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domingo, 3 de julio de 2016

¿Tradición, vanguardia?

3/Julio/2016
Confabulario
Jorge Fernández Granados

1

No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron nos dice el poeta japonés Matsuo Basho. He aquí una elegante observación de lo que significa esencialmente el concepto de tradición. Solemos confundir tradición con acervo. Nada más opuesto. La tradición nos remite a un sentido ancestral de la cultura y no a un mero acumulamiento de obras. Lo que conserva una tradición no son sólo las obras en sí —manufacturas, costumbres, ideas—, sino algo que esas manifestaciones han querido representar, aquello que les dio origen dentro de la relación del hombre con el mundo. En otras palabras, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones es la necesidad de que esas realizaciones existan.

Volviendo a Basho, es claro que una cosa es el camino y otra el lugar a donde el camino va. Todo camino sería una forma con la que se ha resuelto la necesidad de dirigirse a un determinado lugar. Pero el lugar a donde el camino va, el sentido o la dirección que lo conduce no es el camino y, de hecho, pueden existir varios caminos para llegar a un mismo lugar. El lugar a donde los caminos van sería, en este sentido, la tradición y los caminos, las realizaciones surgidas de la necesidad de dirigirse a dicho lugar. Por eso una tradición no es cuantificable; si acaso, calificable y reconocible. Se trata de una calidad alcanzada, de la particular eficacia con la que ciertos caminos se han aproximado a lo buscado. Consecuentemente, lo que unifica a una tradición no son sus caminos, sino el destino que los dirige.

El buscador escoge un camino pero ese camino de alguna manera también lo elige a él. Quien busca no elige un camino tanto como un sentido, y es este sentido el que lo hará hallar tarde o temprano el camino más adecuado. Encontrar ese camino es sólo una forma de resolver el viaje. No obstante, el camino es sencillamente el medio (la obra), mientras que el sentido es lo que la obra alcanza y revela. De esta manera lo que llega, por cualquier camino, al lugar buscado pasa a pertenecer a la tradición.

La tradición no necesariamente se destruye por un cambio. La mayoría de las veces el cambio es un reacomodo, una manera más o menos evidente de sustituir la ruta pero no de abandonar el destino. Se trata de movimientos necesarios de adaptación al tiempo. Las formas caducan en la medida en que el entorno y las circunstancias van cambiando. Una forma a fin de cuentas es una costumbre, un modo, un camino que ha sido probado y funciona. En tanto que el orden que les dio origen permanezca, las costumbres son vigentes. Pero, ¿qué sucede si las circunstancias cambian? La forma o camino ha de adaptarse de igual manera. Vemos así a lo largo de la historia numerosas renovaciones, rupturas, modas y estilos que son el movimiento mismo de reacomodo o reinterpretación del camino frente a su fin, de la herramienta frente a su materia. Para mí es particularmente emocionante ver la vitalidad con que una cultura desconoce y deshecha formas que ya no le sirven, caminos que ya no la llevan a donde quiere ir. En esa movilidad hay una inteligencia intuitiva entre los lenguajes y sus códigos que siempre tienden a moverse hacia la mayor eficacia expresiva o comunicativa de su momento y parecen sólo obedecer, como el fluir del agua, a una ley dinámica y reintegrativa. Como en la naturaleza, vivir significa adaptarse.

Tal vez el hecho más asombroso de la vida de una tradición lo constituye este reacomodo interminable, verdadera metamorfosis de los medios para perseverar en los fines. Una cultura, como un gran organismo, está generando todo el tiempo sus propias mutaciones y cambios. Sin embargo, bajo una especie de mecánica darwiniana, son sólo los cambios exitosos los que sobreviven. El éxito en este caso es una combinación del cambio adecuado en el momento oportuno. En cualquier época ha habido artistas originales y propositivos; pero su originalidad no tenía mucho sentido en ese momento; de manera que fueron olvidados. Siglos después, otros artistas igual de originales y propositivos aparecen y son reconocidos como genios. ¿Contradicción? No. simplemente que lo que en un lugar y un momento determinados resulta eficaz en otros no.

Las expresiones, lo sabemos, son dinámicas y siempre interdependientes del resto de la cultura en general. Estrictamente hablando, ninguna realización artística contiene o posee por sí misma a la tradición, puesto que ella se comporta como una ecuación compleja entre los individuos, sus lenguajes y las cambiantes circunstancias del entorno. La tradición en todo momento se presenta más bien como una lectura desde el presente de una necesidad de continuidad, de cierto orden evolutivo y, sobre todo, de un sentido en el tiempo de determinadas obras, a las que les atribuimos un significado vertebral, precursor y afirmativo de nuestra identidad, pero a las que sólo podemos atribuírselos desde el presente. Usando nuevamente nuestra figura de Basho y el camino podemos decir que para afirmar cuál camino ha sido verdadero y cuál no hay que haber elegido primero un punto de llegada, una meta desde donde sea posible trazar una perspectiva y juzgar el recorrido de cada ruta. Ese punto de llegada es el presente.

¿Y cuál sería entonces la razón de ser de una tradición? Si la cultura es esencialmente cambiante, si las realizaciones del arte son tentativas de sentido cuyo éxito o fracaso depende de incontables factores que son asimismo impredecibles, y si además todo depende de la perspectiva del presente desde donde juzgamos, ¿qué es lo que conservamos y por qué?

Lo único que podría afirmar a este respecto es que bajo el nombre de tradición lo que guardamos es una gran pregunta sobre nosotros mismos. Como señalé antes, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones humanas es la necesidad de que esas realizaciones existan. Lo verdaderamente nuevo trabaja en última instancia para lo ancestral.
2

Un lector atento de poesía contemporánea se verá enfrentado a una recurrente singularidad: cuando busque lo nuevo, no necesariamente lo encontrará en las generaciones más jóvenes. Novedad y juventud pueden coincidir, pero no son una misma cosa. La juventud, en la literatura, no existe. Existe la originalidad, y a veces cierto espíritu de renovación o cuestionamiento; pero estas cualidades no tienen por qué coincidir con la juventud, que es, en todo caso, una etapa biológica del autor —quien no puede elegirla ni evitarla— mientras que la originalidad, como atributo alcanzado por una obra, suele ser el resultado de una madurez creativa. Esto no es tan raro si se tiene en cuenta que, en lo concerniente al uso de los recursos del oficio, el joven está descubriendo mientras que el maestro está eligiendo. La originalidad del joven no pocas veces es resultado del mero hallazgo, mientras que la del artista maduro conlleva el pleno voto de su voluntad. Cuando un artista en su madurez nos propone algo significativamente original podemos estar seguros de que esa originalidad es genuina y está ahí por una convencida necesidad. No es un punto de partida, sino el de llegada.

Por otro lado, es evidente que no habrían poemas nuevos de no haber poemas antiguos y seguramente los que hoy se escriban afectarán a los que mañana estén por escribirse. La poesía es un oficio milenario al tiempo que un puro gusto que se retoma de una generación a otra por quienes encuentran en ella un valor o alguna razón para que siga existiendo. Por eso, como los caminos de Basho, tiene que cambiar: para seguir siendo lo que ha sido. El día que deje de transformarse ese día estará muerta.

