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domingo, 18 de diciembre de 2016

Farabeuf de Salvador Elizondo: 50 años de la novela del escándalo

18/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Antonio Valle

A los fotógrafos MacManus

I

Farabeuf es una novela que ha sido objeto de múltiples exégesis. Curiosamente algunos de los métodos menos empleados ha sido el del psicoanálisis; digo curiosamente porque los temas que aborda el insólito texto pueden ubicarse no sólo como una parte de la historia universal de la infamia, sino dentro del campo semántico de las pulsiones eróticas, más allá del principio del placer y del malestar de la cultura, así como de diversos síntomas y patologías, especialmente aquellos ligados a las perversiones. Por supuesto, dicho enfoque no se hace en menoscabo de los descubrimientos estructurales y de las aportaciones literarias de esta obra señera que ha cumplido cincuenta años; aportaciones lingüísticas, poéticas y narrativas que, desde mediados de la década de los sesenta y hasta la fecha, no han dejado de asombrarnos.

I I

Farabeuf aparece en un contexto que, en términos generales, podría definirse –utilizando el mismo concepto que emplearon los artistas plásticos de la época– como una parte sustancial de “la ruptura”. Elizondo apunta hacia este hecho cuando comenta la obra de sus pintores predilectos. Entre otros, destacaba la obra de Francisco Corzas con su serie de trashumantes; la surrealista, criminal y muralista Sofía Basi y Gironella, de quien Elizondo dice: “Ha pintado un espejo que nos devora y nos hace vivir dentro de él.” Elizondo forma parte de una generación de grandes escritores mexicanos como Carlos Monsiváis, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo.

La vida sensible e intelectual de Elizondo, además de experimentar y de nutrirse en las artes plásticas, estuvo íntimamente vinculada a la industria cinematográfica. De hecho, le gustaba explicar que la técnica que empleó para escribir y estructurar Farabeuf la recuperó de la técnica del montaje cinematográfico descubierta por Sergei Eisenstein. En ese sentido, significa un reto tratar de “desmontar” o, empleando un concepto de Derrida más cercano al estilo y a las preocupaciones intelectuales de Elizondo, “desconstruir” el proceso “narrativo” de Farabeuf para intentar comprenderlo. Es evidente que los principales temas desarrollados en Farabeuf tienen que ver directamente con las pulsiones de vida y muerte, así como con algunos elementos y símbolos ampliamente abordados por el psicoanálisis, temas como el estadio del espejo, el narcisismo y sus heridas, así como la trama de las perversiones sexuales “clásicas”, como voyerismo, sadismo, masoquismo, etcétera.

I I I

Años después de que Farabeuf fuera publicada, el mismo Elizondo decía que esta “crónica de un instante” había estado rodeada de una especie de sensacionalismo, efecto publicitario y literario que sobre todo provenía de la inclusión de la famosa fotografía que descubrió en el libro Las lágrimas de Eros, de George Bataille. Como se sabe, esta fotografía es la de un(a) supliciado(a), tomada justo antes de su muerte. En esa instantánea se ve a un hombre, aunque hay quien afirma que el magnicida es una mujer. En todo caso, se aprecia un ser con los pechos cercenados, cuyo rostro andrógino, por el grado de dolor y el consecuente mecanismo para trascender el mismo, ha alcanzado una expresión en éxtasis, muy a tono con las reflexiones sensuales de Bataille. Por otra parte es relevante mencionar que, en su autobiografía, Elizondo casi no menciona a su madre; lo que sí se sabe es que, mientras vivía en Berlín, uno de sus primeros recuerdos infantiles es el de una nana alemana que, además de desnudarse frente a él, tenía una fuerte inclinación por los nacionalsocialistas. Evidentemente, en la figura de la madre, que a lo largo de sus textos brilla por ausencia, se encuentra una de las claves para entender una de las novelas más enigmáticas en la historia de la literatura mexicana.


I V

Buena parte de sus críticos ha señalado que la mayoría de sus influencias proviene de escritores malditos; algunos no dudan en decir que Farabeuf es una historia satánica, ya que Elizondo ha ido al encuentro de las cosas más oscuras de la condición humana. Sin embargo, en la mayoría de esas obras (hablemos de Arthur Rimbaud, por ejemplo) se reconoce una búsqueda espiritual, como si el poeta estuviera intentando sanar de alguna enfermedad del alma. Mucho se ha dicho de las obsesiones que escritores como Poe, Bau-delaire, Lautreamont, el Marqués de Sade, Antonin Artaud, Jean Genet o, más recientemente, Charles Bukowski expresaron, a través de un estilo “maldito”, la búsqueda de algún tipo de alivio para sus melancólicos espíritus. De alguna forma, la historia literaria de los malditos en el fondo es una historia alternativa de la espiritualidad occidental, una búsqueda de liberación personal que, al publicarse, cumple con efectos muy importantes de liberación psíquica y social.


V

Hace treinta años, Fernando Cortés me invitó a tomar un curso de fotografía que impartía su padre, el profesor MacManus, en un viejo estudio que tenía en el Centro Histórico de Ciudad de México. Ahí experimentábamos con una serie de técnicas y conceptos en torno a la fotografía en los que hoy me apoyaré, tratando de analizar el concepto “crónica de un instante” en Farabeuf. Si como el mismo Elizondo dice que intentaba crear algo que pudiera acercarse a este oxímoron, no existe medio expresivo más eficaz, y tal vez único, que una fotografía, un arte que, como llanamente lo dice su etimología, es una forma “instantánea” de “escritura de luz”, especialmente si pensamos en la fotografía que se llevaba a cabo cuando había que trabajar con cámaras fotográficas que operaban mediante dispositivos de obturación que regulaban el paso de la luz a través de un diafragma que a su vez regulaba la dimensión de su obertura, proceso que tenía que ver con el tiempo de exposición y de la sensibilidad de la película en la que se registraban las imágenes que serían resguardadas en una cámara oscura herméticamente sellada, para, finalmente, imprimir las fotografías sobre papel en un cuarto oscuro débilmente iluminado por algunas luces rojas que recordaban a los antros o a algo que remotamente podría parecerse a la sensación de una temporada en el infierno. Parte del ambiente de un cuarto oscuro de fotografía fue “revelado” en el relato “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, que apareció en el libro Las armas secretas, relato que a su vez fue adaptado para el cine con el título de Blow-Up, dirigida por Michelangelo Antonioni. Valga esta breve explicación de los procedimientos casi poéticos del arte fotográfico previo a la explosión de los pixeles y del uso de Photoshop, para aproximarnos a ciertas imágenes que permanecen veladas en el inconsciente, imágenes alta-mente significativas que de pronto, al revelarse, como le sucede a Elizondo en Farabeuf, cobran un sentido de extravío y angustia inenarrable. Es importante mencionar que Elizondo varias veces indicó que le hubiera gustado que sus lectores potenciales percibieran Farabeuf tal y como él lo percibía, en esa especie de cinta mental laberíntica por la que pasaba “su película”. Es decir, le hubiera gustado conocer a alguien que fuera capaz de percibir y de sentir lo mismo que él experimentaba (gozaba y/o sufría) al “verla” –leerla. Evidentemente decía esto desde una especie de herida narcisista “cicatrizada” que difícilmente podía abrirse y “manar” en un diálogo con el “otro”; es decir, para interactuar con un receptor que tuviera algo distinto que comentar. Elizondo parecía buscar algo o a alguien que fuera capaz de escuchar sin interrupciones ni interpretaciones de ninguna especie esa historia donde “no ocurría nada”. Sin embargo, me parece, una escucha atenta a eso, a todo lo que no quería o no podía decir (que suele ser lo indecible en todo proceso de revelación de lo inconsciente); eso, intuyo, es la tentativa que buscaba revelarnos Salvador en las numerosa entrevistas que concedió para hablar de Farabeuf.


V I

Hace unas horas Luis Tovar me recordó la imagen de la oreja que aparece tirada en un jardín al principio de la película Terciopelo azul, de David Lynch. Esa oreja mutilada y cubierta por un hervidero de hormigas es el símbolo que movilizará todo aquello que ha permanecido inaudible, símbolo de todo aquello que no se escucha y que, sin embargo, visualmente escandaliza. Un poco de esto es lo que sucede con el supliciado de Bataille; supliciado, magnicida y víctima es el mismo personaje que Elizondo “presenta” como detonador y también es el mismo que menciona Julio Cortázar, aunque sólo como alusión ominosa, en Rayuela. Indudablemente la obra de Georges Bataille provocó gran inquietud entre los escritores e intelectuales de los años sesenta, década en la que algunos de esos narradores se propusieron revolucionar el concepto de las historias noveladas. La misma Rayuela, pero sobre todo 62 Modelo para armar, son un buen ejemplo de lo que se propusieron algunos de los más audaces escritores latinoamericanos. En ese sentido, la idea de “montaje” cinematográfico utilizado por Elizondo presupone una participación muy activa por parte de sus lectores-espectadores (ideal que Elizondo hubiera deseado para que hicieran contacto visual y no mediante una interpretación intelectual del doctor Farabeuf) que les permitiera “crear” las imágenes necesarias para cubrir los vacíos de tiempo y de lugar o elipsis, mecanismo de la imaginación que por cierto no sólo precisaba Farabeuf sino El acorazado Potemkin, de Eiseinstein, 2001 Odisea del espacio, de Kubrick y, de manera más compleja, la mencionada Terciopelo azul y Mulholland Drive, de Lynch. Lo mismo sucede con obras como Esperando a Godot, de Beckett, o Reunión de personajes, de Elena Garro.

El verdadero problema para entender Farabeuf es que contamos con un solo fotograma de la cinta, no tenemos ni un antes ni un después de ese terrible instante detenido. Eso sí, Elizondo nos ofrece algunas pistas, como el signo seis del i Ching, una inquietante pintura del renacimiento veneciano llamada Amor sagrado y amor profano, de Tiziano, y un nauseabundo manual de cirugía de un doctor, entre unos cuantas pistas más. Con esos datos y la prosa poética de Elizondo, cada uno de sus lectores “armará” su modelo personal de Farabeuf. Por fortuna, además de esa “película” por la que “corre” Farabeuf, también “corren” por nuestra mente pistas paralelas que nos permiten tener vislumbres de esa novela literalmente iconográfica. Tomemos por ejemplo el símbolo de la cifra seis del i Ching, que Elizondo presenta como una reproducción del supliciado chino. Se trata, ni más ni menos, que del asesino del padre. Elizondo, además de despistarnos sistemáticamente durante la “crónica de ese instante”, hacia el final introduce una gran sospecha diciendo: “Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce usted a Melaine Dessaignes?” lo cual significa que el magnicida torturado puede ser una mujer. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant dicen que la cifra seis “marca la oposición entre la criatura y el creador”, que el seis es el número de los antagonismos, de la perfección en potencia, perfección que sin embargo hace del seis el número de la prueba entre el bien y el mal, y que en el Apocalipsis el seis es el número del nombre físico sin su elemento salvador, sin ese elemento redentor que en el poema-prólogo del i Ching de Jorge Luis Borges es reconocido con facilidad cuando dice: “Pero en algún recodo de tu encierro/ Puede haber una luz, una hendidura/ El camino es fatal como la flecha/ Pero en las grietas está Dios, que acecha.”

