Jornada Semanal
domingo, 18 de diciembre de 2016
Farabeuf de Salvador Elizondo: 50 años de la novela del escándalo
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domingo, 27 de abril de 2014
La saga que Latinoamérica vivió para existir
Jornada Semanal
pero los pueblos sí
domingo, 30 de marzo de 2014
El laberinto de la soledad: monólogo, delirio y diálogo
Jornada Semanal
domingo, 14 de julio de 2013
Elsa Cross: el mapa del amor y sus senderos
Jornada Semanal
Poesía: arqueología de la vida
domingo, 16 de junio de 2013
Todas las rayuelas
Jornada Semanal
Siempre que biene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o de ser hormiga para meterme bien adentro de una cueva y comer los productos guardados en el verano .Lo que me gustaría ser a mí sino fuera lo que soy,
de César Bruto
domingo, 1 de abril de 2012
Artemio Cruz, antes de la última batalla
Jornada Semanal
Hace treinta años, cuando leí La muerte de Artemio Cruz, ya había descubierto el universo de Aura, otra de las grandes novelas de Carlos Fuentes. Ambas historias cumplen medio siglo de existencia, ambas han batido récords de ventas, y no sólo entre los lectores de nuestro país, sino en las ligas internacionales. Recientemente volví a leer La muerte de Artemio Cruz. Comprobé que esa mexicanísima novela no sólo no ha perdido nada de su color sino, al contrario, ante la sombría situación que vive México es impresionante su actualidad política. Buena parte de los infortunios de hoy se fraguaron en el laberinto de la corrupción que puede examinarse a la luz de ese relato.
La muerte de Artemio Cruz es una historia –a caballo– entre la novela de la revolución, precursora de Gringo viejo, y de la compleja narrativa de Terra nostra. En ella los temas del tiempo y la memoria son simbolizados por los caballos, esa parte inconsciente de la psique a la que constantemente invoca un agónico antihéroe. Mediante el recurso literario de la confesión, Artemio cuenta una historia no lineal, mientras niega que está a punto de morirse.
Carlos Fuentes organizó esta novela en trece capítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, leemos –escuchamos– un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo; voz cantante que de vez en vez se deja acompañar por otras voces, verdaderos instrumentos líricos que lo custodian durante su pasión mortal. Ninguna de esas voces se tienta el corazón para retratar a este personaje que, desde la Revolución, se ha dedicado a hacer con el gobierno un “íntimo business reaccionario”.
Con esa estructura no convencional, la historia fluye –por distintas fugas– a través de seis décadas del siglo XX mexicano. Desde el rural novecento y hasta la más cosmopolita década de los años sesenta, vemos a Artemio Cruz exhibiendo, a semejanza de algunos de nuestros connacionales públicos, a un tipo que va en un ascenso público constante, pero con una historia interna desintegrada. De hecho, uno de los fondos más importantes del relato, invisible y silencioso, es el de la identidad. Como en Pedro Páramo, en la novela de Fuentes también subyace el fondo clásico de una estirpe de progenitores que, al vulnerar la integridad simbólica de la madre y la de ellos mismos, provocan una profunda distorsión en la personalidad de sus descendientes; es decir, de los potenciales personajes.
La historia como espejo
Como si se contemplara en un espejo hecho añicos, Artemio Cruz va recordando trozos –aparentemente inconexos– de su historia. Es un personaje que hace valer la “providencial” violencia de los mexicanos. Pero como en “El perro tendrá su día”, ese durísimo relato de Juan Carlos Onetti, el perro Artemio Cruz lo tuvo el día que comenzó a recordar su historia mientras, literalmente, vomitaba las entrañas. Carlos Fuentes nos otorga un pase para acceder a la delirante confesión de un moribundo inmortal.
