Mostrando entradas con la etiqueta Juan Manuel Roca. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juan Manuel Roca. Mostrar todas las entradas

domingo, 27 de abril de 2014

El coronel siempre tendrá quien le escriba

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

Raras veces en el país aparecen escritores como Gabriel García Márquez, de tan clara coherencia entre la fidelidad a una vocación y la grandeza de una obra. Nunca fue un hombre postergado; desde que sintió su pasión por la literatura y el periodismo se volcó en ellos sin cuartel, en las duras y las maduras, e hizo migrar sus lenguajes de un género a otro. Su futuro de escritor siempre fue un hoy, una suma de futuros ya cumplidos. Porque una y otra vez empezaba de cero frente al papel en blanco.
Son inmensos sus logros. En relación al país no es poca cosa: lo puso como nadie en el mapa de la literatura universal. Su legado a los escritores resulta inobjetable: la constancia como divisa, la obsesión como guía, el riesgo asumido. 
Para mí su mayor conquista pertenece a una verdad reiterada: su ennoblecimiento de la cotidianidad por vías de la poesía, su traducción en imágenes de un país que no han dejado ser, su destreza para crear atmósferas desde el cuento, la novela, las crónicas y reportajes y para reinventar con bríos algo ya inventado, el realismo mágico.
Debo confesar que cierta poética de su narrativa, siendo atractiva, muchas veces me produjo dudas. Y quiero explicar con respeto esta infidencia: cuando de niños vamos a una piñata y el mago saca por primera vez de una chistera un conejo, la sorpresa es total, cuando lo saca en otra oportunidad el asombro disminuye, pero cuando vemos por tercera vez al mago y pensamos “ya va a sacar el conejo” y lo saca, sentimos la decepción del ritual repetido.
Ya Kafka señalaba que si un leopardo irrumpe en un templo es un milagro, pero si se repite es solamente un rito. También debo confesar que siendo la suya una obra tan amplia, esa cercanía al recetario en algunos parajes de su obra no lo disminuye frente a sus prodigios.
Ahí están El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera, muchas páginas de Cien años de soledad y por lo menos una treintena de cuentos extraordinarios que ya quedaron entre los más altos de nuestra lengua.
De toda su magnífica obra, al libro que más regreso es El coronel no tiene quien le escriba, donde habita, me parece, su más logrado personaje. Ese hombre digno, huérfano de hijo, nos recuerda lo que habremos de comer en el país de las promesas, en ese ya legendario y magistral remate de su novela. La narración funciona como una maquinaria de relojería en la plenitud del lenguaje y en su carácter elusivo para contar la historia –muy nuestra– de la espera, del hombre eternamente postergado.
Es la metáfora del olvido. Un hombre y su mujer esperan una seña de un remoto y fantasmal Estado, dos seres entrañables que parecen masticar el tiempo a falta de comida. Conmueve el recurso enajenado de la esposa del coronel: tener que hervir piedras en el fogón para que los vecinos no sepan que no tienen nada que poner en la olla. Pocas veces, desde Hamsun, he leído algo más certero y doloroso sobre el hambre. La novela es también una poderosa requisitoria a la guerra o, mejor aún, a las guerras civiles que asolaron al país.
Estimo cierto lo que afirma Luis Hars. En El coronel... “Hay un aura de cosas no dichas, de medias luces, de silencios elocuentes y milagros secretos.” Algo que comparte este libro con la estética de Juan Rulfo: una poética que canta y cuenta a la vez desde un ascetismo de la lengua. Le basta con decir que un músico del pueblo, al que van a enterrar, es un acontecimiento por ser “el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”, para así señalar las masacres sin “un inventario de cadáveres”, como calificaba el mismo García Márquez a la llamada novela de la violencia en Colombia.
Le basta con señalar que el cadáver del músico no podrá cruzar frente al cuartel de la policía porque “estamos en estado de sitio” para evocar una época enquistada en la vida colombiana, y todo en medio de un aire enrarecido y pedregoso, de un sueño “con telarañas”.
Es la suya la visión magra de un Caribe que algunos suponen vital y alegre como una sonaja. De un Caribe somnoliento y seco pero con la dignidad opaca del pobre, con personajes que no usan sombrero para no “tener que quitárselo ante nadie”.
Como creo en la existencia real del coronel he fabulado una carta escrita a destiempo, un correo de sombras que es lo más parecido a la vida y al azar.


