Nexos
Carlos Puig
Para Yissel y María que lo quisieron tanto como yo
Acababa de cumplir los 21 años cuando una noche de jueves, mientras corregía galeras en Proceso, Gerardo Galarza me dijo: les falta alguien para el cuarto, y pregunta Leñero si sabes jugar dominó.
Un par de meses antes Carlos Marín nos había invitado a un puñado de sus alumnos de periodismo en la Ibero a pasar nuestras noches de jueves y viernes en Fresas 13 revisando los cartones armados de la revista y haciendo las correcciones pertinentes en papel albanene. Para esos días creo que sólo quedaba yo, otros idos por las exigencias de las novias o la escuela o la fiesta o las referencias a los pirrurris del resto del equipo de producción de la revista.
Esa noche me senté frente a Leñero.
Mucho se ha escrito de la relación de Leñero y el dominó en estos días. Añado algunos detalles: en Proceso siempre se jugó por dinero, siempre se jugaban rondas completas, siempre se dobló la apuesta al empatar y muchas noches, engolosinados, jugábamos el empate técnico, es decir, lo valíamos con diferencias hasta de tres puntos. Sobra decir que el árbitro, el único habilitado para dirimir controversias era Leñero, quien la mayoría de las noches era también quien apuntaba. Casi todas las fichas tenían un “apodo”, algunos de una vulgaridad clásica casi siempre contribución de Efrén. A Vicente le gustaba recitar el “A Kempis”, de Amado Nervo, para reclamar una acción al compañero o al contrincante y en temporada le daba por recordar, en voz alta, algunos pasajes del Tenorio. El juego sólo se interrumpía cuando se había acumulado suficiente material como para armar una decena de páginas o si en las horas tempranas de la noche don Julio llamaba a Vicente para consultar algo.
Por muchos años se jugó en un escritorio habilitado pero por ahí del 86 se construyó un pequeño cuartito entre el escritorio de Vicente y donde se diseñaba la revista. Ahí estaba el muro de los humildes del que colgaban fotografías de algunos escritores e intelectuales. En Proceso se jugaban unas 10 horas semanales pero sabíamos que Vicente mantenía al menos otro grupo más, como el de La Casa del Teatro.
Y esa mesa, con Marín, Galarza, Robles, Efrén, Froy, El Búho, Armando, Paleo, Marco Antonio y otros invitados eventuales fue mi mejor universidad de periodismo. Porque mientras perdía uno dinero, comía tortas de Monge o tacos de los Picudos, la conversación tenía que ver con el oficio que ahí nos convocaba.
Yo, el más joven de la mesa, aprendí mucho más que de periodismo.
Fue en esas noches donde escuchábamos el muy frecuente: “que no le piensen, que le chinguen”, de Vicente, apelando a que los reporteros cumpliéramos con los tiempos de entrega pero sobre todo a que no éramos intelectuales o pensadores, sino reporteros y que sólo tecleando salen las cosas. Ahí aprendimos, viendo cómo hacía la portada, que blanco sobre blanco no se ve; y que lo que uno no dice en los primeros párrafos ya no lo dijo, permitiendo al diseñador cortar nomás encontrando un punto y aparte.
Ahí también le escuché que “la objetividad era como la santidad”, imposible de lograr pero uno debía de dejar de buscarla todo el tiempo.
Esa primera noche que me senté en la mesa de dominó estaba recién publicado Asesinato. Y varias de las conversaciones que escuché —en esos primeros meses apenas y me atrevía a hablar— tuvieron que ver con la lógica de Vicente en el método para escribirlo explicado en sus “aclaraciones y agradecimientos”.
Cito: “En un empeño por mantener el máximo grado de objetividad, todos los datos consignados a lo largo del libro tienen un apoyo documental que se hace público de algún modo o que de algún modo consta en escritos de diversa especie. El autor no ha querido tomarse libertad alguna para imaginar, inventar o deducir hechos; ni siquiera ha utilizado materiales provenientes de entrevistas o investigaciones personales que no se encuentren avalados por una constancia escrita. Sólo los datos existentes en documentos o testimonios públicos forman parte de esta historia; con ello se pretende evitar cualquier sospecha de difamación o deformación de acontecimientos y personas contraria a los propósitos descriptivos de la investigación”.
