Laberinto
José Luis Martínez
Cristina vio por primera
vez a José Emilio en la Facultad
de Filosofía y Letras. Eran finales de los años cincuenta. Las muchachas iban a
la Universidad
arregladas como si fueran a un desfile de modas: “Eran espectaculares —recuerda
Cristina—, había unas muy bellas y todas ansiaban parecer muy originales en sus
atuendos”.
“Un día —recuerda Cristina—, iba caminando por la explanada de Ciudad Universitaria cuando vi a Carlos con José Emilio. Nos saludamos y me dijo: ‘Él es José Emilio Pacheco, es poeta’. Él y yo intercambiamos frases obligadas: ‘Mucho gusto, ojalá que nos veamos pronto’ ”.
Cristina trabajaba en la Universidad en el
departamento de Servicios Escolares levantando el papel carbón que se utilizaba
para hacer las boletas. Luego pasó como auxiliar a la ventanilla 41, a la que acudían los
estudiantes de música, obstetricia y enfermería. Meses después tuvo oportunidad
de presentar un examen para desempeñarse como secretaria del arquitecto Raúl
Enríquez, subdirector de Difusión Cultural, que se encontraba en el décimo piso
de la Rectoría. Era
el sitio de reunión de los colaboradores de la Revista de la Universidad,
entre ellos José Emilio.
Meses después, Difusión
Cultural organizó una exposición de Picasso en el Museo de Arquitectura. En el
coctel de inauguración, como secretaria, Cristina debía atender a los invitados:
funcionarios, artistas, escritores, entre los que se encontraba José Emilio. Se
acercó a Cristina para elogiar la exposición, pero dijo que preferiría verla
cuando hubiese menos gente e hiciera menos calor. Este comentario lo hizo, tal
vez, porque Cristina llevaba un abrigo (prestado) muy bello pero muy impropio
para el clima en la sala. Como no logró convencerla de que se lo quitara, la
invitó a salir para tomar el fresco. Ella aceptó, pero le advirtió que ya casi
era hora de volver a su casa. Él se ofreció a llevarla hasta el paradero. Pero
como el camión no llegaba, le propuso caminar hacia Insurgentes en busca de un
taxi. Ella estuvo de acuerdo. Mientras caminaban, empezaron a conversar acerca
de su trabajo, su vida, sus cosas y, sin darse cuenta, llegaron a la calle de
Pestalozzi, al edificio donde ella vivía. “Al despedirnos —recuerda Cristina—,
me propuso que volviéramos a vernos y me regaló un número de Nivel con sus poemas. ‘¿Quiere
leerlos?’, me dijo. Le contesté que sí. Yo estaba familiarizada con sus textos,
porque una de mis obligaciones en Difusión Cultural era pasar en limpio las
colaboraciones para la Revista de la Universidad. Aquella noche, sin
decirlo, empezó un noviazgo que duró muy poco tiempo”.
***
Hacia el fin de año, los
padres de José Emilio lo mandaron en un crucero a Panamá. Fue su primera
separación. Al irse, él le encargó a Cristina sus artículos y le pidió, por
favor, que los pasara en limpio y los entregara en la revista. Ella aceptó el
encargo porque era una forma de permanecer junto a él, aunque con el temor de
que durante la travesía se interesara por otra muchacha.
Pocos sabían de su
noviazgo. Cuando decidieron casarse, hubo opiniones contrarias. Muchos de sus
amigos y conocidos desaprobaron la boda; otros, en cambio, la celebraron: Max
Aub, Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, Vicente y Albita Rojo, Tito Monterroso,
Juan García Ponce, Roberto Fernández Balbuena (con quien Cristina trabajaba) y
Salvador Barros Sierra, el gran amigo de José Emilio.