sábado, 28 de diciembre de 2013

Dos miradas a la obra de Juan Rulfo

Primavera/2013
Luviva
Juan Manuel Roca 

1. Pedro Páramo
    
     Que tu corazón se enderece:
     aquí nadie vivirá para siempre.
     Nezahualcóyotl
    
     Asombra el caudal de poesía que hay en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo publicada en 1955, el mismo año de la segunda edición de El Llano en llamas.
     Si imaginar es crear imágenes, en Pedro Páramo esto podría parecer algo más que una simple y programática premisa. Hay en esta novela una imaginación, una carga de imágenes que parecen liberarse, de manera por lo demás natural, de una profunda carga de silencios.
     Tanto el tono como la atmósfera, afirmó alguna vez su autor, le fueron allanados por la intuición, por una suerte de dictado secreto. Escribió su primer manuscrito en un cuaderno escolar y en cualquier sitio, recordaba el parco escritor mexicano en alguna de sus entrevistas.
     Ese tono y esa atmósfera parecen desprendidos del conticinio, que es esa hora de la noche en la que han cesado todos los ruidos, o, posiblemente, de las cabeceras del mejor romanticismo, de cierto irracionalismo: «el hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa», dijo Hölderlin, alguien que conocía muy bien los hilos tan tenues que separan a deidades y parias. Pero, sobre todo, nacen de su capacidad natural para descubrir en todo lo cotidiano, en los hechos en apariencia más triviales, una veta poética.
     Así como Gustave Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad del musgo, el color de la pátina de algún rincón de un cuarto de un hotel de paso, Rulfo quiso, con Pedro Páramo, atrapar el tono opaco, ceniciento, de un presente poblado por fantasmas. Es el tono plomizo que recorre la casa de sus palabras, las voces de los muertos que viven en la incierta comarca de Comala.
     Alguna vez dijo: «Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchacha que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida».
     La anterior clave de la escritura de Pedro Páramo tuvo nacimiento en el hecho de imaginar a partir de una imagen, que es lo propio de la poesía como forma exploratoria de la percepción, como una forma escrita de diseminar entre los lectores, que siempre son una suerte de interlocutores de la misma materia de los fantasmas, unos arraigados recuerdos, una corresponsalía del sueño y una ración de miradas.
     En otros grandes novelistas latinoamericanos como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o Héctor Rojas Herazo, la poesía se da casi siempre por abundancia verbal, por un desborde de voces.
     Lo que hubiera sido una descripción exhaustiva en estos autores, el sentido de la distancia, por ejemplo, en Rulfo se da desde una magra expresión. Dice, hablando de la ubicación de Comala: «su lugar queda más allá de muchos días». Lo que resulta una medida que metería en líos al más certero agrimensor, pero no a quien reconoce en la vaguedad de la expresión una distancia sin medidas.
     Expresiones como «era un pedazo de culebra sin vida», para hablar de un machete, o «estaba revolcada en la tierra», para hablar de una mirada melancólica, aluden a un origen metafórico.
     Ése es otro rasgo que lo separa de la corriente realista de la narrativa mexicana anterior a su obra.
     No hay requisitorias, casi desaparece del relato para mostrarnos las cosas con una hondura y una desnudez verbal que a poco tiempo de ser leído se nos hacen imborrables.
     Pedro Páramo es una metáfora de la soledad y de la muerte, de ahí que su lenguaje acuda al hueso más que a la carnosidad, como en las obras de dos grabadores del México insurgente, Manilla y Posada, que hacían su crítica social desde las cuencas de las calaveras.
     Juan Rulfo es, antes que nada, un observador de sí mismo, lo que también es como decir un observador de su pueblo, de sus animales, sus frutos, de sus voces y murmuraciones.
     Durante algún tiempo pensó en titular su novela, precisamente, Los murmullos. Esas voces, esos murmullos que según Elena Poniatowska cruzan toda la novela con «un rumor de ánima en pena que vaga por las calles del pueblo abandonado», tienen hondas y claras raíces en su infancia. Son los gestos o las voces apagadas por una larga historia de violencias y miserias, de grandes heroísmos y de más grandes entregas.
     Los asesinatos de su abuelo y de su padre, los años de orfanato en Guadalajara, la revolución de los cristeros, son hechos que le hablan desde tiempos diferentes, como le hablan a Juan Preciado en muchos recodos de su libro.
     Desde la primera frase de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», el narrador se asoma al pasado, que es un tiempo que siempre, con sólo escarbar un poco en la realidad inmediata, se pone de presente en la cultura mexicana. Por eso resulta tan natural la manera como Rulfo se aproxima a los sucesos pretéritos desde un lenguaje lírico, algo que sin embargo no lo hace perder de vista las clavijas de su estructura novelística.
     Bebió en William Faulkner y en los expresionistas, pero también en poetas como Edgar Lee Masters, creador de Spoon River, otro poblado irreal donde los muertos cuentan su historia, donde una coral de voces ausentes fragua las historias de un poblado imaginario. No resultaría tampoco caprichoso hermanarlo con un legado de Francisco de Quevedo y Villegas: «Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos».
    