V I I

Alguna vez Elizondo afirmó que escribía por resentimiento y por curiosidad, que su necesidad de comunicarse con los demás no era para él algo imperativo sino aleatorio: “Yo quisiera poder dialogar esclarecidamente conmigo mismo, mucho más que con los demás.” En Farabeuf dice: “Tratarías de reconocer en el brillo de aquella cuchilla afiladísima los reflejos que produce el sol sobre el lente de la cámara”; sin duda se trata de una imagen simbólica de castración y voyerismo. Es interesante señalar que al psicoanálisis “le corresponde el mérito de una descripción específica de la perversión, articulada en su forma definitiva por Freud en 1927, a propósito de un caso de fetichismo”. En esa descripción “se confirma el primado del falo y el establecimiento de un objeto sustitutivo, metonímico en relación con la castración simbólica… elementos (que) se desarrollan en la experiencia primordial del niño durante su encuentro con la cuestión del sexo, que aparecen bajo una luz radicalmente traumática.”

“No recuerdo nada. Es preciso que no me lo exijas. Me es imposible recordar.” Esta línea nos habla de la imperiosa necesidad que Farabeuf y sus dobles antagonistas-protagonistas tienen: necesidad de olvidar –velando–; de la imposibilidad de recordar –revelando–; necesidad que acaso siga expresándose en las múltiples proyecciones e interpretaciones que esa iconoclasta crónica de un instante continúa generando en sus nuevos espectadores-lectores.
Al pintor, poeta, cineasta y narrador excelso Salvador Elizondo, maestro de la autobiografía y de la autoficción, le debemos un trabajo de experimentación aforística con un lenguaje donde sus imágenes, como en el espejo de Gironella, se conviertan “en nada”, acaso “en la imagen” (esto lamentablemente cierto desde un punto de vista simbólico de la ley del padre y su caída; y en ese sentido, lamentablemente cierto desde lo moral y lo político) “de lo que verdaderamente somos” 

domingo, 27 de abril de 2014

La saga que Latinoamérica vivió para existir

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Antonio Valle

Cien años de soledad: ensamble de realidades múltiples
Hace más de tres décadas, escuchaba a “Unión Latina”, concepto en el que un artista fantástico de Juchitán se “incorporaba” con un artefacto ensamblado con un palo y una cuerda tensa que percutía en una tina de aluminio para interpretar algunas piezas musicales cercanas al jazz. Entonces, un querido amigo zapoteco me dijo que este cuadro escénico podría incorporarse a Cien años de soledad. Los críticos que habían designado a la literatura de García Márquez con el nombre de realismo mágico habían dado en el blanco. En los mundos que inventó Gabo no sólo cabían algunas páginas de la vida cotidiana de este pueblo mágico y rebelde, sino de un sinnúmero de aldeas, ranchos, villas, barrios y comunidades que brillaran por su ausencia en el concierto de América Latina hasta que apareció la saga portentosa de García Márquez.
Tal vez el coronel no tenga quien le escriba,
pero los pueblos sí
Los treinta millones de ejemplares que se han impreso de Cien años de soledad hablan del poder de la poesía en un mundo donde impera la ley monopólica de los sistemas audiovisuales. Lo real maravilloso ha sido una de las alternativas estéticas y conceptuales que, después de décadas, ha sido plenamente incorporada a la visión existencial, política y cultural de los latinoamericanos. Una experiencia del poder de seducción y de la esperanza que ha generado la saga de Macondo puede ser ilustrada en la historia de la Unión de Comunidades Indígenas Cien años de Soledad que, a principios de la década de los años ochenta, se organizó en la costa oaxaqueña. En esta organización participaban campesinos, pescadores, productores de un café sabrosísimo, por supuesto indígenas, jornaleros, pequeños propietarios, así como algunos jóvenes libertarios, miembros de las comunidades cristianas y hasta algunos hipsters trotamundos, que en este gran mosaico intercultural se habían propuesto encontrar algunas rutas para definir una identidad comunitaria y regional, que evidentemente habían encontrado inspiración poética, así como en el imaginario social e histórico, en la obra clásica de García Márquez. En 1982, cuando le otorgaron el Premio Nobel a Gabo, en las reuniones que parecían verdaderos arcoíris populares, se reflexionaba en torno a los conceptos de soledad y de aislamiento mediante análisis comparativos con las situaciones que vivían algunos grupos y personajes de Macondo. Esta unión trataba de reinventar un lenguaje nuevo que fuera menos rígido que el discurso marxista, que ya para esas fechas agudizaba su retórica repetitiva que no encontraba correspondencia con la maravillosa realidad que vivían estos pueblos costeños.
Cronistas de indias
Una de las cosas que seguramente causaron asombro en los ciudadanos de estos pueblos y aldeas mágicas (el mismo asombro que causaban en las legiones de lectores de las grandes ciudades) fue saber que la narrativa de García Márquez abrevaba en los textos que habían escrito los primeros conquistadores, frailes, etnólogos, cartógrafos e historiadores que habían llegado a América. Especialmente las descripciones alucinantes que hacían de la orografía y la riqueza de los mundos minerales, vegetales, animales y humanos con los que se toparon en el “nuevo continente”. En el texto que García Márquez leyó al recibir el Premio Nobel destacan algunos elementos y expresiones que encontraban resonancias con la narrativa que los pueblos costeños sostenían con la fuerza de su tradición oral, ya fuera con los relatos de origen precortesiano narrados en zapoteco o en los relatos donde todavía se utilizaban arcaísmos y expresiones usadas por la novela de caballerías o en el Siglo de Oro español. Sin duda, tanto la obra de García Márquez como los relatos sostenidos por la tradición oral, de alguna manera se alimentaban, para nuestro regocijo y asombro, con las crónicas de aquellos remotos conquistadores y humanistas. En este sentido, destacan los textos que escribió el italiano Antonio Pegafetta, quien venía registrando –obviamente empleando palabras y conceptos alucinantes– algunas de las cosas increíbles y asombrosas que observó durante los recorridos que hizo con Magallanes.
Buena parte de los movimientos culturales que se vivieron durante las décadas de los setenta y los ochenta, explícita o implícitamente habían sido contagiados por el entusiasmo que generó lo “real maravilloso”. De esta forma, la obra de García Márquez le daba expresión a un verdadero paraíso de realidades objetivas y subjetivas que los pueblos habían vivido desde tiempos inmemoriales. Por supuesto, este fenómeno no sólo se experimentaba en Oaxaca, sino en toda la región de América Latina y el Caribe. Jugando con el concepto del artista popular de Juchitán, al fin se lograba condensar una vieja aspiración: llevar a cabo la Unión Latina. Por otra parte, la narrativa del maestro colombiano no sólo mostraba el carácter erótico y festivo de los pueblos, sino también el rostro violento y siniestro de un conflicto ancestral que tenía que ver con las formas más rudimentarias y salvajes de ejercer el poder por parte de los caciques y dictadores a nivel regional.
“Oh qué será, qué será...”
Esta canción inolvidable de Chico Boarque hace una síntesis poética de lo real maravilloso que García Márquez inauguró. Sus versos, levemente ácidos, aluden a una situación violenta pero no exenta de belleza: “Oh qué será, qué será, que anda suspirando por las alcobas,/ que anda susurrando en versos y trovas, [...] que está en la romería de mutilados, [...] lo sueñan de mañana las meretrices, [...] es la naturaleza, será que será, que no tiene vergüenza, ni nunca tendrá, porque no tiene juicio.”
Esta composición poética parece la versión brasileira de algún cuento de Gabo.
Pedro Páramo
Dice García Márquez que Pedro Páramo fue la obra que lo ayudó a salir del impasse creativo en el que se encontraba al llegar a México a principios de los años sesenta del siglo pasado. Esta pieza, que posee una historia decisiva en el canon de la narrativa y la poética moderna de los mexicanos, le ofreció las claves, así como el empuje anímico e intelectual, que el maestro necesitaba para dar inicio a los trabajos de creación de Cien años de soledad.
Boom latinoamericano y simultaneidad histórica
Este movimiento tiene como origen el abandono y explotación ancestral de los que la región había sido objeto. Aunque con diferencias culturales y socioeconómicas nacionales y culturales que, por ejemplo, como dice Octavio Paz en torno al proceso nacional, en México se viven simultáneamente distintos tiempos, y por tanto distintas realidades en las que se encuentran algunos mexicanos viviendo en el siglo XXI y otros que comen y se visten de modo parecido a como se hacía en el siglo XVI. Esta es una de las razones por la que los escritores del boom, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, junto a García Márquez, estudiaron las historias no sólo de las comunidades marginadas y de los grupos deprimidos (como se les decía en los ochenta), es decir, de las realidades que sobrevivían en “la más espantosa soledad”, sino que también eran objeto de su narrativa las grandes urbes como París, Montevideo o Ciudad de México. Así, Julio Cortázar en Rayuela, y Carlos Fuentes en La región más transparente, abordan, desde diferentes perspectivas, la soledad, así como los problemas de identidad en la que se encontraban algunos héroes y los hombres comunes y corrientes en las grandes urbes. Mientras que Mario Vargas Llosa, desde una opción política, que hoy llamaríamos neoliberal, ponía bajo asedio y cuestionaba –empleando un lenguaje más realista y menos mágico, pero igualmente poderoso– el atraso endémico de Perú.
No sobra recordar que el boom tuvo importantes precursores artísticos e intelectuales. Entre otros escritores, además de Rulfo, destaca la obra realizada por Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias y Octavio Paz, quienes al lado de poetas como Pablo Neruda, Lezama Lima y César Vallejo llevaron a cabo las más audaces tentativas literarias que los autores del boom recuperarán e impulsarán a partir de los sesenta. Sin embargo, los autores del boom no sólo abrevaron en las obras de sus precursores de Centroamérica, el Cono Sur y el Caribe, ya que ellos reconocen y manifiestan en su obra y en su proceso de formación la importancia de novelas como En busca del tiempo perdido, Ulises, La montaña mágica, El extranjero y La náusea, entre otras novelas legendarias. Es el boom el que, a decir de Carlos Fuentes, hace un prodigioso trabajo de síntesis de más de cuatrocientos años de evolución cultural de esta parte del continente, que pretende ordenar y profundizar en “eso” que Álvaro Mutis, poeta y extraordinario narrador, ha calificado como algo que late en el inconsciente colectivo de Latinoamérica –a propósito de Cien años de soledad. En este sentido, la saga literaria de García Márquez aborda las aventuras y desventuras de toda una genealogía de coroneles y dictadores, tema que literalmente podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte, en la que Gabo se sumergió durante muchos años de estudio, lo que sin embargo dio como resultado una singular épica que refería guerras civiles y atentados, así como la violencia ejercida por dictadores y revolucionarios. Al parecer, el nivel más alto que alcanzó el boom de la literatura latinoamericana comenzó a decaer al hacerse público el escándalo (proceso y juicio) que vivió el poeta Heberto Padilla en Cuba.
Literatura y realidad
No parece un exceso decir que la obra literaria –y los buenos oficios políticos y diplomáticos de García Márquez–, además de generar una enorme visibilidad de la durísima situación que vivían muchos pueblos de la región, participó de manera importante en la caída que tuvieron las dictaduras en la región a finales y hasta mediados de los ochenta. De manera significativa se vinieron abajo dictadores y avatares, de Maximino Hernández Martínez, Anastasio Somoza, Fulgencio Batista, Leonidas Trujillo, Efraín Ríos Mont, Hugo Banzer, Manuel Noriega, Rafael Videla y Augusto Pinochet, entre otros. Esta pléyade siniestra ha quedado atrás para dar paso a procesos electorales más o menos democráticos que han generado las condiciones para la alternancia, y para algo que una pinta resumió en una barda de Buenos Aires: “No queremos realidades, exigimos promesas.” Esta frase sintetiza la soledad que, como una ley amarga, vivieron durante décadas muchas naciones del continente.
La lengua de Cervantes y el realismo mágico
Como aquí se ha dicho, las historias de amor y de violencia que encarnaron en los cuentos y novelas del boom venían abriéndose paso desde los relatos que los cronistas de Indias se encargaron de registrar para beneficiar a la memoria universal de la humanidad (aunque también en buena medida colaboraron en la historia universal de la infamia). Con Cervantes compartían no sólo el tiempo histórico, sino el espíritu de la época; por ejemplo, el gusto, el estilo y la necesidad crítica de los libros de caballería, sino también el pensamiento fantástico que en el siglo XVI inauguraba la novela fundacional El Quijote. Así como Cervantes alentó a su novela con los múltiples afluentes culturales que luchaban y se fundían entre sí en el espacio mítico de La Mancha, de igual forma con García Márquez se tramaba una zona imaginaria, pero igual de contundente, llamada Macondo. Desde ahí partían y se multiplicaban historias y relatos del “realismo mágico”.
Dice Gabo que al escribir sólo trataba de hacer creíble nuestra vida, es decir, de volvernos tangibles para alcanzar a ser modernos. En este sentido, Cien años de soledad es la continuación imaginaria del Quijote. No es casual que la etimología de mirar sea, en su raíz latina: “ver con admiración.” Tampoco lo es que el smei-ro indoeuropeo informe que es aquello que –al mirar– hace sonreír. Como dice Ana María Morales, apreciada maestra de literatura fantástica y de lo maravilloso: “A lo mágico le es factible transformar la realidad porque ésta responde a sus mismas leyes, sólo que con relaciones más profundas que evidentes.” Esto explicaría el feliz despliegue que la saga de Gabriel García Márquez ha tenido no sólo en la historia de la literatura, sino especialmente en la vida y el destino de la gente común y maravillosa de nuestros pueblos, gente que ha encontrado ahí el espejo de palabras, amoroso y diáfano, que necesitaba para expresarse y revelarse. Así nació el fin de la soledad en nuestro continente.