Se casaron en 1961. La
celebración consistió en un desayuno en el Sanborns de la calle de Durango, en
la colonia Roma, al que convocó Max Aub. Después se fueron de luna de miel a la Hacienda Vista
Hermosa, en Morelos, donde leyeron La
muerte de Artemio Cruz, que comenzaba a circular. Al cabo de tres días,
volvieron a la realidad y tomaron la decisión de vivir por sus propios medios.
“Hubiera sido muy cómodo aceptar la ayuda
de sus padres y vivir en su casa —comenta Cristina—. Pero nosotros queríamos
algo distinto, algo nuestro. Vivíamos en Tajín 370, era un estudio pequeño, con
una ventana diagonal y al fondo un arriate. Teníamos un escritorio (que
conservo), un sillón, una máquina de escribir y papeles. Eso era todo, eso era
el mundo para nosotros”.
La situación económica era mala. José
Emilio buscó otras fuentes de ingresos y empezó a colaborar en la revista Sucesos, de Gustavo Alatriste. La
colaboración de Cristina consistía en llevarle los artículos a Raúl Prieto,
Nikito Nipongo, director de la revista. Luego de varias conversaciones con
Cristina, Prieto le propuso que colaborara en Sucesos. Así comenzó la serie “Ayer y hoy”, firmada con el
seudónimo de Juan Ángel Real. Unos meses más tarde, Gustavo Alatriste dejó en
sus manos la dirección de la revista La Familia. El
pago fue generoso.
***
Estuvieron cincuenta y dos años juntos.
“Él decía que lamentaba que no nos
hubiéramos conocido antes. Vivíamos relativamente cerca: yo en Pestalozzi y él
en Eugenia. Yo tomaba el camión en Mariscal Sucre y él iba al CUM. Decía: ‘Alguna
vez tuvimos que habernos encontrado’. No lo creo. Yo lo conocí en CU y fue
maravilloso. Por eso digo que a la Universidad le debo todo: educación gratuita, el trabajo,
algunos de mis mejores amigos y personas que fueron muy importantes en nuestra
vida, como Carlos Fuentes, colaborador de la revista.
“Poco después de nuestra boda, José Emilio me
pidió que lo acompañara a entregarle un texto a Fuentes (seguramente para la Revista Mexicana de Literatura). La casa estaba en San Ángel. Lo primero que
vi fue una piscina y a Fuentes, con un suéter azul arremangado, leyendo. Su
sonrisa fue muy amistosa y su comentario como un regalo para mí: ‘Me gusta, me
gusta su esposa, qué bueno que se casaron’. A partir de aquel día tuve por Fuentes
un especial afecto y recibí de él muchos otros valiosos regalos: sus
conversaciones”.
***
Mientras toma un café doble cortado en la
librería El Péndulo de la colonia Condesa, Cristina recuerda todo lo que
aprendió al lado de José Emilio y también la forma en que él le hablaba de sus
intereses y sus gustos, entre ellos la música.
“Aunque su compositor predilecto era
Mozart, le fascinaba la música popular: boleros, tangos… Le fascinaba Agustín
Lara tanto como José Alfredo; podía pasarse horas escuchando a Gardel, a Rosita
Quiroga, a Arsi Acosta cantando ‘La copa rota’. Tenía un especial gusto por los
danzones. Lamentaba no haber aprendido a bailarlos, tanto como yo me recrimino
por no saber nadar. A José Emilio le gustaba verme bailar, solo una vez lo
hicimos y por breves segundos: una experiencia que nunca olvidaré.
***
Cristina dice que otra de las cosas
extraordinarias de José Emilio era su generosidad, su interés por todo, su
respeto por los demás escritores, su fascinación por las palabras: podía
pasarse horas o días buscando la precisa, la necesaria. Otra experiencia
maravillosa era verlo ordenar sus pensamientos.
Cristina concluye: “José Emilio llegó vivo a la muerte, unas horas antes escribió su último texto. No he vuelto a leerlo. Un día lo haré”.