2. El Llano en llamas
    
     Golpeábamos en los muros de adobe
     y era nuestra herencia una red de agujeros.
     Poema náhuatl
    
     El primer libro publicado por Juan Rulfo, El Llano en llamas (México, 1953), es un fresco de las miserias humanas. Una historia clínica, si se quiere, de las grandes soledades de un país en el que también vive la muerte.
     De ahí que resulte, más que un volumen de cuentos, una suerte de Biblia de pobres, de saga que entremezcla el mito y la realidad inmediata, la historia como una forma circular de la pesadilla.
     Al autor le basta con una cuantas pinceladas expresionistas, con un ascetismo del lenguaje venido del fondo de la historia mexicana, con unos giros de cosa hablada, para atraparnos sin tregua hasta su último aliento.
     Alguna vez Marta Traba, señalando los cuentos de un autor casi olvidado, Hernando Téllez, a quien debemos el más agudo y bien escrito de los cuentos colombianos que giran en torno a la violencia, «Espuma y nada más», decía que Téllez era un virtuoso escritor que sabía muy bien cómo describir sus personajes. En oposición, a contramarcha, agregaba que Juan Rulfo no describe sino que «sufre» a sus personajes. Tal vez por eso sus relatos estén teñidos de un acento confesional. De una carnadura humana que resulta padeciente.
     La afirmación de Marta Traba tiene visos de irrefutable. Hasta el paisaje en Rulfo es padecido más que descrito. Parajes como Comala o Luvina, donde los cactus parecen ser percheros del viento y los fantasmas tienen su reino, hacen su desolado maridaje con los personajes que los habitan.
     No hay costumbrismo, así haya cuadros de las costumbres campesinas mexicanas. No hay realismo, así todo tenga el sabor real de una historia de revueltas y traiciones. No hay evidencias antropológicas, aunque sí una especie de arqueología del miedo. Es como si la diosa de la vida, Coatlicue, llevara sobre su rostro la máscara de los muertos. No hay excesos líricos, pero todo deviene poesía.
     Son diecisiete narraciones que encabalgadas resultan diecisiete retratos colectivos de una misma tragedia.
     En «Luvina», un cuento sobre un lugar anclado en otro mundo en el que sólo se oye el viento, para señalar el señorío de los fantasmas le basta con tres pinceladas teñidas, como tantas cosas del pueblo mexicano, de un atávico fatalismo: «Entonces yo le pregunté a mi mujer: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Y ella se alzó de hombros».
     En «¿No oyes ladrar los perros?», la sombra de un hombre que lleva a cuestas a su hijo herido es en realidad una sombra doble fusionada por una misma tragedia. Van en busca de Tonaya, un poblado al que esperan llegar oyendo en la noche el ladrido de los perros, ese «horizonte de perros» del que hablara Federico García Lorca.
     Es el diálogo de quien asiste a la agonía del otro y al velorio de sus propias esperanzas.
     Una esquirla más de ese comercio con la muerte que es toda la obra de Rulfo se hace manifiesto en «Diles que no me maten», una historia de odio y revanchismo.
     Si bien El Llano en llamas es un prontuario de ausentes, no se siente el peso del monotema ni el de una coral que tararea la misma tonada, una y otra vez, como si fuera un mantra entonado a las puertas del purgatorio.
     He ahí la magia de quien avanza en círculos y vuelve a su centro para de nuevo sorprendernos.
     Carlos Fuentes señaló que Juan Rulfo cierra «con llave de oro la temática documental de la Revolución». No hay duda de que lo hace desde un registro de acontecimientos irreales que se vuelven reales a fuerza de un lenguaje riguroso y cotidiano. Esa terca ternura y ese amor hacia los derrotados, no obstante sus rasgos de humor negro, parece injertada en los frutos amargos de una infancia rural y de un profundo conocimiento del ser mexicano.
     Todo está tocado de un habla tan sencilla que resulta elusiva, de una forma de dialogar y de narrar que no fue aprendida como insumo para la escritura. «Nunca dije: a ver cómo hablan, voy a aprender su forma de hablar. Así oí hablar desde que nací», afirmó alguna vez el escritor, rompiendo la tela de araña de uno de sus largos silencios.
     El Llano en llamas es un manual de sombras o un repertorio de orfandades.
     Es un libro que deja en el aire una serie de preguntas que parecen montadas en un trípode conformado por la soledad, la muerte y el poder, instancias que desde la antigüedad hasta hoy han sido tres cercos en los que se debate la condición humana.
     Leer su obra es una forma de leernos a nosotros mismos.

