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domingo, 20 de noviembre de 2016

Trovas del yo reunido

20/Noviembre/2016
Confabulario
Hernán Bravo Varela

Uno de los conflictos fundamentales de la poesía moderna radica en la búsqueda de la voz personal entre el ruidoso gentío de la literatura. Vivos y muertos, ilustres y marginales, clásicos y emergentes, son capaces de modular una nueva voz para después ahogarla. César Vallejo parece definir esta dinámica en los siguientes versos: “el pesar de los padres de no poder dejarnos / de arrancar de sus sueños de amor a este mundo; / ante ellos que, como Dios, de tanto amor / se comprendieron hasta creadores / y nos quisieron hasta hacernos daño”. Las afinidades electivas son tan celosas de su magisterio, que suelen confundir la pasantía obligada con alta traición. Sin embargo, todo alumno profesional apenas conoce la diferencia entre ambas; plácida o temerosamente deslumbrado por sus lecturas, termina convertido en el repetidor del piano bien temperado del maestro, en un daño colateral de los “sueños de amor a este mundo” que alguien más tuvo la vehemencia, el visionario instinto parricida, de soñar para sí.
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Como lo supo Pessoa al legar el arcón que contenía a sus setenta heterónimos, uno es y sus circunstancias potenciales. La búsqueda de la otredad no es otra que la del mismísimo e ignoto yo —aunque, tras abandonar la tutoría de los infinitos otros, el yo aparezca con las múltiples versiones de sí—. Durante su constitución, la primera persona del verbo encarna segundas y hasta terceras personas gramaticales. Pero un buen día pasa de ser un mero pronombre posesivo a un inédito nombre propio. Camaleónico, el yo logra adaptarse a su nuevo hábitat, recreándose una y otra vez en él, paulatinamente consciente de que tal hábitat es producto de esa continua recreación.
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El proceso resulta similar al que, bajo el mote de autopoiesis, designa en biología a un sistema autónomo como la célula, capaz de reproducirse y sustentarse a sí mismo. Según sostiene Humberto Maturana en su prefacio a De máquinas y seres vivos. Una teoría sobre la organización biológica (1972), se trata de “explicar y comprender a los seres vivos [obras y autores incluidos] como sistemas en los que tanto lo que pasa con ellos en la soledad de su operar como unidades autónomas, como lo que pasa con ellos en los fenómenos de la convivencia con otros, surge y se da en ellos en y a través de su realización individual como tales entes autónomos”. Así pues, en tanto sistema, la “realización individual” del yo poético depende de una estrecha “convivencia con otros”, pero exige concretarse “en la soledad [hermética] de su operar”. La identidad del yo se revela a través de una máscara poliédrica que nos exhibe no tal y como somos, sino lo(s) que deseamos ser. Una comunidad autónoma del yo que se extiende —ahora mismo, en esta oración— al plural de modestia: esa Legión gramatical y laica de nosotros mismos.
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Inciso medular de la poesía mexicana de nuestro tiempo, Francisco Hernández es bien conocido por sus retratos literarios y monólogos dramáticos. A lo largo de más de una veintena de volúmenes, se ha dedicado a escudriñar el conflicto descrito en los párrafos anteriores: la tragedia fáustica de Robert Schumann, la conversión de Friedrich Hölderlin en su alter egoScardanelli, la última voluntad de estilo de Salvador Díaz Mirón, el oscuro y hasta policiaco objeto del deseo de Emily Dickinson… Mientras tomaba esta serie de “poetografías”, Hernández redactó las entradas de un cuaderno de “viaje a la semilla”, fijando el corpus del cancionero de Mardonio Sinta (1929-1990), su heterónimo. Como Óscar Hahn en Flor de enamorados (1997), donde el chileno reescribe coplas y letrillas medievales, Hernández emplea la redondilla, la octavilla y la décima espinela —bases literarias de la música tradicional de su estado, Veracruz: el son jarocho— con desenfadada maestría. No se trata de piezas residuales o de un exotismo bibliográfico, sino de la rica y hasta gozosa problematización de un arte menor. En otras palabras, la máscara popular que ostenta un poeta mayor para confundirse entre el gentío convidado al carnaval de la literatura.