En esa historia, el “milagro económico” del que México gozó en la década de los cincuenta es visto desde autos de lujo o en escenarios fulgurantes: un convento jerónimo del sigloXVII, algún club dorado de Acapulco, una hacienda restaurada o una suntuosa residencia. Aunque la parte más significativa de su biografía Artemio Cruz la construye en escenarios miserables: túneles colapsados en minas del desierto, bohíos montados con varitas, veredas y barrancas polvorientas, prisiones y sórdidos cuartuchos donde mueren sus prescindibles compañeros. No obstante, el escenario predilecto de Artemio Cruz es su propia mente; especialmente, el territorio que ocupa su máximo deseo. “Cruzamos el río a caballo”, exclama una y otra vez. En este sentido, La muerte de Artemio Cruz, que abreva –y simultáneamente nutre– a la novela revolucionaria, también tiene chispas que recuerdan a lo mejor del western estadunidense. Aunque los caballeros brillan por ausencia, abundan yeguas y caballos. Como en algunas pinturas de Chagall, encontramos hermosos caballos azules y blancos, también hay moribundos y de sorprendente brío, caballos de guerra cruzando valles y montañas, animales que podrían atravesar el mar del inconsciente, o un país devastado por la guerra civil. Ante la magnitud de esa hecatombe, cabriolean caballos de duelo negros y empenachados que han sido vestidos para las pompas fúnebres. Tampoco faltan los exuberantes potros sin silla ni brida, emblemas de una mente salvaje, cuyas fulgurantes imágenes aparecen y se ocultan como en la canción “Wilde horses”, de los Rolling Stones.
Una orfandad a caballo
Por supuesto, Artemio Cruz posee una vivacidad sobresaliente, tiene la inteligencia y la audacia de quienes padecen profundos complejos de inferioridad. La semejanza que este hombre tiene con algunos personajes reales no es mera coincidencia: Carlos Fuentes ha hecho de Artemio Cruz un gran retrato hablado, un arquetipo de las “celebridades” que emergen y se esfuman en esa arena que es la realidad política y social de México. Así, al hacerse viejo, “la gente” se refiere a él como una momia, metáfora del encumbrado que no quiere renunciar a su poder. Es el antihéroe clásico que nunca va a eclipsarse y que, en medio de una escolta carnavalesca, vestida de blanco y negro, pone a girar un caleidoscopio de lujo donde danzan negociantes, mujeres hermosas, periodistas, comediantes y muchachitos ambiciosos. Mientras, el antiguo cacique, ahora envuelto en un gran fashion, escucha fragmentos dispersos de la feria de vanidades que enmascara a la violencia política y racial en México. Al comenzar la década de los sesenta, el know how de este personaje resume a un sector político que será intensamente cuestionado por los estudiantes mexicanos en 1968. Ficción y radiografía, biografía perversa del caudillo, fresco elaborado con pinceladas precisas que revela las luchas y transacciones que realizan individuos, grupos, clases sociales, y hasta algunas razas, durante la primera mitad del siglo XX mexicano. No es casual que Carlos Fuentes dedicara esta novela a C. Wright Mills, el sociólogo estadunidense de la new left que en la década de los sesenta, sin dejar de observar las estructuras del poder, exploró las múltiples aristas donde coinciden la biografía y la historia. Así, Fuentes construye el andamiaje histórico en el que Artemio Cruz se pinta solo. Al reverso de la moneda, La muerte de Artemio Cruz es un relato de la secuela psicológica que provoca una orfandad. Dentro de ese gran déspota ilustrado habita un pequeño que le sobrevive a un padre desconocido –presumiblemente francés– y a una madre negra, hambrienta y mexicana. Es un protagonista astuto, no mal parecido, un arribista de ojos verdes que lleva el apellido de una madre (que seguramente fue preciosa) y cuyos ancestros tal vez nacieron en Cabo Verde o en algún otro país de esa triste África proveedora de esclavos. Personaje que no debió apellidarse Cruz sino Dubois. Niño Artemio que vivió “tan cerca y tan lejos” de unos amos –parientes enloquecidos– en un paraíso perdido del trópico veracruzano.