Un lastrante malentendido de cierta idea elemental de tradición radica en que la obra de arte no es un monumento de la “creación” individual sino un espacio problemático de la cultura. Un gran poema —pongamos por caso las Soledades de Luis de Góngora o Trilce de César Vallejo— fue en su tiempo un experimento arriesgado que tenía buena parte de las apuestas en su contra. No podía ser de otro modo. El ámbito natural del poema es colonizar un territorio que aún no ha sido explorado. Hablamos, ni más ni menos, que del lugar donde la disputa por la transparencia, la trascendencia y la eficacia del idioma miden sus límites y alcances. No hay que olvidar, sin embargo, que el idioma es también una historia colectiva.

Contrariamente a lo que se cree, una de las propiedades más orgánicas de la tradición es que esinteractiva, o —para usar términos más tradicionales— es un espacio de interacciones constantes y dinámicas, como un ecosistema donde un mínimo elemento introducido puede desencadenar consecuencias insospechadas. El terreno de las influencias es por lo mismo impredecible y recíproco. Escribir requiere ser permeable a todo lo escrito, hoy y hace mil años, así como participar si no del futuro a largo plazo por lo menos de la transmisión hacia el futuro inmediato de lo recibido. Aquí, como en ninguna otra parte, nadie sabe para quién trabaja. Del mismo modo que en el mencionado ecosistema, todo lo que existe incide, tarde o temprano, en el conjunto. Así, el conocido “efecto mariposa” ocurre también en la literatura.

No está de más insistir en que hay (fatalmente) generaciones porque hay (fatalmente) experiencias distintas de lo circundante. Uno no elige una: se percata algún día de la suya no por las preconizadas poéticas, preceptivas o manifiestos ni en general esos casi universales programas para habitar el mundo que a veces la animan, sino por los detalles. En los detalles se percibe la firma y la frontera de una generación frente a otra; porque allí, y no en las teorías, se leen las verdaderas mutaciones de la escritura, las huellas digitales de las nuevas fórmulas que están puestas en juego para comunicarse.

Deteniéndonos un poco en esta cuestión, y para ser justos, el estilo no es simplemente el modo de decir las cosas, sino la original eficacia con la cual vuelven a ser claras para un nuevo público. A este respecto, suele discutirse a la forma como el paradigma de las desavenencias generacionales. Algo hay de bizantino en este asunto. Todo: tiene forma; y es ingenuo suponer que se la ha superado sólo por no manipularla conscientemente. Lo más que se logra con la improvisación nunca es la plena libertad, ni siquiera unverdadero caos, sino un desorden cándido que, rigurosamente examinado, suele ser elemental y reiterativo. La espontaneidad, como las acrobacias, sólo les sale bien a quienes tienen práctica.

Por cierto, una generación no tiene por qué romper con la anterior a menos que haya algo que decisivamente las separe. Lo curioso es que en la mayor parte de los casos la supuesta diferencia no es realmente una diferencia sino un ajuste: el pertinente ajuste para que la literatura siga siendo vigente en aquello que el paso del tiempo ha deteriorado y urge remozar. El deber de la nueva generación es entonces reconocer esa grieta y, por un lado, evidenciarla, hacerla un hito, poner ahí el alma en guerra si se quiere; pero, por otro, hallar los nuevos caminos para mantener precisamente la continuidad del arte escrito. De alguna manera es un juego dialéctico: la diferencia otorga la identidad pero esa diferencia sólo es un ajuste ya necesario entre los fines y los medios de la literatura.

Ahora que, vale la pena preguntarse, las cosas que discute una generación con otra, ¿son de fondo o de procedimiento? En México la mayoría de los movimientos literarios no han pasado de ser reyertas de procedimientos. Los cambios más perdurables y significativos los han realizado autores en solitario (desde Sor Juana hasta Coral Bracho). Las polémicas generacionales en nuestro país son más políticas que estéticas. Anunciar una nueva generación tiene para mí algo de campaña publicitaria. Inventar familias ahí donde sólo hay individuos es propio más bien de los programas poblacionales del conapo. Cada lector sabrá, en su personal bestiario, a qué criaturas literarias elige y decide frecuentar, de hoy y de cualquier época.

domingo, 8 de junio de 2014

José Gorostiza y el nacimiento de Muerte sin fin

8/Junio/2014
Confabulario
Jorge Fernández Granados

Se suele comparar a José Gorostiza con Juan Rulfo. Ambos escribieron poco, lo hicieron con extraordinaria destreza, pero sobre todo, luego de sus respectivas obras maestras, ya no escribieron más. Si, de la misma manera en que Juan Rulfo cerró lo que se ha dado en llamar la novela de la Revolución mexicana, José Gorostiza hizo lo mismo con la etapa literaria de Contemporáneos, cabría preguntarse por qué se habla de cierres, qué perspectiva se inclina a ver a estos grandes autores como crepusculares.

La aparición de las obras maestras asombra; en algunos casos asusta. A los académicos les sirve como puntos de partida o de llegada. Pero las obras maestras, en realidad, sólo suceden: están ahí, como las otras menos magistrales, solitarias y dispersas como las estrellas en el cielo nocturno y ajenas a las constelaciones que nos empeñamos en trazar con ellas. Creo que nacen de un sinnúmero de minuciosas casualidades que, en realidad, tienen poco que ver con el mausoleo de la historia de la literatura.

El caso de Muerte sin fin es paradigmático. Como sus dos principales o más identificables precursores, el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz y El cementerio marino de Paul Valéry, se trata de un poema metafísico total —o totalizante— de aquellos que rara vez se alcanzan más de una vez por siglo y cuya visionaria ambición se exige a sí misma una forma impecable. No es, por supuesto, la ambición lo que los encumbra sino esa estrella que los equilibra y que conjunta en dichas obras pensamiento, expresión y belleza. Es, en síntesis, esa suma feliz de grandezas y minucias lo que los asimila como admirables en cada lectura.

Pero, ¿cuál es el origen de las obras maestras? ¿Hay en ellas un destino o sólo la dorada cadena del azar? A este respecto, José Gorostiza cuenta así la anécdota que dio lugar, por lo menos en parte, al nacimiento de Muerte sin fin:

Yo era secretario particular del ministro, el general Eduardo Hay, que solía llegar a la oficina entre las diez y once de la mañana. Un día, a las nueve, sonó el teléfono de la red intersecretarial. Contesté y reconocí, inmediatamente, la voz del Presidente de la República, breve, seca, el general Lázaro Cárdenas:

—¿Está el señor ministro?

—No debe tardar, señor Presidente.

Cinco minutos después, volvió a llamar:

—¿Llegó ya el señor ministro?

—Señor, ya viene para acá. Hablé a su casa y me dijeron que ya había salido.

—Bueno, vuelvo a llamar.

Esperó quince minutos y volvió a llamar personalmente.

—No, señor, no ha llegado pero debe entrar aquí de un momento a otro.

Yo ya había caminado como león enjaulado. Estaba preocupadísimo.

—Dígale que habló el Presidente de la República y que deseo que todos los secretarios de Estado estén a las nueve de la mañana en su oficina.

Como yo no sabía cómo darle el recado al general Eduardo Hay escribí a máquina una tarjetita que dejé sobre su escritorio. Él la vio, se la metió al bolsillo y no me dijo una sola palabra. Unos días después lo comentó.

—¿Recuerda usted aquella tarjeta que dejó sobre mi escritorio? No fue cosa grave. Hablé con otros compañeros de Gabinete y a todos les ocurrió lo mismo. Parece que a quien trataba de hacerle llegar la insinuación era al ministro de la Defensa, Manuel Ávila Camacho.

—¡Ah!

—A propósito, ¿a qué horas entra usted?

—A las ocho.

—Bueno, quiero que a partir de mañana llegue usted a las siete, por lo que pudiera ofrecerse.

