderlo, y el alcalde ordena: “Ahí no. Ése no se mete en nada.” Es decir, una señal de él era la vida o la muerte. En complicidad con don Sabas y Chepe Montiel, el alcalde en los tiempos de persecución, se hizo de bienes que compraron a precios de bisutería. Era un tiempo que parecía tener sólo tres destinos para los opositores: la tumba, la cárcel o el destierro. Pasado el estado de sitio, el alcalde quiere ser más justo (hasta donde puede) y que el pueblo sea un lugar decente; sin embargo, a los moradores del pueblo les parece que todo sigue igual, entre otras cosas, porque no hay elecciones. “Cambió el gobierno, prometió paz y garantías, y al principio todo el mundo le creyó. Pero los funcionarios siguieron siendo los mismos.” No sólo seguía igual, sino llegó a ser más infame y execrable: muy pronto el alcalde vuelve a caer en la arbitrariedad, la rapiña, el asesinato... En algún momento descubre que no sólo son los pasquines con los que los moradores se divierten malévolamente para acabar con la honra de los pobladores: como en su anterior novela (El coronel no tiene quien le escriba), empiezan a circular también hojas clandestinas, que el lector deducirá que son llamados a la población a la rebeldía y a irse al monte para combatir el mal gobierno. El centro de conspiración, donde principalmente se pasan de mano en mano las hojas, como en El coronel no tiene que le escriba, es la gallera: allí mataron al hijo del veterano coronel; de allí sacaron en La mala hora a Pepe Amador, un joven opositor, para torturarlo y matarlo. En realidad el estado de sitio –se comprende– nunca se fue. La muerte de Pepe Amador es la gota que colma el vaso. “En este país va a haber vainas”, dice el peluquero Guardiola al juez Arcadio. Y añade líneas más adelante. “Esto ya no lo para nadie.” O como dice hacia el final el tendero Benjamín a la madre pobrísima del joven asesinado: “En este tiempo la justicia no se hace con papeles: se hace a tiros.”
Desde que llegó el teniente-alcalde la mala hora en el pueblo fueron todas las horas. Escrita en 1962, tres años antes había triunfado la guerrilla en Cuba. En Colombia, desde 1948, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, empezaron las guerrillas, y con ellos los fermentos de lo que serían los movimientos de las farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el eln (Ejército de Liberación Nacional), que en 1964 fundarían sus movimientos.

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E

n Cien años de soledad de principio, en el nacimiento de Macondo, que simbólicamente es la génesis del planeta, el poder no lo tiene nadie, o si se quiere, hay un régimen de usos y costumbres, en el que sobresale el primer José Arcadio Buendía por fuerza de su voluntad. Vendrían después sucesivos alcaldes, sin orden preciso, unos mejores que otros, y en la Guerra de los Mil Días, unos serían conservadores, otros liberales. Luego de la firma de la paz con el Tratado de Neerlandia se describe la irrisoria situación política: “Las autoridades locales eran alcaldes sin iniciativas, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados conservadores de Macondo. ‘Este es un régimen de pobres diablos –comentaba el coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo–. Hicimos tantas guerras, y todo para que nos pintaran las casas de azul’.” Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir dentro del gallinero electrificado, es decir al área de apartheid que tenían los gringos dentro del propio pueblo, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones en Macondo. Los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios con machetes. Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados años de soledad lo atormentó la definida certidumbre de que había sido “un error no proseguir la guerra hasta sus últimas consecuencias”.
Luego de la partida de la compañía bananera, que dejó hecho pedazos el pueblo, las autoridades de Macondo se van haciendo lejanas o se difuminan en la novela.

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No de muy diversa manera, el poder aparece en sus cuentos. Por ejemplo, en “Un día de estos”, el primero de Los funerales de la mamá grande, está magníficamente dibujado en una imagen: cuando el dentista, al momento de sacarle al alcalde una muela sin anestesia, “sin rencor, más bien con una amarga ternura”, le dice: “Aquí nos paga veinte muertos teniente.” En ese momento se nos revela en su dimensión exacta con quién trata y de quién se trata6.