Si los potros son vehículos de la memoria, el caballero, además de ser un personaje, es un símbolo. Por eso sus avatares han sobrevivido en la narrativa postmoderna, en la poesía y en el cine. Como el personaje intemporal de El caballero, la muerte y el diablo, famoso grabado de Alberto Durero, cuya valentía y código de honor han sido puestos a prueba por la perversidad, el deseo y el tiempo. La marcha estoica de ese caballero que avanza hacia la izquierda del grabado representa la búsqueda de la plaza central de sí mismo, lo que implica hacer una travesía por el largo y sinuoso camino a través de un inconsciente plagado de tentaciones y peligros. El famoso caballero encarna el reverso de los valores que exhibe Artemio Cruz, quien, no obstante y a pesar de su maldad extrema, de ninguna manera debe ser considerado un personaje plano. Veteado de luz y sombra, Artemio no desconoce los sentimientos de amistad, del trance amoroso y del amor filial. Sin embargo, es un protagonista aislado, que al observarse en un espejo oscuro y roto mira la fragmentación de su “yo” desde una soledad aterradora. Como en “La señal”, esa patética canción de Álvaro Carrillo, cuando Artemio Cruz “habla y habla” de su síntoma, parece estar gozando con su propia agonía. Con ese deleite punzante estructura un monólogo estremecedor. Ese pensamiento en voz alta, a cincuenta años de su publicación, ha logrado que una legión de lectores haya tenido una vía privilegiada a la mente deslumbrante de uno de los más formidables bandoleros de la literatura.
Las triadas y Artemio Cruz
Existe un método curioso para acceder a las claves menos visibles de esta historia. A través del análisis de los epígrafes que seleccionó Carlos Fuentes es posible trazar algunas líneas hermenéuticas para aproximarse a ella. Por ejemplo, al analizar el sorprendente verso del poema “Muerte sin fin”, de Gorostiza: “…de mí y de Él y de nosotros tres –¡siempre tres!”; desde luego puede aludir a la síntesis de una trinidad que religa a los mortales con la divinidad; o, a la cifra sexual del macho –o del hombre–, y desde luego al tiempo. Puede sugerir al rostro ternario de Hermes y abismarse ante las estructuras perfectas a las que Borges dedicó un verso con un toque esotérico: “Oh tiempo, tus pirámides”, que acaso apunte a esa arquitectura que se desdobla en los espejos de agua de nuestras ciudades precolombinas; o más llana y simplemente a la conocida metáfora de la pirámide como emblema del poder tlatoani. En este sentido es interesante la especulación del nudo borromeo, en la que Jacques Lacan ha propuesto tres elementos psíquicos enlazados para explicar la complejidad del hombre en los registros que tiene de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario. Exploración integral de la psique humana, que en Artemio Cruz equivale a las tres voces paradójicas de sus expresiones poéticas y narrativas: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres.” Evidentemente, cuando falla alguno de los tres registros –imagen de los aros que se desenlazan– provoca que “rueden libres” diversas patologías mentales. En otra sorprendente oración, Fuentes dice: “Donde la tierra tronará bajo los cascos, tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras…” Por supuesto, para Artemio Cruz ese caballo psicopompo que abreva en el fondo de su mente representa la posibilidad de la fuga y el olvido, o un viaje de regreso por su propio inconsciente para restablecer contacto con su memoria fragmentada.
La última batalla
A propósito de la ficción heroica y de la verdad histórica, Fuentes ha dicho de la novela de William Faulkner, Absalon, Absalon, que “se encuentra en el futuro y nos mira de frente a la cara”. Desde la perspectiva de La muerte de Artemio Cruz, esa idea explicaría, en buena medida, al México profundo y al de la postmodernidad. Quizá, si escucháramos con atención el ensamble de ese “trió de voces”, lograríamos entender por qué un movimiento histórico que tantas esperanzas generara, terminó llevándose a los de abajo a un triste inframundo; mientras un forajido, que ha cruzado todos los ríos de “arriba” –metáfora de la transgresión de los límites del honor y el decoro–, una y otra vez fracasa en su intento por cruzar el río definitivo, el temible Aqueronte para deshacerse a gusto en el Hades.