Resulté el de los platos rotos. Pero como a las siete de la mañana nada sucedía en la Secretaría de Relaciones Exteriores y estaba yo solo, en vez de mirar barrer a los mozos me puse a escribir Muerte sin fin y esto me obsesionó de tal modo que a pesar de que trabajaba yo hasta las diez, once de la noche, a las siete de la mañana estaba yo en mi mesa de trabajo y terminé el poema en seis meses.[1]

Claro que la anécdota cuenta sólo el incidente que propició la escritura de esta obra. Otra es la historia de su gestación y, una que aún se está escribiendo, la de su destino.

Sea como fuere, Muerte sin fin es un poema estremecedor. Estremece por su belleza y por lo que afirma. Se dice que hay hermetismo en él. A mí no me lo parece. Es coherente y clarísimo. Hay momentos, incluso, de entusiasmada reiteración en lo que sostiene. No es el lugar para hacer una exégesis más entre las numerosas que en ocasión del centenario de su autor se han escrito y publicado. Baste decir que este poema es una amplia meditación escrita con un talento, un oído y un rigor extraordinarios en donde cada verso es de una factura impecable y el conjunto, una suma majestuosa tanto de inteligencia como de gracia. Pero mi interés recae sobre todo en lo que afirma este gran poema. Para mí el centro de su poder y de —si es que lo hay— su enigma es justamente lo que dice con toda claridad.

Las dualidades en Muerte sin fin son evidentes. El agua y el vaso, la forma y la materia, la inteligencia y la inconsciencia, la palabra y el silencio, Dios y el Diablo. A partir de estas dualidades la meditación de Gorostiza se desarrolla. Cabe decir que se trata de una verdadera meditación, es decir, un descubrimiento llevado a cabo en el interior de él mismo por su propia conciencia. A lo largo del poema las dualidades se invierten en su valor: lo que parece negativo es en realidad lo positivo. No es la forma sino la materia, no es la palabra sino el silencio, no es el ser sino la nada lo que, por decirlo así, triunfa al cabo. El giro de tuerca nos estremece conforme avanza el poema y llegamos al sorprendente final exhaustos, pero no de fatiga sino de conciencia.

Este ensayo forma parte del libro El fuego que camina, de próxima publicación en la Dirección de Publicaciones de Conaculta.

lunes, 3 de febrero de 2014

José Emilio Pacheco, el poeta

2/Febrero/2014
Confabulario
Jorge Fernández Granados

Ya desde mediados del siglo XX José Emilio Pacheco fue considerado una figura central de su generación. Su vasta obra, que abarca casi todos los géneros literarios, vio crecer en torno suyo un cuerpo crítico y de traducciones, pero sobre todo un público lector como pocas veces ha sucedido en autor alguno. Es en la poesía donde esta obra encontró probablemente sus mayores alcances y dejó publicados catorce libros.
Los dos primeros títulos que abrieron dicha obra poética, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966) son impecables y finos ejercicios de un virtuoso. Poemas tempranamente maduros, dispuestos en series o meditaciones. Se podría decir que son elegías de un lúcido pesimismo. Ya desde estos libros aparecían ciertas constantes que serán reconocibles a lo largo de toda su obra: los ejemplos de la naturaleza (plantas y animales) como fuente de alegorías y lecciones, el tiempo y la destrucción, el drama testimonial de la conciencia: asuntos centrales de una temática cuya universalidad y pulcritud la situaron inmediatamente en muy alta estima.
No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) fue un autoexamen, giro de 180 grados que declaró al poeta y a su obra como subproductos de una fuerza mayor: la historia. Responder a la pregunta acerca del verdadero lugar de la poesía, con la franqueza necesaria y, al mismo tiempo, renovarla en ese replanteamiento, parece el derrotero que toma su obra poética a partir de entonces. Libro que parece formado de retazos y aforismos, de apuntes e instantáneas, No me preguntes cómo pasa el tiempo inaugura también un amplio ciclo, decisivo, que se prolongará en Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980) y Los trabajos del mar (1983).
El título de Irás y no volverás alude al lugar o país de los cuentos infantiles a donde se iba y de donde no se regresaba nunca. Poner en evidencia el reverso, la imperfección, lo perecible del ejercicio poético no es aquí un mero desplante. Con la brevedad del apunte y la austeridad del testimonio, los poemas de este ciclo asumen una desnudez que, paradójicamente, los fortalece. Se trata de todo un examen ético del lenguaje literario. La declaración de principios está anunciada en un poema escrito hacia 1970 (“A quien pueda interesar”):
                    Otros hagan aún el gran poema,
                    los libros unitarios, las rotundas
                    obras que sean espejo de armonía.
                    A mí sólo me importa el testimonio
                    del momento inasible, las palabras
                    que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
                    La poesía anhelada es como un diario
                    en donde no hay proyecto ni medida.
El tono conversacional de algunos poetas norteamericanos, la antipoesía de Nicanor Parra, el coloquialismo de Jaime Sabines y la crónica colectiva de Ernesto Cardenal o Enrique Lihn están más cerca de esta nueva voz de Pacheco, entre cuyos indudables méritos se cuentan la transparencia comunicativa, la exactitud, la ironía y la erudición revertida a la cotidianidad que hace de todas las venas literarias que lo alimentan una sola voz con capacidad a veces narrativa, a veces alegórica, a veces aforística; lenguaje extremamente cultivado que, sin embargo, produce la impresión de un habla llana.
Un tercer y último ciclo se abre con Miro la tierra (1986). Este ciclo incluye los libros Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1996), La arena errante (1999), Siglo pasado (desenlace) (2000), La edad de las tinieblas (2009) y Como la lluvia (2009). En él la tematización sobre el mal de la historia, el recurrente drama humano y la nostalgia de lo perdido ocupan el centro de su atención. La crónica se funde con la poesía y la poesía se sincroniza con la historia. La idea del devenir como desintegración cede su sitio a la del devenir como gran teatro de alegorías que se reiteran o se multiplican de manera a veces grotesca.
Tanto en esta etapa como en la anterior el autor acude no pocas veces a un catálogo de asuntos y personajes —de pretextos podría decirse— en los que el género de la fábula se actualiza bajo un nuevo muestrario. Tal vez José Emilio Pacheco en esencia fue un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y sobre todo los animales operan con frecuencia como ejemplos de reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja. Así, asuntos del entorno doméstico o de la historia lejana son pie de una meditación moral. La utilización de máscaras o personajes que toman la palabra para emitir un juicio que remite a la sociedad humana en su conjunto fue un recurso empleado por él en varias ocasiones y particularmente en los poemas de la serie Circo de noche. En estos poemas logró, con un duro humor negro que algo recuerda a las “Pinturas Negras” de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.
El ajuste, pertinente y riguroso, que José Emilio Pacheco hizo de sus poemas escritos desde la juventud fue un proceso continuo con el paso de las ediciones. Piezas ya clásicas de la poesía mexicana se vieron sometidas a una revisión; e incluso, en algunos casos, a una extrema metamorfosis.
En esta continua tarea de relectura y corrección parece haber un requerimiento estético y, más aún, uno de tipo ético. No se habrían clausurado los poemas de José Emilio Pacheco en su primera versión: la fidelidad no es a un original —parece sugerirnos su autor—, sino al deber no culminado de la lectura y la escritura (o de la relectura y la reescritura). Estos poemas no tienen forma definitiva porque fueron un producto del tiempo y en el tiempo. No se concibieron pues como fin sino como proceso permanente. Con esta práctica Pacheco reafirmaba una convicción que manifestó casi desde los inicios de su carrera literaria: la condición ante todo testimonial de su ejercicio poético y la inexistencia, por lo tanto, de un orden definitivo en él.
Otro aspecto a resaltar en el conjunto de su obra poética es la predilección por ciclos o series que desarrollan algún tema. Para esto hay que tener en cuenta que en este autor los recursos narrativos y periodísticos, lo mismo que el mito, la fábula y la alegoría, fueron estrategias literarias constantes, aun en su poesía. Sólo que en esta última se encuentran concentrados en células muy finas —por llamarlas así— y entretejidos bajo diversas formas reconocibles de la tradición (sonetos, octavas, haikus, poemas en prosa, etc.). No obstante, es insoslayable el ascendente narrativo de esta obra poética, sobre todo a partir del libro No me preguntes cómo pasa el tiempo.
El conjunto general que nos ofrece su obra poética está relacionado con la evolución del concepto mismo de poesía a lo largo de toda una vida. Si Fernando Pessoa definió el sentido de sus heterónimos como un “drama en gente”, podríamos decir que Pacheco nos presentó en la suma de sus libros un “drama en géneros”. De este modo, el relato discute con el ensayo y la crónica se alía con la fábula, y todas hablan y convencen a la poesía. Por consiguiente, lo que discurre a través de esta obra es también un gran cuestionamiento e indagación sobre el poeta y su oficio en la época contemporánea, así como sobre el pasado y el presente de este género.
Un rasgo ascendente en los últimos libros de José Emilio Pacheco es la despersonificación. No es un rasgo nuevo en su obra, pero sí un énfasis. Quien habla se reduce progresivamente a un testigo con la acuciosa tarea de rendir su testimonio del entorno desde su conciencia. Si la sabiduría es quizá la única materia de la que nadie se gradúa y la que, cuando se manifiesta, nos deja lecciones oblicuas y breves, hondas y sólo aparentemente sencillas, la última poesía del autor de Como la lluvia es también, en este sentido, un testimonio de sabiduría.
Pocas obras presentan tal amplitud, tal variedad de abordajes del ejercicio poético. Desde el clasicismo y el elegante labrado formal de las elegías de Los elementos de la noche y El reposo del fuego hasta el dramatizado dibujo de alegorías y vastos ciclos testimoniales de Miro la tierra, Ciudad de la memoria, El silencio de la luna, o el íntimo repaso y la sabiduría de La arena errante, Siglo pasado, La edad de las tinieblas y Como la lluvia, pasando por el gran momento de examen y reformulación de sus instrumentos poéticos que fue No me preguntes cómo pasa el tiempo y se prolongó en Irás y no volverás, Islas a la deriva, Desde entonces y Los trabajos del mar, este complejo itinerario puede ser recorrido como un drama. Un drama cifrado en el que se debaten lealtades y traiciones, afinidades y distancias, entusiasmos y desengaños, en fin, los distintos momentos de un largo amor. En este caso el largo amor por la poesía.
El tiempo, por último, está del lado de un autor como José Emilio Pacheco. En el tiempo —su fiel tema de temas— encontró una y otra vez la fuente y la expresión, ya decantada, de su propia escritura. Los sucesivos capítulos de su obra poética entregan un saldo favorable y contundente de hondura a través de un trabajo realizado a lo largo de 74 años.