En el cuento “Muerte constante más allá del amor” (quizá el mejor del libro de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada), el senador Onésimo Sánchez, a quien “le faltaban seis meses y once días para morirse”, un deudor le envía a su hija virgen, una muchacha bellísima, la muchacha más bella que el senador haya conocido, y se la ofrece por el dinero que le debe. Se lleva a cabo la transacción y el único lamento del senador es no haber seguido encerrado con la muchacha por más tiempo del que le tocó vivir. En el soneto de Quevedo, que da título al cuento, el poeta español imagina que después de su muerte será “polvo, mas polvo enamorado”; el senador Onésimo Sánchez es cuerpo terrenal enamorado hasta el último de sus días. Me doy por creer que en sus años de lozanía a García Márquez le hubiera gustado una muerte felizmente sexual igual o parecida a la de su protagonista.
Como han dicho Maquiavelo y sus descendientes teóricos, la esencia del poder es tenerlo y mantenerlo. En uno de los Doce cuentos peregrinos, “Buen viaje, señor presidente” (el cual es quizá un desprendimiento de El otoño del patriarca –fue escrito en 1979–), versa sobre un expresidente caribeño que va a curarse paradóji-camente a la helada Ginebra, donde enfermo y pobre pasa unos meses hasta que casi se recupera. Paradójicamente pobre digo, porque las fortunas de los hombres del gran poder latinoamericano han acabado por décadas en las cuentas suizas. Paradójicamente también porque un matrimonio más pobre que el expre-sidente ambiguamente pobre y en la extrema soledad del poder es el que le mitiga los meses de precariedad durante su estadía. Un día el expresidente regresa al Caribe, específicamente a La Martinica, donde mora su amigo el poeta Aimé Césaire7, pero aún no puede regresar a su país. Es casi una máxima que no hay político que haya conocido y perdido el poder que no espere o sueñe volver a tenerlo. Es una ingenuidad creerles en el desempleo su falso desdén por el poder, y menos, que quieran definitivamente prescindir de él. Cuando se presenta la oportunidad, al político le da por creer, o los partidarios se lo hacen creer, que la patria lo necesita y que aún es útil para “aportar su experiencia”. El expresidente acaba por creerlo y vuelve a las andadas.