domingo, 30 de marzo de 2014

El laberinto de la soledad: monólogo, delirio y diálogo

30/Marzo/2014
Jornada Semanal
Antonio Valle

I
Como Antonio Machado, Octavio Paz creía en lo otro, en la “esencial heterogeneidad del ser”; “en la increíble otredad que padece lo uno”. Estas líneas, que forman parte del epígrafe con el que Octavio Paz comienza El laberinto de la soledad, establecen la ruta principal que seguirá el poeta en este ensayo clásico para abordar el problema de la identidad de los mexicanos; tentativa permanente por explicar los fragmentos de múltiple procedencia existencial en que vivimos, esa incurable otredad que padece lo uno, ese “yo”, que, en sus orígenes infantiles –con todo lo que implica de inocencia–, será una fuente de alteración ambivalente, una fuente dual de amor y odio; un “yo” ligado también a los compañeros mágicos que tanto han nutrido a la poesía, a las literaturas fantásticas, a las filosofías y personajes especulares que se han enamorado y rebelado frente a los espejos. Otredad del sujeto atado a una ley anterior y exterior a él mismo. Así, para el psicoanálisis, el inconsciente no se concibe como un ser escondido en el sujeto, sino como algo –alguien– transindividual y como discurso del otro.
II



Al darse cuenta de que en México concurren distintasrazas y lenguas, así como varios niveles históricos, Octavio Paz se propuso operar con algunos de los elementos psicoanalíticos que Samuel Ramos utilizó en El perfil del hombre y la cultura en México, análisis anímico de corte antropológico empleado en El laberinto... que puede ilustrase con la metáfora de las pirámides, de las ciudades y el alma, donde –dice Paz– “se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas y distantes”. Separar y poner en claro el funcionamiento de los diversos fragmentos y elementos de esta mezcla, enredo o palimpsesto, fue la tentativa principal del legendario ensayo, cuyo objetivo final –o imán– sería provocar que “subieran a la conciencia aquellas capas”; “confluencia de muchas corrientes y épocas” que permanecían ocultas o veladas. Fue a partir de una temporada en la que Octavio Paz vivió en Los Ángeles, que obtuvo algunos vislumbres de una “mexicanidad que no acababa de ser”, (que) “no acababa de desaparecer”. Para desarrollar sus tesis analizó la figura del pachuco, cercana a la del caifán, que entre otros avatares de “lo mexicano” en Estados Unidos, ha integrado una sucesión de seres míticos que viven en una soledad abismal, pero que tampoco han cesado en su empeño de encontrar su propia identidad y origen.
¿Qué bulle dentro de nosotros que nos provoca tanta vergüenza y apocamiento? El cambio experimentado por los mexicanos, desde que apareció El laberinto de la soledad hasta nuestros días, ha sido pesado, lento, doloroso y contradictorio, pero comienzan a verse algunas luces y señales con las que podemos reanudar el diálogo desde el fondo de esas aguas estancadas, desde esos estamentos, fronteras y callejones que nos separan y dividen para que sea posible reanimarnos. 