sábado, 1 de febrero de 2014

In memoriam

1/Febrero/2014
Laberinto
Jorge Fernández Granados

A Cristina y Laura Emilia Pacheco

Una inesperada lluvia, breve e inusual en una fecha como hoy, 27 de enero, cae bajo el crepúsculo del valle de México. Ha oscurecido temprano. La luz, como es habitual, dura muy poco en los inviernos y este en particular ha sido sumamente frío. Apenas veinticuatro horas de la confirmación de un dato preciso y puntual, de los que a él le gustaba guardar con cuidado: falleció José Emilio Pacheco el domingo 26 de enero de 2014, a las 18:20 horas, aquí, en su natal, tormentosa pero inseparable Ciudad de México. Tenía 74 años.

Afirman los médicos que su muerte se produjo a raíz de un desafortunado accidente: una caída. Estaba solo, entre sus libros como solía estar cuando escribía. Acababa de terminar su última nota. En ella rendía un pequeño tributo a la obra y la memoria de Juan Gelman, su amigo y vecino, el otro gran ausente en la vorágine de unos cuantos días en que la muerte se ha llevado a estos dos entrañables autores. El ángel de las coincidencias quiso que las exequias del autor de Morirás lejos fueran en la misma fecha en que entraron las Fuerzas Aliadas al campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial y por la cual se conmemoran, desde entonces, en este día a las innumerables víctimas del Holocausto.

¿Qué decir acerca de la fatalidad que une y separa las vidas y los destinos que José Emilio Pacheco no haya dicho a lo largo de su obra de manera más que contundente?

Lo que perdemos no es solo a un gran escritor —el cual en cierta forma perdurará a través de sus libros—, es algo distinto. Se ha ausentado una de las presen- cias acaso más insustituíbles de la cultura mexicana del presente, se ha ido una de las inteligencias más genuinas y generosas de nuestro tiempo.

La ciudad por la que sintió, él como nadie, un cariño desamparado y una preocupación progresiva, la ciudad que padeció y amó y de la cual dijo, alguna vez, que sería “mi casa y mi sepulcro”, parece de pronto rendirle esta tarde también, con el lenguaje cifrado de la lluvia, una despedida. Una despedida que el autor de este poema, “Como la lluvia” seguramente habría sabido leer e interpretar como nadie:

Dos mil años después de que el Vesubio Sepultó entre cenizas a Pompeya Encontraron un muro en que estaba escrito:

Nada es eterno. 
Brillan los soles y en el mar se hunden.
 Arde la Luna y se desvanece más tarde. 
La pasión de amor 
Se termina también 
Como la lluvia.

Al tercer día de copiado el grafito 
El yeso en que lo inscribieron se vino abajo.

Se acabaron los versos
Como la lluvia.

José Emilio siempre va a estar entre nosotros. Es una de esas contadas personas que nunca se van, uno de esos hombres que no caben en la muerte.

domingo, 25 de agosto de 2013

El río y el encuentro

25/Agosto/2013
Confabulario
Jorge Fernández Granados

El destino es el tema de los mejores poemas de Álvaro Mutis. No el único, pero sí aquel que despierta sus más hondas resonancias. Entiendo aquí por destino la supuesta fuerza o causa a la que se atribuye la determinación de todo lo que ha de ocurrir, cierta fuerza adscrita particularmente a cada ser, que gobierna su existencia de manera favorable o adversa. Considero que el destino formula para él dos grandes metáforas: el río y el encuentro.