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Al prologar el compendio de sus milongas en Para las seis cuerdas (1965), Borges advierte al lector que “debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea […] Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son meras elegías”. Las “versadas” de Sinta, en cambio, son todo menos elegías: reinvenciones de formas ligadas al ars longa de la memoria musical y a la vita brevis de la improvisación poética. No es casualidad que algunas agrupaciones que han reformulado el son jarocho —La Mata del Son y Son de Madera, por ejemplo— acudan a Sinta como letrista. En él se aprecia un “estremecimiento nuevo”: cierto nonsense de vena tropical, hecho de asociaciones tan jocosas como arbitrarias (“Me puse a hablar alemán / con una palma de coco. / Me contestó en catalán / diciendo que estaba loco”); un discurso integrado por imágenes de alta temperatura verbal y fórmulas de calibre silogístico, donde la rima consonante brinda el efecto de una coincidencia tan natural como lírica entre ambos componentes (“Para bailar es preciso / tocar un cuerpo invisible. / La música es un hechizo / y no un ruido predecible / porque cuando Dios la hizo / el silencio fue posible”); una voz que mezcla el refranero de la vox populi con las verdades apodícticas de la introspección, la simple y llana voluntad del canto con una especie de surrealismo intuitivo y de barroco atmosférico (“Caballo de dos cabezas / con el cuerpecito verde, / dime a qué santo le rezas / que tu fulgor no se pierde. // […] Caballo bridas de bronce / y nácar a contrapelo, ya deben sonar las once, / ya da principio el desvelo”).
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Tan eclécticos mecanismos no pueden provenir sino de un trovador crítico: alguien que comunica en octosílabos determinado asunto, pero que, al hacerlo, se propone retos expresivos a partir de una conciencia histórica de la tradición oral y del canon literario. En la noticia de Sinta que proporciona Hernández, éste reconoce haberle mostrado no sólo a Rubén Darío y Borges, sino a “Eduardo Carranza, José Martí, Ramón López Velarde y Jaime Sabines, entre otros”. Y prosigue Hernández: “[Sinta] sabía leer y escribir. Sin embargo, me juraba que jamás había redactado unos versos […] Él entonaba sus canciones una y otra vez hasta saberlas de memoria y yo las iba copiando en mis cuadernos”. Pero tanto la negativa a redactar de Sinta como el oficio amanuense de Hernández trazan las líneas paralelas de una misma educación sentimental, la “oscura coincidencia” que une a estos mellizos estéticos. En una entrevista, el último confiesa haber comenzado a escribir —entonar, de acuerdo con la cita anterior, sería un verbo más adecuado— con un propósito en mente: improvisar versos a mitad de las canciones para acompañar las serenatas que él y sus amigos ofrecían en su pueblo natal, San Andrés Tuxtla. Los modelos a seguir eran tanto Darío y Díaz Mirón como los recitativos de los tríos de boleros y de son jarocho o de las orquestas de son montuno. Poco a poco, el repertorio de lecturas fue ampliándose y la escritura, progresivamente más compleja, sustituyó a la recitación; acusó recibo de esa creciente pero silenciosa biblioteca, haciéndose y deshaciéndose a su imagen y semejanza. Para sorpresa de Hernández, entre los futuros autores de su estantería personal encontraríamos a Sinta, quien renunció a la escritura para que su leyenda terminase editada por su prolífico creador.
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En términos de Robert Frost, la poesía es “una manera de recordar aquello que nos empobrecería si lo olvidáramos”. Esta edición definitiva de ¿Quién me quita lo cantado?, que incluye una serie de coplas antes inéditas, no sólo recupera una faceta, una máscara, insustituible de Francisco Hernández, sino una manera familiar de recordar aquello que desconocíamos —la música intuida de una letra ignorada—; una memoria que nace junto con su experiencia: la de un viaje sin regreso a nuestro insospechado punto de partida.
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Es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
Si hago surcos en contorno
cosecho la flor del día
y entre las lenguas del horno
se quema lo que se enfría.
Ya saben que no me adorno
ni es cosa de valentía:
es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
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Ciudad de México, 28 de abril de 2016