III

Paz dice que los mexicanos somos grandes simuladores, que nos convertimos –y convertimos a los demás– en fantasmas, los ninguneamos, obramos como si no existieran; así, “la sombra de ninguno se extiende sobre México”, sombra existencial y psicológica que perfectamente puede verse durante las pobres participaciones internacionales que “tenemos” en las competencias de futbol, juego y pasión nacional por excelencia; incluso, durante varios años al mismo Octavio Paz se le ha infamado y exaltado.
No parece que ese juego haya terminado porque a su obra, mal o escasamente leída, se le hizo un vacío; es una obra a la que “cualquiera” (otra variante de ninguno) podía descalificar y ningunear. Por ejemplo, a raíz de su muerte, cierta derecha intelectual con una formación precaria lo criticaba por haber escrito “incomprensibles” ensayos  como El arco y la lira, poemas herméticos (igualmente impenetrables) como “Blanco”, o ensayos radicales y críticos como El ogro filantrópico. Por el contrario, una izquierda intelectual tipo rancherita ilustrada, “no se la acababa” con las declaraciones políticas de Paz en torno a las dictaduras comunistas, a los caudillos autócratas y a los caciques territoriales. En ambos casos, lo que menos le importaba a estas fracciones “eruditas” eran sus magníficos ensayos y poemas. Por supuesto, parte de estas prácticas, que suelen ser rituales y dramáticas, se traducen en argumentos y opiniones diametralmente excluyentes, y pueden explicarse a la luz de los elementos que el mismo Paz ofrece en El laberinto de la soledad, mutua incomunicación de algunos estratos pensantes y represión de “algo inconfesable” (acaso intereses de grupo de vocación autoritaria) que, como mexicanos inteligentes y sensibles, nos ha impedido –hasta ahora– conversar y ser.
Precisamente algo de las múltiples virtudes que debe agradecerse en el laberinto de nuestro ancestral retraimiento, es el empleo de la cuarta persona del plural, un “nosotros” incluyente que, de esta manera, nos ofrece una perspectiva integral de México. Por otro lado, es necesario decir que existen sectores académicos e intelectuales que, ejerciendo una crítica democrática, han sabido desarrollar un diálogo inteligente, no absurdo (del latín: de sordos) pero tampoco apabullado ante la inmensa obra de Octavio Paz.
IV
Algunos temas y expresiones de El laberinto... parecen haber sido escritos entre 2013 y 2014. Por ejemplo: “matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor”. De nuevo, desde la cuarta persona del plural, Paz habla, desde hace más de medio siglo, de una violencia ancestral que en la “postmodernidad” –concepto ahistórico y estético que a Paz le fastidiaba un poco–, a través de la violencia y el crimen, sigue campeando en México, ahora con mayor crudeza. Entre otras cosas, dice Paz, “el mexicano no quiere ser ni indio ni español”; “se vuelve hijo de la nada”; cree que él “empieza en sí mismo”, situación psíquica y existencial que le genera una sensación de vivir en un estado de falta, de soledad y culpa irremediable.
V
A mediados de la década de los setenta, en los ambientes juveniles y universitarios de izquierda, Octavio Paz era un escritor al que pocos queríamos leer –ni siquiera buscábamos El laberinto de la soledad. Se decía que en ese ensayo clásico, además de haber imitado el método psicoanalítico utilizado por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, Paz había abjurado de una tradición política vinculada a las izquierdas; se decía que era un joven romántico que se había hecho presente con el bando republicano en la Guerra civil española y después un hombre que renunció a la embajada de India al enterarse de la tragedia en México 68.
Dejé de criticar a Octavio Paz, poeta al que sólo conocía de oídas, cuando abrí una vieja edición de El laberinto de la soledad. Entonces me enteré de que, para Paz, Samuel Ramos había iniciado un examen del mexicano que fue la “primera tentativa seria por conocernos”. Ingenuamente trataba de descubrir los argumentos con los que Octavio Paz pretendía justificar su distanciamiento ideológico de las izquierdas. Esa edición, publicada por el FCE en 1967, no incluía el vibrante texto en el que Paz hacía un ajuste conceptual en torno al pasado precolombino, tema álgido por el que frecuentemente fue cuestionado, donde reconocía y daba visibilidad a una parte sustancial del poliedro cultural e histórico de los mexicanos. Por otro lado, cuando en la década de los ochenta se llevaron a cabo las reformas radicales que adoptó la Perestroika (puntilla del llamado socialismo real que culminó con la caída del Muro de Berlín), se confirmaron las tesis políticas que Paz venía sosteniendo desde varias décadas atrás, cuando el poeta solía decirle a sus exaltados interlocutores: “usted no quiere dialogar conmigo, usted pretende avasallarme”, frase que ilustra el interminable diálogo de sordos que se representó en algunos debates públicos. Como toda confrontación política, esas batallas llenas de pasión y excesos verbales, más tarde fueron llevadas a las páginas de revistas y suplementos culturales en donde grupos, capillas y fracciones radicales solían –y suelen todavía– seguir adelante con una lucha ancestral, lucha que tenía el semblante ligeramente fratricida con el que los mexicanos históricamente habían resuelto sus diferencias, disputa ideológica y política que lentamente se fue convirtiendo en el déjá vu recurrente de los intelectuales sumisos (agachados por conveniencia y/o deslumbramiento) y la de los chingones (alzados y desafiantes ante la originalidad y el poder de la obra realizada por Octavio Paz). Así, a la sombra de Paz, la derecha intelectual condenaba por igual a genuinos demócratas que buscaban salir de la larga noche en que las dictaduras militares habían hundido a varios países de América Latina; mientras que la izquierda solía defender a caudillos autócratas y violentos.
VI
Fue a principios de los ochenta cuando, obligado a guardar reposo, comencé a ver por el Canal 2 de la televisión (otra señal ominosa de los cambios experimentados por Paz) algunos de los programas realizados con un formato y una producción que a la mayoría de televidentes debió aburrirlos hasta el cansancio. Entonces, como hoy, se trataba de un auditorio acostumbrado a colocarse frente a las pantallas para dejar “pasar el tiempo” mientras que, divertido y sin pensar, desarrollaba nuevos hábitos de consumo; era justo lo contrario de lo que proponían aquellas célebres conversaciones con Octavio Paz interactuando con algunos personajes inteligentes y sensibles.
VII
A la distancia, y parafraseando con el concepto –primero poético y luego psicoanalítico– de “exponer” el “pasado en claro”, ese juego de reconsideraciones históricas cuyo resultado es estimulante ha provocado una nueva síntesis veteada de luz y sombra. Así, además de los ajustes hechos en Otra vuelta al laberinto de la soledad, en el discurso “La búsqueda del presente” que pronunció al recibir el Premio Nobel, Paz dijo que “el México precolombino nos habla en el lenguaje cifrado de mitos y costumbres”. Es  necesario terminar por descubrir ese lenguaje oculto, para que la búsqueda del presente sea “la búsqueda de la realidad real”.
VIII
Por último, al reflexionar en torno a la Revolución mexicana, Octavio Paz piensa que fue “la explosión de una realidad histórica y psíquica reprimida”, y que “más que una revolución fue una revelación”, develamiento que, después de asomarse a la conciencia por unos instantes –como al final de un sueño–, volvió a hundirse en esa especie de inconsciente colectivo que es México, donde se ocultaron no sólo los dioses y las distintas realidades políticas y étnicas, sino los distintos tiempos que siguen latiendo en el país. Por eso –continúa diciendo Paz– un día descubrió que “volvía al punto de partida”, que la modernidad –ese concepto tan caro para el maestro– implicaba hacer un descenso a los orígenes. “En mi peregrinación en busca de la modernidad”, continúa diciendo Paz, se dio cuenta de que “hoy es la antigüedad más antigua… Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión… es simultaneidad de tiempos y de presencias”. De ahí debe surgir el otro tiempo, el verdadero. Hoy, cuando “la supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado”, es preciso acelerar la reflexión en torno a la identidad y el “alma” del mexicano, ese ser que “cuando se expresa se oculta”; es preciso afinar cierta metodología de tipo psicoanalítico que nos permita re-conocer “nuestros mitos y creencias”, así como “nuestra vida erótica”, para completar los análisis emprendidos por Octavio Paz y por Samuel Ramos, a los que habría que agregar el nombre y la obra de Leopoldo Zea y de Edmundo OGorman (citados por Paz en El laberinto...); los nombres de Bolívar Echeverría y de Ricardo Pozas, los de Luis Villoro y de Miguel León-Portilla, de Laurette Séjourné y Eduard Seler, los de Carlos Fuentes y  Carlos Monsiváis y Roger Armando Bartra, entre muchos otros ilustres compatriotas y extranjeros con los que es necesario dialogar para acercarnos a la verdad oculta, al inconsciente que late bajo las máscaras taciturnas y solares de los mexicanos.





domingo, 14 de julio de 2013

Elsa Cross: el mapa del amor y sus senderos

14/Julio/2013
Jornada Semanal
Antonio Valle

Sólo escuchar el nombre de Elsa Cross me despertaba sensaciones extraordinarias. La poesía de la legendaria poeta zen –como algún crítico deslumbrado la describió en la década de los setentas–, me conducía por territorios ilimitados donde podía ver algunos de sus sueños más terribles y hermosos. Con sus libros fui ensamblando un mapa que crecía año tras año. Era una cartografía secreta que visitaba con la felicidad de quien explora un libro de viajes. Desde entonces he leído con fervor su poesía oscura con resonancias románticas y medievales; he visto las misteriosas estampas que traía de sus viajes por Mesoamérica y he escuchado sus cantos poderosos para invocar al Ser. Cuando a fines del siglo pasado apareció su breve antología: De lejos viene, de lejos va llegando, me pregunté quién sería el misterioso personaje que se insinuaba en esa colección. En El arco y la lira Octavio Paz asegura que la poesía es un diálogo con la ausencia. Seguramente la invención de la que hablaba Paz venía cabalgando por el mismo sendero que anunciaba la poeta.