V

En un notable artículo de 1991, la periodista colombiana Patricia Lara observaba que la fascinación del poder en García Márquez “le ha permitido descifrar su misterio, retratarlo, desmenuzarlo, engrandecerlo y ridiculizarlo”. A las dos atracciones que tenía por el misterio y la soledad del poder, y a la que añadimos nosotros la invisibilidad, Patricia Lara adiciona muy bien que “hay básicamente dos características comunes en todos sus personajes poderosos, las cuales tienen que corresponder necesariamente a características comunes a quienes se dejan atrapar por el vicio de la felicidad falsa del poder: la pérdida del sentido de la realidad y la incapacidad para el amor” 8. En las respectivas novelas, la periodista evidencia instantes definitorios en los casos de Aureliano Buendía, el Patriarca y Simón Bolívar. El amor, sentencia, les quedaba grande.
En un régimen de cualquier índole se habla desde las cúpulas del poder –nacional, estatal o municipalmente– de respeto a las instituciones y de estado de derecho, pero García Márquez dibuja soberbiamente que quienes deberían hacer valer las leyes son los primeros en violarlas o torcerlas, eso sí, reiterando de continuo, en mejor o peor simulación, que se cumplen a cabalidad y nadie está por encima de ellas. El ejercicio de la política y de la abogacía se asientan en la verdad jurídica, pero son ellos quienes perfeccionan más en la práctica el arte de la mentira. Salvo excepciones, no hay un personaje poderoso que, de una manera u otra, no se hunda en un lodazal delictivo. En eso, las narraciones del aracataqueño son un retrato, o si se quiere, una metáfora, de la política latinoamericana: injusticias, bruta-lidad criminal, arbitrariedades cotidianas, abuso de autoridad, pozos sin fondo de corrupción…
Después de la publicación de Cien años de soledad, García Márquez conoció y trató a numerosos presidentes, sobre todo colombianos y mexicanos, de vario y variado color ideológico, y de algunos fue muy amigo. De los colombianos, liberales y conservadores, desde Alfonso López Michelsen (1974-1982), de hecho fue próximo a todos. Baste pensar, de otros países, en Omar Torrijos, François Miterrand, Bill Clinton, Carlos Andrés Pérez, Ricardo Lagos y, sobre todo, Fidel Castro. Esta proximidad con los poderosos fue algo común al grupo del boom (Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa). Quizá quienes trataron más a los presidentes fueron García Márquez y Vargas Llosa, pero Vargas Llosa tuvo mayor cercanía con los conservadores o ultraconservadores, algunos impresentables.
Contra todo, no hay nada que muestre o pruebe que García Márquez buscara en ese trato un interés o un beneficio personales, ni mucho menos un puesto mi-nisterial. Un último y claro ejemplo de esa fascinación fue su insistencia para que el entonces rey de España, Juan Carlos ii, asistiera a la celebración de sus ochenta años a Cartagena de Indias. Parecía en él sólo el gusto de convivir con los poderosos, sentir la inmediata aura del poder y, muy probablemente, la oportunidad de conocer sus caracteres, y en determinados casos, como el de Fidel Castro, interceder por perseguidos (que el chileno Jorge Edwards, quien lo trató a menudo en la Barcelona de los años setenta, y quien no simpatizaba con el régimen cubano, escribió que a fin de cuentas no fueron muchos9). Del lado de los presidentes, sobre todo latinoamericanos, reunirse con él significaba el ornato de tener como amigo próximo o como excelente conocido al narrador latinoamericano más célebre del siglo xx y de lo que iba del xxi. En cuestión de imagen, en mi opinión, ganaron mucho más con la amistad o con el trato los presidentes que García Márquez 

Notas
1. Son nueve cuentos publicados entre 1947 y 1955, es decir, entre sus veinte y sus veintiocho años, uno más mediano que otro, los cuales ocurren en espacios muy cerrados. Una de las preocupaciones centrales que los caracterizan es el muro invisible –el momento del tránsito– que existe entre la vida y la muerte; otra sería el doble y los desdoblamientos. Entre todo ese desecho narrativo hay un cuento espléndido, “La mujer que llegaba a las seis”, sobre una prostituta que ha asesinado a un cliente, el cual anticipa por varias vías la gran narrativa garciamarquesiana. Para evitar la circulación clandestina, García Márquez incorporó el libro como propio en sus obras completas.
2. En sus memorias cuenta que Macondo era el nombre de una finca bananera. Estaba a diez minutos en tren de Aracataca. Se le quedó hondamente grabado en el recuerdo y el cuerpo por su sonoridad.
3. Vivir para contarla.
4. En una novela corta posterior, Crónica de una muerte anunciada, se nos informa que el alcalde, el coronel Lázaro Aponte, lleva once años como autoridad civil. Apenas si aparece en el curso de la narración. Una, para decir que creyó tener razones de que Santiago Nasar ya no corría ningún peligro de que los gemelos Pablo y Pedro Vicario lo fueran a matar para vengar en él al supuesto desvirgador de su hermana; la segunda es que en los primeros días, luego del asesinato, cuando tenía a los gemelos Vicario en la cárcel, no sabía qué hacer con ellos; la otra mención al alcalde es indirecta y es una información que da el cura Carmen Amador en su retiro de Calafell al sujeto narrador (García Márquez). El cura tuvo que hacer la autopsia de Santiago Nasar en ausencia del médico: “Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas.”
5. Hay una obsesión de García Márquez por los coroneles como protagonistas esenciales en novelas. Dos no tienen nombre (La hojarasca y El coronel no tiene quien la escriba); el otro es una mención de paso en sus primeros libros, y eje definitivo de Cien años de soledad: el coronel Aureliano Buendía. En esas menciones, en la guerra y en la firma de paz, hay ya un tinte legendario. Una curiosidad: el abuelo materno, Nicolás Ricardo Márquez Mejía, del que decía García Márquez que era quien más lo había influido, tuvo grado de coronel, y aparece aún en Cien años de soledad, llamándose –quizá por eufonía verbal– Gerineldo Márquez, y es el hombre de más confianza en la guerra y en la paz de Aureliano Buendía. En la paz es el pretendiente obstinado y sin esperanza de la seca y severa Amaranta.
6. En La mala hora hay una variación del cuento. En un pasaje, por medio del cura, el alcalde hace que lo reciba el dentista. Las posiciones ideológicas son las mismas, pero los hechos criminales que los enfrentaron son algo que ya fue.
7. Varios de los cuentos peregrinos son pretexto para que amigos o maestros sean asimismo personajes: el propio Aimé Césaire, Cesare Zavattini, Pablo Neruda y Miguel Otero Silva.
8. Gabriel García Márquez, testimonios y ensayos sobre su obra. Compilación de Juan Gustavo Cobo Borda, I, pp. 15-19. Siglo del hombre editores, Bogotá, 1992)
9. Lecturas Dominicales, El Tiempo, Diciembre 12, 1982.