Ese es el método Leñero.
En esas noches se hablaba sobre todo de literatura. Por él y con su guía leí todo Graham Greene pero sobre todo me introdujo al mundo de la literatura policiaca y terminé escribiendo mi tesis sobre el género. En esa mesa, mientras se doblaba a cincos, Leñero repasaba mentalmente su inacabable biblioteca de policiaca y yo me anotaba nombres de autores.
Un febrero de 1989 Julio Scherer me invitó comer para decirme que con el regreso de Jorge G. Castañeda a México la revista se quedaba sin quién escribiera desde Washington. ¿Estaba yo interesado en irme para allá? Dije que sí inmediatamente. Me pidió no decirlo a nadie hasta que él lo anunciara. Mi silencio incluyó a Leñero. A Vicente, con razón, no le gustó y me lo dijo. En mayo de ese año llegué a la capital estadunidense.
Los siguientes años, sin dominó de por medio, la relación se mudó al teléfono para hablar de reportajes, asuntos y, como siempre, algún autor de literatura policiaca que alguno de los dos acabábamos de descubrir. Cada vez que venía a México nos tomábamos un larguísimo café en el Sanborns de San Antonio y por supuesto asistía a la mesa de dominó. En los primeros meses de 1994 me marcó a Washington. “¿Me aceptas para el mundial?”.
Del 19 de junio al 6 de julio anduvimos por Washington, Orlando y Nueva York siguiendo a la selección mexicana. Vicente, a los 61 años, más activo que los reporteros de 30. Fuimos a todas las concentraciones, entrenamientos y conferencias de prensa. Sus crónicas de aquellos días —coronadas después de la última derrota ante Bulgaria con una portada prodigiosa cuya fotografía tomada por Ulises Castellanos adorna el estudio en que escribo este texto— deberían ser publicadas para beneficio de los jóvenes reporteros de deportes.
Del último texto, sobre el México contra Bulgaria de aquel mundial:
Desde ese minuto cinco hasta el final del segundo tiempo, la dichosa jugadita de pizarrón sobre Zague se estuvo repitiendo y repitiendo como si el doc (Mejía Barón) la hubiera grabado en videotape. Todos la vieron y revieron en el minuto 12, en el 16, en el 22; en el minuto 1 del segundo tiempo, en el 9, en el 24, en el 28, en el 39, en el 40, en el 43. ¡Dios mío, ya, por Dios, Zaguiño, métela de una buena vez! ¡Inventen otra cosa, carajo, no puede ser!La verdad es que una de esas jugadas de Zaguiño corriéndose por la banda, metiendo las espaldas contra el defensa búlgaro para quedarse con la pelota y llegar al área, fue la que provocó el penalti del minuto 16 protestado a gritos por los búlgaros. De ahí nació el gol que clavó con dureza el Beto García Aspe.
—¿Te falló Dios, Zaguiño?
Zague acababa de salir de los vestidores, al final del partido, y traía una cachucha blanca puesta al revés. Se veía triste, pero puso ojos de no entender la pregunta.
—¿En qué sentido lo dice? —repreguntó él.
—No entró nunca tu gol.
—Bueno, pues sí… —lo pensó un poquito y reaccionó más rápido que en la cancha:
—No, no falló Dios. Si alguien falló fuimos nosotros, los seres humanos. Dios nunca falla.
Tenía razón Zaguiño: Dios nunca falla.
Sonaría obvio y cursi cualquier cosa que yo escriba sobre esas tres semanas —culminadas por la llegada de Estela a Nueva York—. Los güisquis bebidos, los cigarros fumados, los chismes compartidos, las risas provocadas. Lo que no es obvio es que ese viaje tenía, para Vicente, otra intención.
Una noche, todavía en Washington, pidió que encontráramos quien cuidara a Diego, de menos de un año, porque quería cenar con Yissel y conmigo.