Poesía: arqueología de la vida
Recientemente, el Fondo de Cultura Económica publicó el volumen de su Poesía completa. La edición consta de veintinueve libros escritos entre 1964 y 2012. Es importante mencionar que la doctora Cross es una autoridad en estudios de religiones comparadas, su obra como traductora es substancial y sus ensayos y poemas son considerados clásicos. No obstante su erudición, en realidad no es difícil acercarse a sus intuiciones, sensaciones y pensamientos más profundos. La manera más sencilla es hacer contacto visual y auditivo, y sin más, fluir con el ritmo de sus versos. Si bien algunos de sus poemas aluden a hechos de carácter histórico –naufragios, revueltas y combates– también suelen aparecer santuarios y territorios fabulosos. Destiempo es un libro de estampas preciosas en el que Elsa incluyó el poema “Bajo un sauce”: “y el sauce te canta y te enamora”; composición que ilumina un epígrafe de Matsuo Basho, legendario maestro de haikú. Es curioso observar las siguientes coincidencias: como el gran poeta japonés, Elsa Cross se gana la vida dando clases. Como Elsa; Basho solía olvidarse de la academia y los intelectuales para ir al encuentro de la naturaleza; además, ambos poetas solían, y suelen todavía, solfear apoyados en “oleadas de silencio”. De aquel lado, en Japón se hacen recorridos por los senderos que hizo Basho en el siglo XVII; de este lado, en 2012 conocimos los relieves geográficos y espirituales que Elsa recorrió en su libro Escalas, donde se soltaron las amarras para: “Zarpar// en el sonido de la palabra Taormina”. (“Taormina”). Las edades perdidas es otra pieza que mezcla la historia del arte con el oficio de juglar. El poema llega a donde las edades perdidas “dejaron testimonio// entre el polvo que borró los caminos.” Junto a otros libros de Elsa Cross, esta obra confirma uno de los hallazgos más felices de Odysseas Elytis: “La poesía es la verdadera arqueología de la vida.” Poesía completa, de Elsa Cross, es un libro tan vasto y con destinos tan diversos, que es imposible recorrerlo todo en el mismo viaje; por su complejidad será objeto de innumerables estudios. Aquí menciono sólo algunas de sus obras con los que reflexiono en torno a tres temas precisos.
La acústica: Dionisos-Orfeo
En el ensayo “Nietzsche y la academia” que Elsa escribió para el coloquio Cien años sin Nietzsche, al analizar El origen de la tragedia –libro provocador del filósofo alemán– la poeta explicaba cómo el éxtasis dionisíaco produce un corte con el sentido de la realidad y con la percepción lineal del tiempo. Esa incisión provocaría una “experiencia extática” que explicaría algunas situaciones extraordinarias, por ejemplo, la aparición de la música en la tragedia dionisíaca, o el estado de gracia desde el que parecen crear algunos poetas iluminados y también oscuros. Octavio Paz pensaba que, en efecto, “magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos”. El poeta y el místico dionisíaco, una vez que alcanzan estar afuera de sí, buscan un tiempo y un espacio intensamente personal que propicie un nuevo comienzo –un trance– de música –poesía. Elsa Cross lo define de esta manera: “La experiencia del éxtasis dionisíaco […] abre la percepción hacia lo discontinuo, lo simultáneo, lo recurrente, y también hacia ese absoluto, sea totalidad o sea vacío, que lo fusiona todo en ese retorno a lo Uno primordial.”
Naxos
Diez años antes de que en 1964 apareciera Naxos, el primer libro de poemas de Elsa Cross, Octavio Paz precisaba que el poema “no es sino ritmo, marea que va y viene.” En este sentido Naxos forma parte de un sistema de mareas con los que Elsa ha producido miríadas de cantos profanos y sagrados. En Naxos Elsa sella, como si dibujara un mudra, la alianza espiritual que la llevará a cumplir con una vida ofrecida a la poesía. Es interesante recordar que Teseo, rey mítico de Atenas, una vez que acaba con el Minotauro, abandona Naxos para consumar una tarea de carácter civil; a diferencia de Ariadna, quien luego de allanar el paso del héroe por el laberinto, cumple con su destino sagrado. Naxos es una balada analógica a la elaboración del duelo de Ariadna y su consiguiente comunión con Dionisos. Veinte años más tarde Elsa escribe Bacantes, poema cuyo tema es el carnaval donde algunos personajes experimentan fenómenos paranormales en busca de éxtasis y trascendencia. Sensual y divertido, Bacantes nos ofrece algunas claves que nos permiten descubrir su génesis mexicano.
Poemas y cantos de raíz órfica
Mediante un acto de confesión abismal, en “La dama de la torre”, la protagonista hace un ajuste de cuentas radical con el pasado para allanar su porvenir. “Nigredo”, por ejemplo, es un poema escrito en un tono casi fantástico donde la poeta recibirá algunos símbolos que le permitirán emplear su gracia como visionaria: “Hoy se me dan los aros del saltimbanqui// la daga del asesino y los libros sagrados del profeta.” “Amor el más oscuro”, es un poema transgresor y romántico de largo aliento. Poesía que se abre paso entre anatemas e imágenes insólitas: “Maldigo desde ahora// tu cuerpo cerrándome el abismo.” La poeta busca que el verso sacie su sed de infinito y la religue nuevamente con la vida. “La dama de la torre” y “Amor el más oscuro”, son dos poemas letales, cuyos versos se deslizan entre ruinas afectivas y existenciales. Ambos poemas ahondan en el tema de la elaboración del duelo en Naxos. Estos cantos forman parte de los más altos registros del dolor femenino en la poesía mexicana.
El ser y el corazón de India
Pasaje de fuego es un libro de transición y encuentro con la divinidad en una de sus vertientes abismales. Proceso místico de purificación donde se perciben y aceptan las decisiones irracionales de los dioses. Poema que esta vez religa a la poeta con el absoluto: “Oh vórtice ciego de la noche// perpetuando el lentísimo asombro del ser// ante su nacimiento…” El siguiente verso expresa el poder ígneo que ha alcanzado la poeta: “…sílaba ardiente// semilla // diamante // grieta de luz // Corona tocada por el rayo.” Pasaje de fuego es un libro de culto a la poesía misma que hará posible la creación de otros libros donde Elsa Cross se instalará amorosamente en el corazón de India: Baniano, libro escrito bajo el influjo de maestros espirituales del linaje Siddha Yoga; Canto malabar, colección de asombros que parecen cantados por una médium: “Y en lo oculto de lo oculto// en el fondo más secreto// veo sin parpadear la cifra que se aclara.// Mi ser se pierde en ti// y en la raíz de tu nombre se libera.” Visiones del niño Ram, pequeño libro elaborado con estampas imaginarias y milagrosas que el santo Bhagaván Nityananda vivió en su infancia: “Duermes// y en tus labios cerrados// se juntan los dos mundos”; Singladuras (Poemas desde la India), libro que, entre la intuición y los sentidos, desdobla la idea misma de la existencia: “adivinamos otras vidas latiendo en las de ahora”.
El ser y el canto
Recientemente, Elsa comentó que su poesía, “más que un decir, con frecuencia ha sido un escuchar”. Ante tan extraña declaración, sobre todo viniendo de una poeta, es importante hacer las siguientes reflexiones. Todos sabemos que no puede cantar quien no tiene un buen oído. Para oír se precisa guardar silencio. La sordera produce ruido, es reflejo de la farfulla interior; a diferencia del silencio, que es consustancial al canto y a la música, fuentes prístinas donde la voz se funde en el poema. Elsa Cross también ha dicho: “Mi poesía se inscribe en una larga tradición de poetas ligados al ser y al canto.” En efecto, algunos poemas de Elsa parecen recuperar ecos y resonancias muy antiguas. Tal vez algo parecido experimentaron los antiguos fervorosos del dios trémulo en el Eleusis. En el extremo opuesto, digamos de retorno hacia el este del paraíso, la poeta fluye en la misma sustancia donde alguna vez cantaron Krishna y Arjuna, Buda y los monjes del Tíbet, Rilke y Novalis, Heidegger, Basho y Nietzsche, por supuesto. Según se vea, o se escuche, las múltiples interpretaciones que propicia el ser y el canto, el vacío y el silencio, no pueden ser propiedad de nadie, son, eso sí, de quien sabe escuchar para afinarse.
Jaguar: la matrika shakti, cantos y flores
Mesoamérica es otra de las grandes pasiones de Elsa Cross. Tanto su geografía como diversos aspectos mitológicos y estéticos han inspirado ese gran libro, work in progress, llamado Jaguar (1985-1994-¿?), que como un animal vivo sigue creciendo sensual y poderoso: “Eres sol en lo oscuro.// Eres guerrero.” La matrika shakti es un término sánscrito que designa al proceso de la génesis y evolución del lenguaje. Gracias a su poder musical, las palabras fluyen entre diques que contienen y regulan el paso de la energía que se transformará en fonema, ideograma, lenguaje pensado o escrito y en verso cantado. Este proceso recuerda al concepto náhuatl, in cuícatl in xóchitl –cantos y flores–, binomio inseparable que designa a la poesía, donde la belleza de las flores, seres de diversidad y gracia infinita, representan el aspecto visual de la poesía. Gracias al poder de la matrika shakti –de los cantos y flores– se establece el diálogo con la ausencia que mencionaba Octavio Paz. “Soy la oscuridad donde apareces.” dice Elsa en Jaguar, metáfora donde la poeta es la sustancia misma para la revelación de algo tan íntimo y sensual como el ritmo del animal sagrado. El verso: “De lejos viene,// de lejos va llegando”, en realidad es otra metáfora de algo tan portentoso y cercano como nuestro propio aliento.
Crisis de lo espiritual en el mundo y poesía
No se requiere una formación extraordinaria para reconocer los ardides de la mercadotecnia política, cultural y religiosa. Durante los últimos cien años presenciamos el ocaso de valores humanos entra­ñables. Mientras se extinguían diversas culturas y especies con las que compartíamos el planeta, el resto permaneció inconsciente disipando. Al mismo tiempo que arrasaban bosques enteros para imprimir toneladas de prosa innecesaria, un hedonismo nihilista y decadente se introducía en regiones que no habían sido tan infelices. Ya desde el siglo XIX Rimbaud nos había alertado: “Esclavos, no maldigáis la vida, la verdadera vida está en otra parte.” La poesía de Elsa Cross, “savia azulada”; puede ser uno de los hilos que iluminen nuestro paso por el dédalo en llamas. Si acaso alguien llegara a la arena central del laberinto y fuera capaz de ver de frente a su propio Minotauro, quizás tendría la verdadera vida que Ariadna –y el médium de Ardennes– soñaron para nosotros, ¿los cautivos?
Sol nocturno de la poesía
Como en el arte de contemplar que se practicaba en Mesoamérica, una madrugada me encontraba cerca y junto a una de sus visiones: “Desaparece el pozo,// desapareces tú, desaparezco yo. Sólo queda la noche// en pleno día.” (Visiones del niño Ram) Cuando el sol nocturno iluminó la encrucijada, abrí de nuevo el libro de libros al azar (Poesía completa). Entonces escuché los mantras de mi maestra más querida: “... silenciosos como crecidas súbitas.// Niño jaguar, // en tus ojos se entrecierra la noche” (Jaguar.)