domingo, 4 de junio de 2017

Ricardo Piglia: vías para La ciudad ausente

4/Junio/17
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Autores como personajes

A su modo, muy distinto al de Schwob y de Papini, de Arreola y de Tabuchi, Ricardo Piglia ha hecho literatura sobre vida y obra de escritores, encontrándoles datos imaginativos y detalles reveladores o dándoles a su conducta y a sus hechos un giro sorpresivo o insólito.

Esos autores, que suele convertir en personajes, suelen llamarse en su obra principalmente Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Franz Kafka, James Joyce, Cesare Pavese, Witold Gombrowicz… Piglia tenía un especial apego a autores que cubrieron sus páginas de dislocaciones sintácticas, de una suerte de “lengua privada”, como, por ejemplo, Gombrowicz (Ferdydurke) y Joyce (Finnegans Wake), o que lo hacían porque les salía así, como a Arlt y a Macedonio. Incluso en La ciudad ausente crea un relato de complejidades lingüísticas que llama “La isla de Finnegan”. Piglia ha sido uno de los narradores más conscientes del “carácter inestable del lenguaje”.

Primera imagen de La ciudad ausente


En una página de su libro Formas breves (“La mujer grabada”), hace la rememoración de una mujer que conoció frente a la Federación de Box porteña, en calle Castro Barros, muy cerca del hotel Almagro, donde él se hospedaba. La mujer, pobrísima, con perturbaciones psíquicas, de nombre Rosa Malabia, vendía violetas robadas en los cementerios, y “en el vestido llevaba prendida una foto de Macedonio Fernández”. Afirmaba haber conocido a Macedonio en la adolescencia. Por el sitio la llamaban “la loca del grabador […] porque llevaba un grabador de cinta, viejísimo, como única pertenencia”. Un día la internaron en el manicomio; meses después Piglia recibió esa grabadora en la que se oye a una mujer, quien “parece cantar y después parece conversar sola, y por fin, una voz, que puede ser la de Macedonio Fernández, dice unas palabras”. Esa fue –señala Piglia– “la imagen inicial de la máquina de Macedonio en mi novela La ciudad ausente: la voz perdida de una mujer con la que Macedonio conversa en la soledad de una pieza de un hotel”, que podría ser quizás el capítulo donde el periodista Junior, el personaje principal, conversa con la loca Lucía en el Hotel Majestic de Avenida de Mayo.