El río

La creciente”, el texto que abre la Summa de Maqroll el Gaviero1 nos presenta ya la primera evocación central: cierto recuerdo infantil del río Coello, en la región colombiana de Tolima, cuya creciente al amanecer arrastra las más diversas materias, confundidas en el agua: árboles, ramas, restos vegetales, animales vivos y muertos, máquinas, estructuras deshechas e irreconocibles, cuerpos ahogados… “Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra”.2
Este recuerdo lo persigue y lo fascina. Aparecerá bajo diversos episodios, en elegantes juegos de metáforas, a lo largo de su obra, tanto poética como narrativa: el río, las aguas que transitan sin cesar, que parecen conducirse a sí mismas y arrastran todo lo que se interpone a su paso, el agua como portadora de la vida y de la muerte. Esta metáfora acude espontáneamente en diversos pasajes, pero también Mutis la desarrolla con más amplitud en otros dos poemas, “Exilio” y “Siete nocturnos”:

El río de nuevo.
El mismo que conocí hace poco más de treinta años y cuya parda corriente
donde los remolinos trazan la huella de un poder sin edad, de una providente rutina soñadora—
no ha dejado de visitarme desde entonces cada noche.3

No es una casualidad que en esa primera evocación del río estén ya presentes también un par de entidades distintivas de toda su obra literaria: por un lado el tránsito, la caravana, la circulación de la riqueza de seres y de objetos por el mundo, en este caso arrastrados por el río de su región natal; y por el otro la manifestación inesperada de una fuerza integral y superior que conduce los destinos. Es decir, dos fuerzas de arrastre. Pero dos fuerzas ajenas por completo al hombre. Dos fuerzas de la naturaleza ante las cuales el hombre es un simple objeto arrastrado. El destino es percibido como una fuerza fluvial capaz de traer a la superficie (al presente) lo que se halla escondido o no manifestado aún. Fuerza a cuyo poder de arrastre nada se escapa, hecha de puro poder y capricho. No es solamente un río entonces el que evocan estos poemas, es la persistente imagen de la fatalidad:

Es entonces cuando el río me confirma en mi irredenta condición de viajero,
dispuesto siempre a abandonarlo todo para sumarme al caprichoso y sabio dominio de las aguas en ruta,
sobre cuya espalda será más fácil y menos pesaroso cruzar el ancho delta del irremediable y benéfico olvido.4

Esa imagen del destino puesto en las aguas de un río es quizá la que lo lleva a desarrollar la figura de Maqroll: el Gaviero, el navegante, el aventurero, el eterno errante sobre las aguas que, como uno de los objetos arrastrados por el Coello, se abandona al irrequieto flujo del devenir. “Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha”.5
De este modo inventa al personaje que sabe navegar por el río (y por el mar), pero también al personaje que sabe que las aguas finalmente lo conducen, para bien o para mal, a su destino. Lo entiende y lo acepta como un oficio justo para su condición humana. Las aguas, finalmente, son también las del tiempo y Maqroll fluye por los días de su vida con la serenidad e incertidumbre con que pilotea su barca en la corriente. Así, el personaje de Álvaro Mutis muere precisamente en las aguas del estero de un río. No podía ser de otra manera: “El Gaviero yacía encogido al pie del timón, el cuerpo enjuto, reseco como un montón de raíces castigadas por el sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”.6
En la muerte de Maqroll precisamente en las aguas del río la primera de las grandes metáforas del destino que animan la poesía de Mutis parece evidenciarse en toda su magnitud y alcanzar una estatura épica.

El encuentro

Los primeros libros de la Summa de Maqroll el Gaviero parecen incluso intentar, en ocasiones, reproducir aquella misma fuerza fluvial e ingobernable del río a través de una procesión de imágenes y tropos, inesperados y no en pocas ocasiones delirantes: “Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna”,7 donde es innegable la influencia que el surrealismo mantiene con esta etapa de su escritura (libros anteriores a Los emisarios). Influencia que se disipará paulatinamente en sus siguientes colecciones, más íntimas y precisas en su lenguaje. El componente narrativo, por el contrario, nunca deja de acompañar y singularizar su poesía y es tal vez en Caravansary donde alcanza su más distintivo perfil.
Es notable, asimismo, cómo la otra gran metáfora del destino, el encuentro, aparece también casi desde el principio de la Summa de Maqroll. Tal metáfora, en una serie de magníficos poemas dispersos a lo largo de todo el volumen, se confirma y desarrolla.
Con un tono que aún evoca mucho a Paul Éluard o a Robert Desnos, el poema “Una palabra”, del libro Los elementos del desastre, nos plantea la posibilidad de que todo poema provenga de una palabra pronunciada por casualidad. El encuentro del poeta con esa palabra desencadenaría, como si de un conjuro o de una reacción química se tratase, el destino insospechado de dar forma a un particular poema; el cual, por cierto, no es visto como don o riqueza alguna, sino como una “fértil miseria”:

Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada…

[...]

Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.8

Tenemos así que el poema es un encuentro; casi una casualidad si no fuera porque es una palabra jamás antes pronunciada (¿por el poeta?, ¿por el idioma?) la que lo produce. Ni el poeta ni el lenguaje saben cómo sucede, o mejor dicho, ninguno sospecha que tienen una cita en una palabra que les está predestinada para encontrarse.
El encuentro también puede ser con la muerte; y en este caso la hora y el sitio son tan irrevocables como desconocidos:

Bien sea a la orilla del río que baja de la cordillera

[...]

O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado

[...]

O quizá en el hangar abandonado en la selva

[...]

También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.9

Tanto en este poema, titulado convenientemente “Cita”, como en el anterior, ni el arte ni la muerte son razones, procesos o consecuencias de la vida; no son producto de la voluntad individual tampoco de divinidad alguna; son, sencillamente, encuentros, encuentros con el destino.
La condición esencialmente azarosa de estos encuentros les otorga su misterio pero también nos impide preverlos, manipularlos y, lo peor, seguramente la mayoría se nos pasan de largo; todo el tiempo, sin darnos cuenta, simplemente no coincidimos con ellos y los perdemos. En “Canción del Este” nos dice:

A la vuelta de la esquina
un ángel invisible espera;
una vaga niebla, un espectro desvaído
te dirá algunas palabras del pasado

[...]

Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera haber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
ahí estaba la clave
de tu breve dicha sobre la tierra.10

El encuentro bien puede no acontecer, entonces, y las posibilidades de que se anule son matemáticamente superiores a las de que ocurra. Pero la sola idea de que algo estuviera aguardándonos a la vuelta de la esquina y no acudimos a la cita, perdiendo de esta manera la clave de nuestra breve dicha sobre la tierra es, en cierto aspecto, una ironía celeste o una ficción borgeana.
No voy a hablar aquí de los vínculos entre Mutis y Borges, que no son pocos. Ése sería tema para otro ensayo. Baste sólo con señalar que la compleja metáfora del encuentro con el destino en el escritor colombiano tiene más de una coincidencia con las concepciones literarias de Jorge Luis Borges.
Más adelante, llegamos al libro Los emisarios, donde el tema de los encuentros y los desencuentros con el destino adquiere una madurada hondura y una belleza particular. Todo este libro está dedicado a esas insospechadas entidades (personas, lugares, objetos, instantes) que nos comunican desde el exterior algo que sólo era una intuición en el interior. Inmejorable, el epígrafe del poeta cordobés Al-Mutamar-Ibn Al Farsi, lo advierte: “Los emisarios que tocan a tu puerta / tú mismo los llamaste y no lo sabes”.
Uno de los encuentros con sus emisarios se da en, o más bien es, la ciudad de “Cádiz”, lugar del que provienen sus ancestros y donde el hallazgo es ante todo una heredad espiritual:

Y llego a este lugar y sé que desde siempre
ha sido el centro intocado del que manan
mis sueños, la absorta savia
de mis más secretos territorios,
reinos que recorro, solitario destejedor
de sus misterios, señor de la luz que los devora,
herencia sobre la cual los hombres
no tienen ni la más leve noticia,
ni la menor parcela de dominio.11