viernes, 4 de octubre de 2013

Kawabata y García Márquez:dos novelas habitadas por muchachas

29/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

La casa de las bellas durmientes
He vuelto a leer La casa de las bellas durmientesjalonado por la novela de Gabriel García Márquez, por los guiños que el escritor colombiano hace a la obra de Yasunari Kawabata.
Y he vuelto a recibir una mirada terrible, lacerante y ominosa sobre la vejez. Ni por asomo se siente la caída en algo que prevenía Aristóteles, aquello de que hablar con frases hechas es lo propio de la senectud. Porque no hay ninguna reflexión que resulte tópica en esta inquietante novela.
Una casa a la que van los ancianos a pasar algunas de sus noches, acostados junto a muchachas dolorosamente bellas y dormidas, narcotizadas, le sirve a Yasunari Kawabata como epicentro para crear una novela pérfida, bella y enrarecida, encabalgada entre el erotismo y la muerte.
A través de la desnudez de la muchacha, cada vez una distinta, Eguchi, un hombre de sesenta y siete años, establece un diálogo fantasmal con otros ancianos a los que nunca ha visto, pero que sabe integrantes de una oscura membresía a un club secreto que asiste a la casa, cuyo único nexo es la posadera, una celestina oriental tan enigmática como sus estancias.
Estar viejo junto a una muchacha desnuda y dormida es como vivir a orillas de un recuerdo. De ahí que la novela sea un prontuario de evocaciones, una suerte de suplicio de Tántalo carnal, pues no otra cosa es reposar o dormir al lado de la belleza en los linderos del deseo. Y que sea el extraño pero creíble retrato de un hombre que quiere pactar la paz consigo mismo, en un viaje con escalas hacia la muerte.
Eguchi es un hombre reflexivo, un hombre racional y ordenado que no duda en acatar las leyes de la casa en el marco de algo que el propio Kawabata llama una “frivolidad senil”.
Difícilmente pueden llamarse putas a las muchachas desnudas, pues aunque comercian con su desnudez no lo hacen más allá de un ámbito visual. Y es allí, en un pulso entre la realidad y el deseo, entre el anhelo senil y los leves roces contenidos al borde de una piel fresca de mujer, en donde la muerte tiene su señorío.
Como el rey bíblico que en su vejez dejaba que alguna doncella le calentara su lecho antes de él acostarse a dormir, Eguchi y los otros viejos de la casa ejercen una dictadura visual, un derecho usurpado al calor del cuerpo femenino.
Es una novela sensorial, en la que el olfato, que según el novelista japonés es el sentido más ligado al recuerdo, tiene su claro protagonismo.
Podría afirmarse que el tacto, el oído y la vista son como tres reyes magos que visitan al viejo trocado en niño, en una atmósfera de perversión y de inocencia a un mismo tiempo. Siempre se oye, muy cerca, roncando al mar y hay un paisaje de nieblas y aguanieve que acentúan el deseo de calor, de un “otro” que de forma inconsciente lo prodigue.
Todo muy a la japonesa, con una fuerte carga de descripciones impresionistas, con matices muy sutiles, con esa manera tan oriental de mezclar olores de sangre y de magnolias, como quien dice, de entreverar en un mismo ámbito la sordidez y lo sublime, la bajeza y lo celeste. Sutilezas como aquella de saber que en noches de niebla se descomponen los relojes, como si a sus minuteros se les velara el tiempo, están entrelazadas a una evidente idea de temor e hipocresía frente a la muerte, a las aguas de la senectud que a veces simulan de manera fraudulenta el color de la sabiduría.
La atmósfera enrarecida y densa, el silencio de las mujeres, pues sólo la vieja celestina tiene una voz que escinde un mundo de sombras –la sombra puede repetir como un amaestrado mono la gestualidad del cuerpo pero nunca su voz–, logra un clima de zozobra que nos hace sentir como si asistiéramos por una fisura a un mundo cerrado y un tanto mefítico, a una cruenta revelación.
Con mucha certeza, Yukio Mishima, que fuera sin duda un discípulo y admirador de Yasunari Kawabata, advierte que “las técnicas de diálogo y descripción de personajes son inútiles en La casa de las bellas durmientes, sencillamente “porque están dormidas”.