Alguna vez en el dominó o en algún café había escuchado a Vicente contar de un viejo pacto entre Scherer, Enrique Maza y él de los tiempos de la fundación de Proceso. A propuesta de Leñero se habían comprometido a que no se quedarían activos en la revista más de 20 años.
Esa noche, a orillas del Potomac, nos dijo que lo había hablado con don Julio y que cumplirían el pacto. Nos vamos, nos dijo. Había convencido a Scherer de que la manera era nombrando una dirección colectiva y quería que yo me regresara a México lo antes posible para estar en ella.
No es espacio para detallar lo que pasó, valga decir que pocos años después cinco de los seis de aquella dirección colectiva no trabajábamos en Proceso después de recorrer un camino lleno de agravios, acusaciones y dolor.
“Qué mal me salió aquello…”, solía decirme Vicente años después cuando salía el tema Proceso en la conversación.
No para mí, le contestaba yo. A los 31 años y en mucho gracias a él, había sido jefe de información de la mejor revista de México, había sido testigo directo y privilegiado de cómo se planeaba y armaba esa revista y, sobre todo, había vuelto a la mesa del dominó. En esos años, le decía, había podido estar cerca de él y había aprendido a querer a Estela y a sus hijas. Yissel organizaba con él talleres de guión y yo aprendía de él cómo escribirlos.
“En cada secuencia, entra tarde y sal temprano”, me repetía una y otra y otra vez. Lección de vida.
En 2008, recién estrenado en la conducción del programa de la mañana de W Radio, nos tomamos uno de esos largos cafés. No me quiero morir con pendientes, me dijo, y me pidió un par de intermediaciones con viejos amigos, en ese momento distantes. Los encuentros resultaron llenos de emociones, de las buenas.
Yo a cambio el pedí que hiciera algo que no le gustaba, que me diera una entrevista. Vino a la cabina de W y charlamos por casi una hora.
Me volvió a dar una lección de periodismo:
Yo pienso que finalmente un reportaje es un relato, es un cuento, ¿no? se tiene que escribir con la meticulosidad y con la precisión y con el amor literario con que se escribe un cuento. El periodismo no es para consumo de la pura información, sino es también para el consumo de lo que es la literatura. El periodismo es literatura, y si se entiende el periodismo como literatura se hace un mejor periodismo, menos prejuicioso, un periodismo mucho más objetivo y que tienda a la observación de la realidad mucho más que al juicio de la realidad.Fuera de Proceso e impulsado por Vicente me puse a escribir un guión de cine que se filmaría muchos años después con otra intención y otra firma. “Es tu guión, Carlos, no me chingues”, me marcó un día, extrañado de mi decisión de quitar mi nombre.
—Cuando estábamos en Proceso, a veces a los reporteros nos decías: “no piensen, nomás reporteen, a trabajar” (en la radio no se dice chínguenle).
—Sí, eso lo sigo pensando, y lo sigo pensando también para los demás géneros, ¿no? Las novelas ideológicas, las novelas que tratan de cambiar al mundo, generalmente terminan en malas novelas, ¿no? Y como los reportajes que tratan de contener en sí mismos la opinión del reportero sobre la realidad… Que el reportero admita que el lector piensa, ¿no?, y que los que recibimos los periódicos y leemos los periódicos también somos capaces de pensar y hacer nuestros propios juicios, que no estén anticipados por el que escribe, ¿no? Ese periodismo extraño.
Después de ése, escribimos juntos otro que se quedó en el cajón por miedo de los productores. La última vez que lo vi este año fue para hablar de esa historia. Escríbela Carlos, como novela, sin ficción, ahí está todo.
En estos meses de la enfermedad, en el teléfono, la última vez que escuché su voz, me preguntó cómo iba con la historia.
—No, Vicente, yo no hago eso, no sé de eso. No sabría por dónde empezar.
—Tu chíngale, no le pienses —me dijo—, verás cómo sale.
Me limpiaré las lágrimas, pues. Y me pondré a chingarle, prometo. Eso sí, esta vez le pensaré.
Estaré pensando en ti querido, admirado, extrañado Vicente.
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