sábado, 1 de febrero de 2014

En la arena del mundo

1/Febrero/2014
Laberinto
Hernán Bravo Varela 

Dejemos que termine el empresario del Circo: “En la arena del mundo somos tigres y leones.”

                   -José Emilio Pacheco, “Circo de noche”


En una conversación sostenida en 2009 para celebrar su cumpleaños número setenta, José Emilio Pacheco me confesó lo siguiente: “A los seis o siete años me llevaron al Circo Atayde. Me fascinó a tal punto que pedí regresar el otro domingo. Mi decepción fue muy honda: todos los actos eran iguales a los de la semana anterior. Lo mismo me pasa al ser entrevistado.” Renuente célebre a las entrevistas, Pacheco observaba en ellas la autocondena a la reiteración. Con el paso del tiempo un escritor, esa criatura poco fabulosa que sabe contar fábulas, establece una rutina con base en declaraciones intercambiables. Lo que antes fuera un espectáculo nuevo y sorprendente, ahora es un ritual ilusionista: la multiplicación de un mismo reflejo inmóvil. De ahí que Pacheco revisara periódica y exhaustivamente sus poemas, novelas, cuentos, ensayos y traducciones. Dado que “en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”, la obra no puede ser ajena a este principio heracliteano. Serlo implicaría negar la itinerancia o el escapismo de nuestros propios actos y opiniones. De una página a otra, Pacheco encarnó a aquella trapecista que aparece en un poema de El silencio de la luna (1994):

Se hunde y vuela en la noche en donde no hay red. 
Su cuerpo se hace vida ante la muerte. 
La trapecista es el deseo que se va. 
Se halla al alcance de la mano y escapa.

Alta como una estrella en su desnudez, 
su arte de estar presente se llama ausencia.

En el breve relato que da título a El viento distante (1963), el narrador y su novia, Adriana, asisten a una feria. Entre ambos se percibe una tensión que el hastío dominguero no logra ocultar. (“Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha; es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro”, señala el narrador.) Después de haber probado diversos juegos, caminan hasta las orillas de la feria y escuchan a un hombre recitar desde una barraca:

—Pasen, señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un cas- tigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Movida por la curiosidad, la pareja entra. Nada será igual a partir de entonces. A través de la niña–tortuga, Adriana y el narrador comprenden la tragedia mecánica y circense de su relación sentimental. Ambos habrán de separarse al poco tiempo. Pacheco parece advertirnos que la escritura y el amor exigen, como lo hace aquella trapecista, dejarlo todo en cada función. Hasta la vida y, por qué no, hasta la muerte. Lo demás es silencio, pan y circo.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Una épica de bolsillos rotos