Lo portentoso del recurso de Kawabata radica en que, estando siempre hundidas en el foso del sueño, las muchachas parecen transmitir una actitud vivificante. De tal manera logra crear un estado de hibernación, pero la idea de una vida anterior y otra futura, de un antes y un después tras las orillas del narcotizado sueño.
No puede hacerse una lectura serena de esta novela. Agobia y cuestiona en lo moral y en lo sensitivo, a cada tramo. No hay artilugios sino confrontaciones, como ocurre con toda gran obra.
Cuando empezamos a acostumbrarnos a su rareza, a un mundo en que la soledad jala de un extremo de la vida y el deseo de compañía lo hace desde otro lado del deseo, empieza la saga de los ancianos muertos, idos de sí sin que lo perciban las muchachas.
A lo mejor, como en el célebre episodio narrado por Lewis Carroll donde un personaje de un sueño camina en puntillas pues si hace ruido puede despertar a quien lo sueña y desaparecer, los ancianos sólo son la pesadilla de las muchachas desnudas. Además, despertar a la muchacha pudiera ser como despertar, aún más, a los demonios del mediodía.
Eguchi, un hombre al borde de sus últimos días –¿y quién puede tener la garantía de que cada día no es el último?–, pasa revista a su pasado, a sus mujeres, a sus pequeñas y grandes conquistas, que son flores secas de un tiempo perdido que poco a poco se asfixia entre sucesivos otoños.
De toda esa vastedad de vírgenes irredentas y lascivias recordadas y muchachas “acariciadas únicamente con palabras”, como diría Mishima, nos queda en la memoria y en los sentidos una obra de amor y de terror, de lirismo y de crueldad, mientras la belleza sigue siendo una ambición más lejana que dormida.
Memoria de mis putas tristes
La más reciente novela de Gabriel García Márquez,Memoria de mis putas tristes, despega con un epígrafe de la novela de Kawabata, precisamente con el fragmento con el que inicia la novela del japonés: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.”
La anterior es una divisa o el anuncio de que, como el mismo García Márquez lo reveló, estamos frente a un homenaje al formidable Yasunari Kawabata, en una suerte de remake o, si se quiere mejor, de palimpsesto.
Nada más legítimo y más bello que hacer literatura sobre la literatura, en un sistema de muñecas rusas o de cuáquero que porta un tarro de avena en donde hay otro cuáquero que porta otro tarro de avena, de manera reproductiva.
Lo primero que encontramos no tiene por qué sorprendernos: el ejercicio de estilo y la prosa nerviosa y vibrante de García Márquez no han entrado en barrena. Tampoco ocurre algo sobre lo que previene el tantas veces anglocentrista Harold Bloom, su afirmación de que al autor de El coronel no tiene quien le escriba –que, dicho al paso, es mi libro de cabecera dentro de su obra‒ se le reconoce por la repetición de un restringido recetario. Si bien es cierto que García Márquez, como casi todos los escritores, se guaquea a sí mismo, es decir, escarba en sus propios tesoros, acá sigue fiel a algunas de sus obsesiones pero no se reitera en lo formal ni en sus recursos mágicos.
Sucede que toda magia repetida aburre. La primera vez que en una piñata el mago saca una liebre de su chistera hay asombro, la siguiente merma la perplejidad y en la última ya hay una desembozada y casi agresiva manifestación de tedio.
Así como hay mujeres que pasados los años parecen las abuelas de sí mismas, en algunos libros de Gabriel García Márquez se nota demasiado la influencia de sí mismo. Pero en este pequeño volumen no hay ese contubernio con un yo creativo, privativamente garciamarquiano, ni se muestra como si fuera el devorador Saturno y su hijo devorado, al mismo tiempo.
La novela se lee con fluidez, nos permite asistir una vez más a las bondades narrativas de un gran escritor. Pero la historia, la verdad sea dicha, pues no acaba de cuajar. El profesor Mustio Collado y su conflicto no parecen lograr en el lector una carga dramática, sobre todo si cometemos la torpeza de leer el libro en conjunción con la novela del homenajeado Kawabata.