En la orilla de enfrente un potro negro otea entre la bruma. Espera que el sensual bandido acabe de morirse. Quizás Artemio Cruz se decida por el suicidio, pero no podrá llevarse con él a su arquetipo, porque el villano, y su reverso, el caballero, son indestructibles. Tal vez otros relatos vengan con sus héroes a decirnos que han hallado una cura milagrosa para la enfermedad que sufre el inmortal agonizante; en otras palabras, la cura para un país profundamente herido. Necesitarían ir por distintos tiempos y senderos de la historia, y como Artemio, ir a caballo contra la imagen que le devuelve su propio espejo narcisista. Y entonces sí, como el Caballero del grabado de Durero, disponerse a dar contra el mal, el tiempo y la muerte “la última batalla”.
domingo, 30 de enero de 2011
Jornada Semanal
Cien años de inteligencia
Si el siglo xx latinoamericano tiene una correspondencia crítica con algún escritor, ese hombre es Ernesto Sábato. Sus orígenes intelectuales se remontan a los años treinta, cuando hacía el doctorado en física y matemáticas. Esa vocación por la ciencia será determinante al escribir su primera obra: Uno y el universo (1945). Sábato dice que este “librito”, repertorio de pequeñas joyas, lo redactó después de un intento fallido para hacer una novela que llevaría por título La fuente muda. Además de abordar temas absolutamente contemporáneos como el tiempo, la causalidad, la geometrización de la novela, la expansión del universo, el eterno retorno y el poderío del lenguaje, son relevantes las reflexiones que hace en torno al surrealismo, y también a la obra de Jorge Luis Borges, con quien mantuvo una relación de crítica, admiración y desconcierto.
Ciudades laberinto de Sábato y dédalos borgeanos
Hace unos meses, mientras intentaba llegar a la casa de Sarita Poot, me extravié en la ciudad de Mérida. Después de caminar un buen rato por las calles de la ciudad blanca alcancé a darme cuenta de que había llegado al punto donde inicié el recorrido. Sin duda, la sensación laberíntica que experimentaba tenía como origen la traza de sus arterias. La belleza simétrica reproducida innumerables veces hizo que imaginara algunos de los laberintos relatados por Borges. Diametralmente opuestas –recordé– son las ciudades mineras de Taxco, Guanajuato y Zacatecas, construidas con cantera gris, azulada, verde y rosa. Estas ciudades podrían representar el tipo de construcciones laberínticas que retratan las novelas de Ernesto Sábato, novelas que, como sabemos, fueron creadas sobre una red de túneles y galerías subterráneas. Por el contrario, las ficciones laberínticas de Borges parecerían desarrollarse en dédalos no por diáfanos me-nos complejos. Dentro de esa clase de laberintos geométricamente dibujados se encuentran los tableros de ajedrez, juego con el que los indios se propusieron ensayar las partidas y variantes que posee el infinito. Sin embargo, las novelas-dédalo de Sábato, cuyas tramas se estructuran mediante una intrincada red de zonas veladas, también se afanan en establecer contactos con la luz abierta. Retomando algunos de los elementos laberínticos desarrollados por Kafka y por Allan Poe, cuya precisión estructural fue evidentemente apreciada por ambos narradores argentinos, encontramos algunas analogías entre esa clase de literaturas y las metrópolis laberínticas de México. Las estructuras de Sábato serían como las ciudades precortesianas del altiplano y la arquitectura borgiana sería semejante a las capitales dédalo de Pueblo Nuevo y de Casas Grandes en el norte del país. En las ficciones borgeanas las estructuras funcionan con la perfección de un mecanismo de relojería, además de ser agraciadas como las calles de Mérida, cuya belleza es casi metafísica. Por el contrario, en las escabrosas historias de Sábato, protagonistas y antagonistas son determinados por la condición humana. Se trata de relatos que genética y psicológicamente suelen estar cruzados por complicaciones de carácter histórico y sexual.