domingo, 16 de junio de 2013

Todas las rayuelas

16/Junio/2013
Jornada Semanal
Antonio Valle

¿Encontraría en el estudio del caos a Rayuela? Después de veinticinco años volví a buscar las historias de Oliveira con la Maga y el Club de la Serpiente. No había luz eléctrica y la resolana que se filtraba por el cubo no era suficiente ni para hallar a un elefante. Trataba de arreglármelas con unos fósforos para iluminar las penumbras empolvadas. Tal vez Rayuela nunca había estado en este magma anárquico que abandoné décadas atrás.
Mi psicoanalista dice que el estudio es una proyección del estado de mi mente. Volví a sentir aquella penumbra pegajosa. Cuando murió Cortázar, mis amigos se fueron a vivir a Europa. Yo me quedé del lado de acá, como Traveler, buscando un bote de basura para olvidar las “cosas” que teníamos entonces. Pero entró la hidra postmoderna al mundo y todo se pudrió; hasta el país se convirtió en un campo de batalla. Comencé a pensar que las palabras eran cosas que podían descomponerse a gran velocidad, y de Rayuela, ni sus luces.
Salí del estudio del caos apretando mis amarillentas tarjetitas. Quería saber qué diablos había escrito en 1985, después que el terremoto terminó con la ciudad y la dejó en ruinas y con algunos amigos en la luna. Mientras leo las transcripciones de Rayuela voy pensando cuánto he querido a Julio. Sin embargo, no puedo definir el tiempo en que comencé a olvidarlo todo. Excepto la tarde que leí la noticia de su muerte en un periódico. Cuando me levanté de la banqueta no sabía dónde estaba. Pronto comenzaron a pasar los años hasta que, un día, una de sus fans más entusiastas me dijo entre pucheros: “Oliveira, la Maga y todos los demás se han esfumado.”
¿Cuántas maneras existen de leer rayuela? Por lo menos una por lector. Me gustaría que Julio leyera esta versión de mi Rayuela. Otra rayuelita mal escrita por un miembro del club de admiradores de Oliveira. Menos mal, han ido desapareciendo; porque a mediados de los setenta surgían toda clase de Oliveiras. No faltaban Magas ni Talitas ni gemelos divinos estilo Traveler. Entonces la guerra sucia estaba en su apogeo; pero por lo menos se leía a Julio con cariño.
Cortázar había escrito algunos de los cuentos más logrados en nuestra América Latina. Sus mundos fantásticos reventaban el sentido lineal del tiempo. Rayuela es el desarrollo exponencial del complejo pensamiento de Cortázar. Muchos críticos de ayer –y de hoy– no alcanzan a entender por qué exige que sus lectores “elaboren” su propio modelo para armar.
Mientras avanzo con mis tarjetitas amarillas, me doy cuenta de que Rayuela vuelve a fluir en mi inconsciente. Hace algunos años, otro intelectual cretino me dijo que Rayuela era una “fallida novelita”. El espíritu experimental había muerto. En su lugar, una crítica académica disfrazada de erudita fundamentaba sus argumentos en las reseñas que hacían algunos “iletratis mercadólogos”. El postmodernismo impuso algunas boberías (un hedonismo muy vulgar que supuestamente favorecía un fortalecimiento del yo) y la “hiperrealidad” competitiva, exigente, calculadora y violenta, completó aquello. Evidentemente, ambas tendencias “transhistóricas” encontraban (y siguen encontrando) en Rayuela a un adversario formidable. Por supuesto, Oliveira va en sentido contrario. Se niega a triunfar en un equipo que basa su “optimismo” en la enajenación existencial que produce una competencia atroz, donde lo importante ya ni siquiera es ganar sino hacer pedazos al hermano.   
“Ya para entonces me había dado cuenta que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo”, frase que tenía sobre mi cabecera, al lado de un viejo retrato de Cortázar. Durante años me acompañó en las aventuras más brillantes de la noche.
Los detractores dicen: si Rayuela puede leerse de tantas formas se debe a que es una historia fallida. No, lo que falla es la imaginación y la capacidad lúdica de esos críticos. Los temas de la novela son la búsqueda del ser o del yo; temas nodales en la historia, no sólo de la literatura, sino del hombre. El viaje, que forma parte del campo de conocimiento interior. Dice Borges, en su prólogo para el I Ching: “Quien se aleja de su casa ya ha vuelto”. Metáfora del recorrido y el conocimiento profundo del ser. En este sentido, Oliveira debe ser considerado un héroe arquetípico. En cuanto al tema del amor, se trata de una de las historias más creativas y conmovedoras jamás escritas. No estoy muy seguro, pero tengo la impresión que algunas formas novedosas de relación entre los nuevos jóvenes tiene que ver con la trama amorosa de Rayuela, especialmente aquella que se refiere a los temas de autenticidad y libertad.
A veces pienso que yo mismo soy un personaje creado por Cortázar. Sé que buena parte de mis complicaciones metafísicas se presentaron después de aquellas primeras lecturas de Rayuela. A los dieciséis años no tenía ni la cultura ni la capacidad intelectual y ontológica para entender lo que buscaba Oliveira. 
El principal problema que enfrenta el protagonista es que su mente es un desastre. Horacio Oliveira tendría que hacer un estudio de su propio caos para comenzar a ordenarlo y procesarlo. Pero lo que adora Oliveira es el desmadre. De hecho, las metodologías empleadas por el “metafísico belga franco argentino” tienden a provocar incertidumbre y situaciones donde la alternancia de vacío y saturación vivencial es llevada al máximo. En su afán de dar con “la totalidad”, el personaje se somete a experiencias “límite”. En algunos momentos se mencionan algunas alternativas terapéuticas. Por ejemplo, superficialmente se habla de Jung y el psicoanálisis. Sin embargo, Oliveira intenta aliviar su fragmentación psicológica sobre todo mediante “tips” y razonamientos fundamentados en algunas culturas orientales. Se mencionan el Tao te King, el Baghavad Gita, El libro tibetano de los muertos y el Tarot, entre otros, y es impresionante el despliegue que los personajes hacen en materia de arte, literatura y filosofía.
Nuestro personaje vuelve a Buenos Aires dejando atrás un par de amores muertos: Pola, que muere de cáncer en el seno (el seno malo del que habla el psicoanálisis), y la Maga, quien posiblemente, como la suicida de Hamlet, termina en el Sena, en el Río de la Plata o en alguno de los ríos metafísicos.
Lo que me gustaría ser a mí
En el estudio del caos encuentro a los autores que Cortázar pone a jugar en la novela: Artaud, Baudelaire, Faulkner, Goethe, San Agustín, Dylan Thomas... Todos están ahí, excepto el libro que busco. Miró, Mondrian, Paul Klee, Rembrandt, Picasso, Bessie Smith, Satie, a todos los descubrí cuando leí Rayuela a los dieciséis. Rayuela: monumental fresco “desconstruido” por la música, la pintura y el lenguaje. 
La influencia de esta historia se introduce en algunas habitaciones de hotel, donde las parejas ponen en práctica las descripciones que Cortázar hace de “el cíclope”, o de textos eróticos como “yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua”.
Ahora que encontré las transcripciones y mis paráfrasis, he vuelto a sentir una alegría casi salvaje al escribir estas reflexiones. Vuelvo a confiar en mi intuición. Rayuela desapareció del mapa no sólo porque es un libro rebelde, sino porque quienes le hacen el vacío o la denigran, en realidad le temen; son incapaces de aguantar su intensidad. Sin embargo, los comprendo: es difícil seguir a un personaje tan complejo y radical como Oliveira. Por supuesto, hay trozos de esa historia que todavía no entiendo y que me gustaría descifrar. Para mí, Rayuela sigue siendo un reto. Por ejemplo, el padre, ¿dónde está el padre? ¿No es lo que en el fondo busca Oliveira? Fugazmente “entrevemos” al padre borracho y violento de la Maga. ¿Hay otros?
Cuando murió Cortázar yo me vine abajo. Veintiséis años después, con estas líneas estoy terminado de elaborar mi duelo. Me apoyo en las noches “vomitadas de música y tabaco”, cuando “mi vida era una penosa estupidez”. Aquellos años, cuando nuestras mejores frases habían salido de sus páginas, de las escenas de París puestas en la colonia Roma mexicana. Por todos lados encontraba textos con el estilo de Oliveira. Lo verdaderamente complicado era conocer a alguien, no que pensara, sino que sintiera como el personaje de la Maga. Yo conocí a una chica como ella, que se esfumó. Creo que para hacerme de una verdadera Maga tendría que reunir a varias Lucías. Con una sola mujer es imposible. Las descripciones del amor y el sexo, lo mismo que algunos cuadros armados con lámparas y peceras, con gatos y golondrinas, con clochards y amaneceres, son una delicia. “Era el tiempo en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías.” Creo que dejé de leer a Cortázar porque ya no podía escribir una idea sin que sintiera su pulso en mi mano. Sin embargo, tenía que volver a mi Rayuela personal si quería salir de ella. “¿Qué es un absoluto, Horacio?” Encender las velas y atravesar la luz negra, la noche oscura del alma, experimentar de nuevo la muerte narcisista en mis verbos, la suficiencia, la altanería, el maltrato al maestro, la armadura del espíritu, el afán de competencia, el rencor y la mentira, todo aquello que jamás haría Cortázar; “me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa”. El dolor que le causan la miseria humana y el mundo: “Aquí todo le duele, hasta las aspirinas le duelen.” ¿Qué sería de todos aquellos escritores aprendices de Oliveira? “Dónde están mis amigos, no los veo.” Ahora deben tener docenas de corbatas y esclerosis. Antes solíamos perdernos por las calles para encontrar “estrellas y pedazos de eternidad, poemas como soles”. Cuando lo dionisíaco era una constante, lengua sagrada que, a través de la poesía, buscaba el fin de las palabras o quedarse ciego; bloqueo de los dos sentidos racionales por excelencia –“te haría tanto bien quedarte un poco ciego”, dijo la Maga. Eso sí, dejar abierto el oído órfico, porque “la acústica es una ciencia sorprendente”, dijo Gregorovius. “Esta casa es como la oreja de Dionisos”. El proceso de maduración que no acaba de cuajar: “No somos adultos, Lucía. Es un mérito, pero se paga caro.” Las pulsiones de muerte, el resentimiento contra la estupidez y la barbarie: “yo pienso a veces en matarme”; “porque a los cuarenta años se empieza a usar el retrovisor con insistencia. Jano es de golpe cualquiera de nosotros.” “En el fondo París es una metáfora”; “todos viven enamorados en París”. ¿Qué buscaban los artistas de entonces en París? La luz de la ciudad; aunque a Oliveira “empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro”. Al final, Gregorovius define de este modo a Oliveira: “Ahora está hecho un verdadero bruto.” El extraño héroe simplemente comienza a ser:
Siempre que biene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o de ser hormiga para meterme bien adentro de una cueva y comer los productos guardados en el verano .
Lo que me gustaría ser a mí sino fuera lo que soy,
de César Bruto
El personaje está listo para vivir plenamente en la poesía. Sin embargo, el absurdo y el ansia de totalidad lo llevan de regreso a América, donde termina de enloquecer. Como Roland Barthes antes de morir, Oliveira mencionó la posibilidad de un nuevo orden, pero ya “todo estaba felizmente liquidado”.
Cerré el estudio del caos. No encontré el libro, pero era lo de menos. Hacía treinta años que lo que buscaba y “lo tenía en el bolsillo”. Traveler se había quedado en Buenos Aires abrazando a Talita. Nadie supo decirme cuál de los dos gemelos era el alter ego.
¿Le gustaría tocarse el alma en el Club de la Serpiente? Tal vez descubra, como yo, lo que le gustaría ser si no fuera lo que es.


domingo, 1 de abril de 2012

Artemio Cruz, antes de la última batalla

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Antonio Valle

Hace treinta años, cuando leí La muerte de Artemio Cruz, ya había descubierto el universo de Aura, otra de las grandes novelas de Carlos Fuentes. Ambas historias cumplen medio siglo de existencia, ambas han batido récords de ventas, y no sólo entre los lectores de nuestro país, sino en las ligas internacionales. Recientemente volví a leer La muerte de Artemio Cruz. Comprobé que esa mexicanísima novela no sólo no ha perdido nada de su color sino, al contrario, ante la sombría situación que vive México es impresionante su actualidad política. Buena parte de los infortunios de hoy se fraguaron en el laberinto de la corrupción que puede examinarse a la luz de ese relato.

La muerte de Artemio Cruz es una historia –a caballo– entre la novela de la revolución, precursora de Gringo viejo, y de la compleja narrativa de Terra nostra. En ella los temas del tiempo y la memoria son simbolizados por los caballos, esa parte inconsciente de la psique a la que constantemente invoca un agónico antihéroe. Mediante el recurso literario de la confesión, Artemio cuenta una historia no lineal, mientras niega que está a punto de morirse.

Carlos Fuentes organizó esta novela en trece capítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, leemos –escuchamos– un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo; voz cantante que de vez en vez se deja acompañar por otras voces, verdaderos instrumentos líricos que lo custodian durante su pasión mortal. Ninguna de esas voces se tienta el corazón para retratar a este personaje que, desde la Revolución, se ha dedicado a hacer con el gobierno un “íntimo business reaccionario”.

Con esa estructura no convencional, la historia fluye –por distintas fugas– a través de seis décadas del siglo XX mexicano. Desde el rural novecento y hasta la más cosmopolita década de los años sesenta, vemos a Artemio Cruz exhibiendo, a semejanza de algunos de nuestros connacionales públicos, a un tipo que va en un ascenso público constante, pero con una historia interna desintegrada. De hecho, uno de los fondos más importantes del relato, invisible y silencioso, es el de la identidad. Como en Pedro Páramo, en la novela de Fuentes también subyace el fondo clásico de una estirpe de progenitores que, al vulnerar la integridad simbólica de la madre y la de ellos mismos, provocan una profunda distorsión en la personalidad de sus descendientes; es decir, de los potenciales personajes.