No es ésta de las putas tristes una novela mimética aunque haya reflejos de ese espejo tratados con amoroso respeto: la celestina de uno y de otro libro viven en una tranquila amoralidad como epicentro, las muchachas en uno y otro volumen duermen siempre sobre su costado izquierdo, los dos personajes son descritos como présbitas, existe la tentación y el freno como pulso de los días, etcétera.
Una diferencia que introduce García Márquez entre muchas, pero quizá la más poderosa, es que si Eguchi cambia de vírgenes dormidas y en un rasgo de pérfida inocencia se pregunta si eso se puede llamar promiscuidad, no obstante no las posea nunca, Mustio Collado siempre lo hace con la misma muchacha, en un rasgo de matiz romántico y, si cabe el término, monogámico.
En ambos casos cabe la afirmación moral de un anarquista, Eliseo Reclus, cuando afirma que “repugna por igual que la mujer sea declarada mueble conyugal y que el hombre sea reputado como el propietario de semejante mueble”. Por supuesto que tiene toda la razón Reclus en la condena de las sociedades machistas y patriarcales. Pero otra cosa ocurre en la literatura, valdría la pena agregar, donde la moral no tiene necesariamente por qué asistir a sus personajes, ni siquiera al lector que quiere palpar seres de verdadera carnadura humana que se mueven entre la luz y la sombra, entre las dos orillas de un mismo río.
Como en un paraje de la vida de Rimbaud, Mustio Collado encuentra a la belleza amarga. Pero no la injuria, aunque le teme. Delgadina, la muchacha seductora y silente, es costurera, lo que le significaría tener la vida pendiente de un hilo.
Mustio es un viejo envilecido quizá por la literatura o, mejor, atrapado en una campana neumática de letras que pasea su andadura por la ciudad de Barranquilla, descrita de manera elusiva por la cordialidad de las gentes y por esos aguaceros que se convierten en arroyos que entran a las casas para llevarse los muebles, las sillas mecedoras y hasta algunas mujeres sentadas en ellas que pasan tejiendo un saco con rumbo hacia el mar. No es que García Márquez lo exprese de esta misma manera, pero sí nos hace sentir esa ciudad del trópico que en invierno tiene aspiraciones venecianas, en un rasgo de belleza oculta y de ciertos guiños locales que espigan en algunas de sus páginas.
La novela es fundamentalmente una historia del tráfico turbio que anida en los diálogos del profesor Mustio y su celestina, Rosa Cabarcas, cuyo leitmotiv son los amores sin logros, las pasiones imposibles, en un tema que ronda a personajes de otras obras suyas, como Florentino Ariza o Cayetano Delaura y algunos otros seres de su amplio y celebrado fantasmario.
Es una requisitoria sobre la vejez, una reflexión de fruta amarga, de esos días que con el nombre de madurez recubren un sentimiento de patetismo. Pero el conflicto, la trama y los personajes de la novela prometen más de lo que dan hasta llegar a un final débil, no falto de resolución ni abierto, sino débil, que deja una sensación de cosa inacabada.
No son las suyas las putas convincentes en pocas pinceladas de “Es que somos muy pobres”, insertas en El Llano en llamas, de Juan Rulfo, o en “Las mellizas”, de Juan Carlos Onetti, o en “Josefina, atiende a los señores”, capítulo de Así en la paz como en la guerra, de Guillermo Cabrera Infante, ni aún en la propia Eréndira, la cándida muchacha que fuera víctima de su abuela desalmada, del mismo Gabriel García Márquez.
Ocurre, eso sí, que la menos buena de las novelas suyas es mejor que las mejores de muchos de quienes lo critican de manera estentórea y parricida. Por su ejercicio estilístico, por su sabiduría en el lenguaje, pero sobre todo por su avisada y larga malicia literaria.
Sin duda que vale la pena leer esta novela, porque a pesar de lo que he señalado y a pesar de que para algunos podría ser una esquirla salida de otro de sus libros, como lo señala Koetzee, puede leerse como una prueba de rigor estilístico.
Lo digo, así la historia no logre, y hablo privativamente de mi lectura, una seducción o una fascinación que como en alguna de sus crónicas, antes de salir al público, ya viene anunciada. A lo mejor si no cumple con la expectativa es por tratarse de un escritor de su rango.

