Laberinto
Sergio J. Monreal
A menudo pareciera que la poesía de José Emilio Pacheco
se limitara a decir en voz alta, empleando una tesitura que engañosamente juega
a mimetizarse con la de cada día, lo mismo que a todos nos inquieta, lo mismo que
a todos nos asusta, lo mismo que todos nos preguntamos. Y en efecto así es. Una
significativa parte del poder y la popularidad de su legado poético tiene que
ver con esa capacidad de aproximación a lo cotidiano, esa destreza para
convertir el diálogo en una conversación entre personas comunes y corrientes,
de la que a nadie se invita a excluirse. Pero dimensionar plenamente dicha
capacidad y sus alcances exige ir más allá de los automáticos sobreentendidos
que tiende a provocar.
Por principio de cuentas, ahí donde existe una
obra que genera impresiones de coloquialismo, y que sin embargo logra resonar
más allá del específico marco geográfico o circunstancial a que en principio
parecía circunscrita, antes que un afán de transcripción literal lo que tenemos
es un elaborado y arduo ejercicio de invención. Nada hay más difícil que
re-presentar literariamente el habla popular. De modo elocuente, quienes lo han
conseguido, desde Shakespeare hasta Jesús Gardea, desde Wordsworth hasta Joyce,
desde Lezama hasta Faulkner, no son aquellos que pretendieron calcar con
mecánica “fidelidad” modismos y estereotipos, derivando una y otra vez hacia la
caricatura involuntaria.
Nos equivocaremos si pretendemos ver en la
lírica de Pacheco una voluntad de reproducción servil frente a las entonaciones
cotidianas. El poeta comprendió temprano que solo está capacitado para
testimoniarnos fielmente quién se atreve generosamente a imaginarnos. El
elaborado artificio del lenguaje que maduró incluye entre sus principales
méritos la capacidad de invisibilizar su condición de artificio. No es difícil
que tal efecto de naturalidad genere el espejismo de que cualquiera puede
hablar como él, de que cualquiera puede escribir así. Para evidenciar el
equívoco, ni siquiera haría falta aludir a la multitud de imitaciones y
feligresías más o menos frontales que esta obra a su pesar ha propiciado, y
entre las cuales el ocasional mérito rara vez llega a sobreponerse a la palidez
y la amenaza de caducidad. Los imitadores de efectos serán siempre más numerosos
que los imitadores de impulsos, pero por fortuna la sostenida persistencia de
estos últimos (más valiosos cuanto más escasos) enriquece, ramifica y garantiza
la continuidad del canto.
Nadie ha podido hablar como José Emilio Pacheco
(o como Jaime Sabines), pero no cesa de engrosarse la legión de quienes se
sienten invitados a conversar con él a través de sus libros, sin dar traza de
requerir para ello ímprobos esfuerzos ni insalvables obstáculos. Sin embargo,
representaría un riesgoso error enfocar el fenómeno apelando a la convencional
contraposición entre literatura fácil y literatura difícil. Las demandas de la
escritura de Pacheco no son fáciles bajo ningún concepto; no desmerecen,
frivolizan ni adelgazan ninguna de las exigencias confesamente heredadas de sus
maestros.
Se trata de una escritura que atina el prodigio
de mostrar abiertas de par en par para cualquier lector las puertas de las más
hondas dificultades y prerrogativas del poeta, que son también las más hondas
dificultades y prerrogativas del hombre. Pacheco no se regodea en la banalidad
ni descree de lo sagrado: restituye para el ciudadano de a pie preguntas y
tareas a menudo asociadas a una suerte de selectividad aristocrática. Su tono
conversacional ha de interpretarse antes que nada como una declaración de
principios. Las grandes preguntas y las grandes tareas del Espíritu no
constituyen la excluyente prebenda de unos pocos elegidos, sino patrimonio
común que el poeta procura restituir para todos sus semejantes.
Y la restitución no consiste en ataviarse con
espectaculares vestiduras ni descender del cielo empuñando ningún fuego
ultraterreno, sino en ocupar como uno más sitio entre los otros y transparentar
hasta qué punto ese fuego es la sustancia esencial (enmascarada, sustraída,
disimulada, escatimada) de nuestras palabras más habituales, nuestros gestos
más humildes y nuestros ritos más cotidianos.
Cierto, sus poemas se detuvieron siempre en los
más dolorosos e incómodos territorios del horror, el absurdo, la vileza, la
ignominia y el sinsentido. Como si se esmerara justo en diseccionar aquello que
preferiríamos no atisbar ni de lejos. Contrastando en términos cuantitativos
los poemas donde reivindica de manera franca su confianza (o siquiera su
sospecha) de redención, y aquellos donde el escepticismo y la documentada
amargura enseñorean su impronta, la desproporción en beneficio de los segundos
resultará abrumadora.