La ciudad ausente es la novela que hemos preferido de Ricardo Piglia, quien fue un hombre y un escritor excepcionales, una admirable inteligencia en alerta.

La obsesión por Macedonio Fernández


En otro texto de Formas breves, que anteriormente publicó en su notable libro de cuentos Prisión perpetua (1990), “Notas sobre Macedonio en un Diario”, Piglia, en trece páginas, recupera anotaciones sobre el curioso y genial personaje. Las notas van del 5 de junio de 1960 al 9 de octubre de 1980. Hay algunas que me interesan vivamente: Macedonio como fiscal en la provincia norteña de Misiones donde al parecer nunca ganó un caso; Macedonio, quien tenía la manía higiénica de no dar la mano; Macedonio, a quien las mujeres se le entregaban con extraña facilidad; Macedonio, que “no le gustaba hacer planes a futuro” ni le atraían las bellezas de la naturaleza; Macedonio y su rara y espléndida oralidad en el estilo; Macedonio, que al final de sus años aspiraba por diversas vías a “convertirse en inédito”; Macedonio, que tenía un íntimo parentesco literario con Witold Gombrowicz… Y dos anotaciones que, según me parece, tienen una ligadura apretada con La ciudad ausente: una, del 4 de mayo de 1971, que habla sobre la intención de Macedonio de publicar Museo de la novela de la eterna en forma de folletín (novela que escribió por cosa de cincuenta años), y la cual simbólicamente es también “una novela que dura la vida de quien lo escribe”; la otra, del 6 de julio de 1973: “El objeto mágico [la máquina], donde se concentra todo el universo, sustituye a la mujer que se ha perdido”. Por una vía u otra lograr la perduración de Elena Obieta.



Pero una novela que versa sobre un museo, y cuya escritura Macedonio hizo lo indecible por prolongar por décadas, ¿no es ya en sí misma un museo?

Por otra parte, en el prólogo de su libro El último lector (2005), Piglia habla de crear una sociedad imaginaria de lectores. Y puntualiza: “El primero que pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la eterna fuera ‘la obra en que el lector será por fin leído’”.



El Macedonio de Borges Y Piglia


En su ensayo “El último cuento de Borges”, Piglia analiza el cuento borgeano “La memoria de Sha-kespeare”. Aquí, un hombre llamado Borges hereda la memoria del dramaturgo inglés y carga con el peso inmenso de llevar una memoria ajena. Piglia imagina a su vez que alguien “en el futuro, en una pieza de hotel de Londres, comienza a ser imprevistamente visitado por los recuerdos de un oscuro escritor ajeno al que apenas conoce”, y en la memoria borgeana que le heredaron, ese alguien “percibe la figura frágil de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vacío”.



¿Pero qué diferencia, me digo, habría entre el Macedonio que conoció y leyó Borges y el Macedonio de la escritura de Piglia? A muy grandes rasgos diría que a Borges, curiosa o paradójicamente, le interesó el hombre de carne y hueso con sus ocurrencias y salidas geniales, y a Piglia todo aquello que en su vida y en su obra fuera filón de oro para volverlos invención o reflexión literarias. A Borges le interesa más la persona que se vuelve personaje y a Piglia el personaje que nunca deja de serlo. A Piglia –según me respondió en una entrevista que le hice en Buenos Aires en 1992– le parecía que Borges “había disminuido al escritor frente a la persona”.

Pero Macedonio era mucho más para Piglia. En La ciudad ausente hace decir al falso o auténtico Emil Russo, que igual que Charles Fourier, Macedonio “es un filósofo y un mago, un inventor clandestino de mundos”. Si es exagerada o no la equiparación, es asunto de los lectores que hayan leído a Fourier y a Macedonio.