domingo, 30 de junio de 2013

Dos miradas a la obra de Rulfo obra de Rulfo

30/Junio/2013
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

Para Ignacio Ramírez, en su memoria
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.

Netzahualcóyotl
Asombra el caudal de poesía que hay en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo publicada en 1955, el mismo año de la segunda edición de El Llano en llamas.
Si imaginar es crear imágenes, en Pedro Páramo esto podría parecer algo más que una simple y programática premisa. Hay en esta novela una imaginación, una carga de imágenes que parecen liberarse, de manera por lo demás natural, de una profunda carga de silencios.
Tanto el tono como la atmósfera, afirmó alguna vez su autor, le fueron allanados por la intuición, por una suerte de dictado secreto. Escribió su primer manuscrito en un cuaderno escolar y en cualquier sitio, recordaba el parco escritor mexicano en alguna de sus entrevistas.
Ese tono y esa atmósfera parecen desprendidos del conticinio, que es esa hora de la noche en la que han cesado todos los ruidos o, posiblemente, de las cabeceras del mejor romanticismo, de cierto irracionalismo: “el hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa”, dijo Hölderlin, alguien que conocía muy bien los hilos tan tenues que separan a deidades y parias. Pero, sobre todo, nacen de su capacidad natural para descubrir en todo lo cotidiano, en los hechos en apariencia más triviales, una veta poética.
Así como Gustave Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad de musgo, el color de la pátina de algún rincón de un cuarto de un hotel de paso, Rulfo quiso con Pedro Páramo atrapar el tono opaco, ceniciento, de un presente poblado por fantasmas. Es el tono plomizo que recorre la casa de sus palabras, las voces de los muertos que viven en la incierta comarca de Comala.
Alguna vez dijo: “Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchacha que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida.”
La anterior clave de la escritura de Pedro Páramo tuvo nacimiento en el hecho de imaginar a partir de una imagen, que es lo propio de la poesía como forma exploratoria de la percepción, como una forma escrita de diseminar entre los lectores, que siempre son una suerte de interlocutores de la misma materia de los fantasmas, unos arraigados recuerdos, una corresponsalía del sueño y una ración de miradas.
En otros grandes novelistas latinoamericanos, como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o Héctor Rojas Herazo, la poesía se da casi siempre por abundancia verbal, por un desborde de voces.
Lo que hubiera sido una descripción exhaustiva en estos autores, el sentido de la distancia, por ejemplo, en Rulfo se da desde una magra expresión. Dice, hablando de la ubicación de Comala: “su lugar queda más allá de muchos días”. Lo que resulta una medida que metería en líos al más certero agrimensor, pero no a quien reconoce en la vaguedad de la expresión una distancia sin medidas.
Expresiones como “era un pedazo de culebra sin vida” para hablar de un machete, o “estaba revolcada en la tierra” para hablar de una mirada melancólica, aluden a un origen metafórico.
Ese es otro rasgo que lo separa de la corriente realista de la narrativa mexicana anterior a su obra.
No hay requisitorias, casi desaparece del relato para mostrarnos las cosas con una hondura y una desnudez verbal que a poco tiempo de ser leídas se nos hacen imborrables.
Pedro Páramo es una metáfora de la soledad y de la muerte, de ahí que su lenguaje acuda al hueso más que a la carnosidad, como en las obras de dos grabadores del México insurgente, Manilla y Posada, que hacían su crítica social desde las cuencas de las calaveras.
Juan Rulfo es, antes que nada, un observador de sí mismo, lo que también es como  decir un observador de su pueblo, de sus animales, sus frutos, de sus voces y murmuraciones.
Durante algún tiempo pensó en titular su novela, precisamente, Los murmullos. Esas voces, esos murmullos que según Elena Poniatowska cruzan toda la novela con “un rumor de ánima en pena que vaga por las calles del pueblo abandonado”, tienen hondas y claras raíces en su infancia. Son los gestos o las voces apagadas por una larga historia de violencias y miserias, de grandes heroísmos y de más grandes entregas.
Los asesinatos de su abuelo y de su padre, los años de orfanato en Guadalajara, la revolución de los cristeros, son hechos que le hablan desde tiempos diferentes, como le hablan a Juan Preciado en muchos recodos de su libro.
Desde la primera frase de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, el narrador se asoma  al pasado, que es un tiempo que siempre, con sólo escarbar un poco en la realidad inmediata, se pone de presente en la cultura mexicana. Por eso resulta tan natural la manera como Rulfo se aproxima a los sucesos pretéritos desde un  lenguaje lírico, algo que sin embargo no lo hace perder de vista las clavijas de su estructura novelística.
Bebió en William Faulkner y en los expresionistas pero también en poetas como Edgar Lee Masters, creador de Spoon River, otro poblado irreal donde los muertos cuentan su historia, donde una coral de voces ausentes fragua las historias de un poblado imaginario. No resultaría tampoco caprichoso hermanarlo con un legado de Francisco de Quevedo y Villegas: “Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.”
El Llano en llamas
Golpeábamos en los muros de adobe
y era nuestra herencia una red de agujeros.

