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viernes, 26 de abril de 2019

Juan José Arreola*

Otoño/2018
Luvina
José Luis Martínez

La personalidad de Juan José Arreola (1918) es única en el panorama de nuestras letras. Enjuto, nervioso, extrovertido, locuaz, es un juglar burlesco cuya pasión dominante es la palabra. Él mismo nos ha contado su vida en una página preciosa:
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño [...] Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.
      Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores [...] 
      Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.
      Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
      Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean-Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
      A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, en 1949).
      Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.
Arreola dedicó, en efecto, sólo un par de décadas de su vida al ejercicio de la literatura escrita. En 1943, cuando contaba veinticinco años, publica en Guadalajara sus primeros cuentos. En 1963, a los cuarenta y cinco de edad, aparece La feria, su último libro formal. Pero, además de sus libros, hace muchas otras cosas en estos años fecundos. Es actor en el Teatro de Media Noche, que dirigía Rodolfo Usigli. Y en 1947, en la única representación de Corona de sombra, la obra magna de nuestro dramaturgo, Juan José hace el breve papel del general Miramón. En la conversación final que tiene Maximiliano con los generales mexicanos que lo acompañarán en la muerte, el emperador les ofrece unos puros. Éstos debieron ser viejos y de mala calidad, y Arreola, que nunca había fumado, palideció y estuvo a punto de desmayarse por la náusea.
      En 1950, cuando aún no se prestaba gran atención a las nuevas letras (la colección Letras Mexicanas, del Fondo, se iniciaría en 1952), Arreola se hace editor con la colección de cuadernos Los Presentes, editados con pulcritud y que continúan hasta 1956. Publica allí hermosos textos de Pellicer, Henestrosa, Mejía Sánchez, Monterroso, Pascual Buxó, Tario, García Terrés, Bonifaz Nuño, dibujos de Soriano, y cinco de los mejores Cuentos (1950) del propio editor. Aparte de los cuadernos, en 1956 Arreola edita los primeros cincuenta títulos de la colección de libros también llamados Los Presentes. Junto a textos de escritores mayores, en esta serie da a conocer una legión de escritores jóvenes: Carlos Fuentes y Julio Cortázar se cuentan entre ellos. Y, en fin, en 1958 y 1959 publica veintiocho Cuadernos del Unicornio, que divulgan obras iniciales de escritores como Uranga, Lizalde, Pacheco y Del Paso, entre otros.
      La vocación de Juan José Arreola para guiar los pasos de los escritores jóvenes ha sido ciertamente memorable. Creo que él inició los talleres literarios. La revista Mester (1964-1967), que dirigió Arreola, recoge en sus doce números los primeros textos de escritores luego destacados, como José Agustín, Elsa Cross, Hugo Hiriart, Federico Campbell, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Jaime Sabines, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre los más notorios. El novelista José Agustín reconoció las enseñanzas de Arreola con estas palabras:
               