Tejidos de historias


Una y otra vez Piglia ha escrito en sus libros y declarado en entrevistas acerca de su pasión por crear tejidos de historias; la digresión, lo dijo, es la base de su narrativa, y por ende, de su Poética. Obviamente debe haber una clara habilidad a la hora de tejer las historias para que el lector no pierda el interés ni se dañe la coherencia. Sin duda eso está en el tablado móvil de sus dos primeras novelas (Respiración artificial y La ciudad ausente) y de su imaginativa novela corta En este país, pero también en sus libros teóricos, donde de pronto, como un ilusionista, saca, no objetos ni animales, sino historias por debajo de la manga. Me refiero a Crítica y ficción, Formas breves y El último lector. Dentro de las novelas hay cuentos, esquemas de cuentos, minificciones, meras anécdotas… En ocasiones utiliza el recurso milyunanochesco de anunciar al final del cuento la siguiente historia.



¿Por qué Piglia no desarrolló más las bellas o dramáticas o fantásticas historias en La ciudad ausente? Pero ¿acaso Piglia no me contestó en aquella entrevista de 1992 que en La ciudad ausente quiso crear cuatro novelas? Dijo cuatro novelas pero pudo haber añadido “y numerosos cuentos y proposiciones y esbozos de cuentos”, buen número de los cuales eran una invitación para que el lector los desarrollara y culminara. En su estructuración la novela, me parece, guarda un equivalente con los juegos múltiples de espacios, que crean una sorpresiva simetría, que hay en las imaginativas construcciones del arquitecto colombiano Rogelio Salmona.

Desde los años en que moró en la provincia de Misiones, en el norte argentino, Macedonio Fernández tenía la lúdica afición de recopilar historias ajenas y aun llevó a cabo “un registro de relatos y cuentos”. Por alguna vía es a la vez la premonición de la máquina de Macedonio y el argumento central de La ciudad ausente. ¿Cuál sería la trama común o el centro irradiador de la novela? Macedonio quería eternizar en la máquina a su mujer, Elena Obieta, quien murió a los veintiséis años en 1920, o precisando más, a través de la máquina, que se preservaría en el Museo, tenía la intención de que Elena relatase, bien o mal contadas, todas las historias. Hay muchas maneras de eternizar a la mujer que se amó, pero la de Macedonio es una de las más desesperadas. No se resigna –no se resignó– a perderla, y con la máquina anhelaba que el mundo continuara en ella y el mundo existiera por ella al contar y circular las historias. “Su objetivo –diría Piglia– era anular la muerte y construir un mundo virtual.”

Elena Obieta se vuelve un personaje inolvidable para la literatura gracias a una doble invención: primero, de Macedonio, luego de Piglia.



La máquina de Bioy y la Máquina de Macedonio

Es inevitable relacionar la invención de la máquina de Macedonio con la invención de la máquina de Morel en la novela de Bioy Casares. Hay diferencias: en la máquina de Bioy-Morel se inmortaliza la vida banal de un grupo de amigos durante una semana en una isla desierta, es decir, es la idea del eterno retorno, tan próxima a Borges y a Bioy. Pero esas imágenes sólo son dables a quien llegue a la isla y encuentre el aparato inventado por Morel, como le sucede al fugitivo venezolano, que en su desesperación amorosa termina por personificarse en el filme para ser el amante de la imagen cinematográfica de Faustine. En la de Macedonio hay a la vez un personaje y una idea del absoluto: el personaje es Elena y la idea es construir una máquina para circular todas las historias y los hechos del mundo.





Las historias en la novela

Algunas de las historias que cuenta la máquina de Macedonio en La ciudad ausente son conmovedoras o angustiosas, como aquella de la pérdida que vive el adolescente de doce años de una chica de su edad; o aquella de la misma agonía y muerte de Elena Obieta que leemos con una honda tristeza y una ternura ahogada; o aquella angustiosa del marxista húngaro, quien sabía de memoria el Martín Fierro, pero era del todo inhábil para articular un discurso en castellano, lo cual, si se ve bien, resulta a fin de cuentas una metáfora de la máquina, es decir, alguien “capaz de contar con palabras perdidas la historia de todos”; o aquella, repugnante y terrible, del comisario de policía Leopoldo Lugones hijo, torturador de anarquistas y de alguna manera causante del suicidio atroz de su padre.