Poema náhuatl
El primer libro publicado por Juan Rulfo, El Llano en llamas (México, 1953), es un fresco de las miserias humanas. Una historia clínica, si se quiere, de las grandes soledades de un país en el que también vive la muerte.
De ahí que resulte, más que un volumen de cuentos, una suerte de Biblia de pobres, de saga que entremezcla el mito y la realidad inmediata, la historia como una forma circular de la pesadilla.
Al autor le basta con una cuantas pinceladas expresionistas, con un ascetismo del lenguaje venido del fondo de la historia mexicana, con unos giros de cosa hablada, para atraparnos sin tregua hasta su último aliento.
Alguna vez Marta Traba, señalando los cuentos de un autor casi olvidado, Hernando Téllez, a quien debemos el más agudo y bien escrito de los cuentos colombianos que giran en torno a la violencia, “Espuma y nada más”, decía que Téllez era un virtuoso escritor que sabía muy bien cómo describir a sus personajes. En oposición, a contramarcha, agregaba que Juan Rulfo no describe sino que “sufre” a sus personajes. Tal vez por eso sus relatos están teñidos de un acento confesional. De una carnadura humana que resulta padeciente.
La afirmación de Marta Traba tiene visos de irrefutable. Hasta el paisaje en Rulfo es padecido más que descrito. Parajes como Comala o Luvina, donde los cactus parecen ser percheros del viento y los fantasmas tienen su reino, hacen su desolado maridaje con los personajes que los habitan.
No hay costumbrismo, así haya cuadros de las costumbres campesinas mexicanas. No hay realismo, así todo tenga el sabor real de una historia de revueltas y traiciones. No hay evidencias antropológicas, aunque sí una especie de arqueología del miedo. Es como si la diosa de la vida, Coatlicue, llevara sobre su rostro la máscara de los muertos. No hay excesos líricos pero todo deviene poesía.
Son diecisiete narraciones que encabalgadas resultan diecisiete retratos colectivos de una misma tragedia.
En “Luvina”, un cuento sobre un lugar anclado en otro mundo en el que sólo se oye el viento, le basta para señalar el señorío de los fantasmas con tres pinceladas teñidas, como tantas cosas del pueblo mexicano, de un atávico fatalismo: “Entonces yo le pregunté a mi mujer: En qué país estamos, Agripina?, y ella se alzó de hombros.”
En “No oyes ladrar los perros”, la sombra de un hombre que lleva a cuestas a su hijo herido es en realidad una sombra doble fusionada por una misma tragedia. Van en busca de Tonaya, un poblado al que esperan llegar oyendo en la noche el ladrido de los perros, ese “horizonte de perros” del que hablara Federico García Lorca.
Es el diálogo de quien asiste a la agonía del otro y al velorio de sus propias esperanzas.
Una esquirla más de ese comercio con la muerte que es toda la obra de Rulfo se hace manifiesta en “Diles que no me maten”, historia de odio y revanchismo.
Si bien El Llano en llamas es un prontuario de ausentes, no se siente el peso del monotema ni el de una coral que tararea la misma tonada, una y otra vez, como si fuera un mantra entonado a las puertas del purgatorio.
He ahí la magia de quien avanza en círculos y vuelve a su centro para de nuevo sorprendernos.
Carlos Fuentes señaló que Juan Rulfo cierra “con llave de oro la temática documental de la Revolución”. No hay duda de que lo hace desde un registro de acontecimientos irreales que se vuelven reales a fuerza de un lenguaje riguroso y cotidiano. Esa terca ternura y ese amor hacia los derrotados, no obstante sus rasgos de humor negro, parece injerta en los frutos amargos de una infancia rural y de un profundo conocimiento del ser mexicano.
Todo está tocado de un habla tan sencilla que resulta elusiva, de una forma de dialogar y de narrar que no fue aprendida como insumo para la escritura. “Nunca dije: a ver cómo hablan, voy a aprender su forma de hablar. Así oí hablar desde que nací”, afirmó alguna vez el escritor, rompiendo la tela de araña de uno de sus largos silencios.
El Llano en llamas es un manual de sombras o un repertorio de orfandades.
Es un libro que deja en el aire una serie de preguntas que parecen montadas en un trípode conformado por la soledad, la muerte y el poder, instancias que desde la Antigüedad hasta hoy han sido tres cercos en los que se debate la condición humana.
Leer su obra es una forma de leernos a nosotros mismos.