      Era universal, la verdad. Estaba todo el mundo y a todo el mundo le entregaba tiempo. Y a todos nos dio, primero que nada, unas nociones de identidad propia; nunca quiso obligar a la gente a que escribiera bajo determinados patrones. Tenía la capacidad inmensa de poder reconocer los estilos incipientes de cada quien y ayudarlo a desarrollar su estilo.
Siempre atraído por el teatro, en 1956 Arreola organizó el primer programa del innovador ciclo llamado Poesía en Voz Alta, con una selección de poesía y teatro españoles y de piezas breves de García Lorca. En la presentación que escribió para el ciclo dice que pretenden «jugar limpio el antiguo y limpio juego del teatro». Arreola fue uno de los recitadores y actores en este primer programa y en algunos de los siguientes de este ciclo de tan buena memoria.
      Y además de actor, editor y guía de los jóvenes escritores, Arreola es ajedrecista, jugador de ping-pong, ciclista y aficionado a las encuadernaciones nobles, a los cristales bellos y a las viejas levitas. Y es también un escritor excepcional.
      Cuando se publicó Varia invención en 1949, un aire nuevo y fresco llegó a las letras mexicanas. Reaparecía la vida pueblerina, en cuentos como «Hizo el bien mientras vivió», «El cuervero», «Carta a un zapatero» y «La vida privada», pero vista con una malicia burlona. Y había muchas novedades: cuentos de temas de historia antigua y de cuestiones teológicas; fantasías de sabor kafkiano y un «Monólogo del insumiso», en el que el innombrado Manuel Acuña cavila sobre el porvenir de sus versos. La novedad aparecía con un aire festivo, a veces socarrón, y en un lenguaje manejado con destreza y ajustado siempre a la índole de sus temas. En el último de los cuentos mencionados, por ejemplo, hay un complejo juego de alusiones a personajes y hechos relacionados con la historia del poeta: los amores con la lavandera, el memorialista Guillermo Prieto y la Dulcinea, que se llamaba Rosario de la Peña, y juicios sobre la poesía de Acuña, consignados en el monólogo del poeta que ha decidido suicidarse. El resultado es sugestivo, lo mismo para quien lee el cuento ignorando sus alusiones como para el que disfruta sus entretelas.
      En el libro siguiente de Arreola, Confabulario (1952), las promesas de Varia invención se multiplican y los veinte cuentos son espléndidos. Forzando la selección, pueden destacarse «El guardagujas», atroz fantasía sobre nuestros trenes (que tiene alguna relación con cuentos afines de Charles Dickens y de Álvaro Mutis, según lo mostró Sara Poot Herrera); «El discípulo», acerca de dos aprendices de Leonardo y su búsqueda de la belleza; «La canción de Peronelle», sobre el poeta francés Guillaume de Machaut; el conmovedor «Epitafio», que cuenta la vida de François Villon; «El lay de Aristóteles», que recrea una leyenda medieval acerca del filósofo; los «Apuntes de un rencoroso», variación sobre los celos; y el ingenioso «Baby H.P.», que expone la posibilidad de aprovechar la energía que despilfarran los niños.
      En los años siguientes al primer Confabulario de 1952, Arreola escribió nuevos cuentos que añadió en las ediciones posteriores,   a los que llamó «Prosodia». Entre ellos hay nuevas obras maestras: «Cocktail Party», que se refiere de nuevo a Leonardo, ahora con Monna Lisa; la preciosa y desesperada «Balada»; «Tú y yo», otra variante del conflicto de la pareja; «Anuncio», que lo es de una mujer de plástico cuyos atractivos se ponderan así: «Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra [...] Nuestras Venus —añade el Anuncio— están garantizadas para un servicio perfecto por diez años —duración promedio de cualquier esposa». Y siguen otros cuentos notables sobre temas femeninos: el extraño acerca de «Una mujer amaestrada», y la inquietante «Parábola del trueque», que comienza como sigue: «Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos». Y en el tomo llamado Palindroma4 hay dos textos muy sugestivos: el relato extenso «Tres días y un cenicero», que refiere el encuentro de una estatua antigua en la laguna de Zapotlán, y «El himen en México», turbadora fantasía, cuyo tema puede ilustrarse con un libro reciente: Acechando al unicornio. La virginidad en la literatura mexicana. 
      ¿Por qué son fascinantes los cuentos y las prosas narrativas de Juan José Arreola? Puedo proponer estos motivos: la novedad de sus temas, su humor malicioso, la perfección de su elaboración y la calidad de su estilo. Al panorama temático de nuestros narradores, restringido a temas rurales y a experiencias personales, Arreola le descubre las posibilidades de la imaginación, el mundo de los artistas y poetas y su búsqueda de la belleza (Aristóteles, Leonardo, Villon, Machaut, Badajoz, Góngora, Acuña, González Martínez), de personajes y hechos históricos y de obras científicas intrincadas. Y nuestro cuentista logra trasmutar estos temas hasta volverlos entrañables y emocionantes. Otro tanto hace con cuestiones teológicas y morales como el libre albedrío, la predestinación y el drama de estar en el mundo. El dicho bíblico sobre la salvación del alma de los ricos y el camello que pase por el ojo de la aguja le inspira un cuento precioso, «En verdad os digo».
      El mundo de la mujer, el amor y el destino de la pareja conyugal suelen ser el campo de un humor maligno y de fantasías crueles y resentidas. Para Arreola, el erotismo es como una fascinación de abismo y de perdición. «Todo lo que he escrito», dijo Arreola, «es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado». Al mismo tiempo, ha reconocido el peculiar talante de su humor:
Me siento feliz de haber desembocado en humorista. Quizá lo que más pueda salvarse de mí es el soplo de broma con que agito los problemas más profundos, ya sean floraciones del mar o floraciones celestes. Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve con una sonrisa macabra y funesta. Tal vez tengo una incapacidad para tratar en serio los grandes temas. Necesito salirme por la tangente de la pirueta.6
La composición y el estilo de los cuentos y fantasías de Arreola son una rara combinación de finura, imaginación y precisión. Sabe condensar en los rasgos expresivos más eficaces la materia de sus historias. Marcel Schwob, el escritor a quien más debe la prosa de Arreola, decía que el objetivo del arte biográfico debería ser el de captar los rasgos únicos, distintivos de la vida del personaje, lo que constituye su identidad fundamental, su parábola propia, a ninguna otra semejante, en el firmamento de la vida colectiva. Los textos de Arreola que se refieren a personajes cumplen este propósito, con gracia y agudeza. Y otro tanto hace con sus criaturas imaginarias, encontrando siempre su rasgo único. De ahí su eficacia.
      En sus textos más elaborados, Arreola prefiere las frases cortas y su adjetivación es de calidad excepcional. Borgeana, podría añadirse. Nunca es adorno gratuito.
      El Bestiario (1959), que acompañan dibujos de Héctor Xavier, es un ejercicio de observación y de inteligencia, en prosas de concisión e intensidad admirable para captar lo distintivo de los veintitrés animales o familias que describe. Detengámonos, como muestra, en las focas:
Perros mutilados, palomas desaladas. Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros objetos sexuales. Microbios gigantescos. Creaturas animadas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises jabones de olor intenso y repulsivo.
En alguna entrevista, Arreola observó que «el animal es el espejo del hombre [...] En el animal vemos nuestra caricatura, que es una de las formas artísticas que más ayudan a conocernos». 
      Arreola escribió conceptuosos sonetos en su juventud, y que no ha coleccionado. Y probó el teatro en dos piezas en un acto, La hora de todos (1954), interesante y traducida al francés, y Tercera llamada(1971), que es quizá su única obra prescindible; e hizo buenas traducciones del francés de textos de su predilección, especialmente de Paul Claudel. 
      La feria (1963) es la única novela de Arreola y fue su despedida de la literatura escrita. Su tema es Zapotlán el Grande, tierra de su autor. Cuenta la historia y la vida del pueblo deteniéndose sobre todo en los conflictos de los naturales para recuperar sus tierras; en los grandes temblores que destruyeron el pueblo; en los azares de la organización de las fiestas de octubre en honor de San José, el santo patrono; en la aventura agrícola de un zapatero que se mete a campesino; en las maliciosas confesiones de un muchacho; en las aventuras de las mujeres de vida alegre que regentea María La Matraca, con la singular historia de Concha de Fierro y el torero Pedro Corrales; en los amores de un adolescente y los afanes culturales del Ateneo Tzaputlatena con la poetisa Alejandrina; en las historias de muchachas robadas y abandonadas; y en el castillo pirotécnico de don Atilano, incendiado por unos desalmados. El resultado de este cúmulo de historias es encantador, lleno de frescura y gracia. El contrapunto con que se van hilvanando los diferentes hilos y el lenguaje popular de la región funciona con naturalidad. Hay frecuentes citas y trasposiciones de los profetas bíblicos y de los Evangelios apócrifos, así como de documentos históricos. En suma, Juan José Arreola escribió un hermoso y animado homenaje a su tierra natal.
      En los años siguientes a La feria, Arreola dejó de publicar libros formales. Sin embargo, no se apartó de la literatura. Se ocupó de sus talleres literarios y, de cuando en cuando, en entrevistas periodísticas y en coloquios contó su vida y sus ideas literarias. Y poco a poco lo fue absorbiendo la televisión, que supo aprovechar su simpatía, su capacidad para hablar con chispa de todo lo divino y lo humano. Fue una dura tarea. Recorrió en un carruaje especial la República, viajó por el mundo e hizo una serie de conversaciones con Antonio Alatorre sobre temas literarios. Confieso que sólo lo he visto y oído en la televisión pocas veces, pero recuerdo que don Daniel Cosío Villegas, crítico temible, poco antes de morir en 1976, me habló con admiración de los programas de Juan José. La televisión le dio fortuna, aunque le alentó su propensión al despilfarro. Y si a sus lectores nos hizo perder nuevos libros suyos, muchos millares de televidentes disfrutaron del ingenio y el don verbal de Juan José Arreola.
      Sin embargo, algo quedó impreso de estos años. En homenaje a los libros de lectura escolares, que a Juan José y a mí —pues compartí con él las primeras escuelas de Zapotlán— nos hicieron descubrir y amar las letras escritas, en 1968 Arreola publicó la antología Lectura en voz alta, para despertar en los niños y los adultos el gusto por la literatura.
      Arreola ha tenido la virtud de conquistar admiradores, admiradoras y discípulos. Uno de ellos, Jorge Arturo Ojeda, formó en 1969 una antología de cuentos de nuestro autor, precedidos por un extenso y minucioso estudio sobre su obra. Y el mismo Ojeda tuvo el acierto de recopilar, de entrevistas, declaraciones, coloquios y cursos, la que llamó «prosa oral» de Arreola en dos libros muy interesantes. El primero se llama La palabra educación y está dividido en los siguientes incisos: Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro y Palabra. En uno de sus textos, dice Arreola:
Pertenezco al género confesional. Soy un hombre que siempre busca confidente [...] Quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones. Entre sacerdotes de la infancia y médicos de la juventud, y amigos y amigas de todas las épocas, está mi vida hasta lo más vergonzoso. Todavía me queda esta última camiseta... hasta el hueso, pues.
La otra recopilación de la «prosa oral» de Arreola se llama Y ahora, la mujer… Es uno de sus libros más hermosos, por su sinceridad y agudeza. A modo de presentación, lleva un retrato de Arreola, escrito por una muchacha dibujante y pintora, que concluye así:
Los gestos angulosos dibujan actitudes de inteligencia. La delicadeza de su estructura ósea es responsable de una expresión corpórea en descomposición dramática: su esbeltez trae reminiscencias del ámbito teatral. Juan José Arreola se convierte en su propio espectador, asiduo y extasiado.
Bajo el título de Inventario reunió Arreola los artículos que escribió para el periódico El Sol, de la Ciudad de México. Son reflexiones sobre temas varios o cuestiones del día o bien traducciones de páginas destacadas o relatos de experiencias singulares. En una de ellas (p. 151) relata su visita a Louis Jouvet, en París, quien le abre las puertas para que conozca el mundo del teatro francés de aquellos años. Y en otra página hay un recuerdo emocionado de Eugenio Ímaz, el filósofo español, entonces recién muerto en Veracruz.
      Debemos a Arreola tres buenos estudios literarios. Su prólogo a los Ensayos escogidos de Montaignemuestra su familiaridad con la obra del creador del ensayo moderno; el «Posfacio» que escribió para Personæ, de Ezra Pound, con traducciones de Guillermo Rousset Banda,  es una aguda reflexión sobre la validez de la poesía de Pound; y, en fin, el libro llamado Ramón López Velarde. Una lectura parcial,publicado en ocasión del centenario, ofrece comentarios acerca de la obra del poeta que ha sido afición entrañable de Arreola.
      En la colección Voz Viva de México, de la unam, número 12, hay un disco con la voz de Juan José Arreola leyendo textos de Confabulario, presentado por Antonio Alatorre, con un notable estudio.
      Además de las ediciones originales de sus libros, existe una serie de cinco volúmenes de Obras de J. J. Arreola, que editó Joaquín Mortiz en 1971, 1972 y en 1993.