Entre el fin de la última dictadura militar argentina y la edición de la novela median nueve años. En una lectura alusiva, aquí y allá, están en la novela, en páginas y fragmentos de delirio homicida, los años de la dictadura (1976-1983), pero podrían ser también de cualquier dictadura. Para mí son tal vez los momentos más intensamente dramáticos de la trama. Sin embargo, no hay nada más estremecedor que el hallazgo hecho de casualidad por un niño, de los setecientos o setecientos cincuenta pozos circulares henchidos de cadáveres, que representan figuradamente “el mapa del infierno” dantesco, o, actualizado, el destino de los detenidos-desaparecidos por la dictadura.

La situación paranoide en la que viven los personajes pueden definirlas frases como: “En este país los que no están presos trabajan para la policía, incluidos los ladrones” (Renzi a Junior), “El poder político es siempre criminal” (Fuyita a Junior), “Nos vigilan a todos” (el doctor Arana a la imagen de Elena Obieta).

Todo régimen dictatorial es claustrofóbico, la gente vive con una sensación de ahogo, salvo, claro, las clases privilegiadas. En la redacción misma del periódico El Mundo, donde trabajan Junior y Renzi, todos son, o al menos se sienten, prisioneros. Ese clima de ahogo lo viven en la novela la loca Lucía, encerrada en su pieza del hotel Majestic de Avenida de Mayo; Ana, la inteligentísima Ana, guarecida en su librería en un pasaje del Paseo Nueve de Julio, y en el ahogo más extremo, Elena Obieta, dentro de la máquina inventada por Macedonio Fernández.

“Todo relato es policial”, se lee, y el principal protagonista, el periodista Junior, va hilando los tejidos hasta hallar en una isla del Tigre, en el norte de la ciudad de Buenos Aires, el museo y la máquina de Macedonio, pesquisa que le ha servido para un reportaje en varias entregas para el periódico El Mundo. Para llegar al fin al objetivo ha debido indagar antes en la ciudad y en el campo y tratar con prostitutas dementes, tahúres, pistoleros, drogadictos, psicóticos, falsificadores, traficantes, usurpadores de identidad, inventores fraudulentos, exguerrilleros, policías, refugiados, vagabundos, ancianas solitarias… Un submundo criminal y marginal entre la clínica y el barrio bravo, la cárcel y la fosa común.

¿Pero encontró Junior el museo y la máquina o sólo es otra historia de la máquina? O la pregunta más angustiosa y dramática: ¿la máquina de Macedonio se desactivó y sólo se vive –vivimos– en mundo virtual sin historias?



Valadés, Zepeda y Piglia

Tal vez no se conocieron ni se leyeron nunca, pero hay entre los tres una correspondencia secreta. Los tres son vivos símbolos de los contadores de historias: uno, Edmundo Valadés, es el gran preservador y su revista El Cuento sería también emblemáticamente el Museo de las historias contadas; Eraclio Zepeda, a través de la oralidad contó ante públicos encandilados todas las historias posibles con sus variaciones continuas; Ricardo Piglia las escribió o las teorizó. Los tres continuaron, a su manera, la tradición de encantamiento de Las mil y una noches o, más simplemente, de los cuentacuentos o cuenteros que uno halla a diario en las ciudades, los pueblos, el campo o las largas costas. Valadés, Zepeda y Piglia estaban convencidos de que reproducir historias o contarlas era el don que les fue dado para emocionar, avivar la imaginación y dar felicidad a aquellos que los oyeran o leyeran. Los tres, cada quien a su manera, lo hicieron asombrosa, inolvidablemente •