La historia como espejo

Como si se contemplara en un espejo hecho añicos, Artemio Cruz va recordando trozos –aparentemente inconexos– de su historia. Es un personaje que hace valer la “providencial” violencia de los mexicanos. Pero como en “El perro tendrá su día”, ese durísimo relato de Juan Carlos Onetti, el perro Artemio Cruz lo tuvo el día que comenzó a recordar su historia mientras, literalmente, vomitaba las entrañas. Carlos Fuentes nos otorga un pase para acceder a la delirante confesión de un moribundo inmortal.

En esa historia, el “milagro económico” del que México gozó en la década de los cincuenta es visto desde autos de lujo o en escenarios fulgurantes: un convento jerónimo del sigloXVII, algún club dorado de Acapulco, una hacienda restaurada o una suntuosa residencia. Aunque la parte más significativa de su biografía Artemio Cruz la construye en escenarios miserables: túneles colapsados en minas del desierto, bohíos montados con varitas, veredas y barrancas polvorientas, prisiones y sórdidos cuartuchos donde mueren sus prescindibles compañeros. No obstante, el escenario predilecto de Artemio Cruz es su propia mente; especialmente, el territorio que ocupa su máximo deseo. “Cruzamos el río a caballo”, exclama una y otra vez. En este sentido, La muerte de Artemio Cruz, que abreva –y simultáneamente nutre– a la novela revolucionaria, también tiene chispas que recuerdan a lo mejor del western estadunidense. Aunque los caballeros brillan por ausencia, abundan yeguas y caballos. Como en algunas pinturas de Chagall, encontramos hermosos caballos azules y blancos, también hay moribundos y de sorprendente brío, caballos de guerra cruzando valles y montañas, animales que podrían atravesar el mar del inconsciente, o un país devastado por la guerra civil. Ante la magnitud de esa hecatombe, cabriolean caballos de duelo negros y empenachados que han sido vestidos para las pompas fúnebres. Tampoco faltan los exuberantes potros sin silla ni brida, emblemas de una mente salvaje, cuyas fulgurantes imágenes aparecen y se ocultan como en la canción “Wilde horses”, de los Rolling Stones.

Una orfandad a caballo

Por supuesto, Artemio Cruz posee una vivacidad sobresaliente, tiene la inteligencia y la audacia de quienes padecen profundos complejos de inferioridad. La semejanza que este hombre tiene con algunos personajes reales no es mera coincidencia: Carlos Fuentes ha hecho de Artemio Cruz un gran retrato hablado, un arquetipo de las “celebridades” que emergen y se esfuman en esa arena que es la realidad política y social de México. Así, al hacerse viejo, “la gente” se refiere a él como una momia, metáfora del encumbrado que no quiere renunciar a su poder. Es el antihéroe clásico que nunca va a eclipsarse y que, en medio de una escolta carnavalesca, vestida de blanco y negro, pone a girar un caleidoscopio de lujo donde danzan negociantes, mujeres hermosas, periodistas, comediantes y muchachitos ambiciosos. Mientras, el antiguo cacique, ahora envuelto en un gran fashion, escucha fragmentos dispersos de la feria de vanidades que enmascara a la violencia política y racial en México. Al comenzar la década de los sesenta, el know how de este personaje resume a un sector político que será intensamente cuestionado por los estudiantes mexicanos en 1968. Ficción y radiografía, biografía perversa del caudillo, fresco elaborado con pinceladas precisas que revela las luchas y transacciones que realizan individuos, grupos, clases sociales, y hasta algunas razas, durante la primera mitad del siglo XX mexicano. No es casual que Carlos Fuentes dedicara esta novela a C. Wright Mills, el sociólogo estadunidense de la new left que en la década de los sesenta, sin dejar de observar las estructuras del poder, exploró las múltiples aristas donde coinciden la biografía y la historia. Así, Fuentes construye el andamiaje histórico en el que Artemio Cruz se pinta solo. Al reverso de la moneda, La muerte de Artemio Cruz es un relato de la secuela psicológica que provoca una orfandad. Dentro de ese gran déspota ilustrado habita un pequeño que le sobrevive a un padre desconocido –presumiblemente francés– y a una madre negra, hambrienta y mexicana. Es un protagonista astuto, no mal parecido, un arribista de ojos verdes que lleva el apellido de una madre (que seguramente fue preciosa) y cuyos ancestros tal vez nacieron en Cabo Verde o en algún otro país de esa triste África proveedora de esclavos. Personaje que no debió apellidarse Cruz sino Dubois. Niño Artemio que vivió “tan cerca y tan lejos” de unos amos –parientes enloquecidos– en un paraíso perdido del trópico veracruzano.

Si los potros son vehículos de la memoria, el caballero, además de ser un personaje, es un símbolo. Por eso sus avatares han sobrevivido en la narrativa postmoderna, en la poesía y en el cine. Como el personaje intemporal de El caballero, la muerte y el diablo, famoso grabado de Alberto Durero, cuya valentía y código de honor han sido puestos a prueba por la perversidad, el deseo y el tiempo. La marcha estoica de ese caballero que avanza hacia la izquierda del grabado representa la búsqueda de la plaza central de sí mismo, lo que implica hacer una travesía por el largo y sinuoso camino a través de un inconsciente plagado de tentaciones y peligros. El famoso caballero encarna el reverso de los valores que exhibe Artemio Cruz, quien, no obstante y a pesar de su maldad extrema, de ninguna manera debe ser considerado un personaje plano. Veteado de luz y sombra, Artemio no desconoce los sentimientos de amistad, del trance amoroso y del amor filial. Sin embargo, es un protagonista aislado, que al observarse en un espejo oscuro y roto mira la fragmentación de su “yo” desde una soledad aterradora. Como en “La señal”, esa patética canción de Álvaro Carrillo, cuando Artemio Cruz “habla y habla” de su síntoma, parece estar gozando con su propia agonía. Con ese deleite punzante estructura un monólogo estremecedor. Ese pensamiento en voz alta, a cincuenta años de su publicación, ha logrado que una legión de lectores haya tenido una vía privilegiada a la mente deslumbrante de uno de los más formidables bandoleros de la literatura.

Las triadas y Artemio Cruz

Existe un método curioso para acceder a las claves menos visibles de esta historia. A través del análisis de los epígrafes que seleccionó Carlos Fuentes es posible trazar algunas líneas hermenéuticas para aproximarse a ella. Por ejemplo, al analizar el sorprendente verso del poema “Muerte sin fin”, de Gorostiza: “…de mí y de Él y de nosotros tres –¡siempre tres!”; desde luego puede aludir a la síntesis de una trinidad que religa a los mortales con la divinidad; o, a la cifra sexual del macho –o del hombre–, y desde luego al tiempo. Puede sugerir al rostro ternario de Hermes y abismarse ante las estructuras perfectas a las que Borges dedicó un verso con un toque esotérico: “Oh tiempo, tus pirámides”, que acaso apunte a esa arquitectura que se desdobla en los espejos de agua de nuestras ciudades precolombinas; o más llana y simplemente a la conocida metáfora de la pirámide como emblema del poder tlatoani. En este sentido es interesante la especulación del nudo borromeo, en la que Jacques Lacan ha propuesto tres elementos psíquicos enlazados para explicar la complejidad del hombre en los registros que tiene de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario. Exploración integral de la psique humana, que en Artemio Cruz equivale a las tres voces paradójicas de sus expresiones poéticas y narrativas: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres.” Evidentemente, cuando falla alguno de los tres registros –imagen de los aros que se desenlazan– provoca que “rueden libres” diversas patologías mentales. En otra sorprendente oración, Fuentes dice: “Donde la tierra tronará bajo los cascos, tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras…” Por supuesto, para Artemio Cruz ese caballo psicopompo que abreva en el fondo de su mente representa la posibilidad de la fuga y el olvido, o un viaje de regreso por su propio inconsciente para restablecer contacto con su memoria fragmentada.

La última batalla

A propósito de la ficción heroica y de la verdad histórica, Fuentes ha dicho de la novela de William Faulkner, Absalon, Absalon, que “se encuentra en el futuro y nos mira de frente a la cara”. Desde la perspectiva de La muerte de Artemio Cruz, esa idea explicaría, en buena medida, al México profundo y al de la postmodernidad. Quizá, si escucháramos con atención el ensamble de ese “trió de voces”, lograríamos entender por qué un movimiento histórico que tantas esperanzas generara, terminó llevándose a los de abajo a un triste inframundo; mientras un forajido, que ha cruzado todos los ríos de “arriba” –metáfora de la transgresión de los límites del honor y el decoro–, una y otra vez fracasa en su intento por cruzar el río definitivo, el temible Aqueronte para deshacerse a gusto en el Hades.

En la orilla de enfrente un potro negro otea entre la bruma. Espera que el sensual bandido acabe de morirse. Quizás Artemio Cruz se decida por el suicidio, pero no podrá llevarse con él a su arquetipo, porque el villano, y su reverso, el caballero, son indestructibles. Tal vez otros relatos vengan con sus héroes a decirnos que han hallado una cura milagrosa para la enfermedad que sufre el inmortal agonizante; en otras palabras, la cura para un país profundamente herido. Necesitarían ir por distintos tiempos y senderos de la historia, y como Artemio, ir a caballo contra la imagen que le devuelve su propio espejo narcisista. Y entonces sí, como el Caballero del grabado de Durero, disponerse a dar contra el mal, el tiempo y la muerte “la última batalla”.


domingo, 30 de enero de 2011

30/Enero/2011
Jornada Semanal
Antonio Valle

Cien años de inteligencia

Si el siglo xx latinoamericano tiene una correspondencia crítica con algún escritor, ese hombre es Ernesto Sábato. Sus orígenes intelectuales se remontan a los años treinta, cuando hacía el doctorado en física y matemáticas. Esa vocación por la ciencia será determinante al escribir su primera obra: Uno y el universo (1945). Sábato dice que este “librito”, repertorio de pequeñas joyas, lo redactó después de un intento fallido para hacer una novela que llevaría por título La fuente muda. Además de abordar temas absolutamente contemporáneos como el tiempo, la causalidad, la geometrización de la novela, la expansión del universo, el eterno retorno y el poderío del lenguaje, son relevantes las reflexiones que hace en torno al surrealismo, y también a la obra de Jorge Luis Borges, con quien mantuvo una relación de crítica, admiración y desconcierto.

