sábado, 24 de enero de 2015

Solo estamos platicando

24/Enero/2015
Laberinto
Sergio J. Monreal

A menudo pareciera que la poesía de José Emilio Pacheco se limitara a decir en voz alta, empleando una tesitura que engañosamente juega a mimetizarse con la de cada día, lo mismo que a todos nos inquieta, lo mismo que a todos nos asusta, lo mismo que todos nos preguntamos. Y en efecto así es. Una significativa parte del poder y la popularidad de su legado poético tiene que ver con esa capacidad de aproximación a lo cotidiano, esa destreza para convertir el diálogo en una conversación entre personas comunes y corrientes, de la que a nadie se invita a excluirse. Pero dimensionar plenamente dicha capacidad y sus alcances exige ir más allá de los automáticos sobreentendidos que tiende a provocar.

Por principio de cuentas, ahí donde existe una obra que genera impresiones de coloquialismo, y que sin embargo logra resonar más allá del específico marco geográfico o circunstancial a que en principio parecía circunscrita, antes que un afán de transcripción literal lo que tenemos es un elaborado y arduo ejercicio de invención. Nada hay más difícil que re-presentar literariamente el habla popular. De modo elocuente, quienes lo han conseguido, desde Shakespeare hasta Jesús Gardea, desde Wordsworth hasta Joyce, desde Lezama hasta Faulkner, no son aquellos que pretendieron calcar con mecánica “fidelidad” modismos y estereotipos, derivando una y otra vez hacia la caricatura involuntaria.

Nos equivocaremos si pretendemos ver en la lírica de Pacheco una voluntad de reproducción servil frente a las entonaciones cotidianas. El poeta comprendió temprano que solo está capacitado para testimoniarnos fielmente quién se atreve generosamente a imaginarnos. El elaborado artificio del lenguaje que maduró incluye entre sus principales méritos la capacidad de invisibilizar su condición de artificio. No es difícil que tal efecto de naturalidad genere el espejismo de que cualquiera puede hablar como él, de que cualquiera puede escribir así. Para evidenciar el equívoco, ni siquiera haría falta aludir a la multitud de imitaciones y feligresías más o menos frontales que esta obra a su pesar ha propiciado, y entre las cuales el ocasional mérito rara vez llega a sobreponerse a la palidez y la amenaza de caducidad. Los imitadores de efectos serán siempre más numerosos que los imitadores de impulsos, pero por fortuna la sostenida persistencia de estos últimos (más valiosos cuanto más escasos) enriquece, ramifica y garantiza la continuidad del canto.

Nadie ha podido hablar como José Emilio Pacheco (o como Jaime Sabines), pero no cesa de engrosarse la legión de quienes se sienten invitados a conversar con él a través de sus libros, sin dar traza de requerir para ello ímprobos esfuerzos ni insalvables obstáculos. Sin embargo, representaría un riesgoso error enfocar el fenómeno apelando a la convencional contraposición entre literatura fácil y literatura difícil. Las demandas de la escritura de Pacheco no son fáciles bajo ningún concepto; no desmerecen, frivolizan ni adelgazan ninguna de las exigencias confesamente heredadas de sus maestros.

Se trata de una escritura que atina el prodigio de mostrar abiertas de par en par para cualquier lector las puertas de las más hondas dificultades y prerrogativas del poeta, que son también las más hondas dificultades y prerrogativas del hombre. Pacheco no se regodea en la banalidad ni descree de lo sagrado: restituye para el ciudadano de a pie preguntas y tareas a menudo asociadas a una suerte de selectividad aristocrática. Su tono conversacional ha de interpretarse antes que nada como una declaración de principios. Las grandes preguntas y las grandes tareas del Espíritu no constituyen la excluyente prebenda de unos pocos elegidos, sino patrimonio común que el poeta procura restituir para todos sus semejantes.

Y la restitución no consiste en ataviarse con espectaculares vestiduras ni descender del cielo empuñando ningún fuego ultraterreno, sino en ocupar como uno más sitio entre los otros y transparentar hasta qué punto ese fuego es la sustancia esencial (enmascarada, sustraída, disimulada, escatimada) de nuestras palabras más habituales, nuestros gestos más humildes y nuestros ritos más cotidianos.