No obstante que a través de esas tonalidades
oscuras y angustiadas podamos dialogar a propósito de lo que nos oprime, y que
el acento del diálogo se afane remitiendo a cada instante al de nuestras
conversaciones de todos los días, ya por sí solo debía alertarnos respecto a la
verdadera magnitud redentora de esta poesía. Tan importante como el hecho de
que Pacheco se empecine o se resigne llevando la charla hacia terrenos de
franca desolación resulta el prodigio mismo de que podamos charlar. Porque ello
significa que hemos salvaguardado el privilegio de pensar y enunciar en
compañía nuestra desolación, revirtiendo la brutal inercia con que ella se
esmera por afectarse ubicada más allá de toda posibilidad de comprensión y de
conjuro, y negándonos a fungir como inermes víctimas de la soledad, el silencio
y el pánico.
Podemos conversar. Y conversamos. Y lo hacemos
hundiéndonos precisamente en aquellas simas donde en principio no existiría
otra norma que el enmudecimiento ni otra licencia que el ensimismado monólogo.
Durante cosa de medio siglo, Pacheco supo resguardar y renovar desde sus versos
esa complicidad. Quizás a los ojos de ciertos escepticismos terminales pueda
antojarse que eso de estar nada más platicando no sirve para nada, no salva de
nada, no resuelve nada. Y el vituperio se bifurcará a partir de ahí en dos
sentidos: el partido de quienes apremian a buscar ocupaciones o iniciativas que
sí sirvan y resuelvan; y el partido de quienes invitan a eludir fatigas
estériles, sobre la certidumbre de que nada resuelve nada, de que nada sirve
para nada.
No es desestimable la alternativa de que
escepticismos tales den lugar a buena poesía. Pero sin duda la poesía de Pacheco,
aun cuando sea capaz de jugar a apropiárselos y valerse de ellos en su
infatigable afán de mirarlo y conversarlo todo desde la mayor cantidad de
ángulos y puntos de vista posibles, se asienta en intuiciones y convicciones
muy distintas.
Sí, en sus poemas nada más estamos platicando. Y
ese es nuestro privilegio. Y esa es la medida de nuestra esperanza y nuestra
dignidad. Podemos platicar, seguimos platicando. Seguimos jugando a poner en
las palabras de todos los días el patrimonio común de nuestras incomprensiones,
nuestras preguntas, nuestras intuiciones, nuestros tímidos amagos de respuesta.
Y ese patrimonio reconoce y recupera como
propios tanto la cósmica dimensión de las más herméticas meditaciones como la
herencia inconmensurable de todas las edades de la Historia; tanto la
amplitud circunstancial de la hora humana que nos toca compartir como el
infinitesimal reducto del instante individual de cada quien.
Lejos de abrazar el espacio y lenguaje
cotidianos en abandono, olvido, descrédito ni mucho menos vilipendio del
espacio de lo sagrado, la poesía de Pacheco reconoce, reivindica y resguarda el
espacio cotidiano como la medida misma del espacio de lo sagrado.
Nada más estamos platicando. Nada menos. Diálogo
de a pie, en apariencia banal e inofensivo, como el de la narrativa y el teatro
chejovianos, donde el gesto común del minuto más humilde se vuelve depositario de todos los misterios que por
trágico designio y cómica gracia nos corresponden. Los novios que se indagan a
manos y bocas llenas en la penumbra de la sala familiar, y ante la repentina
irrupción de la autoridad paterna apelan a la vetusta prenda, al ancestral
subterfugio: “Nada más estamos platicando”.
Disculpa que nadie cree, solapada confesión de
que estamos haciendo mucho más que platicar (o de que el inocente acto de “nada
más” platicar sobreentiende insospechadas implicaciones). ¿A qué le metemos
mano cada vez que abrimos un poemario de José Emilio Pacheco? ¿Qué prohibida
audacia disimula y a la vez celebra el aire doméstico (pero jamás domesticado)
de su tono de voz? ¿No se trata de la audacia de restituirnos derecho a la
realidad entera desde donde estamos, desde lo que somos, siempre en solidaria
complicidad, siempre en una compañía que por amenazada debe protegerse,
alimentarse?
Fuego en reposo de la hoguera, alrededor de la cual nos reunimos a cantar, a contar y a calentarnos. En medio
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