“Pude apreciarlo más en los últimos
tiempos, cuando trabajábamos más que nunca juntos. De pronto me decía: ‘Tengo
que escribir un artículo sobre Beckett’. Enseguida bajábamos a buscar sus
libros, revistas donde hubiera artículos acerca de él, diccionarios, notas que
tenía guardadas. Lo subíamos todo al cuarto que a partir de ese momento quedaba
intransitable. Él en la cama y yo frente a la computadora, guardábamos
silencio. De pronto, él decía: ‘No, no voy a poder; necesito más tiempo, es un
autor muy difícil. Mejor no entrego, avisa a la revista’. Yo no me preocupaba,
sabía que José Emilio respetaba, como nada, el día de entrega. Le pedía que se
diera un poco más de tiempo; él fumaba, veía los libros, hacía alguna anotación
e insistía en que no iba a poder. Otra vez el silencio, otra vez la quietud,
otra vez la espera. Al fin, de pronto, como un chispazo me dictaba el título y
la primera frase. Y luego las demás hasta llegar a la línea en que ponía sus
iniciales JEP. Después comenzaba la otra etapa, también interminable, la de la
corrección”.
¿Cómo era cuando escribía poesía? Cristina responde:
“Un misterio, un ser más solitario y nocturno, y también un cazador de
palabras. Lo vi buscar, durante más de cuarenta años, el nombre de una rosa que
aparece en los Cuartetos de
Elliot. Le debo a José Emilio haberme acercado a ese maravilloso escritor, lo
sabía todo y todo nos lo dice siempre.
***
José Emilio fue un hombre muy querido, no
solo por su familia y sus amigos, sino por sus lectores. La clave de este
cariño, Cristina la encuentra en su sencillez.
“Nunca habló de sí mismo en tercera persona
ni mucho menos. No pensó que era un ser excepcional ni que su trabajo fuera lo
más importante en el mundo, para él todos eran valiosos. Me decía: ‘Tal vez te
parezca que soy muy buen escritor, pero si me pones a hacer zapatos acabarás
viéndome como un perfecto imbécil’.
Y algo más, agrega Cristina: “José Emilio
no quiso convertirse en personaje ni hacer de su vida una cita literaria.
Compartió sus conocimientos con enorme generosidad. Hay un aspecto muy hermoso,
casi infantil, en su carácter: el deslumbramiento que sentía por todas las
cosas, hasta las más comunes. Lo recuerdo fascinado por los colibríes que
llegaban a nuestra ventana o por el grillo que apareció en una planta y al que
bautizamos. A su lado, no conocí el aburrimiento, sabía jugar, jugábamos todo
el tiempo, inventamos personajes, situaciones, un idioma: me duele ya no tener
con quien hablarlo.
***
Excepto por sus padecimientos físicos, hasta
el final José Emilio conservó intactas todas sus facultades.
“Para él fue muy doloroso no poder caminar.
Sobrellevó esa limitación con valor e inteligencia. A cambio de esa
imposibilidad, todo el tiempo leía y escribía. Tengo muchos papeles escritos
por él en las últimas fechas. Me cuesta mucho trabajo verlos, o mirar su pluma
o descubrir las manchas de café que dejó en sus cuadernos. Es muy difícil haber
vivido tanto tiempo con una persona y saber que ya no está, ni estará. Despacio
voy aprendiendo a aceptar esa ausencia. Frente a esta realidad, no voy a abusar
de mi derecho a decidir sobre lo que dejó inédito. Son textos que quiero leer
con cuidado, despacio, valorándolos —si es posible— más allá de la emoción. Lo
que sí dejó concluido son los Cuartetos
de Elliot y las notas que son divertidísimas. Con frecuencia me las leía para
reírnos y hacer nuevas correcciones. Esta obsesión suya me hizo sentir que en
realidad José Emilio no quería desprenderse del señor Elliot: su gran
compañero.
Cristina concluye: “José Emilio llegó vivo a la muerte, unas horas antes escribió su último texto. No he vuelto a leerlo. Un día lo haré”.
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