      *   Publicado originalmente en La literatura mexicana del siglo xx, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995.
      «De memoria y olvido », Confabulario, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      «Arreola influenció a todos los de Mester », unomásuno, México, 26 de junio de 1985.
      Confabulario total (1941-1961) y Confabulario, en Obras de J.J. Arreola, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Selección, estudio y notas de Brianda Domecq, fce, México, 1988.
      Ibid., p. 86.
      Reunidas en Bestiario, Joaquín Mortiz, México, 1972.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1992, pp. 188-209.
    Secretaría de Educación Pública, col. sepSetentas núm. 90, México, 1973.
    Grijalbo, México, 1976.
    unam, col. Nuestros Clásicos núm. 9, México, 1959.
    Editorial Domés, México, 1981.
    Fondo Cultural Bancen, México, 1988.

sábado, 18 de abril de 2015

Francisco Tario: Historia de un libro

18/Abril/2015
Laberinto
José Luis Martínez

A mediados de 1949, alguien que conocía bien la originalidad y la extraña emoción de los relatos de Francisco Tario y la atracción que él sentía por Acapulco, le sugirió que escribiese un libro que diera a conocer al mundo la magia de aquel lugar excepcional del trópico mexicano. No era por cierto una tarea fácil la de espiar, en un libro que pudiese ser leído por todos, aquel encanto, y expresar con un acento auténtico y una emoción noble aquella belleza demasiado evidente, demasiado al alcance de todas las sensibilidades, aquella naturaleza pródiga y desbordada. Pero comenzó entonces Francisco Tario a hacer tentativas en uno o en otro sentido, siempre desechadas, hasta que al fin acertó con el tono que le parecía más propio: un poema en prosa que recogiera, en una afluencia invisible, la historia y la tradición, la realidad y el sueño, el deleite de los sentidos y la experiencia trascendente: un poema que se atreviese valientemente a rescatar la emoción original del hombre y su entrega o su conquista ante la caricia eterna de la tierra y del mar y ante el despertar jubiloso de sus sentidos, un poema que prescindiese del terror ante la emoción que enferma la literatura de nuestros días y que supiese entregar su testimonio con pureza y confianza, libre por una vez de todas las exigencias de sutilezas y complicaciones, y dispuesto a recibir, si era necesario, toda la engreída incomprensión de los que están dispuestos a ensañarse con todo aquello que no sea sibilino o brutal, únicos polos de lo humano que, desde hace ya muchos años, parece que solo pueden interesarnos.

Aquellas páginas se escribieron de nuevo muchas veces. Luego, pasaron al juicio de muchos lectores, desde los que pasan por más exigentes e inconformes, como Octavio Barreda, hasta aquellos otros, mucho más exigentes e inconformes a su manera, que son las mujeres. Y cuando el texto tuvo su primera forma, se pensó en las fotografías que debían acompañarlo. La selección pronto recayó en Lola Álvarez Bravo, una de las fotógrafas mexicanas de mayor calidad y sensibilidad. Para Lola, las páginas de Francisco Tario fueron desde el primer momento una guía por la cual conducir su disciplinada emoción plástica. Y juntos, escritor y fotógrafa, pasaron largos meses en busca de la figura femenina, del matiz del cielo y del mar o de la prodigiosa fauna marina que permitieran apresar en luces y sombras el propósito buscado por Francisco Tario. Hubo necesidad de encargar laboriosas pescas de mantarrayas, tiburones y tortugas; tuvieron que vencerse pueblerinas y comprensibles resistencias de padres y de pretendientes de muchachas hermosas; hubo que acechar, con paciencia infinita, el momento justo en que un oleaje coincidiera con la luz, el momento en que una flor o un árbol fueran captables para la lente, y hubo que afinar hasta la adivinación los ojos para que supiesen descubrir, entre el aluvión de lo cotidiano y lo vulgar, aquel gesto, aquella sonrisa, aquel trémulo follaje, aquella enloquecida vegetación y aquel rincón de la tierra que pudiesen mostrar lo que era el sueño y la realidad de Acapulco.

Y así como Francisco Tario había desechado uno tras otro sus manuscritos y había escuchado los juicios que pudiesen auxiliarlo en su difícil empresa, así también Lola Álvarez Bravo, tras de una primera serie de fotografías, tuvo que emprender otra segunda de la que volvió con un cargamento impresionante: varios miles de fotografías a cual más admirable. Vino entonces la selección para elegir entre ellas solo las ochenta y tantas que debía llevar el libro y, sobre todo, las que eran más adecuadas para componer, junto con el texto, una unidad. Conjugáronse así estos dos criterios —el de la belleza de las fotos y el de la unidad de la obra— hasta lograr encontrar, no sin múltiples renuncias, el ritmo y el acento buscados.

La obra realizada por Lola Álvarez Bravo —que ha conquistado ya un lugar de primera línea en la fotografía mexicana de arte— ha sido excepcional por todos conceptos, y sus fotografías de Acapulco quedarán como su obra más madura y ambiciosa. Con una maestría admirable, supo esquivar todo lo fácil y superficial para descubrir la verdad recóndita de aquella cálida belleza. Al proponérsele los textos de Francisco Tario, que debería acompañar con sus fotos, encontró que la interpretación que ellos le proponían de Acapulco coincidía e iluminaba la suya propia y eran el panorama preciso que podía orientar sus ojos. Y al fin, escritor y fotógrafa, tuvieron el raro don de ajustar su sensibilidad y poder entregar, a las manos del realizador, una obra emocionante y viva.

Pero, ¿cuál debería ser la vestidura, o la “camisa” de un libro de esta naturaleza? He allí otro problema por resolver y que, como los anteriores, pudo solucionarse con fortuna excepcional. Se pidió al pintor Carlos Mérida que proyectara el forro del libro y, con una elegancia y una belleza que afirman una vez más su prestigio, realizó una de las portadas más luminosas y sugestivas que puedan recordarse en la historia de nuestras artes del libro.

Todo este material fue entregado al fin y tras de largos meses de labor, a una de las manos más aptas y experimentadas de la tipografía mexicana, a Joaquín Díez–Canedo que tiene en su haber la calidad tipográfica de los libros del Fondo de Cultura Económica y muchos otros volúmenes, dignos herederos de la ilustre tradición de la tipografía mexicana. Y se llegó entonces a la parte más ardua y comprometida de esta larga empresa, aquella que consiste en convertir en un libro hermoso unas cuartillas de texto, unas fotografías y un proyecto de portada. Se buscó entonces el papel más adecuado, Ivory North Star Dull Coasted Book de 90 kilos; se encargaron los grabados a uno de los talleristas más cuidadosos —Martínez y Cruzado— y se confió la impresión, parte fundamental de la tarea, a la Editorial Nuevo Mundo. En cuestión de grabados, como lo saben todos los que han hecho libros en México, nuestros talleres están aún en pañales, pero, en la medida de nuestras limitaciones, pueden emprenderse ya monografías de arte decorosas. Tal era pues uno de los principales obstáculos. Sin embargo, gracias a la supervisión infatigable de Díez–Canedo y al sentido de responsabilidad de la Editorial Nuevo Mundo y del taller de grabados, pudieron imprimirse, con un mínimo de fallas técnicas, siete mil ejemplares de Acapulco en el sueño, con una perfección en todos los órdenes, pocas veces alcanzada.

Y cuando, después de años y meses de labor, surge en México un libro como Acapulco en el sueño, podemos celebrar que un libro hermoso en todos sus aspectos pueda mostrar al mundo la gala de nuestro país y el lugar más hermoso de nuestro trópico, y celebramos también uno de los mayores triunfos de los artistas y de la industria editorial de México: el poema vigoroso y trémulo que ha escrito y proyectado Francisco Tario, las fotografías magistrales y emocionantes de Lola Álvarez Bravo, la portada luminosa de Carlos Mérida, la ejecución tipográfica intachable de Joaquín Díez–Canedo, y junto a sus méritos, los de todos aquellos operarios mexicanos que, juntos, entregan ahora este libro en el que vive la promesa de libertad, de magia y de poesía que hay en Acapulco.

sábado, 28 de marzo de 2015

“A los 80, me siento como si tuviera 200”

28/Marzo/2015
Laberinto
José Luis Martínez

Llegamos a la casa de Fernando del Paso en la colonia La Calma, en Guadalajara, un sábado a mediodía. Su esposa Socorro leía los periódicos junto a un ventanal, frente al jardín. Fernando del Paso vestía traje azul marino a rayas, camisa celeste y corbata azul con lunares de colores; llevaba mancuernillas, zapatos negros y el pelo, blanco y un poco largo, impecablemente peinado. Nos tendió la mano y enseguida, tocándose la garganta con el índice y el pulgar, dijo que le costaba esfuerzo hablar. En realidad, solo queríamos tomarle unas fotografías.