Ciudades laberinto de Sábato y dédalos borgeanos

Hace unos meses, mientras intentaba llegar a la casa de Sarita Poot, me extravié en la ciudad de Mérida. Después de caminar un buen rato por las calles de la ciudad blanca alcancé a darme cuenta de que había llegado al punto donde inicié el recorrido. Sin duda, la sensación laberíntica que experimentaba tenía como origen la traza de sus arterias. La belleza simétrica reproducida innumerables veces hizo que imaginara algunos de los laberintos relatados por Borges. Diametralmente opuestas –recordé– son las ciudades mineras de Taxco, Guanajuato y Zacatecas, construidas con cantera gris, azulada, verde y rosa. Estas ciudades podrían representar el tipo de construcciones laberínticas que retratan las novelas de Ernesto Sábato, novelas que, como sabemos, fueron creadas sobre una red de túneles y galerías subterráneas. Por el contrario, las ficciones laberínticas de Borges parecerían desarrollarse en dédalos no por diáfanos me-nos complejos. Dentro de esa clase de laberintos geométricamente dibujados se encuentran los tableros de ajedrez, juego con el que los indios se propusieron ensayar las partidas y variantes que posee el infinito. Sin embargo, las novelas-dédalo de Sábato, cuyas tramas se estructuran mediante una intrincada red de zonas veladas, también se afanan en establecer contactos con la luz abierta. Retomando algunos de los elementos laberínticos desarrollados por Kafka y por Allan Poe, cuya precisión estructural fue evidentemente apreciada por ambos narradores argentinos, encontramos algunas analogías entre esa clase de literaturas y las metrópolis laberínticas de México. Las estructuras de Sábato serían como las ciudades precortesianas del altiplano y la arquitectura borgiana sería semejante a las capitales dédalo de Pueblo Nuevo y de Casas Grandes en el norte del país. En las ficciones borgeanas las estructuras funcionan con la perfección de un mecanismo de relojería, además de ser agraciadas como las calles de Mérida, cuya belleza es casi metafísica. Por el contrario, en las escabrosas historias de Sábato, protagonistas y antagonistas son determinados por la condición humana. Se trata de relatos que genética y psicológicamente suelen estar cruzados por complicaciones de carácter histórico y sexual.

Postmodernidad literaria en América Latina

La narrativa de Borges presenta algunos elementos técnicos, temáticos y conceptuales, con toda su carga de artefactos, brillos, fantasmagoría, simulacros y superposiciones que hacen del invidente prodigioso (todo vidente verdadero es ciego) el gran forjador de la postmodernidad literaria del siglo xx en América Latina. Ernesto Sábato es heredero y precursor de tradiciones inclinadas hacia un humanismo más comprometido socialmente. Sábato ha asimilado una larga tradición que viene del siglo de las luces y que culmina en el positivismo. Esa metodología, tan útil como certera, le funcionó para erradicar una serie de patrañas escatológicas y religiosas. Sin embargo, con los estallidos enceguecedores y mortales de Hiroshima y Nagasaki, con los que simbólicamente se inaugura la postmodernidad, el brillante fisicomatemático termina por cuestionar algunos postulados científicos éticamente insostenibles. Después del Holocausto, para Sábato es imposible dejar de preguntarse por qué, para qué, cómo y a quién sirven la ciencia y la tecnología.

El socialismo y la revuelta antiautoritaria

Sábato es uno de los primeros escritores latinoamericanos del siglo xx que se sumerge en la vorágine de los movimientos revolucionarios y socialistas. Sin embargo, poco antes de que el narrador termine por comprometerse con los postulados estéticos y políticos de una influyente Unión Soviética, abandona la causa “proletaria” al darse cuenta de que Stalin, mientras instaura el realismo socialista, le clava un cuchillo a la cultura rusa, a sus intelectuales y artistas. Por supuesto, la literatura al servicio de una ideología no es una tarea para un escritor libertario como Ernesto Sábato. Pronto rompe con ese socialismo autoritario tomando una distancia crítica que a muchos poetas y artistas latinoamericanos les toma décadas emprender.

La etapa surrealista

Poco después Sábato se encuentra en un París que vive la creciente del movimiento surrealista. En esa estética, que como dice Paz es el último gran movimiento cultural que produce el siglo xx en Occidente, el narrador encuentra una opción para atemperar sus aspe-rezas con el mundo de las ciencias duras. En Uno y el universo, además de relatar sabrosas experiencias con artistas notables, como Salvador Dalí, Benjamin Péret, Roberto Matta y Wifredo Lam, Sábato se interroga por qué el surrealismo reivindica el automatismo como instrumento de investigación psicológica, discrepando con André Breton, quien aseguraba que el surrealismo es una expresión del funcionamiento “real” del pensamiento. El autor de El túnel pensaba que el surrealismo constituiría una especie de capítulo “especial” del psicoanálisis, al que habría que quitarle una serie de vagas ideas que abonaban a la confusión mental. No obstante, Sábato aceptó que sus experiencias con los surrealistas le permitieron indagar más allá de los límites de una racionalidad restrictiva, aceptando su valor catártico y reconociendo que algunas de las expresiones plásticas y literarias de los surrealistas consiguieron constituirse como obras perdurables. Esto había sido posible gracias a que en esas obras predomina la construcción, el método y el oficio. He aquí otro de los clásicos ajustes críticos que el escritor llevará a cabo con su propio proceso creativo.

El milagro, la oligarquía y la dictadura

En los años sesenta comienza a desmoronarse el llamado “milagro económico” que algunas naciones latinoamericanas experimentaban. Este modelo generó el surgimiento de una clase media que de pronto vio rotas sus expectativas de consolidación y desarrollo. A finales de los sesenta, en distintos países del Cono Sur, poderosas expresiones políticas de descontento cuestionaban la hegemonía de las oligarquías. Las tendencias políticas y sociales que buscan modernizar a distintos países de la región fueron reprimidas, mientras se instituían las funestas y célebres dictaduras militares.

Ante la intolerancia, heterodoxia.
Continuación de la inteligencia y la verdad

La historia política de Ernesto Sábato es tan insólita como su obra literaria. Si es cierto que renuncia al socialismo autoritario y se convierte en un ferviente antiperonista, poco después defenderá a Evita. Si una mañana desayuna con Borges y Videla, más adelante, ya con Raúl Alfonsín en la presidencia, dirige la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que abre las puertas para que sean juzgadas las juntas militares de la dictadura. Heterodoxia (1953) es el título de un ensayo publicado por el intelectual libertario. Ese concepto define las posiciones de un pensador rebelde, de un hombre cuya visión es discordante con todos los dogmas. Sábato es el gran disidente herético, cuyas posiciones políticas le valieron críticas de los más polarizados intelectuales de izquierda y de derecha. En un texto titulado Continuidad de la creación, Sábato dice que “nadie puede ver en una novela, en un cuadro, en un sistema de filosofía, más inteligencia, más matices del espíritu que los que él mismo tiene”. Esa inteligencia, esos matices son los que ha hecho valer en su obra.

Nunca sabremos a ciencia cierta en qué estará meditando ahora mismo el fantástico escritor en su casa de los Santos Lugares construida muy cerca de Buenos Aires; aunque tal vez no sea tan difícil adivinarlo, porque se trata de un hombre que asegura que no es cierto que exista “un abismo entre la realidad y la ficción”. Sábato es un escritor que piensa que “la inteligencia persigue interminablemente a la verdad”; y que ésta “tiene infinitos cómplices e infinitos lugares”.

Literatura postmoderna en una realidad premoderna

Una novela como Sobre héroes y tumbas (1961), cuya trama aborda los estertores de una familia decadente y aristocrática, que al mismo tiempo contiene algunos de los elementos más emblemáticos de la postmodernidad literaria del continente, es un buen ejemplo de cómo a partir de los años cincuenta los escritores más sensibles e inteligentes se propusieron trascender el trabajo y los métodos de las vanguardias. Sábato nos hace recorrer un dédalo de túneles; metáfora de las ciudades mineras que crecieron al amparo de fraguas y alquimistas, y que por lo tanto también expresan –en un tono absolutamente contemporáneo– la lucidez extrema de una conciencia que se permite “narrarlo todo”. La novela se desarrolla mediante distintos planos y dimensiones, que van de lo histórico, representado por el general Juan Lavalle –personaje representativo de la independencia argentina–, al discurso cínico e intimista del narrador. Con mayor fuerza política se desenvuelve Abaddón el exterminador (1974), relato apocalíptico que recupera algunos de los sucesos más nefastos en la historia de la República Argentina. Se trata de un caleidoscopio de escenas y fragmentos, cuya simultaneidad temporal y espacial ha convertido a esta novela en un clásico de la narrativa postmoderna de América Latina. Sábato pertenece a una generación de creadores brillantes, como piensa Vargas Llosa dela obra de Juan Carlos Onetti –escritor fuera de serie nacido en la otra orilla del Río de la plata. El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, también pueden ser leídas como obras de creación postmodernas que exploran en realidades culturales, políticas y sociales cuya introducción a la modernidad ha sido lentísima.

Antes del fin, la resistencia

Antes del fin (1999) y La resistencia (2000) son dos títulos de los libros más recientes de Sábato. Este narrador que ha conocido el siglo xx como pocos, plantea que si la humanidad ha de sobrevivir será mediante la restauración de valores espirituales. Expresa que al aislamiento, generador de una “indiferencia metafísica”, es preciso oponerle resistencia. Si nuestro planeta –y con él la especie humana– no ha de terminar en un basurero del cosmos, será necesario frenar su vértigo. A tan inhumana aceleración habría que oponerle cierto tipo de lentitud, “como se suceden las estaciones, el crecimiento de las plantas y de los niños”. Al consumo enloquecido de ciencia y de tecnología que genera una “indolencia abstracta, cínica y violenta”; evidencia de un “poder extraño y casi sobrehumano”, habrá que resistir apoyados en la intuición y en nuestra capacidad crítica. Antes del fin todavía sería posible desatar cierto tipo de inteligencia como la que Sábato despliega en sus tramas. Se trata de un escritor que, leal y amistoso con nosotros, ha completado un ciclo trazando grandes novelas y ensayos del siglo xx en América Latina; geografía política de vastas áreas premodernas, que fuera de experiencias originales y recientes como la del Brasil de Luis Inacio Lula, presenta síntomas de pérdida de la memoria, la sensibilidad y la razón. Por fortuna, mientras el proceso mental que se propone deshumanizarnos sigue su curso, para resistir contamos con la obra del legendario maestro Sábato.