Se trata de un encuentro consigo mismo, o con una parte desconocida hasta entonces de él mismo, que se hallaba dispuesta en una ciudad distante. El emisario en este caso es la ciudad de Cádiz; pero el encuentro no es con ella sino con una zona de su personalidad que él reconoce por primera vez ahí. Ella le hace saber que su destino no es sólo individual y que se halla unido a una herencia desconocida.
Quizás el poema donde lleva más lejos (y más alto) el atisbo del significado del encuentro con el destino es “Una calle de Córdoba”. Si Maqroll, el aventurero marino, no conoce jamás el descanso sino hasta que halla la muerte en el río —y aun sus ojos abiertos y fijos en la nada nos permiten sospechar que no es la paz, sólo el fin lo que allí le aguardaba—, el otro Mutis, en cambio, es tocado por la más inefable plenitud en una calle de Córdoba:

en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o quizá nunca supe,
a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria sombra de la vereda.
Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una tienda vecina las hermosas chilabas que regresan
después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de la Medina en los tiempos de Al-Andaluz,
en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Cartagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la derruida Santa María del Darién,
aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria certeza de estar en España.
En España, a donde tantas veces he venido a buscar este instante, esta devastadora epifanía,
sucede el milagro y me interno lentamente en la felicidad sin término

Plenitud que parece desprenderse de todo y de nada, accidente dentro del devenir que, paradójicamente, anula el devenir por un instante que asimismo parece contenerlo y desbordarlo. La cita con esa felicidad sin término no es posible concebirla y menos predecirla, pero él se atreve a orar por que se cumpla, porque aparezca el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mí:

Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando
esta certeza que ahora me invade como una repentina temperatura, como un sordo golpe en la garganta,
aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria mesa de latón mientras saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo estival.
Aquí, en España, cómo explicarlo si depende de las palabras y éstas no son bastantes para conseguirlo.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de espléndido desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la mezquita, pidiendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en los interminables olivares quemados al sol,
en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, los pueblos, los caminos, en España, en fin,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mí
con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, del olvido y del turbio comercio de los hombres.
Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus bares, sus portalones historiados,
en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de pronto, como cosa de todos los días,
como un trueque del azar que le pago gozoso con las más negras horas de miedo y mentira,
de servil aceptación y de resignada desesperanza,
que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de mi vida.
Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de los omeyas pavimentada por los romanos,
en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de catorce jardines y una alcoba regia para albergar a los reyes nuestros señores.
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.12

Lo curioso es que la cita con esta plenitud tendría que haberse dado si es que existe el destino, puesto que no es casual. Se trata de una señal, una evidencia pactada con el orden de la divinidad. Puesto que los dioses han sido justos, todo está, al fin, en orden. Pero sólo en un mundo donde haya un orden puede hablarse de destino. Orden y destino van juntos porque son la manifestación de una misma estructura —desconocida pero no caótica— de la realidad. El instante que se hallaba en una calle de Córdoba, y que él pidió a los dioses, era la certeza de la existencia de dicho destino, es decir, del orden. El emisario mayor era precisamente este encuentro con el sentido de los encuentros.

Conclusión

Podemos decir ahora que la persistencia del tema del destino, en sus dos grandes metáforas que aquí se comentan, y la búsqueda de un orden son, en la obra de Álvaro Mutis, una misma entidad. Pero esta entidad oscila o evoluciona entre la poderosa y caótica corriente del río que todo lo arrastra, y la secreta y exacta coincidencia de una cita. El río y el encuentro son figuras que aluden al destino, pero como hemos visto lo conciben de maneras distintas. En la primera el destino es una fuerza dinámica y fértil, pero carente de sentido; mientras que en la segunda es un álgebra minuciosa y constructiva, aunque enigmática. Ambas entrañan, sin embargo, visiones totales de este orden interrogado por su poesía.
Ensayo perteneciente al libro El fuego que camina. Huellas de 17 poetas hispanoamericanos, de Jorge Fernández Granados, que próximamente publicará la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en la colección El Centauro. Incluido en la edición digital de Confabulario, con motivo de los 90 años de vida que Álvaro Mutis cumple hoy 25 de agosto.
1 Álvaro Mutis, Summa de Maqroll el Gaviero, poesía reunida, Fondo de Cultura Económica, México, 2002. Tierra Firme.
2 Álvaro Mutis, “La creciente”, Primeros poemas (1947-1952), op. cit. p. 22.
3 Álvaro Mutis, “Siete nocturnos”, V. Un homenaje y siete nocturnos, op. cit., p. 260.
4 Ibid., p. 261.
5 Álvaro Mutis, “En los esteros”, Caravansary, op. cit., p. 172.
6 Ibid., p. 174.
7 Álvaro Mutis, “El húsar”, III. Los elementos del desastre, op. cit., p. 57.
8 Álvaro Mutis, “Una palabra”, Los elementos del desastre, op. cit., pp. 51-52.
9 Álvaro Mutis, “Cita”, Los trabajos perdidos, op. cit., pp. 87-88.
10 Álvaro Mutis, “Canción del Este”, ibid., p. 106.
11 Álvaro Mutis, “Cadiz”, Los emisarios, op. cit., pp. 180-181.
12 Álvaro Mutis, “Una calle de Córdoba”, ibid., pp. 194-196.