La sesión comenzó en la recámara, continuó en el cubo de la escalera —convertido en una auténtica galería con sus pinturas y dibujos— y luego en el estudio, donde, sobre el escritorio, se apilaba el borrador del tercer tomo de Bajo la sombra de la Historia. Ensayos sobre el Islam y el judaísmo —más de 500 páginas y sigue creciendo.

—Siempre estarán saliendo cosas nuevas y el libro no quedará terminado mientras Fernando no se siente y decida ponerle punto final —dice Socorro—. Así sucedió con Noticias del Imperio. Un día dijo “Ya”. El embajador en Bélgica iba a enviarle unas cartas de Carlota pero si las hubiera incluido la novela habría seguido creciendo. Me gusta la primera frase de La sombra de la Historia en la que dices que escribes el libro no para enseñar… —agrega Socorro. Don Fernando la interrumpe y completa la idea:

—El contenido del libro no es lo que quiero enseñar; es lo que quería aprender.

—Si uno observa sus libros —continúa Socorro—, descubre que todos son él. Cada uno le ha costado mucho trabajo, y al escribirlos ha hecho lo que siempre ha querido: aprender. Antes de empezar con La sombra de la Historia planeaba hacer otra cosa. Sin embargo, salió la Biblia y vio que ahí había toda una historia. Es un libro sobre el Holocausto, sobre los musulmanes, sobre la vida religiosa.

Prendí la grabadora y le hice unas pocas preguntas sobre sus otras pasiones, además de la literatura: la pintura, la cocina y la música. Fueron respuestas breves. Días antes me había respondido un cuestionario que le envié a través de su hija Paulina; unas pocas palabras sobre sus libros y su oficio de escritor.

Fernando del Paso dice que Las mil y una noches fue el primer libro voluminoso que leyó “gracias a que me lo regalaron mis padres. Siento que tuvo una enorme influencia sobre mí”. Acerca de sus primeros pasos en la escritura, recuerda que a los diez años escribió un poema a su madre, “de una cursilería sublime”.

Tenía poco más de veinte años cuando se inició en el oficio de escritor:

—Mis mejores amigos y maestros en esa época fueron el escritor mexicano–español José de la Colina y el colombiano Antonio Montaña. Fueron mis mentores y guías en los mundos mágicos de James Joyce, Marcel Proust, Franz Kafka, Italo Calvino, William Faulkner y muchos otros grandes escritores, de los que aprendí a escribir. También fui amigo de José Emilio Pacheco, de Juan Rulfo y Juan José Arreola. Con Antonio Montaña y José de la Colina me reunía los sábados a escribir, cada quien con su Olivetti portátil, en una calle muy rara que se llama Isabel Lozano, cerca de la calle de Eugenia, en la Narvarte.

Ya es una costumbre referirse a Fernando del Paso como el autor de tres novelas que son también tres catedrales. Hay que preguntarse, sin embargo, a que motivo respondió cada una de ellas.

José Trigo partió de la duda existencial más profunda; Palinuro de México de la certeza de mi propia existencia y de la existencia de mis seres queridos: es un himno a la vida; Noticias del Imperio surgió de una enorme documentación sobre el episodio de nuestra historia del cual fueron víctimas sus propios perpetradores.

—Él ha amado siempre Palinuro, porque es un poco su vida. —interviene Socorro—, ¿no es así?

—Yo no soy Palinuro pero Palinuro es yo porque digo lo que me hubiera gustado ser y quién pude haber sido —responde Fernando del Paso.

—Vaya uno para donde vaya —agrega Socorro—, siempre es lo mismo con los libros de Fernando. José Trigo es la historia de nuestro pueblo. Por eso Tlatelolco es tan importante. En un aniversario del 2 de octubre, armó para la revista Siempre! un artículo con fragmentos de la novela. Parecía que todo sucedía en ese momento, que no venía del pasado. Es mi libro favorito. Por entonces, mientras trabajaba en la novela, sufrió el primer cáncer. No sé si sea un invento mío, pero después de la primera radiación lo vi con más ganas de escribir. En ese tiempo pasó una cosa curiosa, que ahora me causa risa: al pasar el principio de la novela a máquina no pude transcribir nada que tuviera una carga sexual. Me equivocaba o me comía renglones. Cuando Fernando leía lo que había hecho, me lo regresaba para que volviera a pasarlo a máquina.

Fernando del Paso también es pintor, un pintor autodidacta que comenzó a dibujar en la niñez, aunque al paso del tiempo prevaleció la literatura.

—El dibujo y la pintura —dice— representan una segunda vocación y en cierto modo un refugio.

Además de la música (Mozart y los barrocos), que escucha mientras escribe o dibuja, Fernando del Paso es un apasionado de la cocina. Junto a Socorro, escribió el libro La cocina mexicana: los textos descriptivos son suyos, las recetas de Socorro.

—Cuando trabajé en publicidad, mi jefe, Francisco Fernández, era gourmet y conocía muy buenos restaurantes en la Ciudad de México. Yo lo acompañaba con frecuencia y así fue naciendo mi afición. Después conocí a Socorro, me casé con ella y resultó una extraordinaria cocinera. Luego nos fuimos a vivir a Estados Unidos, donde aprendimos a preparar platillos de distintos países. En Francia, donde estuvimos siete años, disfrutamos de la mejor cocina.

—Gustavo Sáinz (quien daba clases en la Universidad de Nuevo México) le ofreció a Fernando una beca —dice Socorro—, pero no pudimos irnos porque se descubrió su cáncer y no sabíamos qué hacer. Después, cuando volvieron a ofrecerle ir a Estados Unidos (a la Universidad Iowa City, en 1969), creímos que debía aceptar. “Esto no pasa más que una vez —pensé— y tiene derecho a irse”.

—De ahí nos fuimos a Londres (1971), donde estuvimos catorce años, y luego siete en París —dice Del Paso.

Fernando del Paso regresó a México en 1999 y desde entonces vive en Guadalajara, donde dirige la biblioteca que lleva su nombre. En marzo de 2013 sufrió varios infartos cerebrales que afectaron la motricidad y el habla. Se recupera y continúa escribiendo, pero a un ritmo más lento.

—A los ochenta años me siento como si tuviera doscientos —dice.

Socorro recuerda estos problemas de salud y otros más lejanos:

—Cuando tuvo el primer cáncer, todos lo desahuciaron, pero aquí sigue, trabajando todos los días. A veces ya no quiero ni ver los periódicos, porque del año pasado para acá, cada mañana que despertaba ya se había muerto otro escritor. Pero nosotros no perdemos la fe y aunque ya tenemos el boleto, mientras no tengamos el número del asiento, aquí seguiremos.
El comentario hace reír a don Fernando. Es un chiste privado para burlarse de la muerte: todos tenemos el pasaje para irnos de este mundo, solo falta que nos asignen el lugar —el día y la hora— que nos corresponde.

sábado, 24 de enero de 2015

Cristina Pacheco: “José Emilio nunca quiso convertirse en una cita literaria”

24/Enero/2014
Laberinto
José Luis Martínez

Cristina vio por primera vez a José Emilio en la Facultad de Filosofía y Letras. Eran finales de los años cincuenta. Las muchachas iban a la Universidad arregladas como si fueran a un desfile de modas: “Eran espectaculares —recuerda Cristina—, había unas muy bellas y todas ansiaban parecer muy originales en sus atuendos”.

José Emilio iba siempre de traje, era muy pálido y muy tímido. Fueron compañeros en una clase de latín, pero como él estaba muy adelantado, el maestro Poncelis lo mandó a un grupo superior. Dejaron de verse. Esporádicamente, Carlos Monsiváis asistía a ese curso y se hizo muy amigo de ella.