Octubre/2013
Letras Libres
Hernán Bravo Varela

Recetados contra el mal del clasicismo prematuro y la hipocondría de la perfección, el error y el fracaso constituyen dos ingredientes activos del arte moderno y posmoderno. ¿Qué son el fragmento, la hibridez y la brevedad sino tres refinados colapsos del gran sistema de la literatura, que durante siglos privilegió la unidad orgánica, la pureza de los géneros y la exhaustividad discursiva?
Los escritores de fragmentos, híbridos o brevedades suelen ser miniaturistas que a las pocas páginas pierden el paso, el aire y hasta el interés. Ejemplos sobran en nuestro continente: desde Julio Torri (Ensayos y poemas), Carlos Díaz Dufoo Jr. (Epigramas), Augusto Monterroso (Movimiento perpetuo) y José Durand (Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes), hasta Antonio Porchia (Voces) y Nicolás Gómez Dávila (Escolios a un texto implícito). Resulta difícil, si no impensable, imaginar a dichos “escritores imposibles” –el término es de Luis Ignacio Helguera, autor hecho a imagen y semejanza de su propia acuñación– emprendiendo un proyecto de gran envergadura o ejerciendo la poligrafía por temor a la esterilidad. En su caso, la falta de aliento es una decisión tomada a conciencia, no el síntoma de una holgazanería disfrazada de rigor; la escritura miscelánea, producto de un temperamento insumiso, reacio al cultivo de formas cerradas y asépticas en su aparente legitimidad.
Fumador profesional y enfermo empedernido, el peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) se definió ante el periodista y escritor gallego Ramón Chao como “un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido”. Si bien Ribeyro escribió tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia), su obra más personal y perdurable está diseminada en una veintena de libros de prosa breve: cuentos, varia invención, ensayos, esbozos autobiográficos, diarios... Él mismo reconoce en estos últimos, titulados emblemáticamente La tentación del fracaso (2003), su fastidio e inseguridad con respecto a su producción novelesca –lo que lo lleva a teorizar varias veces sobre ella, en compensación a los magros resultados de su propia y esforzada estética–. En una entrada de septiembre de 1964, por ejemplo, Ribeyro revela el penoso intríngulis de la redacción de Los geniecillos dominicales:
Mi novela me parece un ladrillo, algo absolutamente indigesto. Más aún, un acto de agresión contra los lectores [...] Cada vez corto más párrafos. Debía eliminar capítulos íntegros. Debía en suma eliminarla toda. ¿Dónde está lo esencial de una novela? Como le decía a Wolfgang una vez por carta [Wolfgang A. Luchting, su traductor al alemán], una novela es una aglutinación de fragmentos innecesarios que forman un todo necesario. La mía me parece a veces todo lo contrario: una suma de capítulos necesarios que forman un libro innecesario.
Quizá lo esencial de sus novelas se halle en la confección de relatos y prosas inclasificables, y, aunque así no lo parezca, en la escritura de “fragmentos [aparentemente] innecesarios” que componían, al juntarse como las gotas de mercurio de un termómetro roto, un solo flujo metálico y brillante. La arquitectura de interiores de Ribeyro le impidió edificar catedrales; prefería la ermita o el confesionario. De ahí que sus Prosas apátridas (1975) y Dichos de Luder (1989) revelen una orgullosa marginalidad con respecto a los exitosos novelistas del boom y a su adscripción latinoamericana. Los diarios de Ribeyro pueden leerse, de hecho, como declaraciones de principios en torno a su “obra pública”, cuyo plan de trabajo el peruano desmenuza en las siguientes líneas:
...ese desasosiego, esa sensación de descontento, de duda, esa constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, y hasta una especie de deseo de no realizar una obra definitiva, pues quizá eso me condenaría a no hacer nada más. Es la idea de seguir siempre buscando, y de ahí surge el título, La tentación del fracaso.
Enemigo de las seguridades literarias, sociales y políticas de que gozaron muchos de sus contemporáneos –sobre todo su paisano y némesis, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa–, Ribeyro profesó la fe de Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.” Y en efecto: Ribeyro fracasó insuperablemente con cada nuevo libro, se afirmó en sus interrogaciones y llevó a la excelencia sus desaciertos. Como afirma en otra entrada de los diarios con una pátina de ironía y amargura: “Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor.” Si serlo implica cubrir la odiosa cuota de la universalidad y la grandeza humanas, entonces Ribeyro nunca fue un gran escritor. Los personajes de sus relatos –viciosos conmovedoramente empedernidos como en “Solo para fumadores” o violinistas metidos de hacendarios como en “Silvio en El Rosedal”– son hombres de pocas palabras y aventuras, que construyen con su día a día una épica de bolsillos rotos o, para decirlo con Charles Simic, una “alquimia de a peso”. Como el diablo, Ribeyro procuró estar en los detalles –a riesgo, en ocasiones, de acertar.

sábado, 7 de abril de 2012

Operación Tarumba

7/Abril/2012
Laberinto
Hernán Bravo Varela

Hace dieciséis años, dos amigos y yo formamos un grupo destinado a alcanzar, al mismo tiempo, la adolescencia y la poesía. Una noche de octubre de 1996, durante nuestra primera sesión en el Sanborn’s de Plaza Coyoacán, le declaramos formalmente la guerra a la literatura mexicana. Fungieron como testigos Javier, un gerente cacarizo, y Maricruz, una mesera que cada diez minutos llenaba nuestras tazas de café, cambiaba los ceniceros y soportaba franciscanamente nuestros manotazos al aire.

Mano Negra de Almas Blancas, el grupo tramó aquella noche su primer atentado contra Octavio Paz. El esplendor mediático del Premio Nobel nos parecía suficiente pretexto para justificar nuestro ataque. Había que acabar con su elocuente monopolio y garantizar aquella “libertad bajo palabra” para los presos poéticos que soñábamos ser —y no los menores infractores que éramos—. A partir de entonces, cada acto en el que Paz figurara nos tendría ahí, en primera fila, listos para el abucheo y el escarnio. (Desconocíamos que los infrarrealistas habían llevado a cabo con éxito un boicot parecido en los años setenta.) Pero, dado que éramos incapaces de ir a una librería —no fuera a ser que nuestra delicada inteligencia se rasgara al tocar los estantes de libros—; dado que, por principio de cuentas, no se nos había ocurrido leer a Paz para conocer al enemigo, decidimos emprender una discreta retirada.