Postmodernidad literaria en América Latina
La narrativa de Borges presenta algunos elementos técnicos, temáticos y conceptuales, con toda su carga de artefactos, brillos, fantasmagoría, simulacros y superposiciones que hacen del invidente prodigioso (todo vidente verdadero es ciego) el gran forjador de la postmodernidad literaria del siglo xx en América Latina. Ernesto Sábato es heredero y precursor de tradiciones inclinadas hacia un humanismo más comprometido socialmente. Sábato ha asimilado una larga tradición que viene del siglo de las luces y que culmina en el positivismo. Esa metodología, tan útil como certera, le funcionó para erradicar una serie de patrañas escatológicas y religiosas. Sin embargo, con los estallidos enceguecedores y mortales de Hiroshima y Nagasaki, con los que simbólicamente se inaugura la postmodernidad, el brillante fisicomatemático termina por cuestionar algunos postulados científicos éticamente insostenibles. Después del Holocausto, para Sábato es imposible dejar de preguntarse por qué, para qué, cómo y a quién sirven la ciencia y la tecnología.
El socialismo y la revuelta antiautoritaria
Sábato es uno de los primeros escritores latinoamericanos del siglo xx que se sumerge en la vorágine de los movimientos revolucionarios y socialistas. Sin embargo, poco antes de que el narrador termine por comprometerse con los postulados estéticos y políticos de una influyente Unión Soviética, abandona la causa “proletaria” al darse cuenta de que Stalin, mientras instaura el realismo socialista, le clava un cuchillo a la cultura rusa, a sus intelectuales y artistas. Por supuesto, la literatura al servicio de una ideología no es una tarea para un escritor libertario como Ernesto Sábato. Pronto rompe con ese socialismo autoritario tomando una distancia crítica que a muchos poetas y artistas latinoamericanos les toma décadas emprender.
La etapa surrealista
Poco después Sábato se encuentra en un París que vive la creciente del movimiento surrealista. En esa estética, que como dice Paz es el último gran movimiento cultural que produce el siglo xx en Occidente, el narrador encuentra una opción para atemperar sus aspe-rezas con el mundo de las ciencias duras. En Uno y el universo, además de relatar sabrosas experiencias con artistas notables, como Salvador Dalí, Benjamin Péret, Roberto Matta y Wifredo Lam, Sábato se interroga por qué el surrealismo reivindica el automatismo como instrumento de investigación psicológica, discrepando con André Breton, quien aseguraba que el surrealismo es una expresión del funcionamiento “real” del pensamiento. El autor de El túnel pensaba que el surrealismo constituiría una especie de capítulo “especial” del psicoanálisis, al que habría que quitarle una serie de vagas ideas que abonaban a la confusión mental. No obstante, Sábato aceptó que sus experiencias con los surrealistas le permitieron indagar más allá de los límites de una racionalidad restrictiva, aceptando su valor catártico y reconociendo que algunas de las expresiones plásticas y literarias de los surrealistas consiguieron constituirse como obras perdurables. Esto había sido posible gracias a que en esas obras predomina la construcción, el método y el oficio. He aquí otro de los clásicos ajustes críticos que el escritor llevará a cabo con su propio proceso creativo.
El milagro, la oligarquía y la dictadura
En los años sesenta comienza a desmoronarse el llamado “milagro económico” que algunas naciones latinoamericanas experimentaban. Este modelo generó el surgimiento de una clase media que de pronto vio rotas sus expectativas de consolidación y desarrollo. A finales de los sesenta, en distintos países del Cono Sur, poderosas expresiones políticas de descontento cuestionaban la hegemonía de las oligarquías. Las tendencias políticas y sociales que buscan modernizar a distintos países de la región fueron reprimidas, mientras se instituían las funestas y célebres dictaduras militares.
Ante la intolerancia, heterodoxia.
Continuación de la inteligencia y la verdad
La historia política de Ernesto Sábato es tan insólita como su obra literaria. Si es cierto que renuncia al socialismo autoritario y se convierte en un ferviente antiperonista, poco después defenderá a Evita. Si una mañana desayuna con Borges y Videla, más adelante, ya con Raúl Alfonsín en la presidencia, dirige la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que abre las puertas para que sean juzgadas las juntas militares de la dictadura. Heterodoxia (1953) es el título de un ensayo publicado por el intelectual libertario. Ese concepto define las posiciones de un pensador rebelde, de un hombre cuya visión es discordante con todos los dogmas. Sábato es el gran disidente herético, cuyas posiciones políticas le valieron críticas de los más polarizados intelectuales de izquierda y de derecha. En un texto titulado Continuidad de la creación, Sábato dice que “nadie puede ver en una novela, en un cuadro, en un sistema de filosofía, más inteligencia, más matices del espíritu que los que él mismo tiene”. Esa inteligencia, esos matices son los que ha hecho valer en su obra.