 “Un día —recuerda Cristina—, iba caminando por la explanada de Ciudad Universitaria cuando vi a Carlos con José Emilio. Nos saludamos y me dijo: ‘Él es José Emilio Pacheco, es poeta’. Él y yo intercambiamos frases obligadas: ‘Mucho gusto, ojalá que nos veamos pronto’ ”.

Cristina trabajaba en la Universidad en el departamento de Servicios Escolares levantando el papel carbón que se utilizaba para hacer las boletas. Luego pasó como auxiliar a la ventanilla 41, a la que acudían los estudiantes de música, obstetricia y enfermería. Meses después tuvo oportunidad de presentar un examen para desempeñarse como secretaria del arquitecto Raúl Enríquez, subdirector de Difusión Cultural, que se encontraba en el décimo piso de la Rectoría. Era el sitio de reunión de los colaboradores de la Revista de la Universidad, entre ellos José Emilio.

Meses después, Difusión Cultural organizó una exposición de Picasso en el Museo de Arquitectura. En el coctel de inauguración, como secretaria, Cristina debía atender a los invitados: funcionarios, artistas, escritores, entre los que se encontraba José Emilio. Se acercó a Cristina para elogiar la exposición, pero dijo que preferiría verla cuando hubiese menos gente e hiciera menos calor. Este comentario lo hizo, tal vez, porque Cristina llevaba un abrigo (prestado) muy bello pero muy impropio para el clima en la sala. Como no logró convencerla de que se lo quitara, la invitó a salir para tomar el fresco. Ella aceptó, pero le advirtió que ya casi era hora de volver a su casa. Él se ofreció a llevarla hasta el paradero. Pero como el camión no llegaba, le propuso caminar hacia Insurgentes en busca de un taxi. Ella estuvo de acuerdo. Mientras caminaban, empezaron a conversar acerca de su trabajo, su vida, sus cosas y, sin darse cuenta, llegaron a la calle de Pestalozzi, al edificio donde ella vivía. “Al despedirnos —recuerda Cristina—, me propuso que volviéramos a vernos y me regaló un número de Nivel con sus poemas. ‘¿Quiere leerlos?’, me dijo. Le contesté que sí. Yo estaba familiarizada con sus textos, porque una de mis obligaciones en Difusión Cultural era pasar en limpio las colaboraciones para la Revista de la Universidad. Aquella noche, sin decirlo, empezó un noviazgo que duró muy poco tiempo”.

Cristina agrega: “Aparte de que nos veíamos en el décimo piso, nos pasábamos la tarde caminando. Un día me invitó a su casa. Estaba en Eugenia, era muy grande, olía a nardos y escuchábamos el péndulo de un reloj antiguo. Subimos al estudio de José Emilio. Era un cuarto largo dividido por una cortina verde, cerca de la ventana había un escritorio (donde ahora trabajo) y un sillón. Todo lo demás eran libreros —que ahora están en mi casa—, con puertas de cristal. José Emilio las abría para mostrarme sus libros más preciados. Me obsequió Carlota en Weimar, de Thomas Mann, el primero de los muchos libros que me regaló. Luego se puso a enseñarme sus papeles, sus cuadernos, sus plumas. Al fin bajamos a la sala y en ese momento llegaron sus padres, no los conocía y me impresionaron: él por su sobriedad y su magnífica figura; ella por su belleza y su porte. Intercambiamos miradas, como si las dos supiéramos lo que iba a suceder entre José Emilio y yo. Después de muchas ocasiones volví a la casa de Eugenia, José Emilio y yo subíamos al estudio, hasta allá nos llevaban los platillos elaborados por Conchita —la mejor cocinera que he conocido— y mientras los disfrutábamos hacíamos planes para nuestro futuro.

***
Hacia el fin de año, los padres de José Emilio lo mandaron en un crucero a Panamá. Fue su primera separación. Al irse, él le encargó a Cristina sus artículos y le pidió, por favor, que los pasara en limpio y los entregara en la revista. Ella aceptó el encargo porque era una forma de permanecer junto a él, aunque con el temor de que durante la travesía se interesara por otra muchacha.

Pocos sabían de su noviazgo. Cuando decidieron casarse, hubo opiniones contrarias. Muchos de sus amigos y conocidos desaprobaron la boda; otros, en cambio, la celebraron: Max Aub, Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, Vicente y Albita Rojo, Tito Monterroso, Juan García Ponce, Roberto Fernández Balbuena (con quien Cristina trabajaba) y Salvador Barros Sierra, el gran amigo de José Emilio.

Se casaron en 1961. La celebración consistió en un desayuno en el Sanborns de la calle de Durango, en la colonia Roma, al que convocó Max Aub. Después se fueron de luna de miel a la Hacienda Vista Hermosa, en Morelos, donde leyeron La muerte de Artemio Cruz, que comenzaba a circular. Al cabo de tres días, volvieron a la realidad y tomaron la decisión de vivir por sus propios medios.

“Hubiera sido muy cómodo aceptar la ayuda de sus padres y vivir en su casa —comenta Cristina—. Pero nosotros queríamos algo distinto, algo nuestro. Vivíamos en Tajín 370, era un estudio pequeño, con una ventana diagonal y al fondo un arriate. Teníamos un escritorio (que conservo), un sillón, una máquina de escribir y papeles. Eso era todo, eso era el mundo para nosotros”.

La situación económica era mala. José Emilio buscó otras fuentes de ingresos y empezó a colaborar en la revista Sucesos, de Gustavo Alatriste. La colaboración de Cristina consistía en llevarle los artículos a Raúl Prieto, Nikito Nipongo, director de la revista. Luego de varias conversaciones con Cristina, Prieto le propuso que colaborara en Sucesos. Así comenzó la serie “Ayer y hoy”, firmada con el seudónimo de Juan Ángel Real. Unos meses más tarde, Gustavo Alatriste dejó en sus manos la dirección de la revista La Familia. El pago fue generoso.
***
Estuvieron cincuenta y dos años juntos.

“Él decía que lamentaba que no nos hubiéramos conocido antes. Vivíamos relativamente cerca: yo en Pestalozzi y él en Eugenia. Yo tomaba el camión en Mariscal Sucre y él iba al CUM. Decía: ‘Alguna vez tuvimos que habernos encontrado’. No lo creo. Yo lo conocí en CU y fue maravilloso. Por eso digo que a la Universidad le debo todo: educación gratuita, el trabajo, algunos de mis mejores amigos y personas que fueron muy importantes en nuestra vida, como Carlos Fuentes, colaborador de la revista.

“Poco después de nuestra boda, José Emilio me pidió que lo acompañara a entregarle un texto a Fuentes (seguramente para la Revista Mexicana de Literatura). La casa estaba en San Ángel. Lo primero que vi fue una piscina y a Fuentes, con un suéter azul arremangado, leyendo. Su sonrisa fue muy amistosa y su comentario como un regalo para mí: ‘Me gusta, me gusta su esposa, qué bueno que se casaron’. A partir de aquel día tuve por Fuentes un especial afecto y recibí de él muchos otros valiosos regalos: sus conversaciones”.
***
Mientras toma un café doble cortado en la librería El Péndulo de la colonia Condesa, Cristina recuerda todo lo que aprendió al lado de José Emilio y también la forma en que él le hablaba de sus intereses y sus gustos, entre ellos la música.

“Aunque su compositor predilecto era Mozart, le fascinaba la música popular: boleros, tangos… Le fascinaba Agustín Lara tanto como José Alfredo; podía pasarse horas escuchando a Gardel, a Rosita Quiroga, a Arsi Acosta cantando ‘La copa rota’. Tenía un especial gusto por los danzones. Lamentaba no haber aprendido a bailarlos, tanto como yo me recrimino por no saber nadar. A José Emilio le gustaba verme bailar, solo una vez lo hicimos y por breves segundos: una experiencia que nunca olvidaré.
***
Cristina dice que otra de las cosas extraordinarias de José Emilio era su generosidad, su interés por todo, su respeto por los demás escritores, su fascinación por las palabras: podía pasarse horas o días buscando la precisa, la necesaria. Otra experiencia maravillosa era verlo ordenar sus pensamientos.