Nuestro siguiente personaje en la mira fue José Agustín. Aborrecíamos su ninguneo de la cultura libresca —vaya contradicción de estos silvestres— en favor del rock y la contracultura. Ambiguamente canónico y acapulqueño, Agustín terminó pareciéndonos un candidato tan inútil como imposible, elevado a paraísos artificiales que tardaríamos varios años en conocer y que lo alejaban de nuestros propósitos, algo más sobrios y apocados. Bajo el lema que amparaba el título de su mejor novela, Se está haciendo tarde, abandonamos de inmediato la causa de Agustín.

Jaime Sabines fue nuestro siguiente y desesperado prospecto. De él habíamos leído ya algunas páginas y su candidatura nos pareció la más viable de todas. Varios poemas suyos habían llegado a nuestras manos sin esfuerzo —a través, generalmente, de amigos y enamorados en proceso de alfabetización—. Sin embargo, dos rebeldías opuestas entre sí me obsequiaron, gracias a Sabines, la primera de muchas contradicciones que ejercería hasta bien entrada mi juventud: serle infiel a mis principios literarios, por sólidos o incipientes que fueran.

El lector excepcional que es mi padre nunca tuvo al chiapaneco en su biblioteca. De las Bucólicas de Virgilio a la obra de López Velarde, su paréntesis moderno lo abría y cerraba Neruda. La lectura de Sabines no estaba prohibida, sino soslayada, así que tuve que hacerla por mí mismo, acudir a una librería de viejo y comprar su Nuevo recuento de poemas con la celeridad de un acto vergonzoso. Primera rebeldía: leer con fervor (no importa si impostado o auténtico) a un poeta desconocido por mi padre y saborear el orgullo de poder compartírselo. Segunda rebeldía y gran aprieto: tener que conspirar contra ese mismo poeta por su “detestable” popularidad. Razones no me faltaban para asumir el compromiso que tenía enfrente: el éxito de Sabines exhibía su propia descomposición. “El arte sólo es popular entre artesanos”, sentenciábamos autistamente a los dieciséis.

Varios meses después oímos hablar de una lectura que Sabines ofrecería en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, a fines de septiembre de 1997. De inmediato nos citamos en el café y el pleno de nuestro grupo, reunido un viernes por la noche, aprobó por unanimidad los siguientes dos puntos de acuerdo: no bien transcurran los primeros diez minutos de lectura, A. y M. se levantarán de sus butacas y gritarán a voz en cuello: “¡Muera Sabines!”. Aprovechando la confusión del público asistente, cundido el pánico, H. —es decir, yo— se compromete a ser el “animador moral y espiritual” de la afrenta colectiva.

Llegado el día, A., M. y yo hicimos en silencio una fila kilométrica para entrar a la Sala Nezahualcóyotl. Después de cuatro horas, ingresamos al recinto y subimos corriendo las escaleras para ocupar tres asientos en la sección del coro. Repasábamos mentalmente nuestras obligaciones cuando Sabines, antecedido por un estruendoso aplauso, apareció al centro del escenario en silla de ruedas, sentado frente a una mesa con mantel, un micrófono y algunos libros. Después de acariciar con el pulgar y el índice de ambas manos las puntas de un cigarro electrónico, el septuagenario poeta tomó uno de los libros y comenzó a leer con impecable y reposada dicción:

Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro,
desde lo que no soy,
—mi piel como mi lengua—
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos,
remoto —nada hay detrás—,
lejano, lejos, desconocido.
Lento, amargo animal
que soy, que he sido.

Tardé algún tiempo en recordar el primer punto de la agenda. Cuando lo hice, me estremecí al pensar en las heroicas consecuencias que traería nuestra provocación. Cuando volteé a ver a A. y M. en busca del más mínimo arrepentimiento, los dos lloraban ya a moco tendido. A aquel poema le siguieron “Tía Chofi”, “Habría que bailar ese danzón…”, fragmentos de Adán y Eva y otros grandes éxitos. Repantigado en mi butaca, comencé a corear a Sabines, incapaz de saber si mi actitud encerraba un gusto culpable, un profundo alivio o ambos a la vez.

A., M. y yo salimos de la Sala Nezahualcóyotl con los ojos hinchados y en completo silencio; lentos y amargos, pero no lo suficientemente animales. Esa noche, Maricruz nos sirvió más café que de costumbre y hasta nos obsequió una orden de bolillos tostados con mantequilla. No sé si fue por su esmerado servicio o por su amorosa consternación que recibió la primera y última propina que jamás le daríamos.