Nunca sabremos a ciencia cierta en qué estará meditando ahora mismo el fantástico escritor en su casa de los Santos Lugares construida muy cerca de Buenos Aires; aunque tal vez no sea tan difícil adivinarlo, porque se trata de un hombre que asegura que no es cierto que exista “un abismo entre la realidad y la ficción”. Sábato es un escritor que piensa que “la inteligencia persigue interminablemente a la verdad”; y que ésta “tiene infinitos cómplices e infinitos lugares”.
Literatura postmoderna en una realidad premoderna
Una novela como Sobre héroes y tumbas (1961), cuya trama aborda los estertores de una familia decadente y aristocrática, que al mismo tiempo contiene algunos de los elementos más emblemáticos de la postmodernidad literaria del continente, es un buen ejemplo de cómo a partir de los años cincuenta los escritores más sensibles e inteligentes se propusieron trascender el trabajo y los métodos de las vanguardias. Sábato nos hace recorrer un dédalo de túneles; metáfora de las ciudades mineras que crecieron al amparo de fraguas y alquimistas, y que por lo tanto también expresan –en un tono absolutamente contemporáneo– la lucidez extrema de una conciencia que se permite “narrarlo todo”. La novela se desarrolla mediante distintos planos y dimensiones, que van de lo histórico, representado por el general Juan Lavalle –personaje representativo de la independencia argentina–, al discurso cínico e intimista del narrador. Con mayor fuerza política se desenvuelve Abaddón el exterminador (1974), relato apocalíptico que recupera algunos de los sucesos más nefastos en la historia de la República Argentina. Se trata de un caleidoscopio de escenas y fragmentos, cuya simultaneidad temporal y espacial ha convertido a esta novela en un clásico de la narrativa postmoderna de América Latina. Sábato pertenece a una generación de creadores brillantes, como piensa Vargas Llosa dela obra de Juan Carlos Onetti –escritor fuera de serie nacido en la otra orilla del Río de la plata. El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, también pueden ser leídas como obras de creación postmodernas que exploran en realidades culturales, políticas y sociales cuya introducción a la modernidad ha sido lentísima.
Antes del fin, la resistencia
Antes del fin (1999) y La resistencia (2000) son dos títulos de los libros más recientes de Sábato. Este narrador que ha conocido el siglo xx como pocos, plantea que si la humanidad ha de sobrevivir será mediante la restauración de valores espirituales. Expresa que al aislamiento, generador de una “indiferencia metafísica”, es preciso oponerle resistencia. Si nuestro planeta –y con él la especie humana– no ha de terminar en un basurero del cosmos, será necesario frenar su vértigo. A tan inhumana aceleración habría que oponerle cierto tipo de lentitud, “como se suceden las estaciones, el crecimiento de las plantas y de los niños”. Al consumo enloquecido de ciencia y de tecnología que genera una “indolencia abstracta, cínica y violenta”; evidencia de un “poder extraño y casi sobrehumano”, habrá que resistir apoyados en la intuición y en nuestra capacidad crítica. Antes del fin todavía sería posible desatar cierto tipo de inteligencia como la que Sábato despliega en sus tramas. Se trata de un escritor que, leal y amistoso con nosotros, ha completado un ciclo trazando grandes novelas y ensayos del siglo xx en América Latina; geografía política de vastas áreas premodernas, que fuera de experiencias originales y recientes como la del Brasil de Luis Inacio Lula, presenta síntomas de pérdida de la memoria, la sensibilidad y la razón. Por fortuna, mientras el proceso mental que se propone deshumanizarnos sigue su curso, para resistir contamos con la obra del legendario maestro Sábato.