“Pude apreciarlo más en los últimos tiempos, cuando trabajábamos más que nunca juntos. De pronto me decía: ‘Tengo que escribir un artículo sobre Beckett’. Enseguida bajábamos a buscar sus libros, revistas donde hubiera artículos acerca de él, diccionarios, notas que tenía guardadas. Lo subíamos todo al cuarto que a partir de ese momento quedaba intransitable. Él en la cama y yo frente a la computadora, guardábamos silencio. De pronto, él decía: ‘No, no voy a poder; necesito más tiempo, es un autor muy difícil. Mejor no entrego, avisa a la revista’. Yo no me preocupaba, sabía que José Emilio respetaba, como nada, el día de entrega. Le pedía que se diera un poco más de tiempo; él fumaba, veía los libros, hacía alguna anotación e insistía en que no iba a poder. Otra vez el silencio, otra vez la quietud, otra vez la espera. Al fin, de pronto, como un chispazo me dictaba el título y la primera frase. Y luego las demás hasta llegar a la línea en que ponía sus iniciales JEP. Después comenzaba la otra etapa, también interminable, la de la corrección”.

¿Cómo era cuando escribía poesía? Cristina responde: “Un misterio, un ser más solitario y nocturno, y también un cazador de palabras. Lo vi buscar, durante más de cuarenta años, el nombre de una rosa que aparece en los Cuartetos de Elliot. Le debo a José Emilio haberme acercado a ese maravilloso escritor, lo sabía todo y todo nos lo dice siempre.
***
José Emilio fue un hombre muy querido, no solo por su familia y sus amigos, sino por sus lectores. La clave de este cariño, Cristina la encuentra en su sencillez.

“Nunca habló de sí mismo en tercera persona ni mucho menos. No pensó que era un ser excepcional ni que su trabajo fuera lo más importante en el mundo, para él todos eran valiosos. Me decía: ‘Tal vez te parezca que soy muy buen escritor, pero si me pones a hacer zapatos acabarás viéndome como un perfecto imbécil’.

Y algo más, agrega Cristina: “José Emilio no quiso convertirse en personaje ni hacer de su vida una cita literaria. Compartió sus conocimientos con enorme generosidad. Hay un aspecto muy hermoso, casi infantil, en su carácter: el deslumbramiento que sentía por todas las cosas, hasta las más comunes. Lo recuerdo fascinado por los colibríes que llegaban a nuestra ventana o por el grillo que apareció en una planta y al que bautizamos. A su lado, no conocí el aburrimiento, sabía jugar, jugábamos todo el tiempo, inventamos personajes, situaciones, un idioma: me duele ya no tener con quien hablarlo.
***
Excepto por sus padecimientos físicos, hasta el final José Emilio conservó intactas todas sus facultades.

“Para él fue muy doloroso no poder caminar. Sobrellevó esa limitación con valor e inteligencia. A cambio de esa imposibilidad, todo el tiempo leía y escribía. Tengo muchos papeles escritos por él en las últimas fechas. Me cuesta mucho trabajo verlos, o mirar su pluma o descubrir las manchas de café que dejó en sus cuadernos. Es muy difícil haber vivido tanto tiempo con una persona y saber que ya no está, ni estará. Despacio voy aprendiendo a aceptar esa ausencia. Frente a esta realidad, no voy a abusar de mi derecho a decidir sobre lo que dejó inédito. Son textos que quiero leer con cuidado, despacio, valorándolos —si es posible— más allá de la emoción. Lo que sí dejó concluido son los Cuartetos de Elliot y las notas que son divertidísimas. Con frecuencia me las leía para reírnos y hacer nuevas correcciones. Esta obsesión suya me hizo sentir que en realidad José Emilio no quería desprenderse del señor Elliot: su gran compañero.


Cristina concluye: “José Emilio llegó vivo a la muerte, unas horas antes escribió su último texto. No he vuelto a leerlo. Un día lo haré”.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Batis: “Estoy muy contento con lo que he vivido”

27/Diciembre/2014
Laberinto
José Luis Martínez

Huberto Batis, el legendario director del suplemento cultural sábado, cumple 80 años. En su casa, con su compañera Patricia González como testigo, habla de sus problemas de salud, de sábado, de su carácter explosivo, de su permanente magisterio. Tiene una memoria extraordinaria y un implacable sentido del humor.
¿Qué significa para usted llegar a los 80 años?
Significa algo que yo no quise entender cuando los viejos me lo decían. Cuando Fernando Benítez, José de la Colina y yo empezábamos a hacer sábado, Benítez tenía 70 años y nos decía que ya estaba cansado, que la vejez era una maldición —yo lo veía ágil, sano, y no entendía. Yo llegué a los 70 entero, también ágil, todavía no se me manifestaban las enfermedades, pero de los 70 a los 80 comenzaron a incubarse cosas espantosas. De repente me dijeron que tenía cáncer, y ahí comenzó mi declive.
En estos años también deja la dirección de sábado.
El unomásuno lo compraron Manuel Alonso y su hijo Manuel Alonso Coratella con el dinero de la campaña presidencial de Francisco Labastida —Vicente Fox le decía La Vestida—. Alonso me invitaba a comer a los mejores lugares y decía que el periódico era muy bueno y el suplemento lo mejor de todo. Pero cuando Labastida pierde las elecciones, comenzó a decir que el periódico era una porquería y el suplemento diez porquerías. Con gran intemperancia comenzó a correr a la gente, reporteros, fotógrafos, funcionarios. Cuando corrió al director Luis Gutiérrez, me di cuenta que seguía yo.
Un día me llamó y me dijo: “Tu suplemento es un asco”. “¿Por qué?”, le pregunté. “Por todo” —me respondió. “Por el lenguaje, los temas, la pornografía, las fotografías”. “El mundo entero dice que está muy bien”, le contesté.
El siguiente número me lo envió lleno de marcas, de círculos rojos. Tachó una caricatura de Eko diciendo que era impublicable. Los textos de algunos articulistas le parecían cochinadas. Me comentó que como yo seguía terco con mis temas e ilustraciones, me iba a censurar. Después me enteré, me lo dijo Guillermo Fadanelli, que ya había un director suplente y que era Mauricio Montiel, quien había hecho un suplemento en Guadalajara.
Pero usted renunció al sábado.
Quisieron imponerme un formato, todo fúnebre y no acepté. Le dije a Manuel Alonso Coratella: “Tú crees que me voy a permitir hacer un suplemento así, te vas al carajo”. Entonces vino una calma chicha, pero ya todos me veían como un condenado a muerte. Un día, me llamaron a la oficina de Alonso en la calle de Florencia, frente al Ángel; me dijeron: “Aquí hay un sobre cerrado con una cantidad para que no hagas escándalo y te vayas amistosamente”. No acepté. Faltaban unos meses para que acabara el siglo y les dije: “No me voy hasta que termine el siglo XX, quiero cerrarlo, quiero mi liquidación conforme a la ley y reservarme el derecho a explicar las causas de mi despido”. Me dijeron que sí, pero me propusieron que escribiera mi renuncia y que ellos la iban a guardar hasta que finalizara el año. La escribí, argumentando motivos de salud, y al otro día la publicaron, anunciando el nombramiento de Montiel. Sin embargo, como él no podía viajar de inmediato al Distrito Federal, estuve todavía varios meses en el periódico y mantuve sábado a todo dar, publicando todo lo que nos daba la gana.
Hay quienes critican de manera muy fuerte sábado, porque junto a materiales extraordinarios se publicaban cosas lamentables. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Que tienen razón. Roberto Vallarino lo decía también. Entre otras cosas, nosotros encontramos un filón de escritores muy jóvenes, algunos muy malos, que tenían el valor de la realidad, de la verdad. No tenían cuidado ni tapujos de nada, no estaban haciendo carrera porque todos eran sidosos y estaban condenados a muerte. Entre ellos se encontraban el hermano de Julián Pastor y José Rafael Calva, que estaba en Nueva York y escribía de música. En ese tiempo empezamos a publicar fotos de homosexuales en el teatro. Por ejemplo, a un tipo besándole la nalga a otro en una escena. Eso me lo puso Alonso circulado de rojo, diciéndome que qué era esa porquería.
¿Se considera un provocador?
Yo no buscaba provocar.
Pero lo hacía…
Bueno, mis colaboradores tuvieron de repente un libertinaje. La libertad se convirtió en libertinaje y empezaron a escribir cosas bastante absurdas.
No ha habido otro suplemento cultural que tenga la presencia de sábado. Mucha gente que compraba el unomásuno se quedaba con el suplemento y tiraba lo demás.
Exacto, así era. Yo hacía muchas giras por la provincia, me invitaban a hablar de sábado y tenía llenos completos, gente que quería saber cómo lográbamos hacerlo y quiénes eran los escritores que estaban detrás de los nombres de Xavier Velasco, Enrique Serna, Guillermo Fadanelli, Manuel Aceves…
Por otra parte, por su carácter muchos le tenían miedo.
Llegaba alguien a sábado y le preguntaba: “¿Qué traes ahí?” “Traigo unos poemas”. Yo agarraba sus hojas y las tiraba al suelo. “¡Más poemas! ¡Me quieren matar! ¡Me van a ahogar de mierda!” Después levantaba las hojas y le decía: “Los voy a leer, voy a ver si son publicables o no. Pero te voy a enseñar: todos estos cajones están llenos de poemas, entonces en un siglo no se podrán publicar los tuyos, así que despídete de ellos, nunca te va a tocar, no compres el periódico porque no vas a salir.
Hay una foto que yo truqueé, en la que alzo una máquina de escribir y estoy a punto de arrojársela al pintor Marco Lamoyi. La publicamos y la gente decía “qué cinismo, publicar una foto así del director de un suplemento cultural tirándole la máquina de escribir a un colaborador”.
¿Cómo escritor, se siente satisfecho?
No hice lo que quería hacer. Comencé haciendo Índices de El Renacimiento (UNAM, 1963), una investigación académica, con rigor, me costó diez años y es mi mejor libro. Pero si tú me preguntas si cambiaría todo lo demás por cinco libros como ése, no.
¿Está contento con lo que ha hecho?