Cierto, sus poemas se detuvieron siempre en los más dolorosos e incómodos territorios del horror, el absurdo, la vileza, la ignominia y el sinsentido. Como si se esmerara justo en diseccionar aquello que preferiríamos no atisbar ni de lejos. Contrastando en términos cuantitativos los poemas donde reivindica de manera franca su confianza (o siquiera su sospecha) de redención, y aquellos donde el escepticismo y la documentada amargura enseñorean su impronta, la desproporción en beneficio de los segundos resultará abrumadora.

No obstante que a través de esas tonalidades oscuras y angustiadas podamos dialogar a propósito de lo que nos oprime, y que el acento del diálogo se afane remitiendo a cada instante al de nuestras conversaciones de todos los días, ya por sí solo debía alertarnos respecto a la verdadera magnitud redentora de esta poesía. Tan importante como el hecho de que Pacheco se empecine o se resigne llevando la charla hacia terrenos de franca desolación resulta el prodigio mismo de que podamos charlar. Porque ello significa que hemos salvaguardado el privilegio de pensar y enunciar en compañía nuestra desolación, revirtiendo la brutal inercia con que ella se esmera por afectarse ubicada más allá de toda posibilidad de comprensión y de conjuro, y negándonos a fungir como inermes víctimas de la soledad, el silencio y el pánico.

Podemos conversar. Y conversamos. Y lo hacemos hundiéndonos precisamente en aquellas simas donde en principio no existiría otra norma que el enmudecimiento ni otra licencia que el ensimismado monólogo. Durante cosa de medio siglo, Pacheco supo resguardar y renovar desde sus versos esa complicidad. Quizás a los ojos de ciertos escepticismos terminales pueda antojarse que eso de estar nada más platicando no sirve para nada, no salva de nada, no resuelve nada. Y el vituperio se bifurcará a partir de ahí en dos sentidos: el partido de quienes apremian a buscar ocupaciones o iniciativas que sí sirvan y resuelvan; y el partido de quienes invitan a eludir fatigas estériles, sobre la certidumbre de que nada resuelve nada, de que nada sirve para nada.

No es desestimable la alternativa de que escepticismos tales den lugar a buena poesía. Pero sin duda la poesía de Pacheco, aun cuando sea capaz de jugar a apropiárselos y valerse de ellos en su infatigable afán de mirarlo y conversarlo todo desde la mayor cantidad de ángulos y puntos de vista posibles, se asienta en intuiciones y convicciones muy distintas.
Sí, en sus poemas nada más estamos platicando. Y ese es nuestro privilegio. Y esa es la medida de nuestra esperanza y nuestra dignidad. Podemos platicar, seguimos platicando. Seguimos jugando a poner en las palabras de todos los días el patrimonio común de nuestras incomprensiones, nuestras preguntas, nuestras intuiciones, nuestros tímidos amagos de respuesta.
Y ese patrimonio reconoce y recupera como propios tanto la cósmica dimensión de las más herméticas meditaciones como la herencia inconmensurable de todas las edades de la Historia; tanto la amplitud circunstancial de la hora humana que nos toca compartir como el infinitesimal reducto del instante individual de cada quien.

Lejos de abrazar el espacio y lenguaje cotidianos en abandono, olvido, descrédito ni mucho menos vilipendio del espacio de lo sagrado, la poesía de Pacheco reconoce, reivindica y resguarda el espacio cotidiano como la medida misma del espacio de lo sagrado.

Nada más estamos platicando. Nada menos. Diálogo de a pie, en apariencia banal e inofensivo, como el de la narrativa y el teatro chejovianos, donde el gesto común del minuto más humilde se vuelve  depositario de todos los misterios que por trágico designio y cómica gracia nos corresponden. Los novios que se indagan a manos y bocas llenas en la penumbra de la sala familiar, y ante la repentina irrupción de la autoridad paterna apelan a la vetusta prenda, al ancestral subterfugio: “Nada más estamos platicando”.

Disculpa que nadie cree, solapada confesión de que estamos haciendo mucho más que platicar (o de que el inocente acto de “nada más” platicar sobreentiende insospechadas implicaciones). ¿A qué le metemos mano cada vez que abrimos un poemario de José Emilio Pacheco? ¿Qué prohibida audacia disimula y a la vez celebra el aire doméstico (pero jamás domesticado) de su tono de voz? ¿No se trata de la audacia de restituirnos derecho a la realidad entera desde donde estamos, desde lo que somos, siempre en solidaria complicidad, siempre en una compañía que por amenazada debe protegerse, alimentarse?

Fuego en reposo de la hoguera, alrededor de la cual nos reunimos a cantar, a contar y a calentarnos. En medio

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