sábado, 9 de febrero de 2013

Rubén Bonifaz Nuño: la voz del ángel adversario

9/Febrero/2013
Laberinto
Jorge Fernández Granados

Solía afirmar Rubén Bonifaz Nuño que el trabajo de toda su vida dedicado a la literatura puede dividirse en tres aspectos esenciales: el primero es como erudito y traductor de los clásicos griegos y latinos; el segundo, como estudioso y defensor de las culturas prehispánicas, y el tercero, su obra como poeta.
Del primero, él se sentía particularmente satisfecho de haber realizado “sin duda, la óptima versión que hay en español”1 de la Ilíada de Homero, entre otras reconocidas traducciones directas del griego y el latín. Del segundo aspecto, que fue en gran medida una labor de investigación y difusión principalmente de las culturas náhuatl y olmeca, él opinaba que “es el trabajo que en último término considero más importante porque se dirige concretamente a la gente de México” y a través del cual pretendía incitar a “un conocimiento de su pasado indígena que la llevaría necesariamente a tener un mejor juicio de sí misma”2. Aquí nos ocuparemos específicamente del tercer aspecto de su trabajo: su obra poética o sus versos, como él prefería llamarla.
Los versos de Rubén Bonifaz Nuño están contenidos en veinticinco libros que se han publicado desde 1945 hasta la fecha3. Constituyen, sin la menor duda, una de las obras más sólidas, genuinas y complejas de la poesía hispanoamericana. Obra cuya cerrada fronda, a la manera de ciertos árboles centenarios, no es agotable desde una perspectiva única. Hay en ella lo mismo dimensiones lingüísticas que literarias y referencias tanto herméticas como antropológicas, las cuales convergen de un modo muy particular en el arte de su versificación, una versificación inusitada y por demás inconfundible.
Paralela pero independientemente a algunos de sus contemporáneos Alí Chumacero, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa o Eduardo Lizalde —aunque más cerca literariamente a inmediatos predecesores como Carlos Pellicer y Efraín Huerta— Bonifaz Nuño llega a ciertas pautas creativas, a veces, comparables a todos ellos: avezada vigilancia de la forma y rigor constructivo; prevalencia, aun dentro de temas de la mayor coloquialidad, de la dignidad de la voz poética; el poema asumido como reducto, como diario íntimo o testimonio personal en el contexto de una época donde dicha individualidad se afirma como contraparte a la impersonalidad impuesta por las nuevas relaciones de producción y de convivencia.
Dado asimismo el trayecto intelectual de toda su vida, una vida dedicada a la investigación y la docencia universitarias, no es ninguna casualidad que la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño ostente precisamente aquellas dos influencias que él mismo se ocupó en distinguir: la literatura clásica grecorromana y las culturas prehispánicas. Hay que advertir de inmediato que ninguna de ellas fue una influencia pasajera o trivial. Por el contrario, ambos mundos resultaron medulares en la actitud final con que asumió el oficio poético y aun con el que llegó a concebir la existencia. “Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia del idioma”, afirmó en una conversación con Marco Antonio Campos4; pero más adelante señaló también un deslinde capital para comprender adecuadamente su trabajo: “Mi cultura no está en la Venus de Milo, sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre que la veo, me habla en mi idioma y me dice lo que soy”5.
1. Carácter es destino o primera lucha con el ángel
Pocos son los escritores en quienes es imprescindible abordar el tema del carácter para indagar en su obra. Rubén Bonifaz Nuño es uno de estos raros casos. Orgulloso, con la misma confianza con la que determina el valor de su trabajo de traducción y enumera sus influencias cardinales, afronta la materia de sus versos. Lo primero que evidencian estos versos es su perfección, su hondura expresiva y su exquisito labrado sonoro. Podrá decirse que alguno de ellos es oscuro o hermético, pero de ninguna manera gratuito. Su autor se vuelca allí con una destreza y una desnudez que sólo surgen de quien se está jugando el todo por el todo. Hay, quizá por eso, una intensidad épica, una atmósfera de agonía en ellos. Agonía en el sentido original del término: lucha, combate o enfrentamiento con un adversario.
Ciertos gestos pintan de cuerpo entero el carácter de este autor. Carácter que determinó desde muy temprano su modo de ser y de conducirse. En una extensa conversación autobiográfica el poeta, de ya más de ochenta años, revive episodios remotos con particular significado. Uno de ellos está situado en sus primeros años de vida. Cuenta que su hermano mayor, Ángel, solía divertirse cruelmente con las muy desiguales fuerzas entre ambos:
Curiosamente, entre mis recuerdos más lejanos y desagradables hay uno que se remonta a mi edad de tres años. Vestía un pantalón de tirantes. Y mi hermano mayor me levantaba y me colgaba en una percha, con gran coraje mío. Y ahí me dejaba un minuto o unos segundos. Posiblemente, de manera inconsciente, todavía le guardo rencor por eso.6
En otro pasaje, no sólo recuerda con detalle cierta conducta bastante reveladora de su carácter sino que se siente a gusto enarbolando un lema que llega a su memoria y que, según sus propias palabras, bien podría definirlo:
[...] yo era un niño muy peleonero y muy valiente. Me peleé digamos —en la primaria y en la secundaria y hasta en la preparatoria— cuando menos veinte o veinticinco veces. Si alguien me decía algo, yo buscaba pleito inmediatamente. [...] Y siempre, absolutamente siempre, me pegaban.
Con Ángel Bassols, compañero de la secundaria, me habré dado de moquetes una docena de veces, y siempre me ganó. Cuarenta años después le preguntaron:
—¿Y cómo era Bonifaz?
Y él contestó:
—No sabía pelear, pero nunca se rajaba.
Ése es un lema que me gusta muchísimo: No sé pelear pero nunca me rajo. Eso sí me gusta y me gustaría que quedara. No recuerdo haber ganado una sola pelea en mi vida.7
En ambas anécdotas, que podrían pasar por meros desplantes infantiles, es la autoestima el protagonista en conflicto. Un reto competitivo cualquiera que no debe pasarse por alto pues “el que se deja” se disminuye ante los otros, pero sobre todo ante sí mismo. Años más tarde, algunos versos de Bonifaz Nuño seguirían vibrando en el tono orgulloso y retador de aquellos episodios:
...no la nuca
turbia de lauros del vencido,
ni la ilusión: mi rama sólo
de hiel, y mi espolón de no dejarme.8
Pero si bien la autoestima se imponía y obligó, aún con la certeza de la derrota, a dar batalla, ella evolucionó paulatinamente hacia algo más sutil y perdurable: la dignidad. Dignidad que se asume como la medida personal del valor y del trabajo, lo mismo que de los actos y de las decisiones vitales. Dignidad que será el código más alto para juzgar la jerarquía de los deberes y las necesidades. En suma, una ética inquebrantable:
Vergüenza con sudor, amarga sopa
del humilde, abandóname; no vengas,
opulenta esperanza. Míos
mi callado muro y mi ganada
vida sin gratitud, en la perfecta
libertad, y mi paz en ruinas
y el orgullo pagado con pobreza.9
El orgullo, ese gran gesto del solitario, había decidido desde el origen de sus días recorrer el duro camino de la dignidad “pagada con pobreza”. La vida no hizo más adelante otra cosa que corresponderle, con adversidad y honor, allí donde debía.
Este mismo orgullo, sin embargo, este carácter inclinado innatamente hacia el desafío y la confrontación, se convirtió, por diversas vías de evolución, en la energía recurrente de su poética. Una energía sustentada en la autoafirmación y el permanente reto: una poética de la agonía —en el sentido de lucha— con la forma.
Pero tal vez la lucha de un hombre con su propia grandeza es una lucha desigual. Como Jacob contra el Ángel, el combate no era entre pares sino entre un hombre y su adversario celeste. El “nagual angélico”10 entonces, el Ángel adversario de esta lucha es la propia sombra que tortura el corazón orgulloso y la ira de un dios punitivo contra el más imperdonable de los sentimientos humanos: la soberbia.
Tierra de nadie, toda
la que no pisan nuestros pies ahora;
lugar de la celada, noche
para tender los lazos a la herida
y a la angélica presa: el rostro puro
del fraterno enemigo.
Hasta la grieta horizontal del alba,
y la cadera rota y el bautismo.11