Estoy muy contento con lo que viví y se vivió.

domingo, 25 de mayo de 2014

Entrevista: Juan Villoro

24/Mayo/2014
Laberinto
José Luis Martínez

De sus modelos y sus formas inéditas de concebir el mundo, del humor y la contracultura, de la musicalidad en la literatura y de la memoria, aunque no por esta vez de futbol, de todo ello habla un entusiasta de las grandes pequeñeces.  Acompañamos sus opiniones con la lectura de su libro más reciente, Balón dividido 



Juan Villoro es narrador, ensayista, cronista, dramaturgo, traductor, editor, tiene una memoria prodigiosa y un impecable sentido del humor. En febrero de este año ingresó a El Colegio Nacional con el discurso titulado “Históricas pequeñeces: vertientes narrativas en la obra de Ramón López Velarde”, que fue respondido por el antropólogo Eduardo Matos Moctezuma.

En su intervención, Matos Moctezuma destacó la “versatilidad impresionante” de Villoro y agregó: “nada en el mundo de las palabras le es ajeno, de su pluma brotan palabras que retratan situaciones y personajes que transitan por la vida con su propia carga y cargas ajenas”.

¿De dónde viene la literatura de Villoro, esa gran capacidad para mirar el mundo a través del cristal del humor y conciliar lo culto con lo popular? La siguiente conversación intenta responder esa pregunta.

El humor siempre está presente en tu literatura.
El humor es una manera de respirar, es consustancial a la persona que mira el mundo y creo que no hay nada más pesado que alguien que se quiere hacer el chistoso. Desgraciadamente, en la cultura mexicana no ha tenido un espacio privilegiado; han existido escritores con notable sentido del humor como Juan José Arreola, Salvador Novo, Carlos Monsiváis, pero no ha sido una constante de nuestra literatura.

Cuando hizo su titánica antología La poesía mexicana del siglo XX, Monsiváis decía en el prólogo que la gran asignatura pendiente de nuestra literatura era el humor. Porque era una literatura que se podía preciar de tener grandes hallazgos, pero todos eran serios, dramáticos, desgarrados, y es que rara vez la literatura mexicana le ha apostado a la ligereza o al humor. Basta ver los títulos de algunas obras clásicas: El luto humano, Los días enmascarados, El laberinto de la soledad, Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, El Llano en llamas: todos aluden a situaciones tensas, desgarradas, límite.

Yo me formé de manera irregular leyendo más cómics que libros. Disfrutando, por ejemplo, La familia Burrón, Los Supersabios, Los Supermachos, La pequeña Lulú; viendo las series de la época de oro de la televisión —Mi marciano favorito, El súper agente 86, La isla de Gilligan—; o escuchando las narraciones deportivas de Ángel Fernández, “El Mago” Septién y “Sony” Alarcón. En todos estos discursos de lo popular, el sentido del humor resultaba esencial. Era imposible oír un partido de futbol narrado por uno de estos cronistas o leer una historieta de estos caricaturistas [Gabriel Vargas, Germán Butze, Rius, Marge], sin entrar en contacto con el sentido del humor.

El caldo de cultivo que tenía para acercarme al mundo de la representación y de la palabra estaba impregnado de sentido del humor y a mí me parecía, por temperamento, que eso era muy deseable. No sabía que la literatura mexicana era muy seria.

El primer libro que yo leí por interés y por vocación de lector fue De perfil de José Agustín, irreverente y con mucho sentido del humor. Empecé a escribir en la estela de José Agustín, siguiendo sus procedimientos, en los cuales los albures, la picardía cotidiana, el humor callejero, eran esenciales, y lo asocié, también de manera muy libre, con lo que yo había recibido de estímulos en la televisión, las narraciones de los locutores, los cómics.

Luego, cuando Jorge Ibargüengoitia empezó a publicar en el Excélsior de Julio Scherer, encontré, digámoslo así, una manera autorizada, legítima, de entender que el humor es un atributo de la inteligencia; o sea, no es simple y sencillamente algo que esté destinado a hacer reír a las personas, sino que te revela algo oculto de la realidad.

Augusto Monterroso decía: “El verdadero fin del humorista es hacer pensar y, a veces, hasta hacer reír”. A él le parecía más importante que el humor te hiciera pensar y luego te provocara una carcajada, si eso era necesario o posible. Pero lo importante para él era que el humor te revelara otra forma de entender la realidad.

Entonces, de manera intuitiva, caótica, informal, estos gustos, estos procedimientos y mi propio temperamento me llevaron a hacer un tipo de literatura en la que, de pronto, aparece el humor.

Que ha sido cultivado sobre todo en la literatura inglesa.
Es bien difícil ser un clásico de la literatura inglesa sin sentido del humor. De Shakespeare en adelante el humor es casi un sello de calidad de la literatura inglesa. En Joyce, Wilde, en la mayoría de los autores en los que podamos pensar, el sentido del humor es lo que le da un extra a la literatura inglesa. Para nosotros, en cambio, más bien ha sido una excepción —desde el punto de vista literario, no en la cultura popular.

Por otra parte, se confunde el humor con el chiste.
Eso es muy frecuente. Entre los cómicos de Televisa, por ejemplo, resulta extraordinariamente ridículo que la figura del “joto”, del afeminado, por el simple hecho del amaneramiento sea chistosa; o el chiste de pastelazo, la humillación física de alguna persona; el clasismo, que está muy marcado en la televisión mexicana; o los albures, que me parecen un síntoma de primitivismo cultural (cuando en otros países ven al Compayito, tal vez imaginan que los mexicanos tenemos unas obsesiones sexuales muy primitivas).

Todo esto forma parte de esa zona del humor que es el humor por decreto —y que incluso en la tele te lo enfatizan con las risas enlatadas; hacen un chiste pésimo pero aparece la risa grabada y entonces, por decreto, eso fue chistoso—. El verdadero sentido del humor es muy distinto, es algo que está ahí como un experimento, a algunos les da risa, a otros no, pero lo importante es que te revele una manera diferente de ver la realidad.

En tu literatura hay humor, pero también música.
La literatura es una forma de la música. Cuando lees a un autor que te gusta, hay un sentido eufónico de las palabras absolutamente único. Cuando uno escucha los discos en los que Juan Carlos Onetti lee sus cuentos, te das cuenta que de esa respiración asmática, pausada, de un hombre que está fumando y tiene una visión melancólica del mundo, depende mucho la manera en que leía sus propios textos. Onetti tenía un ritmo interior extraordinario, que transmitía a su escritura con la textura melódica de una composición de jazz.

Lo mismo hacía Julio Cortazar, que era tan aficionado al jazz y a quien le interesaba de pronto que sus textos tuvieran ese grado de lirismo que puede tener la improvisación de un virtuoso del saxofón. Yo creo que la literatura está muy impregnada de musicalidad, pero es una música que se escucha en silencio.

La auténtica música te puede servir mucho como patrón y como estímulo para tu propia musicalidad. A mí me interesa, en ese sentido, como un compás percusivo, como una armonía, como un trasfondo de mi propio ritmo en las palabras.

En el caso muy concreto de la música de rock, me llamaba la atención el mundo que convocaba. Me volví aficionado, más que a los conjuntos y sus composiciones, al cambio de vida que estaba proponiendo, me interesaba muchísimo la contracultura y la posibilidad de entender que la juventud había dejado de ser una categoría biológica para convertirse en una categoría social, y que a partir de los años sesenta había formas específicas de ser joven: amabas como joven, te vestías como joven, tenías religiones de joven, hacías viajes de joven, tenías un lenguaje de joven.

Si antes los jóvenes eran adultos en miniatura —todavía en los años cincuenta los veías vestidos de traje, tratando de imitar a sus padres desde la presentación hasta la conducta—, en los sesenta esto se trastoca por completo y ser joven ya es un universo diferente. Esa revolución del comportamiento me cautivó. Lo que me interesaba, cuando empezaba a escribir crítica de rock, cuando escribía los guiones del programa El lado oscuro de la luna, era justamente captar ese contexto; cómo la gente estaba tratando de reinventar el mundo con el pretexto de la música; la música era un pretexto de siete notas para irte de tu casa, para viajar a la India, para volverte vegetariano, para descubrir que el zodiaco te tenía una sorpresa reservada.

Ese tipo de cambios de destino y de vida fueron los que a mí me parecieron extraordinarios en esa época y quise ser testigo de ello. Escribí un librito, Tiempo transcurrido, que trata un poco de este tipo de situaciones.

José Agustín hace la escritura del joven para el joven.
Además hizo una cosa muy interesante porque, en Estados Unidos y en Inglaterra, la música de rock era tan potente que los jóvenes podían encontrar mensajes de renovación y de cambio exclusivamente en ella. Escuchabas a Bob Dylan o años después a The Clash y había una serie de mensajes que podían cambiar tu manera de entender el universo.


En México esto no fue posible. Las tocadas de rock estaban prohibidas, no había conciertos, los cafés cantantes se habían cerrado, las revistas de rock zozobraban o muchas veces eran censuradas. Entonces ocurrió un fenómeno de sustitución y los escritores de “La Onda”, con José Agustín a la cabeza, cumplieron ese cometido. En el México de los años sesenta, si tú leías De perfil, La tumba, Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, o una obra de teatro espléndida como Círculo vicioso, te dabas cuenta de que todos los discursos, los temas, los cambios de comportamiento de la juventud estaban en esos textos.

Los mexicanos tuvimos mucho mayor acceso a la contracultura a través de la literatura que a través del rock, porque no hubo muchos grupos de rock que la encabezaran. Ha habido grupos de éxito como El Tri, pero es otro tipo de fenómeno. Ellos empezaron como un grupo que cantaba en inglés, Three Souls in My Mind, luego se desclasaron y se convirtieron en un fenómeno irónico, popular, muy interesante, pero menos complejo que la literatura de José Agustín.

En México ese compromiso contracultural lo hizo la literatura de una manera muy anticipada. España tuvo que esperar casi veinte años para que surgieran escritores como Ray Loriga, Chile otro tanto para que surgiera un escritor como Alberto Fuguet, Argentina para que apareciera Rodrigo Fresán, y México tuvo de inmediato a su escritor contracultural en los años sesenta, que fue José Agustín. Eso es muy significativo.

Como escritor, además de José Agustín, ¿quiénes han sido tus modelos?
Han sido muchos. En el campo de la mezcla entre lo culto y lo popular, en México fue esencial Carlos Monsiváis —en 1954 escribía de los poetas del modernismo y al mismo tiempo de un músico cubano como Bola de Nieve.

En aquel tiempo Umberto Eco, en Italia, comienza a hacer una exploración muy interesante de la cultura popular, ocupándose de los cómics, de los grafitis y de discursos que los semiólogos no habían tomado en cuenta.

En Francia, Roland Barthes en su libro Mitologías habla de la lucha libre, de los juguetes, de los menús, de la moda, y empieza a entender que la realidad es un discurso decodificable y que debemos ocuparnos de todas las formas de representación.

Este tipos de autores me marcaron mucho, si no ellos de manera inmediata, sí el tipo de búsquedas que perseguían, porque yo creo que no podemos entender nuestra realidad si no comprendemos las formas que la representan.

El deporte es una manera de representar nuestra realidad. Para conocer una época hay que saber cómo se entretiene la gente, qué ilusiones colectivas y qué frustraciones delega en actividades específicas; y fenómenos como el carnaval, el futbol, la lucha libre, el box, en fin, veinte mil cosas parecidas te dan una manera de representar nuestra realidad, y sería absurdo soslayarlas. Sobre todo a partir del momento en que vivimos en la sociedad de masas. Cuando la cultura deja de ser un asunto de consumo de las elites ilustradas y hay dos o tres tipos de consumo cultural, como el de las elites ilustradas, que sigue existiendo tal cual, descubres el de la gente que recibe todo tipo de influencias culturales a través de los medios electrónicos, de los periódicos, de las redes sociales. Entonces hay distintas formas de entender la realidad. No podemos comprender lo que somos sin atender a estas formas de representación, tan compartidas y tan decisivas para muchas personas.

Has dicho que tu literatura está hecha de memoria.
Me parece que la memoria es el gran compromiso que tenemos los escritores con el paso del tiempo. Escribimos para atesorar cosas, para demostrarnos que no han ocurrido en vano. Al final de Moby Dick, el narrador, Ismael, se salva del naufragio y les dice a los lectores:
“Ustedes se preguntarán por qué me salvé yo y todos los demás murieron. Bueno, porque alguien tenía que contar la historia”. Siempre es necesario contar la historia. Los escritores somos como la caja negra de los aviones. Todo se puede destruir menos la caja negra; esa memoria es importante.

Pasaron las guerras napoleónicas, la II Guerra Mundial, la Guerra Civil española, ahora la guerra del narcotráfico en México y quedarán testimonios memoriosos de eso. Yo creo que la memoria también nos permite establecer un tribunal moral, que no siempre ocurre en el mundo de los hechos. El mundo padece demasiadas injusticias y no siempre la gente que ha sido víctima de un abuso, de un ultraje, recibe una compensación. Con el tiempo, contar las historias de estas personas es una manera compensatoria de hacer justicia; esto no repara lo que se perdió, pero por lo menos impide que se olvide.

Yo creo que el olvido es un castigo muchas veces peor que la injusticia. Las víctimas del Holocausto no van a regresar a través de los testimonios que se han escrito, pero el hecho de que existan estos testimonios hace que no las olvidemos. Recordar es uno de los grandes compromisos de la literatura. A fin de cuentas se trata de una de las pocas actividades humanas en las que, todos los días, conversamos con los difuntos. Abres un libro de Shakespeare y está más vivo que nunca, y te conmueves con la suerte de Julieta como la de la chica adolescente que acabas de conocer. Eso es algo muy importante en la literatura, que está hecha de tiempo, de memoria.
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Juan Villoro nació en la Ciudad de México el 24 de septiembre de 1956. Miembro de El Colegio Nacional, es necaxista de hueso colorado y autor de libros como La noche navegable, El disparo de argón, El testigo, Arrecife, Los once de la tribu, Dios es redondo, El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, y de las obras de teatro Muerte parcial, El filósofo declara y Conferencia sobre la lluvia.