2. Voluntad de forma o la espiral de la serpiente
Se ha afirmado con frecuencia que la de Bonifaz Nuño es una poesía barroca. Lo es y no lo es. Si por barroco entendemos el predominio de la forma sobre el contenido, es innegable que una parte de los versos de este autor concuerdan con esa cualidad 12; pero considerar que el contenido de estos versos ha sido desdeñado en algún momento por compromiso con la filigrana o el lucimiento sería un juicio sumamente superficial. Hay abundancia y hasta sobreabundancia de elementos en algunos momentos; sin embargo la suya es, ante todo, una irrenunciable y rigurosa voluntad de forma.
La voluntad de forma es evidente no sólo en cada verso y cada poema, sino en cada uno de sus libros. El manejo virtuoso de la métrica y el gusto por las simetrías se hace patente a través de series y estructuras progresivas. Prácticamente todos sus libros son sucesiones numeradas de poemas ligados entre sí por una forma que los preside. Esta forma no necesariamente es rígida, pero nunca deja de ser celosamente acotada y muchas veces preestablecida 13. Cada serie o conjunto, a su vez, alude a un tema que allí se desarrolla. Pero no es un desarrollo narrativo ni conceptual, es, más bien, un pretexto temático. Los temas son apenas unos cuantos, pero tan universales como inagotables. Lo advirtió en su momento Octavio Paz: “El tema de los poemas de Bonifaz Nuño es el tiempo y el amor, ambos fugitivos y recurrentes. La brevedad de la vida y la perennidad de la palabra: temas de Horacio y de Ronsard, temas de antes y de mañana, temas de ahora.”14 Cada uno de estos conjuntos puede concebirse también como una interrogación sobre la forma. La forma es, no pocas veces, el protagonista sutil, el verdadero tema que está palpitando en estos versos.
Tal voluntad de forma bien puede ser un proyecto, premeditado y continuo como sugiere la estructura final y el título bajo los que el autor presenta el principal conjunto de su poesía (De otro modo lo mismo), como bien puede ser manifestación integral del carácter y hasta un modo muy personal de cognición. El conjunto o la serie, para el caso, no son digresiones sino aproximaciones: método que prospera por acumulación de unidades, por proliferación de aspectos y desdoblamiento de imágenes. Sólo bajo este concepto, a mi criterio, Bonifaz Nuño podría ser un poeta barroco. Es decir, bajo el entendimiento de que barroco no es el que se extravía en su propósito; sino quien conoce tan bien los caminos que se da el lujo de divagar.
Surgen y se entrelazan así estos versos con sonoridad encadenada y candente. Innumerables las variaciones a lo largo de su obra donde brinda cátedra del ritmo y del encabalgamiento. La cadencia es el perpetuum mobile del mecanismo de sus versos, a la vez rigurosos y espirales, certeros y encriptados:
Nadie, ya, tenga miedo. Juntos
los enemigos lloran. Ya septiembre
de alcohol melancólica su guerra
infantil abandera, y en la plaza
trajes de fiesta, y la maldita
tristeza, y las mujeres. Y arma el canto
—dando vueltas— de la patria pobre.15
El oído es el alquimista en el atanor interminable del hallazgo. Sonoridad que esculpe el metal fundido del idioma; pero nunca para destruirlo sino para llevarlo de nuevo, recuperado, por el pulso interior del habitante de la urbe, por las galerías solitarias del pensamiento del que deambula y advierte, como un antagonista, su propio paso que lo lleva a un lugar desconocido de tan conocido.
Si bien hay un proceso hasta cierto punto progresivo en el ahondamiento y la depuración de un lenguaje y un ritmo propios, deslumbra en Fuego de pobres (1961) la destreza, la concentración alcanzada y la sonoridad ya definitiva de la voz. Sin embargo, no es la sonoridad en sí, la cual puede rastrearse hasta cierto punto en sus libros anteriores, sino el salto cognitivo de esa voz con respecto al acecho de su objetivo. Este objetivo entraña, en el recóndito orden de los símbolos, el mayor de sus empeños.
La obra poética de Rubén Bonifaz Nuño se abre con un breve conjunto de sonetos, La muerte del ángel, y con otros poemas escritos en la misma época (1945–1952), cuyo tema, si bien podría relacionarse con alguna influencia religiosa o bien rilkeana, conlleva definitivamente algo más personal, más sutil y hasta cifrado. Hay en ellos, desde el origen, una figura central a quien se dirige la voz enunciadora, figura que acompañará en adelante casi todos sus libros. Se muestra a grandes rasgos como una presencia femenina a la cual se invoca:
A ti, para tu amor,
límite altísimo
de los oscuros límites del alma.
Para ti, de quien fuera
como un presagio conmovido el sueño;
pregunta sola a la que voy, vestido
con el claro temor de la certeza.16
Esta presencia, que a veces adquiere identidad de mujer terrestre y a veces de devastadora divinidad17, a la que se alude alternativamente como “señora”, “amiga” o sencillamente “tú” (e incluso “rostro” o “sombra”), es una de las identidades mitopoéticas más complejas que ofrece la literatura mexicana. Tal presencia parece encarnar, según el contexto, lo mismo a la Perfección y la Belleza que a la Muerte y al Conocimiento.
Profusos podrían ser los ejemplos con los que esta figura se presenta y atrae, como un centro magnético, el despliegue de los versos de Bonifaz Nuño. Pero lo más significativo, en cualquier caso, es observar cómo aquella presencia es poderosamente metamórfica. En uno de sus últimos libros, Albur de amor, esta presencia es evocada, alternativamente, como mujer y como divinidad prehispánica:
Sacerdotal potencia, erguida
cobra coronada o, de sonora
virtud caudal, víbora santa:
indecente deidad te hiciste
para admitirme en tus santuarios.
[...]
Quejumbrosa fruición, o gracia
gimiente al contemplarse, gozas
el triunfo que otorgas, y te vences,
y para vencerte te trasmutas.
Rasgas tus velos, abandonas
tu vieja piel en las espinas,
ancha y tendida resplandeces.18
Se cumple aquí lo que advierte Mircea Eliade para denotar la presencia de un orden simbólico: un símbolo es todo menos lo evidente a través de su materia, se trata de cierta manifestación de la conciencia cuyo sentido es inagotable.
A manera de recapitulación, la poética de Rubén Bonifaz Nuño puede interpretarse como el enfrentamiento y la zozobra de una tradición ante una nueva realidad donde ese modelo tradicional ya no opera y por lo tanto debe transformarse para continuar vigente. En su caso, esa transformación se manifiesta como el permanente reto a la forma poética. Exigencia que él llevó lo más lejos posible. Poética del orgullo y la soledad, de la agonía y el esplendor bajo un dominio absoluto del idioma para la cual aún el más alto grito no puede ser otra cosa que un verso rotundo y perfecto.
NOTAS
1 Ignacio Trejo Fuentes e Ixchel Cordero Chavarría: Autoentrevistas de escritores mexicanos, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Col. Periodismo Cultural, México, 2007, p. 45.
2 Ibídem
3 La reunión de prácticamente todos sus libros de poesía se halla en dos volúmenes: De otro modo lo mismo [1945-1971], 1978, y Versos (1978-1994), 1996. Ambos publicados en México por el Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas.
4 Entrevista con Marco Antonio Campos: “El dueño de su lenguaje” en La Jornada Semanal, 10 de septiembre, 2000.
5 Ibídem
6 Entrevista realizada por Josefina Estrada: De otro modo el hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, El Colegio Nacional, México, 2008, p. 36.
7 Josefina Estrada, op. cit., p. 41.
8 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas)  “69”, p. 329.
9 Rubén Bonifaz Nuño, op. cit., Siete de espadas, “33”, p. 318.
10 Tal expresión es de él mismo, op. cit., p. 351.
11 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Fuego de pobres), “19”, p. 259-260.
12 En particular en libros como Los demonios y los días, Fuego de pobres o Siete de espadas.
13 Sus libros siempre juegan o experimentan métricamente. Lo mismo con formas establecidas por la tradición, como el soneto (La muerte del ángel, Tres poemas de antes, Pulsera para Lucía Méndez) que con estrofas inventadas por él mismo y en las cuales incluso se permite la participación activa del azar para cumplirlas (Siete de espadas).
14 Octavio Paz, “La verde lumbre: Rubén Bonifaz Nuño” en Obras completas. Tomo IV: Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, Círculo de lectores/ Fondo de Cultura Económica, México, 1991, p. 299.
15 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas), “20”, p. 314-315.
16 Rubén Bonifaz Nuño: op. cit., Algunos poemas no coleccionados [1945-1952], “Preludio, 1 (Ofrecimiento)”, p. 27.
17 A este respecto puede contrastarse el tratamiento que se le da a tal presencia femenina en El manto y la corona, por ejemplo, o Tres poemas de antes (donde se alude a ella como mujer, pareja o amante); y La flama en el espejo o El corazón de la espiral (donde representa una divinidad hermética); y cómo ambas parecen fundirse en una torturada dualidad lo mismo terrestre que mitológica en Albur de amor.
18 Rubén Bonifaz Nuño, Versos (1978-1994), (Albur de amor) “21”, p. 186.